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El nuevo Papa

Mons. Héctor Aguer

 

El Arzobispo emérito de La Plata, Argentina, señala aquí “cómo debería ser” el próximo Pontificado, para “asegurar la Verdad de la auténtica doctrina católica” y superar “los mitos progresistas que la menoscaban”.
El Colegio Cardenalicio ha adquirido una amplitud insólita. ¡Qué lejos estamos de algunas elecciones pontificias, decididas por un puñado de miembros de ese protagonista tradicional del momento cumbre de la vida eclesial! La historia es más que elocuente. No es posible detenerse demasiado en la búsqueda de modelos. Un solo ejemplo: en el cónclave de 1458, Enea Silvio Piccolomini –un experto en versos latinos–, desbarató los arreglos de un ambicioso francés y, sin quererlo ni buscarlo, fue elegido él mismo: Pío II; eran 18 cardenales. Hoy día, el número exorbitante de capelos rojos hace imposible prever un nombre como futuro Sucesor de Pedro. Varios amigos me piden que esboce cómo debería ser el pontificado que suceda al languideciente de Francisco, teniendo en cuenta la gravísima situación de la Iglesia, disimulada por la propaganda vaticana.
Aquí va el intento. En primer lugar, corresponde asegurar la Verdad de la auténtica doctrina católica, para superar los mitos progresistas que la menoscaban, y que el actual Pontífice enarbola como su agenda. La Luz procede del Nuevo Testamento, en el que se atestigua la labor apostólica que los Doce –y, sobre todo, San Pablo– transmitieron como un mandato a sus inmediatos sucesores y que diseña la organización de la Iglesia, fuente del cristianismo naciente.
El Apóstol Pablo encomienda a su discípulo Timoteo: “Te conjuro (diamartyromai) delante de Dios y de Cristo Jesús, que ha de venir a juzgar a vivos y muertos, por su epifanía y por su Reino: predica la Palabra de Dios, insta con ocasión o sin ella, arguye, reprende, exhorta, con paciencia incansable, y afanosa enseñanza. Porque vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán más la sana didascalía, sino que según su concupiscencia se buscarán maestros que les halaguen los oídos, y apartarán su atención de la Verdad, y se convertirán a los mitos” (2 Tim 4, 1-4). Continúa San Pablo exhortando, como lo hará luego la Iglesia a lo largo de los siglos: “Vigila en todo”; es lo que hacía la Inquisición ante las herejías y cismas. Esta tarea torna gravoso el trabajo de evangelizar, de cumplir a la perfección el ministerio (diakonía). Una de las argucias progresistas es descalificar este empeño como si fuera contrario al Cristianismo. Esta es la confrontación del Nuevo Testamento con la concepción mundana de la Iglesia, hasta donde llega el extravío del actual Pontificado. Vale para el caso lo que el pensador danés Soeren Kierkegaard escribía en su Diario, en 1848: “Justo ahora, que se habla de reorganizar la Iglesia, se ve claramente qué poco Cristianismo hay en ella”. El mismo autor califica esa situación como “desgraciada ilusión”.
El nuevo Papa tendrá que encaminar a la Iglesia en el rumbo que señala aquella exhortación paulina; es lo que hizo la mística Esposa de Cristo en sus mejores épocas. Es imprescindible reivindicar la Verdad de la doctrina, que ha sido menoscabada, y preterida por el relativismo. Los planteos progresistas han dejado a la Iglesia encerrada en el recinto de la Razón Práctica, cuyo moralismo ha remplazado a la dimensión contemplativa que es propia de la Fe, y de la propuesta de la plenitud a la que son llamados todos los fieles, según la vocación de santidad que brota del Bautismo.
Junto a la recuperación doctrinal deberá procurarse la restauración de la Liturgia, la cual según su naturaleza ha de ser exacta, solemne, y bella. Esta consigna se refiere especialmente al Rito Romano, arruinado por la improvisación que abomina el carácter ritual del misterio litúrgico. El motu proprio de Francisco Traditiones custodes impone arbitrariamente lo contrario de lo que Benedicto XVI había reorientado, y del espíritu de libertad recuperado según el motu proprio Summorum Pontificum; se hace desear la recuperación de las dimensiones mística y estética del carácter sacramental de la Liturgia. Los Ritos Orientales están, asimismo, llamados al afianzamiento de las respectivas tradiciones, superando el contagio de la desacralización que afecta directamente al Rito Romano.
Las tareas señaladas solo podrán llevarse a cabo mediante el celo iluminado de obispos y presbíteros dignamente formados, según el espíritu de la gran Tradición católica, que todavía puede hallarse en los decretos Christus Dominus, y Presbyterorum Ordinis, del Concilio Vaticano II. La historia reciente muestra que la imposición mundial del progresismo tuvo como gérmen la corrupción del Seminario tradicional, mundanizado por una teología deficiente, y una “apertura” al conjuro de un supuesto “aggiornamento”. El equívoco se plasmó bajo el pretexto de la evangelización: en lugar de convertir el mundo a la Verdad, y a la Gracia de Cristo, la Iglesia se convirtió al mundo, perdiendo su identidad esencial. Con estos criterios erróneos se formaron varias generaciones sacerdotales. Es preciso revertir ese proceso de decadencia. La institución del Seminario es todavía válida; en su momento se han intentado alternativas que no han obtenido la solución esperada. Una recuperación del Seminario no implica una copia de lo que éste fue antes del desbarajuste general. La institución puede adaptarse, ya que no es mala de suyo, a la nueva situación, y a las nuevas necesidades. Estas han de ser reconocidas con sobriedad, y discreción, evitando una exhibición que permita al oficialismo progresista –que no va a desaparecer inmediatamente– activar sus recursos de proscripción, hasta que el nuevo pontificado se afiance plenamente.
El obispo debería ser el responsable directo del Seminario, aunque ha de valerse de la colaboración protagónica de presbíteros bien formados, y preparados para asumir sinceramente la orientación que el obispo desee implementar en la diócesis.
San Juan Pablo II ha legado a la Iglesia un amplísimo magisterio sobre la familia. Cuando fue pronunciado y –en buena cantidad– escrito, todavía la “perspectiva de género” no había alcanzado el protagonismo cultural que adquirió poco tiempo después. El Papa Wojtyla presenta la constitución natural y cristiana de la realidad varón–mujer, hijos, como lo más natural del mundo, aquello que es, y, por lo tanto, debe seguir siendo. Benedicto XVI añade una reflexión sobre el concepto metafísico de naturaleza. Este abundante y profundo magisterio debe ser retomado, y proyectado sobre los nuevos problemas sociales, y culturales: la Familia fundada sobre el matrimonio ha sido reemplada por “la pareja”, la cual no es para nada indisoluble y, por lo tanto, puede cambiarse sucesivamente. Omito, ahora, hablar del mal llamado “matrimonio igualitario”. Ha desaparecido el matrimonio como realidad de valor civil; el sacramental no implica fatiga alguna para quienes deberían bendecirlo, como es su deber. No creo que los novios católicos tengan noticia de que ellos están llamados a ser los ministros de un Sacramento que se dan el uno al otro cónyuge (si ¡el Matrimonio es un yugo!).
En estrecha relación con la cuestión de la familia está el valor de la vida humana; este asunto es un capítulo importantísimo de la moral cristiana. El próximo pontificado deberá afrontar una tarea más que necesaria: superar la herencia negativa del “aggiornamento”, coronada por el actual progresismo. Tendrá que rescatar a la teología moral del relativismo que la tiene secuestrada; en este empeño habrá de resolver el drama de la Humanae Vitae. Esta encíclica, publicada el 25 de julio de 1968, no fue aceptada por vastos sectores de la Iglesia: varias Conferencias Episcopales se pronunciaron en contra; aquellos fueron alentados por la unanimidad del periodismo que encarnó a la “opinión pública”. Se produjo una gran confusión de los fieles, de tal modo que muchos de ellos justificaron la práctica del uso de los medios que la encíclica de Pablo VI declaró objetivamente inmorales. Roma deberá retomar los argumentos de aquel texto para mostrar su verdad, teniendo en cuenta el cumplimiento de las previsiones de Humanae vitae. La crisis desatada por esta encíclica se arrastró hasta el nuevo milenio. El equívoco produjo una situación análoga con las crisis desatadas por cuestiones dogmáticas, en los comienzos del cristianismo. El próximo pontificado deberá desatar ese nudo. La apelación a la intercesión de la Knotenlöserin es insoslayable. María es, efectivamente, la que “Desata los nudos”. Hay algo de apocalíptico en el drama de Humane vitae.
El problema del que acabo de ocuparme es un capítulo de una cuestión mayor: la relación de la Iglesia con el llamado “mundo moderno”, que no fue resuelto con el Concilio Vaticano II, sino todo lo contrario, fue agravado por él, víctima de las ilusiones que ocultaron la difusión de una nueva gnosis. Las doctrinas de Karl Rahner y Pierre Teilhard de Chardin, monopolizaron la atención de la teología católica: la teoría rahneriana del “cristiano anónimo”, y el evolucionismo teilhardiano, que era una religión, tuvieron una vigencia innegable en el pensamiento cristiano del siglo XX.
A propósito de esta cuestión de las relaciones de la Iglesia con el mundo contemporáneo es oportuno recordar que en la preparación del Vaticano II cobró importancia, y creó expectativas el llamado Esquema 13, un antecedente que se convertiría en la constitución pastoral Gaudium et spes, texto que junto con la constitución dogmática Lumen Gentium, sobre la Iglesia fueron los documentos más relevantes del Concilio. Hay un acontecimiento que explica el tono de cómo se concibió la cuestión ya mencionada de las relaciones Iglesia–mundo. Juan XXIII deseaba la participación como observadores de los debates conciliares de representantes de la Iglesia Ortodoxa Rusa. El encargado de hacer las negociaciones necesarias para asegurar esa participación fue el Cardenal Eugène Tisserant; se llegó a este acuerdo: los ortodoxos asistirían con la condición que el Concilio se abstuviera de condenar al comunismo. Participaron efectivamente dos prelados ortodoxos rusos (que seguramente eran espías del Kremlin). Este episodio es elocuente para mostrar el espíritu con el cual el Vaticano II abordó las relaciones Iglesia–mundo. Habría que añadir un ingenuo optimismo, inspirado desde el comienzo por el Papa Roncalli, quien en el discurso de apertura cargó severamente contra los “profetas de calamidades”. Claro, era el “Papa bueno”.
En esta nota he recogido algunos de los problemas que constituyen charcos en los que la Iglesia se encuentra empantanada. No son los únicos, sino los que considero prioridades que la realidad actual impondrá a los esfuerzos del próximo Pontífice. En suma, liberar a la Iglesia de la plaga mortal del progresismo. En mi artículo titulado “Otra Iglesia II” [ver aquí: https://fraternidadvidanueva.blogspot.com/2023/08/otra-iglesia-ii-mons-hector-aguer.html] he señalado los factores de recuperación que permiten, razonablemente, abrigar una esperanza.
+ Héctor Aguer
Arzobispo Emérito de La Plata
Buenos Aires, jueves 24 de agosto de 2023.
Fiesta de San Bartolomé, apóstol.–
 
 
 
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