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Por: Luciano Revoredo
En un acto que solo puede ser descrito como una traición a los principios que supuestamente debería defender, el arzobispo de Lima, Cardenal Carlos Castillo, se ha revelado no solo como un líder espiritual débil, sino también como un enemigo de la fe que dice representar. La controversia que ha envuelto a la obra teatral “María Maricón”, anunciada en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), desató la indignación del pueblo católico peruano a la vez que puso en evidencia la cobardía del arzobispo de Lima.
En un intento por reparar el daño espiritual ocasionado por esta situación, un grupo de católicos decidió congregarse pacíficamente frente a la casa del arzobispo para rezar el Rosario, un acto de devoción y reparación al Inmaculado Corazón de María. Este acto de fe, lejos de ser recibido con comprensión y apoyo por quien debería ser su guía espiritual, fue rechazado con hostilidad.
La respuesta del cardenal Castillo fue no solo inapropiada sino también profundamente perturbadora, al solicitar la intervención de la policía para dispersar a los devotos que realizaban su oración. Es así que el arzobispo demostró una desconexión alarmante con los principios fundamentales del catolicismo. Este acto de represión contra una expresión profundamente religiosa es un claro indicio de que la defensa de la fe católica no es una prioridad en su agenda.
La indignación entre los fieles es palpable. ¿Cómo puede un líder de la Iglesia Católica, un hombre cuyo deber es proteger y promover la fe, actuar de manera tan contraria a los valores que representa? La acción del cardenal no solo ha generado desconcierto, sino que también ha sembrado más dudas sobre su compromiso con la doctrina católica. Los católicos presentes afirmaron estar ejerciendo su derecho a la expresión religiosa de manera respetuosa, un derecho que debería ser protegido y celebrado, no reprimido.
Este episodio es un reflejo de una crisis mayor dentro de la Iglesia Católica en Perú, donde la jerarquía, en su mayoría progresista, parece más preocupada por no ofender al establishment secular o por mantener una imagen política que por defender la santidad de sus símbolos y la dignidad de su fe. Ha elegido el silencio y la represión sobre la defensa de lo sagrado, ha optado por la comodidad de no ofender a las élites académicas y culturales en lugar de ser la voz de los millones de fieles que buscan en él un guía espiritual. La cobardía mostrada por el arzobispo al no enfrentar la controversia con firmeza y, en cambio, reprimir a aquellos que buscan reparación espiritual, es un acto de traición que no será fácilmente olvidado por los fieles.
La situación exige una reflexión profunda sobre el liderazgo actual de la Iglesia en Perú. Es necesario un cambio, un retorno a los valores y principios que han sostenido a la Iglesia por siglos, y no una capitulación ante presiones externas o internas que buscan minar la fe de millones. La acción del cardenal Castillo no solo ha sido un acto de cobardía, sino también una ofensa directa a todos aquellos que buscan vivir su fe con integridad y devoción.
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