LA DEVOCIÓN SE HA DE EJERCITAR DE DIVERSAS MANERAS
En la misma creación, Dios creador mandó a las plantas que diera cada una fruto según su propia especie: así también mandó a los cristianos, que son como las plantas de su Iglesia viva, que cada uno diera un fruto de devoción conforme a su calidad, estado y vocación. La devoción, insisto, se ha de ejercitar de diversas maneras, según que se trate de una persona noble o de un obrero, de un criado o de un príncipe, de una viuda o de una joven soltera, o bien de una mujer casada. Más aún: la devoción se ha de practicar de un modo acomodado a las fuerzas, negocios y ocupaciones particulares de cada uno. Dime, te ruego, mi Filotea, si sería lógico que los obispos quisieran vivir entregados a la soledad, al modo de los cartujos; que los casados no se preocuparan de aumentar su peculio más que los religiosos capuchinos; que un obrero se pasara el día en la iglesia, como un religioso; o que un religioso, por el contrario, estuviera continuamente absorbido, a la manera de un obispo, por todas las circunstancias que atañen a las necesidades del prójimo. Una tal devoción ¿por ventura no sería algo ridículo, desordenado o inadmisible?
Y, con todo, esta equivocación absurda es de lo más frecuente. No ha de ser así; la devoción, en efecto, mientras sea auténtica y sincera, nada destruye, sino que todo lo perfecciona y completa, y, si alguna vez resulta de verdad contraria a la vocación o estado de alguien, sin duda es porque se trata de una falsa devoción. La abeja saca miel de las flores sin dañarlas ni destruirlas, dejándolas tan íntegras, incontaminadas y frescas como las ha encontrado. Lo mismo, y mejor aún, hace la verdadera devoción: ella no destruye ninguna clase de vocación o de ocupaciones, sino que las adorna y embellece.
Del mismo modo que algunas piedras preciosas bañadas en miel se vuelven más fúlgidas y brillantes, sin perder su propio color, así también el que a su propia vocación junta la devoción se hace más agradable a Dios y más perfecto. Esta devoción hace que sea mucho más apacible el cuidado de la familia, que el amor mutuo entre marido y mujer sea más sincero, que la sumisión debida a los gobernantes sea más leal, y que todas las ocupaciones, de cualquier clase que sean, resulten más llevaderas y hechas con más perfección. Es, por tanto, un error, por no decir una herejía, el pretender excluir la devoción de los regimientos militares, del taller de los obreros, del palacio de los príncipes, de los hogares y familias; hay que admitir, amadísima Filotea, que la devoción puramente contemplativa, monástica y religiosa no puede ser ejercida en estos oficios y estados; pero, además de este triple género de devoción, existen también otros muchos y muy acomodados a las diversas situaciones de la vida seglar. Así pues, en cualquier situación en que nos hallemos, debemos y podemos aspirar a la vida de perfección.

San Francisco de Sales

(Castillo de Sales, Thorens, 1567 – Lyon, 1622) Prelado francés. De noble familia, creció en un ambiente impregnado de piedad franciscana y estudió en París (1582). En la universidad, las doctrinas calvinistas sobre la predestinación le provocaron una profunda crisis al creerse condenado; emitió entonces un voto de amor y de confianza en Dios que le permitió recuperar la paz. Ya abogado y sacerdote en 1593, fue nombrado coadjutor del obispo de Ginebra, tío suyo (1599). Le sucedió en 1602 en esa sede, transferida a Annecy. Reorganizó la diócesis y, con la ayuda de Juana de Chantal, fundó la Orden de la Visitación (1610). Escritor prolífico, unió la espiritualidad con la psicología; entre sus obras cabe citar Introducción a la vida devota (1609), Tratado del amor de Dios (1616) y once volúmenes de Cartas.

San Francisco de Sales
Hijo del conde de Sales, Francisco realizó sus primeros estudios en los colegios de La Roche y Annecy; luego pasó a París con los jesuitas. En 1592 se dirigió a Padua, donde se doctoraría en derecho civil y canónico. La maduración de su profunda vida espiritual lo aproximó al jesuita P. Possevin, quien le ayudó a perfeccionar el estudio de la teología y le explicó las obras de Santo Tomás de Aquino.
Vuelto a Saboya, su padre quiso introducirlo en el senado de Chambéry como abogado; pero cuando trató de casarlo, el joven Francisco manifestó su firme intención de abrazar el estado eclesiástico y profesó los primeros votos. Empezó a predicar con éxito siendo todavía diácono; en 1593, ya ordenado sacerdote, trató de convertir a los hugonotes de Chamblai, y de 1594 a 1598 se entregó a una intensa labor de apostolado para reintegrar a los saboyanos al seno del catolicismo.
En 1599 el obispo de Ginebra lo tomó como coadjutor suyo y tuvo que permanecer algún tiempo en Roma; antes de ser consagrado se dirigió a París y pidió a Enrique IV de Francia permiso para la evangelización de Gex. En 1602 ocupó la sede episcopal de Ginebra, cuna del reformismo de Calvino, y se dedicó con nuevo fervor a la actividad apostólica; predicó en Dijon, Chambéry y Grenoble, y en 1617-18 volvió a París, donde conoció a San Vicente de Paúl y renunció al nombramiento de coadjutor del cardenal de Retz.
Junto con la baronesa Juana de Chantal, más tarde canonizada, fundó en 1610 la Orden de la Visitación, convertida en 1626 por Urbano VIII en instituto religioso. Declarado beato en 1661 y santo en 1665, en 1877 fue elevado a doctor de la Iglesia por Pío IX. San Francisco de Sales es el patrono de los periodistas y de los salesianos, un conjunto de diversas congregaciones fundadas por Don Bosco; su festividad se celebra el 24 de enero.

Obras de San Francisco de Sales

San Francisco de Sales unió a su apostolado una vasta actividad de orador y escritor; parte de sus obras fue editada por él mismo, y el resto apareció póstumamente. Entre la producción aparecida con posterioridad a su muerte figuran las Controversias, compuestas en 1595-96 y publicadas en 1672; los Coloquios espirituales (1629), que Juana de Chantal extrajo de las charlas del Santo con las religiosas del monasterio de la Visitación; los Sermones (2.ª ed., París, 1643); los Opúsculos, cuya colección definitiva se halla en las Obras completas publicadas por el abate Migne (1861-62), y, finalmente, las Cartas espirituales (Lyon, 1625), conjunto integrado por más de dos mil cartas en las que se dan consejos espirituales.
De las obras que publicó en vida hay que destacar la polémica con los calvinistas en defensa de L’Étendart de la Sante Croix (Annecy, 1597), texto al que siguieron la Introducción a la vida devota (1609) y el Tratado del amor de Dios (1616), considerado su obra maestra. Publicada en una primera redacción en 1609 y definitivamente en 1619, la Introducción a la vida devota es el resultado de las cartas que escribió a la señora De Charmoisy de 1607 a 1608, y fue pronto divulgada bajo su título definitivo o con el de Filotea, en ediciones incorrectas e incompletas. Aunque San Francisco de Sales eliminó ex profeso todas las citas, recurre a menudo a las palabras de la Sagrada Escritura para aclarar su pensamiento y porque, como dice él, son “las más amables y las más venerables”.
Tratando al cristiano como a un compañero, la Introducción a la vida devota enseña con suave caridad que sin la buena voluntad el hombre no puede recibir la gracia de Dios; se ocupa con aguda comprensión del mundo y de sus tentaciones, y exhorta a la plegaria, al ejercicio de la virtud y a la práctica de los sacramentos. Las exhortaciones de San Francisco de Sales no conocen la aridez teológica ni las sutilezas doctrinarias; impregnadas de amable simplicidad, hablan directamente al corazón del cristiano, sin perder jamás de vista los peligros, dolores y dificultades de la jornada.

La claridad con que afronta incluso los asuntos íntimos fue criticada por algunos; pero esta claridad constituía uno de los mismos fines del santo. Parece como si con él se iniciara, precisamente en aquella ciudad en la que predicó Calvino, una nueva literatura religiosa, inspirada en la límpida visión del hombre y de las cosas. Tales méritos y la nítida prosa en que están escritas hicieron pronto conocidas y apreciadas estas páginas.
Si la famosa Introducción a la vida devota presenta los deberes de todo buen cristiano que vive según los mandamientos de la Iglesia, el Tratado del amor de Dios (1616), obra a la que San Francisco de Sales dedicó sus mayores cuidados, desarrolla más ampliamente algunos puntos capitales del cristianismo. Después de considerar teológica y psicológicamente cuál es la esencia del amor, describe el amor de Dios y de qué modo nace en las almas y se desarrolla o se apaga. La entrega del alma a Dios, la gracia de Dios, que pone al hombre en un estado de beatitud y lo hace partícipe de los bienes celestes, la natural necesidad de todas las criaturas de dirigirse a Dios y su sed de verdades eternas son los temas que el Santo ilumina en esta obra con el fervor de su espíritu.
El Tratado del amor de Dios termina con la exhortación a la práctica de la caridad, de la humildad y de otras virtudes cristianas sin las cuales no existe amor de Dios. También el Tratado, al igual que la Introducción, fue acusado de una demasiado patente traducción de conceptos teológicos a imágenes sensibles, hasta el punto de acercar el amor divino al amor natural. Pero precisamente en esta audacia, que permite a San Francisco de Sales conducir el ánimo del lector, sin que él se dé cuenta, a través de la sutileza del problema teológico, estriba el carácter original de la obra y de su autor.

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