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Por C. S. Lewis

La idea de que toda la raza humana es, en un sentido, una misma cosa –un inmenso organismo, como un árbol– no debe ser confundida con la idea de que las diferencias individuales no importan o que las personas reales como Tom, Nobby y Kate son de algún modo menos importantes que las cosas colectivas como las clases, las razas, etcétera.

De hecho ambas ideas son opuestas. Cosas que forman parte de un mismo organismo pueden ser muy diferentes unas de otras; cosas que no lo hacen pueden ser muy parecidas. Seis peniques son cosas separadas y muy parecidas; mi nariz y mis pulmones son muy diferentes, pero sólo están vivos porque forman parte de mi cuerpo y comparten su vida común. El cristianismo piensa en los individuos humanos no como en meros miembros de un grupo o componentes de una lista, sino como en órganos de un cuerpo: diferentes unos de otros y cada uno de ellos contribuyendo con lo que ningún otro podría.

Cuando os encontréis queriendo convertir a vuestros hijos, o a vuestros alumnos, o incluso a vuestros vecinos, en personas exactamente iguales a vosotros mismos, recordad que probablemente Dios jamás pretendió que fueran eso. Vosotros y ellos sois órganos diferentes, y vuestro cometido es hacer cosas diferentes. Por otro lado, cuando os sentís tentados a no dejar que los problemas de otro os afecten porque no son “asunto vuestro”, recordad que, aunque él es diferente de vosotros, forma parte del mismo organismo. Si olvidáis que pertenece al mismo organismo os convertiréis en individualistas. Si olvidáis que es un órgano distinto que vosotros, si queréis suprimir las diferencias y hacer que toda la gente sea igual, os convertiréis en totalitarios. Pero un cristiano no debe ser ni un totalitario ni un individualista.

Siento un enorme deseo de deciros –y supongo que vosotros sentís un enorme deseo de decírmelo a mí– cuál de estos dos errores es el peor. Ése es el demonio intentando tentarnos. Siempre envía errores al mundo por parejas, parejas de opuestos. Y siempre nos anima a dedicar mucho tiempo a pensar cuál de los dos es peor. ¿Comprendéis, naturalmente, por qué? Confía en que el disgusto mayor que os cause uno de los dos errores os atraiga gradualmente hacia el otro. Pero no nos dejemos engañar. Tenemos que mantener los ojos fijos en la meta y pasar por en medio de los dos errores. No nos importa nada más que eso en lo que respecta a cualquiera de los dos.

C. S. Lewis, Mero Cristianismo, Ediciones Rialp, Madrid 2009, 6ª edición, pp. 195-196.

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