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Fue la primera y única misión conjunta entre la Armada y la Fuerza Aérea durante la guerra de Malvinas. Ocurrió el 30 de mayo de 1982 y desplegó seis aviones de combate: dos Super Étendard y cuatro A4C. El recuerdo de los dos pilotos que no volvieron y la historia de una avanzada audaz sobre un legendario portaaviones que jamás fue reconocido por los ingleses
Lo detectaron el 27 de mayo, dos días después del ataque al Coventry y al Atlantic Conveyor. El Radar Malvinas, relocalizado el 12 de abril desde su posición original en el aeropuerto a una zona lateral y protegida de Puerto Argentino, lo había advertido. Los radaristas habían elaborado un registro sobre un avión que, en determinado punto, desaparecía del escáner. Elevaron un reporte a Comodoro Rivadavia, hasta llegar a la base de Río Grande. Fue un día de júbilo en el Centro de Información y Control de la Fuerza Aérea Argentina (FAA).
Después de intensos y laboriosos monitoreos, habían identificaron una actividad febril a 160 kilómetros al este de Puerto Argentino, casi en línea recta. Se trataba de un enjambre de ecos que convergían en un punto en aguas abiertas, reaparecían súbitamente y luego se dispersaban en el agotado monitor. Se sospechaba que esa actividad provenía de aviones Sea Harrier operando desde una de las dos plataformas de la Royal Navy. Las trayectorias sospechaban que, alejado del epicentro del teatro de operaciones, se escondía la “Abeja Reina”: el buque insignia de la flota británica, el portaaviones HMS Invincible.
Había un obstáculo inicial entre la ristra de peligros: el Invincible navegaba en el límite del radio de acción de los Super Étendard, posicionado a cien millas al este de Puerto Argentino y a unos 800 kilómetros de Río Grande. Se imponía asomar desde un punto inesperado, bien alejado del asedio aéreo de los misiles Sea Dart y de las avezadas PAC (Patrulla Aérea de Combate). Francisco y Collavino planificaron la ruta de vuelo y diseñaron una trampa de desconcierto: un desvío pronunciado 400 kilómetros al sudeste de la posición del portaaviones, fuera del alcance de los radares enemigos.
La misión fue cancelada el 28 de mayo porque los Hércules estaban destinados a otras tareas, y pospuesta el 29 por decisión técnica. Les habían dicho que sería la primera y única misión conjunta entre la Armada y la Fuerza Aérea. Los Super Étendard lanzarían el Exocet el 30 de mayo y, para potenciar el daño, otros cuatro pilotos de A4C Skyhawk, armados con tres bombas de 250 kilos cada uno, completarían el ataque un minuto después. Algo así como intentar rematar al herido, una misión kamikaze para los A4C. “Cuatro ‘moscas’ libradas a su suerte para enfrentarse a un dragón, dotado con misiles, artillería y aviones de última generación, y defendido, además, por el grueso de la flota. Se daba por descontado que la tasa de derribos sería altísima”, escribió la periodista Loreley Gaffoglio.
“Se sabía que era una misión importante porque el portaaviones se suponía bien defendido -contó el brigadier Ernesto Rubén Ureta, piloto voluntario de un A4C-. El riesgo se consideró mucho mayor a la posibilidad de poder regresar del ataque. Entonces, el Comando de la Fuerza Aérea Sur ordenó que los dos pilotos de más experiencia fuéramos voluntarios. Con mi amigo y compañero de promoción José Daniel ‘Pepe’ Vázquez nos ofrecimos. Se nos dijo que podíamos designar a los otros pilotos numerales de la escuadrilla, que nos debían acompañar para cumplir la misión. Junto con Vázquez, designamos al primer teniente Omar Castillo, al teniente Daniel Paredi y al alférez Gerardo Isaac”. Sellaron un pacto de caballeros con Vázquez: en el cuarto de hotel que compartían cerca de la base de San Julián, se juramentaron que si uno de los dos no regresaba, el otro se encargaría personalmente de comunicárselo a su esposa. Buscaban, así, sortear confusiones, consuelos piadosos e intermediarios.
“Lo que nosotros teníamos que determinar era, a las distintas alturas de aproximación, a qué distancia nos detectaban. De esa manera, podíamos definir un perfil de aproximación para poder ingresar por debajo del lóbulo radar y evitar ser detectados. Establecimos que debíamos despegar de Río Grande, ascender a unos siete mil metros y dirigirnos hacia donde estaba el blanco”, contó Francisco. Debían abastecer combustible con los Hércules y descender, a una distancia de 200 millas del blanco, para ingresar por debajo del lóbulo radar: estar rasantes les permitía acercarse al buque sin ser detectados.
“En algún momento de esa aproximación rasante, nosotros debíamos ascender y encender nuestros radares para localizar el blanco. En ese momento, nuestro ataque se hacía evidente porque los buques tienen capacidad para recibir los impulsos radar. Y, además, entre los dos pilotos intercambiábamos información sobre lo que veíamos y la decisión sobre qué buque íbamos a lanzar el misil”, explicó el piloto del Super Étendard. Para garantizar el efecto sorpresa, decidieron aproximarse por la retaguardia, el sudoeste de la posición del portaaviones. “Nosotros teníamos la posición tentativa y fuimos hacia ese punto. En el medio estaban los dos Super Étendard formados, a la izquierda, Vázquez y Castillo, y a la derecha, Isaac y yo -recordó Ureta-. Y así íbamos avanzando en una sola línea, que era la forma de atacar”.
Habían partido a las doce del mediodía. A suficiente distancia para la caída libre del Exocet, Francisco anunció el lanzamiento. Al ver desprenderse el misil como un peso muerto, sin propulsión, Collavino pensó: “Listo, sonamos. ¡Falló!”. Sólo después de una caída apreciable, el Exocet encendió su motor y navegó enhiesto y veloz, dibujando una estela blanca sobre el paisaje peltre y nuboso de un océano encrespado. Fue entonces cuando, las contramedidas del Super Étendard de Collavino detectaron una iluminación de radar enemigo en su cola. Sin margen para el miedo, lo informó por radio y los SUE huyeron virando por izquierda a máxima potencia: en su huida, los Skyhawk lo vieron.
“Al frente, 20 millas”, alcanzó a informar sobre la posición del Invencible. Con el bloque alado Vázquez y Castillo por la izquierda, y Ureta e Isaac, a la derecha, la fuerza inglesa no sabría cuántos halcones alistar para enfrentar la avanzada aérea. Dos columnas de humo crecían desde la silueta del blanco. “Yo lo veía desde su popa y eran como dos bigotes negros a cada costado”, constató Isaac. Para los pilotos no hay dudas: el Exocet magulló a la “Abeja Reina”.
Sabían los riesgos de la misión y la alta tasa de derribos. Vieron y sintieron la explosión de los A4C. “A Vázquez y a Castillo no los esperen”, dijo Ureta. Cuando, cuatro horas después aterrizaron en Río Grande, hubo abrazos y lamentos. Los llevaron a distintas oficinas para hacer el informe definitivo. Los pilotos iban por separado, a fin de corroborar lo que cada uno había visto: confirmaron, así, que habían atacado al Invencible, algo que Inglaterra, de todos modos, siempre negó. Luego Ureta debió cumplir su pacto: “Me tocó tener que llamar a Liliana, su esposa, quien estaba con sus tres hijos en Mendoza, y le tuve que dar la noticia de que Pepe no había vuelto y que no era posible que regresara. Fue un pacto entre los dos, de grandes amigos, de asumir esa difícil tarea de tener que avisar a la esposa que nuestro amigo y su marido no había vuelto”.
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