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No hay trono.
No hay justicia.
No hay verdad en la sala.
Y sin embargo, la Verdad está allí, de pie.
No hay necesidad de palabras.
Toda la creación ya ha hablado por Él.
Todo lo escrito en las piedras,
todo lo cantado en los salmos,
todo lo soñado por los profetas,
se resume en ese instante.
Allí está:
el Rey sin corona,
el Soberano sin ejército,
el Dueño de los siglos frente al gobernador de un momento.
Pilato no lo sabe, pero tiembla.
Porque su alma, aunque envuelta en la costra del poder,
reconoce el abismo.
Reconoce que no es Él quien está siendo juzgado.
Reconoce que es él quien está siendo medido.
—¿Eres tú el Rey?
Y el Silencio responde.
Un silencio que no es evasión,
sino majestad.
Un silencio más elocuente que todas las leyes,
más resplandeciente que todos los cetros.
Un silencio que sostiene el universo.
—Mi Reino no es de este mundo.
No se excusa. No suplica. No argumenta.
Simplemente declara.
Declara lo que es,
y al hacerlo, juzga todo lo que no es.
Ese día no es Cristo quien está en juicio.
Es Roma.
Es el Sanedrín.
Es la historia.
Es la humanidad entera,
puesta frente a su Rey y hallada vacía.
Y el alma que contempla esta escena
sabe que no puede permanecer neutral.
No puede seguir aplaudiendo a Pilato por lavarse las manos.
No puede continuar sirviendo a reyes de barro.
No puede amar la tibieza cuando el Fuego está en pie.
Hoy el Rey no se defiende,
pero reina.
Hoy no condena,
pero pesa las almas.
Hoy no alza su voz,
porque su sola Presencia ya lo ha dicho todo.
Y entonces,
le visten de púrpura rota,
le colocan un cetro de caña,
le oprimen en la frente la corona que no querían aceptar.
Y Pilato, sin saber que se convierte en heraldo,
lo muestra al mundo.
Lo alza como se alza una señal,
como se alza la serpiente en el desierto,
como se alza el Verbo en la cruz que aún no ha sido.
Y dice —sin entender lo que dice—:
—¡Ecce Homo!
Y en ese instante,
el universo entero ve al Hombre.
No al condenado. No al vencido.
Al Hombre.
No uno entre muchos,
sino el Uno por quien todo fue hecho.
El Hombre verdadero.
El Rey de la carne redimida.
El Hijo del Altísimo,
cubierto de llagas,
vestido de burla,
coronado de espinas,
y más Rey que nunca.
Y el cielo calla.
Y la tierra tiembla.
Y el infierno escucha.
MANTENTE AL DÍA