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Chapultepec

Balcón[1]

La firma de las actas de Méjico marcó una etapa regresiva en esa combinación alterada de sístoles y de diástoles que fue nuestra política exterior durante los últimos años. Resultó poco airosa nuestra tardía adhesión, por referirse a un pacto que no habíamos contribuido a elaborar, y por la obligación simultánea que comportaba de ingresar nominalmente a una guerra en estado de postrimería.

Tal poderosa fue la afirmación de personalidad realizada por el país a despecho de sus “conductores responsables”, que no habría por qué mentar el episodio de Chapultepec si el Congreso no se hubiera visto abocado a la ratificación de los sesenta tratados que incluye. Cuando el Presidente[2] se refirió al tema en sus mensajes del 4 y del 26 de Junio, expresó claramente sus dudas sobre la coherencia de los pactos con el interés nacional. Un mes y medio más tarde –en una conversión que ya no puede desgraciadamente asombrarnos– se dirigió nuevamente al Congreso, esta vez solicitando, en nombre de la “continuidad de nuestra política exterior”, la ratificación de los tratados firmados por su predecesor.[3]

Los compromisos de Méjico contienen restricciones muy graves a la soberanía. Considerados en sí, son ya bastante lesivos como para que el país los rechazara de plano, del mismo modo que el parlamento norteamericano repudió el tratado de Versalles un año después de su sanción. Pero más aún que sus disposiciones concretas, es su dinámica, la tendencia que traducen, lo que más violentamente atenta contra la entraña misma de nuestro ser nacional.

Es que tras el articulado de las actas de Chapultepec debemos señalar el más vigoroso intento hasta hoy realizado de imponer una nueva religión a los pueblos americanos. El mito del panamericanismo es, en efecto, un mito esencialmente religioso. Vaciado de todo sentido católico, se nutre del mesianismo protestante de los “Pilgrims Fathers” y del iluminismo masónico del siglo XVIII. ¿Cómo es posible que un país temporalmente refractario a sus postulados básicos haya aceptado tan rápidamente sus formalismos externos y se decida inclusive a emplear su chocante vocabulario? Sólo cabe atribuirlo a la trágica depauperación cultural que nos aflige y que fielmente se encargan de traducir nuestros elencos dirigentes.

El gran peligro de Chapultepec radica en que más que una meta es apenas una etapa. Todo el equívoco padecido por la mayoría de los gobiernos argentinos al considerar el conflicto con los Estados Unidos yace en creer que las dificultades existentes podrían solucionarse mediante el otorgamiento de determinadas concesiones precisas. Por eso fuimos, no sin cierta ingenuidad, a la ruptura y a la guerra. Error profundo, puesto que de lo que en realidad se trataba era de adherir a un espíritu más que de realizar tales o cuales prestaciones corporales. De ahí que, aun antes de formalizada nuestra conformidad definitiva con los tratados de Méjico, se nos aparezca ya en el horizonte el fantasma de nuevas obligaciones, reclamadas con el tono perentorio que demasiado conocemos: el pacto de asistencia mutua, la alianza militar, la participación en una guerra cuyo sentido último no nos ha sido revelado.

El único procedimiento para liquidar definitivamente el conflicto con Estados Unidos es abordarlo francamente en sus instancias más altas. Hay que decirle a la Unión en lenguaje inteligible e inequívoco que esa alma que ellos pretenden, nunca la van a obtener, que la fórmula del “respeto recíproco” supone para nosotros algo más que la salvaguardia de las formas externas de la soberanía, e incluye la aceptación explícita de la pluralidad de culturas en el continente americano, que no queremos un panamericanismo que disfrace construcciones superestaduales, que sobre esas bases es posible y deseable una cooperación eficaz de Estado a Estado en los aspectos no despreciables en que coinciden nuestras aspiraciones y nuestros intereses, que no estamos desesperados por liquidar el conflicto y que cualquier bloqueo diplomático o económico –la experiencia lo ha demostrado– sólo redundará en nuestro beneficio. Nunca han sido mejores nuestras relaciones con Estados Unidos que las veces que hemos empleado el lenguaje claro de los hombres dignos.

Mas, para plantear las cosas en esos términos, hay que pensar, sentir y obrar en consecuencia. Sólo con sensibilidad para los valores del espíritu y con una conducta perseverante se puede hoy dirigir rectamente la política internacional de la Nación Argentina.

Balcón, 12 (23 de agosto de 1946), 1.

[1] Como el artículo aparece firmado por la misma revista, sin duda se debe a la pluma de su Director, es decir al Pbro. Julio Meinvielle. Apoyamos nuestra conjetura en el hecho que todos los artículos escritos por la editorial que aparecen firmados con el nombre de “Presencia”, en la siguiente revista que fundó el citado sacerdote, luego fueron todos juntos editados con el nombre de “Política Argentina 1949-1956”. [N. del E.]

[2] Desde el 4 de junio de 1946 al mismo día, del año 1952, tuvo lugar la primer Presidencia del Gral. Juan Domingo Perón. [N. del E.]

[3] El predecesor del Presidente Perón fue el Presidente de facto Edelmiro Julián Farrell, que gobernó La Argentina desde el 9 de marzo de 1944 al 4 de junio de 1946. [N. del E.]

Fuente: Revista Balcón, 11/8/1946

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