por Roberto de Mattei

El funeral del papa Francisco en la plaza de San Pedro y el traslado del féretro a Santa María la Mayor, en el grandioso escenario de la Roma antigua, barroca y del siglo XIX, representaron un momento histórico cargado de simbolismo. Soberanos, jefes de Estado y de Gobierno, personalidades públicas de todo rango, reunidos en Roma desde todas partes, no rindieron homenaje a Jorge Mario Bergoglio, sino a la institución que representaba, como ya ocurrió el 8 de abril de 2005 en el funeral de Juan Pablo II. Aunque muchas de estas personalidades pertenecen a otras religiones o profesan el ateísmo, todas eran conscientes de lo que aún significa la Iglesia romana, caput mundi, centro del cristianismo universal. La imagen de Donald Trump y Vladimir Zelensky cara a cara en dos sencillas sillas, entre las naves de la basílica de San Pedro, parecía expresar su pequeñez bajo la bóveda de una basílica que encierra los destinos del mundo. Y los 170 líderes reunidos en la Ciudad Eterna, con su presencia, parecían también preguntarse por el futuro del mundo, en vísperas del cónclave que se inaugurará el 7 de mayo.

El cónclave que elegirá al sucesor de Francisco es, como todos los cónclaves, un momento extraordinario en la vida de la Iglesia. Nunca como en el cónclave, de hecho, el cielo y la tierra parecen encontrarse para la elección del Vicario de Cristo. Los cardenales, que constituyen el Senado de la Iglesia, deben elegir a quien está destinado a guiarla y gobernarla. El momento es tan importante que Cristo mismo prometió a la Iglesia que la asistiría en la elección, a través de la influencia del Espíritu Santo. Como toda gracia, la que se debe a la intervención especial del Espíritu Santo presupone, sin embargo, la correspondencia de los hombres que, en este caso, son los cardenales reunidos en la Capilla Sixtina. De hecho, la asistencia divina no les quita la libertad humana. El Espíritu Santo les asiste, pero no determina su elecciónLa asistencia del Espíritu Santo no significa que en el cónclave se elija necesariamente al mejor candidato. Sin embargo, la Divina Providencia, del mal mayor, que puede ser la elección de un mal Papa, saca siempre el mayor bien posible, porque es Dios y no el demonio quien siempre triunfa en la historia. Por eso, a lo largo de la historia han sido elegidos papas santos, pero también papas débiles, indignos, inadecuados para su alta misión, sin que ello perjudicara en modo alguno la grandeza del Papado.

Como todos los cónclaves de la historia, también el próximo cónclave sufrirá intentos de interferencia. En el cónclave de 1769, Clemente XIV fue elegido tras 185 escrutinios y más de tres meses de negociaciones, después de comprometerse con las cortes borbónicas a suprimir la Compañía de Jesús. El emperador de Austria Francisco José, en el cónclave de 1903, que eligió a San Pío X, vetó la elección del cardenal Rampolla del Tindaro. Pero también el cónclave que eligió a Pío XII, y sobre todo el que siguió a su muerte, sufrieron presiones políticas. En 1958, la acción diplomática más intrusiva fue llevada a cabo por la Francia del general De Gaulle, quien ordenó a su embajador ante la Santa Sede, Roland de Margerie, que hiciera todo lo posible para impedir que fueran elegidos los cardenales Ottaviani y Ruffini, considerados «reaccionarios». El «partido francés», encabezado por el cardenal decano Eugenio Tisserant, apoyó en cambio al patriarca de Venecia Giuseppe Roncalli, que fue elegido con el nombre de Juan XXIII. En tiempos más recientes, son conocidas las maniobras de la llamada «Mafia de San Galo» en los cónclaves de 2005 y 2013, para evitar la elección de Benedicto XVI y luego asegurar la de Francisco. La primera maniobra fracasó, la segunda tuvo éxito.

Sin embargo, estas presiones no determinan la invalidez de una elección. Juan Pablo II, en la constitución Universi Dominici gregis del 22 de febrero de 1996, aunque sin prohibir que durante la Sede Vacante puedan haber intercambios de ideas sobre la elección, establece que los cardenales electores deben abstenerse «de toda forma de pactos, acuerdos, promesas u otros compromisos de cualquier tipo que puedan obligarles a dar o negar el voto a uno o a varios. Si esto se hiciera, aunque fuera bajo juramento», decreta «que tal compromiso sea nulo e inválido y que nadie esté obligado a observarlo» e impone «la excomunión latae sententiae a los transgresores de esta prohibición» (nn. 81-82). La constitución define como nulos los acuerdos, pero no la elección que se derive de ellos. La elección sigue siendo válida aunque se hayan celebrado pactos ilícitos, salvo que se ponga de manifiesto un vicio sustancial gravísimo que comprometa la libertad del cónclave.

La Universi Dominici gregis había establecido la elección del Papa por mayoría cualificada de dos tercios, pero en caso de que el cónclave se prolongara más de 30 escrutinios en 10 días, preveía que los cardenales pudieran elegir al nuevo Papa por mayoría absoluta simple de los votos (nn. 74-75). No se trataba de un cambio irrelevante, ya que la mayoría absoluta hace más verosímil la hipótesis de un Papa impugnado, bastando la invalidez de una papeleta para invalidar la elección de un Papa elegido por mayoría. Quizás por ello, con la Carta Apostólica del 11 de junio de 2007, De aliquibus mutationibus in normis de electione Romani Pontificis, Benedicto XVI restableció la norma tradicional según la cual para la elección del Sumo Pontífice se requiere siempre la mayoría de dos tercios de los votos de los cardenales electores presentesLa necesidad de los dos tercios refuerza la posición de una minoría de bloqueo y hace que el cónclave pueda prolongarse en el tiempo. Esto ha ocurrido muchas veces en la era moderna. Basta recordar que el cónclave que eligió a Barnaba Chiaramonti, con el nombre de Pío VII (1800-1823), duró más de tres meses, desde el 30 de noviembre de 1799 hasta el 14 de marzo de 1800, mientras que el cónclave que eligió a Gregorio XVI (1831-1846) duró unos 50 días, del 14 de diciembre de 1830 al 2 de febrero de 1831. El papa elegido fue Bartolomeo Alberto Cappellari, un monje camaldulense, prefecto de la Congregación de Propaganda Fide, que ni siquiera era obispo en el momento de la elección. Tras ser elegido papa, fue primero ordenado obispo y luego coronado.

Los funerales del papa Francisco fueron un momento de aparente unidad. El próximo cónclave, reflejando la verdadera situación de la Iglesia, será en cambio un lugar de división, que obligará a los cardenales a asumir su responsabilidad por el bien de la Iglesia. La púrpura, que simboliza la sangre de los mártires, recuerda a los cardenales que deben estar dispuestos a luchar y derramar su sangre en defensa de la fe, y el cónclave es siempre un teatro de lucha en el que participa la parte más noble del Cuerpo Místico de Cristo. En la plaza de San Pedro, el 26 de abril, la Iglesia recibió los honores inconscientes de un mundo que la combate. En la Capilla Sixtina, los cardenales, o al menos una minoría de ellos, tendrán que luchar por el honor de la Iglesia, hoy humillada por sus adversarios, sobre todo internos. Por esta razón, un cónclave largo y controvertido abre horizontes de esperanza mayores que los que podría reservar un cónclave breve, en el que, desde el principio, se eligiera un candidato de compromiso.

El mejor Papa no será el Papa «políticamente correcto» sugerido por los medios de comunicación, ni el Papa político que, presentándose como «pacificador», obtendrá el pontificado a través de garantías y promesas que no cumplirá.

La Iglesia y el pueblo fiel necesitan un Papa íntegro en la doctrina y en las costumbres, que no presente como concesiones lo que en la fe, en la moral, en la liturgia y en la vida espiritual es un derecho irrevocable; necesitan un auténtico Vicario de Cristo, que devuelva a la Cátedra de Pedro su papel de luz de la verdad y de la justicia. De lo contrario, si esta luz falta en el mundo, a la Iglesia no le quedarán más que los méritos del sufrimiento y los recursos de la oración.

Fuente: Roberto de Mattei

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