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ESPERANZA EN TIEMPOS ADVERSOS (homilía de la misa del 9 de octubre de 2024)
Se cumplen 200 años del primer sermón predicado por Newman en 1824. Había sido ordenado diácono diez días antes en la Catedral de Oxford y recién sería sacerdote un año después. El sermón lo predicó primero en la iglesia de Over Worton, 24 km al norte de Oxford, donde era vicario Walter Mayers, que había sido su guía espiritual desde joven. Lo repitió el domingo siguiente en la iglesia St Clement´s de Oxford, adonde había sido nombrado para ayudar al Rdo. Gutch, Rector de esa iglesia; allí permaneció 20 meses, los últimos siendo ya sacerdote, y realizando una labor impresionante con los parroquianos. Este sermón fue el primero de los 604 que él mismo enumeró hasta 1843, cuando renuncia a su cargo eclesiástico en la Iglesia de Inglaterra, dos años antes de su conversión. El sermón 1 y hasta el 150 tenían aún el sabor del evangelismo calvinista, por lo cual no los incluyó al publicar más tarde sus famosos Paroquial and Plain and Sermons. Ese primer sermón del joven clérigo se titula “Esperando en Dios” y comenta el versículo del salmo: “Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor” (Sal 26,14), y comienza afirmando:
“Estamos acostumbrados a decir “despacio y seguro” para elogiar el afán paciente que ahorra y se esfuerza con la esperanza de llegar a ser ricos…Tal es la sabiduría de los hombres en asuntos mundanos, pero en religión los encontramos del todo al revés de este modo de proceder”. (US, V, 5).
Interesa sobremanera que este primer sermón de Newman a los 23 años, tuviese como tema la esperanza cristiana, porque está fundada en la Providencia de Dios y en el fiel cumplimiento de sus promesas.
En los años sucesivos, y por su lectura y estudio de los Santos Padres y el objetivo de reformar la Iglesia Anglicana, adquirió un notable conocimiento de la historia de la Iglesia, a la luz del designio divino, y gran sabiduría a la hora de juzgar no sólo el momento que le tocaba vivir entonces, sino su visión profética del futuro. Habiendo comenzado a liderar el llamado Movimiento de Oxford, publicó en 1837 las Conferencias sobre el oficio profético de la Iglesia, cuyo objetivo era establecer a la Iglesia Anglicana como “vía media” entre el catolicismo romano y el protestantismo. A esta obra, duramente crítica conta la Iglesia de Roma, le añadió, cuarenta años después en 1877, un nuevo prólogo para explicar y corregir ciertas afirmaciones como católico. Pero uno de los textos no corregidos fue el párrafo final:
“En verdad que, cuando nos ponemos a analizar la historia entera del cristianismo desde el principio, no hallamos más que una sarta de dificultades y anomalías. Cada siglo es como cualquiera de los demás, y, a quienes viven en él les parece peor que todas las épocas precedentes. La Iglesia está siempre achacosa y se arrastra en la debilidad, “siempre llevando en su cuerpo los sufrimientos de la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo” (Cfr. 2 Cor 4,10). Parece siempre que la religión está a punto de expirar, que los cismas predominan, que la luz de la Verdad está empañada, y los que se adhieren a ella dispersos. La causa de Cristo está siempre en su última agonía, como si sólo fuera cuestión de tiempo que su agotamiento final sea tal día o tal otro. Los santos siempre están a punto de desaparecer de la tierra y Cristo a punto de llegar, de modo que el Día del Juicio no deja nunca de ser, al pie de la letra, inminente; y nuestro deber consiste en esperar siempre su llegada, sin sentirnos contrariados porque, después de haber dicho tan a menudo “ahora es el momento”, al final, contra nuestras expectativas, la verdad ha recuperado algo sus fuerzas.
Esa es la voluntad de Dios: reunir a sus elegidos, uno a uno, poco a poco, en los períodos en que brilla el sol entre tormenta y tormenta, o quitarlos súbitamente de la irrupción del mal, incluso cuando las olas arrecian más furiosas que nunca. Bien pueden los profetas exclamar: “¿Hasta cuándo, Señor? ¿Cuándo acabarán estos prodigios? (Dan 12,6) ¿Cuánto tiempo seguirá adelante este misterio? ¿Cuánto tiempo sostendrán a este mundo perecedero las frágiles lámparas que luchan por la existencia en su atmósfera insalubre? Sólo Dios sabe el día y la hora en que por fin tendrá lugar lo que siempre nos está advirtiendo. Mientras tanto, obtenemos la medida de nuestro consuelo de lo que ha sido hasta ahora: ni desanimarse, ni abatirse, ni impacientarse por las desgracias que nos circundan. Siempre las ha habido, siempre las habrá; son la parte que nos toca. ´Levantan los ríos, Señor, levantan los ríos su voz, levantan los ríos su fragor; pero más que la voz de aguas caudalosas, más potente que el oleaje del mar, más potente en el cielo es el Señor` (Sal 93, 3-4).” (Lectures on the Prophetical Office of the Church,, XIV, Via Media I)
Esta esperanza fundada en la Providencia Divina, precisamente en lo que se refiere al misterio de la Iglesia, ocupó todo su itinerario de conversión y su posterior vida católica. Al final de ese nuevo prólogo de 1877 dice así:
“El alma humana, ¡qué llena está de incongruencias, es decir, de misterios, en las personas más excelentes, si tenemos en cuenta el conjunto de sus opiniones, gustos, hábitos, capacidades, propósitos y realizaciones! No hay que extrañarse, pues, de que la Santa Iglesia, la creación sobrenatural de Dios, sea también ella un ejemplo de la misma ley. Nos presenta una admirable coherencia y unidad de sus palabras y sus actos, como característica general, pero marcada y desacreditada de vez en cuando por anomalías manifiestas que requieren, y exigen, por nuestra parte, el ejercicio de la fe”.
De modo similar, dice en dos cartas de 1876 y 1877:
“La Iglesia Católica presenta una continua historia de caídas aterradoras y de recuperaciones extrañas y victoriosas. Tenemos una serie de catástrofes, cada una distinta de las otras, y esa diversidad es la garantía de que la prueba actual, aunque diferente de las anteriores, será superada también en el buen tiempo de Dios”. (LD xxviii, 91, 1876). “La Iglesia siempre pareció estar muriendo…pero triunfó frente a todos los cálculos humanos…Cuando bajaron los bárbaros y todo fue destruido y los cristianos tuvieron que empezar otra vez, ¿no parecía la perspectiva del futuro tan terrible a los ojos de San Agustín o San León, humanamente, como ahora a nuestra generación? Es imposible predecir el futuro, cuando no tienes precedentes, y la historia del cristianismo es una sucesión de pruebas siempre nuevas, nunca la misma dos veces. Sólo podemos decir [como David]: ‘El Señor que me ha librado de las garras del león y del oso, me librará de la mano de ese filisteo’ (1 Sam 17,37). Pero no podemos anticipar la forma exacta que tendrá el conflicto”. (LD xxviii, 196, 1877).
Y dirá en una carta de 1882:
“La regla de la Providencia de Dios es que hemos de triunfar a través del fracaso”. (LD, xxx, 142, 1882)
Finalmente, estuvo su célebre Discurso público en Roma con ocasión de la recepción del cardenalato en 1879, hablando de lo que hoy llamamos relativismo:
“El liberalismo religioso es la doctrina que afirma que no hay ninguna verdad positiva en religión, que un credo es tan bueno como otro, y esta es la enseñanza que va ganando solidez y fuerza diariamente. Es incongruente con cualquier reconocimiento de cualquier religión como verdadera. Enseña que todas deben ser toleradas, pues todas son materia de opinión.… El carácter general de esta gran apostasía es uno y el mismo en todas partes, pero en detalle, y en carácter, varía en los diferentes países… Nunca ha habido una estratagema del Enemigo ideada con tanta inteligencia y con tal posibilidad de éxito…
Pero dice al final:
“El cristianismo ha estado tan a menudo en lo que parecía un peligro mortal, que ahora debemos temer cualquier nueva adversidad. Hasta aquí es cierto. Pero, por otro lado, lo que es incierto, y en estas grandes contiendas es generalmente incierto, y lo que es comúnmente una gran sorpresa cuando se lo ve, es el modo particular por el cual la Providencia rescata y salva a su herencia elegida, tal como resulta. Algunas veces nuestro enemigo se vuelve amigo, algunas veces es despojado de esa especial virulencia del mal que es tan amenazante, algunas veces cae en pedazos, algunas veces hace sólo lo que es beneficioso y luego es removido. Generalmente, la Iglesia no tiene nada más que hacer que continuar en sus propios deberes, con confianza y en paz, mantenerse tranquila y ver la salvación de Dios. ´Los humildes poseerán la tierra y gozarán de inmensa paz´ (Salmo 37,11)”.
Esta lucidez histórica hacia el pasado y hacia el futuro, y la enseñanza magistral de esperanza en la Providencia divina nos ilumina en estos tiempos confusos y adversos de la vida de la Iglesia. Su visión bíblica, teológica e histórica, hacen de Newman un verdadero guía, porque recorrió el camino difícil de su propia vida en aquel turbulento siglo XIX.
Al respecto siempre habrá que recordar aquellas palabras finales del entonces Cardenal Ratzinger, en el Simposio de 1990 en Roma con ocasión del centenario de su muerte: “La característica de todo gran Doctor de la Iglesia, me parece, es que enseña no sólo mediante su pensamiento y su palabra, sino también con su vida, porque dentro de él, pensamiento y vida se funden y se definen mutuamente. Si esto es así, entonces Newman pertenece a los grandes maestros de la Iglesia, porque toca nuestros corazones y al mismo tiempo ilumina nuestro pensamiento”.
Semejante afirmación fue seguida, siendo ya papa Benedicto XVI, con la beatificación de Newman que él mismo presidió en Inglaterra en 2010, y ahora, que ya ha sido canonizado en 2019, se hace posible que sea nombrado Doctor de la Iglesia. Lo han solicitado oficialmente los episcopados del Reino Unido y Estados Unidos, a lo cual los Amigos de Newman en Argentina adherimos de corazón, orando y poniendo esa intención en esta misa del 9 de octubre, a la vez que nos confiamos a la intercesión de nuestro Santo Patrono. San John Henry Newman, ruega por nosotros, ruega por nuestra Santa Iglesia.
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