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Cristo Rey y la epopeya Cristera

Homenaje a cien años de la encíclica «Quas Primas»

Christian Viña – 

Celebraremos, en 2025, los cien años de la encíclica Quas Primas, sobre Cristo Rey, del Papa Pío XI, de felicísima memoria. Fue publicada el 11 de diciembre de 1925, en la finalización del Año Jubilar, y a 1600 años del Concilio de Nicea, que presidió el obispo hispano Osio, de Córdoba; y que proclamó, como dogma de Fe, la consustancialidad del Hijo con el Padre, e incluyó en el final del Credo las palabras cuyo Reino no tendrá finQuas Primas es considerada como la carta magna de la Realeza Social de Cristo. Y no solo instituyó la fiesta de Cristo Rey, el último Domingo de octubre –según el Vetus Ordo-, sino también, al hacer un profundo desarrollo teológico sobre la absoluta Majestad de Nuestro Señor, con trazos bien firmes, inspiró además el heroísmo y la santidad de los mártires de México; llamados «Cristeros», porque dieron testimonio de su Fe, y ofrendaron su vida al grito de ¡Viva Cristo Rey! Edificados sobre la Roca que es Cristo no temieron a nada, ni a nadie. Mejor dicho: temieron y se escaparon de la tibieza, de las componendas con lo peor del mundo, y de la herejía, y de la apostasía estruendosas.

No fueron «fanáticos» –como con desprecio, desde la masonería, y las demás sectas se los califica desde hace un siglo-; fueron valientes soldados del Señor, dispuestos por Él mismo a entregar su vida, en fidelidad al Padre, por el Espíritu Santo. Jamás será mucho el homenaje que les tributemos, entonces; especialmente nosotros, los iberoamericanos. Peregrinar por México; en particular por las zonas cristeras, es siempre un bálsamo para el alma. Allí se palpita, en todo momento, con renovados bríos la epopeya martirial. Esa sangre cristera bombea, desde la entraña de la tierra, la fuerza que hoy nos nutre, y nos sostiene. Y más se agiganta cuando más contrasta con los mercenarios de la muerte, y la corrupción.

Repasemos, entonces, los principales puntos de la encíclica. Ya en su introducción advierte que nunca resplandecería una esperanza cierta de paz verdadera entre los pueblos mientras los individuos y las naciones negasen y rechazasen el imperio de nuestro Salvador. E, inmediatamente, subraya que estamos persuadidos de que no hay medio más eficaz para restablecer y vigorizar la paz que procurar la restauración del reinado de Jesucristo (n. 1). Nótese que se habla de restauración; en el sentido de recuperar o recobrar.

En el punto tres, el documento rinde homenaje a la sangre y los sudores de esforzadísimos e invictos misioneros en dilatar cada vez más el Reino de Cristo, en todos los continentes. Y se refiere, también, a las vastas regiones que todavía quedan por someter a la suave y salvadora soberanía del Señor. Es de destacar que se define a la realeza de Cristo como suave y salvadora; bien contraria al sometimiento salvaje que buscan imponer tantos pichones de tiranuelos, aquí y allá, en distintos puntos del orbe.

Se aclara, igualmente, que además del sentido metafórico es evidente que, también en sentido propio y estricto, le pertenece a Jesucristo como hombre el título y la potestad de Rey; pues sólo en cuanto hombre se dice de Él que recibió del Padre la potestad, el honor y el reino; porque como Verbo de Dios, cuya sustancia es idéntica a la del Padre, no puede menos de tener común con Él lo que es propio de la divinidad y, por tanto, poseer también como el Padre el mismo imperio supremo y absolutismo sobre todas las criaturas (n. 6). Se destaca, asimismo, que es el mismo Cristo el que da testimonio de su realeza, pues ora en su último discurso al pueblo, al hablar del premio y de las penas reservadas perpetuamente a los justos y a los réprobos; ora al responder al gobernador romano que públicamente le preguntaba si era Rey; ora, finalmente, después de su resurrección, al encomendar a los apóstoles el encargo de enseñar y bautizar a todas las gentes, siempre y en toda ocasión oportuna se atribuyó el título de Rey y públicamente confirmó que es Rey, y solemnemente declaró que le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra(n. 9).

En el punto 16 descubrimos uno de los más grandes desafíos del documento: No se nieguen, pues, los gobernantes de las naciones a dar por sí mismos y por el pueblo públicas muestras de veneración y de obediencia al imperio de Cristo si quieren conservar incólume su autoridad y hacer la felicidad y la fortuna de su patriaY añade: Desterrados Dios y Jesucristo de las leyes y de la gobernación de los pueblos, y derivada la autoridad, no de Dios, sino de los hombres, ha sucedido que… hasta los mismos fundamentos de autoridad han quedado arrancados, una vez suprimida la causa principal de que unos tengan el derecho de mandar y otros la obligación de obedecer. De lo cual no ha podido menos de seguirse una violenta conmoción de toda la humana sociedad privada de todo apoyo y fundamento sólido.

A continuación, exclama el recordado Pontífice: ¡Oh, qué felicidad podríamos gozar si los individuos, las familias y las sociedades se dejaran gobernar por Cristo! Entonces verdaderamente … se podrán curar tantas heridas, todo derecho recobrará su vigor antiguo, volverán los bienes de la paz, caerán de las manos las espadas y las armas, cuando todos acepten de buena voluntad el imperio de Cristo, cuando le obedezcan, cuando toda lengua proclame que Nuestro Señor Jesucristo está en la gloria de Dios Padre (n. 20).

La «peste del laicismo»

No duda Pío XI en calificar como peste de nuestros tiempos al llamado laicismo con sus errores y abominables intentos (n. 20). Y aclara que tal impiedad no maduró en un solo día, sino que se incubaba desde mucho antes en las entrañas de la sociedad. Se comenzó por negar el imperio de Cristo sobre todas las gentes; se negó a la Iglesia el derecho, fundado en el derecho del mismo Cristo, de enseñar al género humano, esto es, de dar leyes y de dirigir los pueblos para conducirlos a la eterna felicidad. Después, poco a poco, la religión cristiana fue igualada con las demás religiones falsas y rebajada indecorosamente al nivel de éstas. Se la sometió luego al poder civil y a la arbitraria permisión de los gobernantes y magistrados. Y se avanzó más: hubo algunos de éstos que imaginaron sustituir la religión de Cristo con cierta religión natural, con ciertos sentimientos puramente humanos. No faltaron Estados que creyeron poder pasarse sin Dios, y pusieron su religión en la impiedad y en el desprecio de Dios (n. 23). Por eso, advierte también sobre la apatía y timidez de los buenos, que se abstienen de luchar o resisten débilmente; con lo cual es fuerza que los adversarios de la Iglesia cobren mayor temeridad y audacia. Pero si los fieles todos comprenden que deben militar con infatigable esfuerzo bajo la bandera de Cristo Rey, entonces, inflamándose en el fuego del apostolado, se dedicarán a llevar a Dios de nuevo los rebeldes e ignorantes, y trabajarán animosos por mantener incólumes los derechos del Señor (n. 25). Y frente a los que, ayer y hoy, no resisten a los embates laicistas, enfatiza: Recordarán necesariamente los hombres que la Iglesia, como sociedad perfecta instituida por Cristo, exige –por derecho propio e imposible de renunciar– plena libertad e independencia del poder civil; y que, en el cumplimiento del oficio encomendado a ella por Dios, de enseñar, regir y conducir a la eterna felicidad a cuantos pertenecen al Reino de Cristo, no puede depender del arbitrio de nadie (n. 32).

Cristo vengará todas las injurias

Finalmente, en referencia a los magistrados y gobernantes, afirma que a éstos les traerá a la memoria el pensamiento del juicio final, cuando Cristo, no tanto por haber sido arrojado de la gobernación del Estado cuanto también aun por sólo haber sido ignorado o menospreciado, vengará terriblemente todas estas injurias; pues su regia dignidad exige que la sociedad entera se ajuste a los mandamientos divinos y a los principios cristianos, ora al establecer las leyes, ora al administrar justicia, ora finalmente al formar las almas de los jóvenes en la sana doctrina y en la rectitud de costumbres (n. 33). Este punto parece escrito proféticamente para las masónicas autoridades mexicanas de entonces; que estaban dando sus primeros pasos para masacrar a los Cristeros.

Comienzo de la «Revolución Mexicana»

Mientras en la Ciudad Eterna se concluía con renovada esperanza el Año Jubilar, nuestro amado México llevaba ya una larga década de accionar revolucionario. Señala el querido y admirado padre Alfredo Sáenz, en su libro «La Gesta de los Cristeros»[1] que «desde 1914, la Revolución había sido llevada adelante por gente del norte: Carranza, Obregón y ahora Calles, ajenos al México tradicional, católico e hispánico… Lo que se postulaba como ‘nortismo’ era, en realidad pochismo. Palabra que se usa en California para designar al descastado que reniega de lo mexicano… y procura ajustar todos sus actos al mimetismo de los amos actuales de la región».

El presidente Plutarco Elías Calles, masón grado 33 y feroz perseguidor de la Iglesia, en cuanta ocasión pudo expresó todo su odio. Por caso, en Guadalajara, llegó a afirmar: «Con toda perfidia dicen los reaccionarios y afirman los clericales que el niño le pertenece al hogar y el joven le pertenece a la familia. Ella es una doctrina egoísta, porque el niño y el joven pertenecen a la comunidad, pertenecen a la colectividad, y es la Revolución la que tiene el deber imprescindible de atacar ese sector y apoderarse de las conciencias, de destruir todos los prejuicios y de formar una nueva alma nacional»[2]. Como puede verse, cualquier parecido con los actuales personeros de la nefasta Agenda 2030, no es absoluta coincidencia.

La Epopeya Cristera se desarrolló entre 1926 y 1929, a raíz de la resistencia de los católicos a la llamada «Ley Calles» –fundamentada en la laicista Constitución de 1917-, que literalmente prohibía el culto público de nuestra Santa Religión. Se llegó al despropósito de obligar a que los ministros del culto estuviesen casados. No podían existir las comunidades religiosas; las celebraciones solo podían realizarse en los templos, y se prohibió el uso de hábitos y sotanas, fuera de las iglesias. Asimismo, no podían ejercer sacerdotes extranjeros. La situación hizo que el Papa Pío XI, en noviembre de 1926, en su encíclica Iniquis afflictisque (A las inicuas y tristes circunstancias) advirtiera sobre «… la arbitrariedad y crueldad de los enemigos. Hombres y mujeres que defendían la causa de la religión y de la Iglesia ya sea de viva voz, ya con escritos o pequeños comentarios, han sido llamados a juicio y encarcelados; asimismo han sido encarcelados íntegros capítulos de canónigos con ancianos o enfermos; los sacerdotes y otros del pueblo han sido muertos sin misericordia alguna en los caminos, en las plazas, frente a los templos».

La asfixia que se imponía a la Iglesia era insostenible. Fue así como, en enero de 1927, se dio forma a la resistencia armada; que complementaba otras medidas anteriores, como el boicot económico, y buscar reducir al máximo los recursos fiscales. Campesinos, básicamente, fueron los principales defensores de la Fe, al grito de «¡Viva Cristo Rey!» y «Viva Santa María de Guadalupe». Se irían uniendo, luego, creyentes de distintas ciudades, de todas las condiciones y capas sociales; básicamente de Guanajuato, Jalisco, Aguascalientes, Michoacán y Zacatecas, entre otros puntos del centro del país. Especial mención merece la entrega de las mujeres católicas, con sus célebres Brigadas Femeninas «Santa Juana de Arco». Obviamente, los desplazamientos y la estrategia de los Cristeros obedecieron a las características geográficas de las distintas zonas. Se calcula que llegaron a reunir cerca de 50.000 combatientes; que libraron heroicas batallas. En 1929, por los llamados «acuerdos» entre la cúpula de la Iglesia mexicana, y el gobierno, se callaron las armas; con la promesa –finalmente incumplida por el nuevo presidente, también masón, Emilio Portes Gil-, de una generosa amnistía general para los levantados en armas, y ciertas concesiones para el culto. Recién en 1993, luego de más de seis décadas, el gobierno de México concedió a la Iglesia un precario reconocimiento legal como asociación religiosa, y restableció relaciones diplomáticas con la Santa Sede.

Se cuentan entre los centenares de Mártires Cristeros los sacerdotes: Santo Toribio Romo González, considerado patrono de los inmigrantes; San Rodrigo Aguilar Alemán; San Cristóbal Magallanes; y el Beato Miguel Agustín Pro, sacerdote jesuita. Y, entre los seglares, San José (Joselito) Sánchez del Río; matado, en Sahuayo, pocos días antes de que cumpliese quince años. Entre los laicos también descuella el Beato Anacleto González Flores, abogado de profesión, fundador de la Unión Popular, y sepultado en el Santuario de Guadalupe, en Guadalajara. Además de los citados, el martirologio mexicano incluye a otros numerosos hermanos; muchos de los cuales están en proceso de canonización. Se calcula que murieron más de 30.000 Cristeros. Las cifras son, ciertamente, provisionales; pues, pese al tiempo transcurrido, y la buscada conspiración del silencio gubernamental, todo el tiempo se actualizan dichos números, con historias que siguen saliendo a la luz, tras ser superadas distintas trabas, que lo impedían.

San Juan Pablo II, en 1992, al beatificar a 22 de ellos, sacerdotes diocesanos, destacó que «la solemnidad de Cristo Rey, instituida por el papa Pío XI precisamente cuando más arreciaba la persecución religiosa de México, penetró muy hondo en aquellas comunidades eclesiales y dio una fuerza particular a estos mártires, de manera que al morir muchos gritaban: ¡Viva Cristo Rey!»

Deben resaltarse, también, las conmovedoras palabras que el general Jesús Degollado Guízar dirigió a los Cristeros; a propósito del «licenciamiento» surgido por los «acuerdos» referidos: «La Guardia Nacional desaparece, no vencida por nuestros enemigos, sino, en realidad, abandonada por aquellos que debían recibir, los primeros, el fruto valioso de sus sacrificios y abnegación. ¡AVE, CRISTO! Los que por Ti vamos a la humillación, al destierro, tal vez a la muerte gloriosa, víctimas de nuestros enemigos, con el más fervoroso de nuestros amores, te saludamos y, una vez más, te aclamamos REY DE NUESTRA PATRIA. ¡VIVA CRISTO REY! ¡VIVA SANTA MARIA DE GUADALUPE! Dios, Patria y Libertad». Mueven, también, a conmoción las palabras del Papa Pío XI, en la encíclica Acerba animi, de 1932; quien, entre otros conceptos, elogiaba «la firme y generosa resistencia de los oprimidos». Y se lamentaba por el hecho de que, «con desprecio de las indubitables promesas hechas, muchos clérigos y seglares que habían defendido valientemente la fe de sus mayores fueron entregados a la envidia y odio disimulado de sus enemigos». En efecto, pese a la prometida «amnistía», el gobierno detuvo y asesinó a más de 1.500 Cristeros.

Estos y otros temas vinculados, pueden profundizarse en el citado libro del padre Sáenz; y, también, en: «La Cristíada», de Jean Meyer; «La Epopeya Cristera», de Enrique Díaz Araujo; y «El niño testigo de Cristo Rey. José Sánchez del Río, mártir Cristero», del padre Luis Laureán Cervantes, LC. Gracias a Dios, en particular desde los años ’90 del siglo pasado en que, en el exterior, y también en México, se comenzó a hablar públicamente, y sin temores, del asunto, todo el tiempo se multiplican las investigaciones sobre esta epopeya religiosa. Para motivar el interés, de modo especial, entre los niños y jóvenes, puede proyectarse la película «Cristíada»; que si bien tiene –por sus propios límites- algunos baches y ambigüedades históricos, sirve y mucho para despertar la sed de profundización.

Las enormes similitudes entre la Epopeya Cristera, y la Cruzada de Reconquista de España, dejan entreverse, también, en las palabras del Papa Pío XII, de felicísima memoria, en su radiomensaje «A los fieles de España», del 16 de abril de 1939. Allí se destaca: «Exhortamos a los Gobernantes y a los Pastores de la Católica España, que iluminen la mente de los engañados, mostrándoles con amor las raíces del materialismo y del laicismo de donde han procedido sus errores y desdichas y de donde podrían retoñar nuevamente».

De los Cristeros al masónico globalismo

Un siglo después de la Epopeya Cristera, conviene recordar las proféticas palabras del Padre Reanudiere de Paulis, OP, capellán durante nuestra Gesta de Malvinas, cuatro días después del fin de la Batalla de Puerto Argentino, el 18 de junio de 1982: «La derrota en Malvinas es un triunfo secreto, ahora cubierto por la humillación. Aquí hemos padecido; pero no ha terminado esta lucha sagrada… todos hablarán de la muerte y de la batalla porque solo veían la terribilidad de ella y su dolor atroz, pero pocos, pocos hablarán de la muerte santa y expiatoria, que es la muerte del soldado. Como siempre se mostrará un aspecto no propio y formal, sino común y material de la muerte en batalla».

La «lucha sagrada» continúa en México, Argentina y en todo lo que alguna vez se llamó Occidente. También hoy debemos hablar, con valentía, de la «muerte santa y expiatoria del soldado». Y prepararnos para lo que el Señor nos pida. Es la nuestra, nuevamente, hora de héroes y de mártires.

El experimento de reingeniería social durante la «plandemia» del «controlavirus» volvió a demostrar que el globalismo -secuestrado por la masonería y el puñadito de oligarcas, especialmente vinculados al mundo de las finanzas y las grandes empresas tecnológicas- viene por todo, en su afán de dejarnos sin Dios, sin naciones y sin familia. Y lo hacen de un modo sistemático, destruyendo la libertad, con el supuesto afán de cuidarnos. ¿Cuidarnos de qué? ¿Pueden acaso decirnos que están a favor de nuestra vida los mismos que nos imponen el aborto, la ideología de género, la droga libre, la promiscuidad, la eutanasia, el suicidio asistido, y todo un programa antivida, para reducir drásticamente la población del mundo? ¿Seremos tan ingenuos de creer que la criminal Agenda 2030, puede ser calificada –como lo han hecho, incluso, algunos «creyentes» ingenuos o vendidos al mundialismo- como el «evangelio del siglo XXI? ¿No vemos, acaso, cómo nos asedian por todos lados, para establecer una «gobernanza mundial»?

Los mismos sectarios que se alzaron contra los católicos mexicanos, estuvieron y siguen estando detrás de todas las persecuciones. ¿O no prohibieron, también, el culto público durante la «plandemia»? ¿Podemos asombrarnos, acaso, del cierre de las iglesias a cal y canto, por no ser consideradas «esenciales»? Todo forma parte de un sistemático plan contra la Iglesia Católica y el orden natural. No caigamos en la trampa por ignorancia o ingenuidad.

Nos toca hoy, entonces, tomar la posta de aquellos hermanos de nuestro México, lindo y querido, para nacer, vivir, y morir con dignidad. Que el Año Santo de 2025 sea, entonces, una oportunidad inmejorable para volver a demostrar aquello de Tertuliano: «Sangre de mártires, semilla de nuevos cristiano». Anunciemos y demos testimonio del Señor sin andar por la vida con complejos; sin pedir perdón, ni permiso; sin pretender contentar a un mundo que nos odia, sino convertir –como enseñaba Pío XII- a ese mundo «de salvaje, en humano, y de humano en divino, según el Corazón de Cristo». Que nada ni nadie nos detengan. ¡Cristo, Rey nuestro: venga tu Reino! ¡Viva Cristo Rey!

+ Pater Christian Viña.
La Plata, Domingo 24 de noviembre de 2024.

Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo. –

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