Introducción

Los arquetipos y la admiración

En nuestro tiempo se hace más necesario que nunca resaltar la importancia de los arquetipos en la vida de los individuos y naciones, destacar la fuerza insustituible de los paradigmas en la forja de las sociedades y de las personas particulares.

I. Una escuela sin arquetipos

No hace mucho Antonio Caponnetto publicó un notable libro bajo el título de Los arquetipos y la historia, en el cual nos inspiraremos para algunas de las reflexiones que siguen. Dicho autor señala hasta qué punto la escuela no cumple su oficio verdadero de religar las inteligencias con la Verdad y la Sabiduría, sino que se ha ido convirtiendo en una institución pragmatista, limitándose a asegurar salidas laborales, basada en el utilitarismo: la acción, el éxito y la eficacia. El alumno deberá capacitarse tan sólo para comprender el mundo económico y social en que habrá de insertarse, interesado únicamente en el provecho que pueda alcanzar en la vida. El ideal concebido es el de un homo faber, industrioso, productor y consumidor. A este propósito ha escrito Delgado de Carvalho que «la finalidad de la generación actual no es formar caballeros medievales, sino proponer hombres eficientes en sus profesiones». Por cierto que una escuela semejante no quiere saber nada de arquetipos. Aborrece los modelos, los destierra del horizonte de los alumnos. Esos colegios buscan la llamada integración del chico en la sociedad tal cual es, sobre la base del horror a lo singular, sustituyendo el ideal del arquetipo por la inserción en la muchedumbre. El reino de la cantidad necesariamente aplasta a los auténticos modelos. Se busca formar a un chico que se adhiera a la vida cotidiana, la vida del hombre común, con la escala de valores predominante, que cambia según los vaivenes de la opinión pública.

Este tipo de formación educativa se basa en la exaltación del igualitarismo. En homenaje a él, el colegio deberá obviar la presentación modélica de personalidades excepcionales, los jefes, los santos, los genios, porque tales personajes son anormales. Los arquetipos se ven inmolados en aras de un igualitarismo informe. Recuerdo lo que decía el querido y recordado Anzoátegui en la época en que Kruschev, durante el período de su perestroika, fustigaba duramente la política de Stalin por haber fomentado el culto a su persona:

«La condenación del culto de la personalidad es una de las más bajas abominaciones modernas. Importa el triunfo del culto de la mediocridad, la democratización de los valores humanos, la abolición de la facultad de admirar, de rendir pleito –homenaje al ser superior– que es facultad inherente a la naturaleza del hombre. Stalin fue un criminal. Enjuiciémoslo como tal. Pero no por el delito de no haberse conducido como un mediocre. Porque es preferible admirar al Diablo antes que no admirar a Dios ni al Diablo. Lo primero es diabolismo, que tiene el remedio del exorcismo; lo segundo es eunuquismo, que no tiene remedio».

Terrible aquella expresión de Victor Hugo: «Egalité, traduction politique du mot envie». Quizás la inspiración remota del principio político de la igualdad absoluta no sea otra que la tentación demoníaca a nuestros primeros padres en el paraíso: «Seréis como dioses», pecado de envidia mezclado con soberbia, anhelo prometeico de igualarse a Dios, rechazo de toda superioridad, de todo arquetipo. No en vano afirmaba La Rochefoucauld que los espíritus mediocres condenan de ordinario todo lo que está más allá de su alcance. Lo confirmaba Nietzsche al escribir:

«Hoy en Europa, donde sólo los animales de rebaño usurpan los honores y los distribuyen, donde la igualdad de derechos se convierte en igualdad de injusticia, en hacer la guerra a todo lo raro, extraño y privilegiado, al hombre superior, al alma superior, al deber superior, a la responsabilidad superior, al imperio de la fuerza creadora, al ser aristócrata».

Es el triunfo de la tibieza, la victoria de los hombres castrados, en cuya boca ponía el mismo Nietzsche estas palabras del burgués satisfecho: «Nosotros hemos colocado nuestra silla en el medio mismo, a igual distancia de los gladiadores moribundos que de los cerdos cebados». Y comenta: «Pero eso no es moderación, eso es mediocridad».

El proyecto igualitarista de nuestro tiempo es la expresión más cabal de una civilización decadente, que considera imposible la voluntad de ser alguien, que diluye irremediablemente el pathos de las distancias. La presunta justicia a través de la igualdad es de hecho la injusticia para con los mejores, y por tanto para con todos, privados de la libertad de los mejores. Ya en el siglo pasado, Alexis de Tocqueville había profetizado un espectáculo de este género:

«Quiero imaginar bajo qué rasgos nuevos el despotismo puede producirse en el mundo: veo una multitud de hombres semejantes e iguales, que dan vuelta sin descanso sobre sí mismos para procurarse pequeños y vulgares placeres de los que llenan su alma».

Trátase, indudablemente, de una nivelación por lo bajo, de una contagiosa propagación de la estulticia, según aquello de la Escritura: amicus stultorum similis efficitur –el amigo de los tontos se hace semejante a ellos– (Prov. 13,20). Es allí donde conduce la actitud de aquellos que se proclaman, como dicen, «respetuosos de las igualdades», cuando lo que correspondería es ser «respetuoso de las desigualdades». A este nefasto igualitarismo conduce la formación que se da actualmente en la mayor parte de los colegios, una suerte de borreguización generalizada. Pero cuidando formar borregos que sigan al rebaño a dondequiera que se dirija, acabando por «trasquilarles» las ideas, las pocas ideas que se les haya podido inculcar.

II. La enseñanza de la historia

En el ámbito de las escuelas y colegios es advertible el rumbo antimodélico que toma la enseñanza de la historia, la materia que más se presta para la exaltación de los arquetipos.

«Nunca se llegará a la comprensión histórica –escribe Huizinga– sí no visualizamos la imagen de los individuos que fueron los primeros en concebir los pensamientos, que cobraron ánimo para obrar, que arriesgaron y salieron victoriosos donde otros muchos se entregaron a la desesperación».

En este sentido, Hesíodo y Homero, a pesar de que no fueron historiadores, en sentido estricto, sino más bien poetas, resultaron auténticos educadores a través de la historia, porque al exponer las hazañas de los héroes, enseñaban implícitamente el deber-ser del ciudadano de la polis.

«No es el conocimiento de lo cotidiano –escribe Caponnetto–, de suyo variable y pasajero, lo que perfecciona las almas, sino el detener la mirada en los gestos, en los actos, en los pensamientos que han vencido la fugacidad diaria, que han conquistado un sitio en la historia y por eso se han vuelto actuales, es decir, permanentes, de interés constante.

«Homero es nuevo esta mañana y el diario de hoy ha envejecido ya», decía Péguy aludiendo a esa contemporaneidad de lo superior, en contraste con la caducidad de los sucesos ordinarios». Bien escribía Chesterton: «Tradición no quiere decir que los vivos están muertos sino que los muertos están vivos».

Hoy se prefiere otro tipo de enseñanza de la historia, adecuada a la superficialidad del ambiente. Una historia no comprometida, profesionalista y descriptiva, químicamente pura, sin adjetivos, y, si es posible, sin sustantivos, en última instancia, una historia amorfa, informe e incapaz de formar. Es lo que propiciaba Latreille: «La explicación histórica debe evitar los juicios de valor, sean intelectuales o morales». A eso le llaman objetividad. Lo que se esconde detrás de dicho método es una adhesión incondicional al movimiento, al continuo devenir histórico, sobre la base filosófica de la ambigüedad sustancial de las cosas humanas.

Así, se va creando una generación de relativistas, que no se exponen por nada, porque nada merece la pena. Cada generación, se dice, tiene que volver a escribir la historia a su manera; en el caso de la historia argentina, ayer se nos la enseñó destacando la filiación hispanocatólica, hoy nuestra procedencia iluminista, y mañana podremos elegir la que queramos o preferir no tener ninguna. Así han concebido la historia los liberales y también los marxistas; se sabe cómo cada cierto tiempo Stalin ordenaba escribir de nuevo los textos de historia, exaltando y degradando personajes, según las conveniencias del momento.

Una enseñanza de la historia de este tipo no deja sitio para el misterio, por cuanto margina toda huella de supratemporalidad. Pero he aquí que el tiempo es ininteligible si no se lo considera a la luz de la eternidad. Así lo entendía San Agustín, para quien la historia sólo resultaba comprensible sobre el telón de fondo de la Divina Providencia y de la suprahistoria; sólo se volvía inteligible cuando se la consideraba no sólo con un punto de partida y un punto de llegada, ambos extratemporales, sino también con un centro de gravitación, en la plenitud de los tiempos, que no era otro que el Verbo encarnado, preparado a lo largo del Antiguo Testamento, revelado en el Nuevo, y conduciendo a la humanidad rescatada hacia un fin sin fin. Una historia que se desarrollaba al modo de una conflagración entre dos ciudades que se enfrentaban en el curso de los siglos.

Semejante manera de entender la historia es desconocida o burlada. La enseñanza de dicha asignatura actualmente en boga se encierra en lo inmanente, como el topo se esconde debajo de la tierra ignorando el panorama amplio y azul del firmamento. Es el grave error del historicismo, que vicia toda auténtica docencia de la historia, ya que castra al hombre al cortarle sus religaciones metahistóricas. Sólo queda el fenómeno, en el sentido kantiano de la palabra.

«No creo en la Divina Providencia –decía Edward Carr–, ni en otra cualquiera de las abstracciones a que se ha atribuido algunas veces el gobierno del rumbo de los acontecimientos». De ahí que «los historiadores serios –agrega– no pueden pertenecer a la escuela de Chesterton y Belloc».

El historicismo se nos presenta así como la proyección en el campo histórico del camino secularizante que viene tomando todo el saber científico desde los comienzos de la modernidad. Al obviar la Providencia, y cualquier perspectiva suprahistórica, los historiadores sedicentes realistas se ven obligados a recurrir a sucedáneos de la Providencia, por ejemplo el evolucionismo, pero sobre todo el mito del progreso indefinido. Croce vio bien al decir:

«No se le puede ocultar a nadie el carácter religioso de toda esta nueva concepción del mundo, que repite en terminología laica los conceptos cristianos… el Dios laico del paraíso terrenal».

Tal es la historia que hoy se quiere enseñar. Una historia que destierra la profecía, la previsión del futuro, con base en los elementos que ofrece la tradición. Pero que también destierra la memoria. Solzhenitsyn ha denunciado el siniestro plan que en su momento elaboró el régimen marxista para destruir la memoria de su patria mártir en aras de la gestación del «hombre nuevo». Bien señala Caponnetto que «la historia es la memoria de los pueblos, y una nación sometida al reemplazo sistemático de su memoria acaba en el olvido».

La preterición de las raíces y de los arquetipos fundacionales, no tiende sino a engendrar aquellos «ciudadanos del mundo» que propicia la política educativa de la UNESCO, sobre la base de la abdicación de lo nacional y en orden a la consolidación de un mundo homogeneizado. La enseñanza de una historia sin raigambre se torna indispensable para llevar adelante el proyecto de la factoría próspera y aséptica. Hacer de cada país un peón de ajedrez en el tablero del Nuevo Orden Mundial.

III. Arquetipo e individuo

Pero el tema de los modelos no afecta sólo a las naciones y, consiguientemente, al estudio de la historia universal y patria, sino que tiene que ver también con el hombre individual. Son dos aspectos que se conectan entre si. Porque la inmanentización de la visión histórica tiene como colofón que la significación de los hechos se inicie y se agote en el hombre, un hombre hecho a imagen y semejanza de sí mismo. Es el drama del antropocentrismo contemporáneo, de un hombre sin referencias ni religaciones que lo trasciendan.

El hecho es que así como no hay enseñanza verdadera de la historia sin atingencia a los paradigmas, tampoco hay realización del hombre sin contemplación de sus arquetipos. Cabe ahora decir algo sobre el significado de la palabra arquetipo, cuyo origen se remonta a la tradición cultural del mundo griego. Typos, primitivamente, significaba golpe, ruido hecho al golpear, marca dejada como consecuencia de un golpe. Arjé agrega el sentido de principalidad, originalidad. Por tanto: golpe o marca original. El arquetipo es así una suerte de modelo original que golpea al hombre y lo atrae por su ejemplaridad, un primer molde –inmóvil y permanente–, una forma o idea concretada en una persona, que tiende a marcar al individuo, instándole a su imitación.

El Arquetipo supremo es Dios mismo, el ejemplar sumo, o mejor, el que contiene en sí las ideas ejemplares de todas las cosas. En lo que respecta al hombre, es Él quien originalmente le ha dado un toque, le ha puesto su marca, lo ha modelado al modo de un artesano, haciéndolo su icono, su imagen, su reflejo.

Universalizando la materia, podemos decir que la causa ejemplar es aquella a cuya imitación obra el agente, el paradigma o forma ideal que éste se propone al realizar una obra; su virtualidad causal consiste propiamente en ser imitada, en suscitar una semejanza no casual ni espontánea, sino pretendida, buscada.

«Hagamos al hombre a imagen y semejanza nuestra», dijo Dios al crear al hombre. Los Padres de la Iglesia enseñaban que la imagen es algo ontológico en el ser humano, algo imperdible; la semejanza, en cambio, es más bien ética o moral; si la imagen es el ser, la semejanza es el quehacer. Todo el sentido de la vida del hombre consiste en ir de la imagen a la semejanza, acercándose así al Arquetipo original. En lenguaje de Scheler: «ser, en el sentido pleno de la palabra, es ser capaz de seguir en pos del Arquetipo». O, como escribe Caponnetto, «al hombre le corresponde el tránsito del deber-ser ideal y normativo al ser real, hacer que su esencia valiosa tenga existencia plena concreta».

La sabiduría griega logró atisbar esta vocación modélica que oculta el hombre en sus mismas entrañas. Especialmente Platón, en su célebre alegoría de la Caverna, donde lo que en definitiva se propone es convocar a los cautivos para que emerjan a la superficie y renuncien a lo rastrero, de modo que, superando su estado de extrañamiento, se eleven hacia la contemplación esplendente de las formas ideales. En el pensamiento de Platón, el descubrimiento de lo que debe ser el hombre normal, no es, como para nuestros contemporáneos, el resultado de una compulsa estadística que nos da la media aritmética, el uomo qualunque, sino que lo normal es lo normativo, y por tanto lo superior y ejemplar. Esta idea cautivó al mundo griego y se reflejó hasta en las artes. A Fidias se le ha comparado con Sócrates, porque en sus mármoles uno, y en sus enseñanzas el otro, ofrecieron las pautas de un elevado deber-ser, siempre en dependencia de los modelos arquetípicos.

IV. El hombre, una vocación a la transcendencia

Resulta curioso, pero el hombre es un ser esencialmente inestable. Está hecho para trascenderse, tiene la vocación de la trascendencia. No puede reducirse a permanecer en los límites de un humanismo clausurado en sí mismo: o se trasciende elevándose, o se trasciende degradándose; o se trasciende para arriba o se trasciende para abajo. Según Scheler, el núcleo sustancial del hombre se concentra en este impulso, en esta tendencia espiritual a trascenderse. Thibon lo ha expresado a su modo:

«El hombre sólo se realiza superándose; no llega a ser él mismo más que cuando traspasa sus límites. Y, a decir verdad, no tiene límites, sino que puede, según que le abra o cierre la puerta a Dios, dilatarse hasta el infinito o reducirse hasta la nada».

Extraño este sino del hombre. O se eleva endiosándose, como han hecho los santos, o se degrada animalizándose, como el hijo pródigo que, tras renunciar a su filiación ennoblecedora, acabó apacentando cerdos. La decisión es intransferiblemente personal.

Siempre nos ha repugnado aquella expresión: «cada cual debe aceptarse como es». Los arquetipos y modelos se proponen a nuestra consideración precisamente para que no nos aceptemos como somos, sino que nos decidamos a trascendernos. «Somos viajeros en busca de la patria –decía Hello– tenemos que levantar los ojos para reconocer el camino». Cuenta Cervantes que los rústicos que escuchaban al Quijote en las ventas terminaban arrobados por su discurso. Es que aquellas palabras encendidas les permitían reencontrarse con lo mejor de ellos mismos, elevando sus corazones por encima de la trivialidad cotidiana.

La existencia banal –ha escrito Heidegger– está hecha de abdicación y termina en el hastío y en la angustia, reclamando algo más que la colme y la sacie. Es Dios quien ha puesto en nosotros esa atracción hacia lo sublime, esa necesidad ontológica de superarnos, de ser distintos y mejores de lo que somos, ese anhelo de quebrar el círculo estrecho de las apetencias menores. Sólo tendiendo a lo superior, llegamos a ser auténticamente nosotros mismos; sólo accediendo a la atracción de las alturas, salimos de nuestra subjetividad y nos hacemos capaces de poner nuestra vida al servicio de Dios y de los demás.

La Declaración de los Derechos del Hombre, tal como brotó del espíritu de la Revolución Francesa, contribuyó a crear en los hombres una conciencia de acreedores exigentes, eclipsando el recuerdo de la gran deuda de servicio que sobre todos pesa.

Por cierto que no han faltado malentendidos en este tema de la superación del hombre. Por ejemplo el de Hegel, que acabó subsumiendo y diluyendo al hombre en su Espíritu Absoluto. O el de Nietzsche, con su arquetipo del superhombre. Nietzsche comenzó bien, rebelándose contra un mundo que llevaba en su frente los signos de la mediocridad y la decadencia, la pusilanimidad y el pacifismo, la rutina y el hedonismo burgués; denunció con vehemencia la vida muelle, la laboriosidad del hormiguero, el gregarismo de «las moscas de la plaza pública», la cifrapromedio y el seguir la corriente; entendió con claridad los riesgos del triunfo de la medianía como norma, del mediocre como paradigma y de la cantidad como calidad. Su reivindicación casi desesperada de los valores de la jerarquía y de la auténtica autoridad hizo que autores como Thibon vieran en él una especie de místico frustrado, según este último explicó detalladamente en su magnífico libro Nietzsche o el declinar del espíritu.

Sin embargo no hay que engañarse. Nietzsche equivocó el diagnóstico; mezcló irreverentemente las causas del mal, lanzando acusaciones demoledoras contra el Cristianismo, cuya sublimidad y belleza no llegó a percibir. Quiso que el hombre se trascendiera, sí, pero sobre la tumba de Dios. El hombre se convertiría en superhombre si primero se hacía deicida. Mas su propia experiencia le enseñó amargamente que sin Dios y contra Dios, el hombre se extingue, anonada su ser justamente cuando pretende elevarlo de manera prometeica. Su superhombre es casi «bestial», sin sombra de compasión ni de piedad. ¿No es otra manera de llegar a la animalización? Hay algo de satánico en su grito dionisíaco: «Dios ha muerto, viva el hombre», un eco de la promesa del demonio en la tentación a nuestros primeros padres: «Seréis como dioses». En última instancia, Nietzsche es deudor del error antropocéntrico: matar a Dios para divinizar al hombre.

Otro falso atajo, sin salida, hacia la trascendencia es el que nos propone Jung, una pretendida trascendencia de orden psíquico, en el ámbito de las fabulaciones oníricas o de las reminiscencias fantásticas. Dice Caponnetto que Jung sintió la nostalgia del mar insondable, pero se quedó en las aguas de una jofaina, con sus patologías y sus reduccionismos psiquiátricos. En una palabra, redujo toda la realidad a lo psicológico, limitando a su vez lo psicológico a la hipertrofia del inconsciente.

Hegel, Nietzsche y Jung. He ahí tres escapatorias fallidas para el anhelo de trascendencia ínsito en el hombre. En los tres casos se trata de una suerte de autotrascendencia: la del hombre que se pierde en el Espíritu Absoluto, la del hombre que se extravía en un hipotético superhombre, y la del hombre que busca trascenderse en el surrealismo. Tres falsas trascendencias que, en última instancia, no son sino trasdescendencias.

Pero volvamos a la auténtica trascendencia, al endiosamiento verdadero del hombre, convocado a ser como Dios, no a fuerza de músculos, según sugirió Satanás a nuestros padres, sino en virtud de la gracia, que nos impele suavemente a levantar vuelo. Pues bien, son justamente los arquetipos y los modelos los que ayudan a lanzarse a las alturas, los que verticalizan el espíritu, plasmando almas y forjando metas, tanto en el orden natural cuanto en el sobrenatural.

Es preciso distinguir, como agudamente lo ha hecho Scheler, entre un jefe y un modelo. El primero actúa desde afuera, el segundo influye recónditamente, en la interioridad del ser. «El jefe exige de nosotros un obrar, el modelo exige una manera de ser». Por eso la penetración de este último es más honda. El modelo o paradigma tiene todo el atractivo del ideal, del ser superior, bueno y perfecto, cuya presencia o recuerdo estremece el alma con particular vehemencia. Jefes y modelos no son, por cierto, categorías excluyentes. Los jefes pueden ser modelos, y éstos, a su vez, ejercer cierta jefatura espontánea e implicita. Por lo demás, según sean nuestros modelos, nuestros sueños ideales y normativos, así serán los jefes que elijamos o que aceptemos gustosamente.

El arquetipo se comporta, pues, al modo de un imán que verticaliza los espíritus, estableciendo algo así como una ley de la gravedad invertida. Cuán acertadas aquellas reflexiones de Aristóteles en su Metafisica:

«No hay que prestar atención a los que aconsejan, con el pretexto de que somos hombres, no pensar más que en cosas humanas y, con el pretexto de que somos mortales, renunciar a las inmortales; sino por el contrario, hacer lo posible para vivir conforme con la parte más excelente de nosotros mismos, pues el principio divino, por muy débil que sea, aventaja en mucho a cualquier otra cosa por su poder y valor».
Esa «parte más excelsa de nosotros mismos», ese «principio divino» es justamente el que se extasía frente al arquetipo, viendo en él una suerte de encarnación de su anhelo más profundo, el de trascenderse a sí mismo. Bien afirma Caponnetto que:

«La autoridad del Arquetipo surge, en síntesis, como una imperiosa y esencial necesidad del hombre, que de este modo viene a quebrar lo que pudiera darse de nivelación, de igualitarismo o de sujeción a la uniformidad gregaria. La autoridad del Arquetipo, su presencia refulgente, aglutinante y directriz, es un reclamo natural del espíritu, es un silencioso pedido que emana de la vocación jerárquica del hombre, de la perentoriedad por subordinarse a un Orden y a un Ordenador, en una obediencia que es la clave de la verdadera libertad».

He aquí por donde pasa la decisión radical en la vida de cada hombre: o sucumbir a la mediocridad, dejándose encandilar por el brillo de las cosas que le son inferiores, o proponerse una existencia vertical, con su inevitable cuota de renuncia y de sacrificio, una existencia orientada hacia la contemplación del Arquetipo y la emulación de sus virtudes. La verdadera paideia no es, en última instancia, sino la preocupación constante por encauzar al educando hacia la mímesis del paradigma.

V. Los diversos arquetipos

¿Y cuáles son, concretamente, estos arquetipos, para nosotros, los cristianos?
Como dijimos más arriba, el Arquetipo por antonomasia es Dios, nada menos que Dios, del cual derivan todos los aspectos estimulantes de los otros arquetipos –los paradigmas humanos– . En una de sus humoradas, Cristo nos dijo: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto». Decimos que es una humorada porque jamás nos será posible igualar la perfección infinita de Dios. Lo que se nos quiere expresar es que, en el camino del progreso espiritual, la medida es sin medida, que no hay «bastas» que valgan. El único «basta» lo pronuncia la muerte.

Más cercana a nosotros se nos ofrece la figura de Cristo como Modelo Supremo, el Verbo que se hizo carne para divinizar nuestra carne, el Hijo de Dios que se hizo Hijo del hombre para que los hijos de los hombres llegásemos a ser hijos de Dios. He aquí un auténtico y fascinante Arquetipo, puesto a nuestra consideración para que, imitando sus virtudes, nos trascendamos ilimitadamente. El mismo que se proclamó camino, nos invita a seguir su huella. «Venid en pos de mí», «aprended de mí», «os he dado ejemplo para que vosotros hagais como yo he hecho»… Todo el cristianismo puede ser considerado a la luz del seguimiento de Cristo. Este seguimiento no es una acción a distancia, es una mímesis de Cristo que conduce a la identificación con Él, a poder decir un día con el Apóstol: «ya no vivo yo sino que es Cristo el que vive en mí».

Seguimiento de Cristo, decíamos, pero también de aquéllos que, habiendo imitado a Cristo con espíritu magnánimo, participan más de cerca de su ejemplaridad. Nos referimos a los Santos. En cada uno de ellos se revela algún aspecto peculiar del Cristo polifacético. No deja de ser revelador el drama que representa para los protestantes su rechazo de la veneración de los santos. Acertadamente señaló Jung que la historia del protestantismo es una historia de continua iconoclastia, y por tanto de divorcio entre la conciencia de los hombres y los grandes arquetipos. Advirtamos que no siempre los santos son modélicos porque sus virtudes y cualidades hayan resultado o resulten agradables al espíritu de una época determinada. Con frecuencia atraen a pesar de no coincidir con los gustos predominantes en una sociedad dada; más aún, atraen precisamente en el grado en que contrarían y corrigen los errores del tiempo en que vive el que los admira. Bien señalaba Chesterton:

«La sal preserva a la carne, no porque es semejante a la carne, sino porque le es desemejante. De ahí que cada generación es convertida por el santo que más la contradice».

Dios, Cristo, los Santos. Pero también son paradigmáticos los Héroes. Cuando García Morente buscó el mejor modo de explicar la Hispanidad, encontró en el caballero cristiano, concretamente en el Cid Campeador, el arquetipo más apropiado y de alcances más hondos. Vale la pena recordar los motivos de dicha elección:

«Lo que necesitaremos para simbolizar la Hispanidad es un tipo, un tipo ideal, es decir, el diseño de un hombre que, siendo en sí mismo individual y concreto, no lo sea sin embargo en su relación con nosotros. Un hombre que, viviendo en nuestra mente con todos los caracteres de la realidad viva, no sea sin embargo ni éste ni aquél…, un hombre, en suma, que represente como en la condensación de un foco, las más íntimas aspiraciones del alma española, el sistema típicamente español de las preferencias absolutas, el diseño ideal e individual de lo que en el fondo de su alma todo español quiere ser».

Estos modelos no podrán ser hombres banales, trivializados por la cotidianeidad, sino hombres superiores, héroes o mártires, hayan triunfado o no en sus empeños. La elección del arquetipo es fundamental para el individuo, por lo que decía San Agustín:

«Nemo est qui non amet, sed quaeritur quid amet. Non ergo admonemur ut non amemus, sed ut eligamus quid amemus –Nadie hay que no ame, de lo que se trata es de saber qué ama. No se nos nos dice que no amemos, sino que elijamos lo que amemos».

Pero también dicha elección es fundamental para las naciones. Por lo que el mismo San Agustín escribió en su obra De Civitate Dei:

«Ut videatur qualis quisque populus sit, illa sunt intuenda quae diligit –Para ver cómo es cada pueblo, hay examinar lo que ama–».

Porqué, en definitiva, como escribe Caponnetto, es en la elección de sus modelos, y en la proporción con que esos modelos elegidos y predilectos reflejan la ejemplaridad divina, como se puede medir el esplendor o la decadencia de una comunidad histórica determinada.

En una sociedad como la que vivimos, tantos falsos paradigmas, de tantos ídolos creados por la propaganda y por los llamados formadores de opinión, se hace más apremiante que nunca destacar la necesidad de un reencuentro con el tiempo áureo y sus paradigmas. Ello significará muchas veces remar contra la corriente. Pero es el único camino.

No hace mucho, nuestro recordado poeta Leopoldo Marechal, refiriéndose a aquel famoso texto de Hesíodo acerca de las cuatro edades del mundo y del movimiento descendente de la humanidad desde la Edad de Oro a la de Hierro en que ahora nos encontramos, movimiento que se traduce por un oscurecimiento progresivo a medida que el hombre se va alejando de la luz primordial, decía sin tapujos de sí mismo:

«Yo soy un retrógrado… Pues bien –proseguía– siendo yo un hombre de hierro, y tras de realizar, como lo hice, las posibilidades cada vez más oscuras del siglo, mi alma en experiencia vino descartándolas gradualmente hasta cruzarse de brazos en la correntada que seguía y sigue descendiendo hacia su fin. Naturalmente, como la inmovilidad es imposible a toda criatura forzada por la condición temporal y sometida, por ende, al movimiento, sólo me quedaban dos recursos: o morir –abandonar la corriente del siglo en un gesto suicida–, o nadar contra la corriente, vale decir, iniciar un retroceso en relación con la marcha del río. Para lograrlo es indispensable oponer una fuerza de reacción a la fuerza descendente que nos arrastra, tal como lo están haciendo, en el campo de la fisica, los productores de cohetes y de aviones a retropropulsión. Y es que hay analogía entre las leyes del mundo fisico, del mundo psíquico y del mundo espiritual: El surubí le dijo al camalote: / no me dejo llevar por la inercia del agua. / Yo remonto el furor de la corriente / para encontrar la infancia de mi río… Soy un retrógrado pero no un oscurantista, ya que voy, precisamente, de la oscuridad hacia la luz».

VI. La admiración y el deseo

Los arquetipos son ineludiblemente dignos de admiración, son simplemente admirables. La admiración es el sentimiento que brota del alma cuando el hombre percibe sea la belleza física de alguien, sea su grandeza moral o su bondad, realizadas en un grado eminente. Suele comportar un matiz de asombro o de estupor. El Cardenal de Bérulle describía así dicho sentimiento:

«Los que contemplan un objeto raro y excelente se encuentran felizmente sorprendidos de extrañeza y de admiración… esta extrañeza da fuerza y vigor al alma… que se eleva a una gran luz».

Es conocido aquel juicio de Aristóteles según el cual la admiración se encuentra en el origen de toda investigación de las causas, especialmente de la filosofía. Mas el asombro no es sólo el comienzo de la actividad fílosófica. Los Padres griegos lo consideraban también como el principio de la actividad teológica, teórica y práctica. Gustaban decir que no fue sino el asombro que experimentaron los discípulos ante la gloria reverberante del Cristo transfigurado en el Tabor, lo que les permitió, rebosantes de gozo y estupor, trascender la humanidad de Jesús y acceder a la contemplación de su divinidad.

La admiración se opone en particular a una cierta superficialidad que a veces parece afectar a nuestras facultades espirituales, y por consiguiente a la indiferencia o a la rutina que son su consecuencia. Assueta vilescunt, dice un viejo adagio, las cosas reiteradas se envilecen. La capacidad de admiración supone siempre ojos nuevos, una nueva y original mirada sobre el objeto o la persona que asombra. Como ojos nuevos necesitaron los apóstoles para poder contemplar al Cristo transfigurado. La admiración tiene que ver, pues, con la inteligencia, que se extasía ante la verdad, al percibir su carácter inefable, pero también influye en la voluntad, excitando el amor, según aquello que decía San Francisco de Sales, «que el amor hace fácilmente admirar, y la admiración amar». E incluso inspira al sentimiento, suscitando la poesía. De ahí lo que afirmaba Santo Tomás: «El motivo por el que el filósofo se asemeja al poeta es porque los dos tienen que habérselas con lo maravilloso».

La admiración, que impregna los actos más importantes de la vida religiosa, como la adoración, la alabanza, la reparación, la acción de gracias, es un eco de la inefabilidad del misterio. Por eso la liturgia, escuela de admiración, incluye, si bien con extrema sobriedad, algunas expresiones de asombro, según puede observarse en las antífonas del Oficio Divino llamadas en O, que preparan la Navidad: O Sapientia, O admirabile commercium, etc., así como en el lírico texto del Exsultet o pregón pascual: O mira circa nos tuae pietatis dignatio –¡oh admirable dignación de tu piedad para con nosotros!–.

Asimismo la Escritura, leída con espíritu sapiencial, suscita inevitablemente el impulso admirativo. Cuando Bossuet, en sus Elevaciones sobre los misterios, comenta el prólogo del evangelio de San Juan, aquel apóstol al que la tradición llamó el águila de Patmos, deja trasuntar la admiración que se despierta en su alma, culminando en una especie de éxtasis literario: «Ay, me pierdo, no puedo más, no puedo decir sino Amén… ¡Qué silencio, qué admiración, qué asombro!».

La admiración entra incluso en los grados más elevados de la vida espiritual, particularmente en la contemplación. «La primera y suprema contemplación –dejó escrito San Bernardo– es la admiración de la majestad. Requiere un corazón purificado que fácilmente se eleve a lo superior». Para Ricardo de San Víctor, el paso de la meditación a la contemplación se opera por un acto de admiración prolongada; más aún, la admiración impregna la misma contemplación y en cierta, forma la abre al éxtasis: «Por la meditación el alma se eleva a la contemplación, por la contemplación a la admiración, por la admiración al éxtasis».

Santa Teresa, en su descripción de los estados místicos, se refiere varias veces a la admiración. Allí afirma que el asombro del alma, tras haberse ido acrecentando incesantemente, acaba por apaciguarse en una especie de acostumbramiento, no ciertamente de índole rutinaria, sino de carácter superior, de familiaridad con los esplendores divinos, propio del estado de matrimonio espiritual.

Podemos así concluir con San Francisco de Sales: «No menos que la admiración ha causado la filosofia y atenta investigación de las cosas naturales, también ha causado la contemplación y la teología mística». Hasta estas cumbres nos conduce la admiración, hasta el entusiasmo, palabra quizás la más elevada que nos legaran los griegos, a la que es preciso rescatar del ámbito de la psicologia en que ha sido recluida, para volver a descubrir su sentido original: entusiasmo viene de Theos –Dios–, significando propiamente el endiosamiento de una persona.

La admíración arrastra a la imitación de lo admirado. El ejemplo de la conversión de San Ignacio es clásica: «Si Santo Domingo lo hizo, si San Francisco lo hizo, ¿por qué no yo… ?». De ahí la importancia de la admiración en la vida personal y social. Daniélou dejó escrito que «el hombre moderno ha perdido el sentido de esa forma eminente de la admiración que es la adoración». Desde otro punto de vista se advierte que el hombre de nuestro tiempo, sobre todo en el campo intelectual, se va inhabilitando para todo tipo de admiración ennoblecedora en el grado en que pone, en la base de todo conocimiento, la duda en lugar del asombro. Digamos, sin embargo, en un sentido más general, que a veces la gente no se admira porque no encuentra mucho que admirar. Afirmaba Dostoievski que «es una grave enfermedad de nuestros tiempos no saber a quién respetar».

Juntamente con la admiración, exaltemos el valor del deseo, de los deseos. Cuando un candidato pretendía ingresar en la Compañía de Jesús, San Ignacio quería que le preguntasen si tenía deseos de perfección; en el caso de que dudase, había de preguntársele si al menos tenía «deseo de tener deseos». Es que el deseo es ya el comienzo del camino, el comienzo de la imitación del arquetipo. Cada uno es, de alguna manera, lo que admira, cada uno es, de algún modo, al menos potencialmente lo que desea. De ahí lo que escribía Santa Teresa:

«Conviene mucho no apocar los deseos… Espántame lo mucho que hace en este camino animarse a grandes cosas; aunque luego no tenga fuerzas, el alma da un vuelo y llega a mucho».

El deseo y la admiración son sentimientos hermanados en pos del arquetipo. Por algo enseñaba San Buenaventura que el camino de la perfección pedía «el asentimiento de la razón…. la mirada de la admiración… y el deseo de semejanza».

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Por las páginas de este libro irán desfilando diversas figuras paradigmáticas, santos y héroes. Entre los santos incluimos orientales y occidentales, hombres y mujeres, contemplativos y abocados al apostolado. En la galería de los héroes desfilan sacerdotes y laicos, polemistas y hombres de estado. Algunos capítulos fueron publicados anteriormente en forma de artículos. Los restantes reproducen conferencias pronunciadas aquí y allá. Tal es la razón por la cual algunos de ellos tienen más aparato crítico, mientras que los que provienen de conferencias, prescinden de ello.

Cada capítulo es cerrado por una poesía, que aporta el elemento lírico, especialmente apto para elevar los corazones –y no sólo las inteligencias– a la belleza de la verdad. O mejor, para confirmar la Verdad por la belleza. Agradecemos a sus autores, particularmente a nuestro querido amigo Antonio Caponnetto, autor de varios de esos poemas, escritos especialmente para este libro.

Quiera Dios que al hilo de la lectura de la presente obra, se vaya despertando en los lectores el noble sentimiento de la admiración, el deseo de imitar, en la medida de sus posibilidades, y en las actuales circunstancias, a los héroes y a los santos cuyas vidas y obras se exponen. Esperamos que se sientan impulsados a la grandeza, contagiados de magnanimidad, que es la apertura del espíritu a lo sublime, la tensión del alma a las cosas grandes.

En una época de tanta decadencia, de tantas felonías, de tanta frivolidad, de tantos falsos arquetipos, es fácil contagiarse y apuntar bajo, no vuelo de águila sino vuelo de gallina. «Qué difícil es / cuando todo baja / no bajar también» –escribió Antonio Machado–. ¿No es acaso advertible entre nosotros una terrible caída del ideal? ¿Cuáles son nuestros paradigmas, individuales o sociales?

Levantemos, pues, la bandera de los arquetipos, de los ideales. Enarbolemos la cruz a que alude Marechal, esa cruz formada por dos líneas:

«la horizontal, con la marcha fogosa de sus héroes abajo, y la vertical, la levitación de sus santos arriba. La intersección de los dos travesaños: la vertical del santo, la horizontal del héroe, he ahí el gozne de nuestra esperanza».

Si no vivimos de ideales, no viviremos las realidades. El ideal es la forma sublime de la realidad. Pocas veces se alcanza el ideal, pero si por esta experiencia lanzamos los ideales por la borda, nos hundiremos más debajo de las realidades. Impregnémonos de deseos elevados, dando rienda suelta a la admiración. Y sobre el telón de fondo de la imagen venerable de Cristo, el Arquetipo más excelso en esta tierra, contemplemos a los santos y a los héroes, y por sobre ellos contemplemos a María Santísima, la Reina de los santos y la Heroína por antonomasia, a la que no en vano las letanías lauretanas llaman Mater admirabilis.

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