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por Gustavo Martínez Zuviría
(Hugo Wast)
El contraste de estas dos figuras es demasiado grande para que el asociarlas no
parezca una extravagancia a los unos, y a los otros una profanación. Así lo
comprendo, y, sin embargo, junto al recuerdo de Anatole France me viene
inmediatamente el de Teresita de Lisieux. Sin duda el motivo de esta peregrina
asociación de ideas es la formidable celebridad de ambos, una celebridad
completamente moderna, que ha cubierto el mundo en tan pocos años, que
podríamos decirla repentina.
En cierto pueblito de provincias, allá en mi patria, adonde pareciera que las novedades
debieran hacerse antiguallas antes de llegar, se inauguró una biblioteca. Ignoro cuántos
lectores tendría por allí el autor de El Lirio Rojo; pero no faltó quien propusiera darle su
nombre a la Biblioteca, y así fue echo. Por los mismos días, en la pobre Iglesia del lugar se
bendecía un altar de Teresita.
No podemos dar un paso por el mundo, sin descubrir el rastro de estas dos devociones.
Si me acerco a una librería no encontraré quizás a Cervantes o a Shakespeare, pero estoy
seguro de hallar varios de los numerosos volúmenes de Anatole France; y también en algún
rinconcito, como una estrella que surge tímidamente sobre las cumbres de la sierra, la
Historia de un Alma.
Dicen que Calman Levy, editor de Anatole France, ha vendido en los últimos años dos
millones de volúmenes de sus obras. ¡Cifra enorme realmente, que significa naciones
enteras embebidas en su lectura!
Y bien, de ese único libro de Teresita, la Historia de un Alma, se han vendido ya dos
millones cuatrocientos mil ejemplares, y se han hecho traducciones a 35 lenguas, según se
lee en una concienzuda biografía de la Santa, escrita por monseñor Laveille, y coronada por
la Academia Francesa.
Hoy es así: el rumor de estos dos nombres, de tan fuerte contraste, resuena en todos los
ámbitos del mundo.
Pero algún día uno de ellos quedará sólo; y el otro será olvidado; y yo quisiera saber cuál
será el uno y cuál el otro.
¿Perdurará la afición al novelista filósofo, que ha muerto en la extrema vejez, abrumado de
tanta gloria, que la noticia de su enfermedad y de su larga agonía y sus últimas palabras
fueron ávidamente recogidas por los grandes diarios del mundo, y no faltaron quienes
temiesen que con él muriese el ingenio de Francia, pues su arte impalpable había
engendrado devotos, pero no dejaba discípulos?
¿O durará la obra de la pobre monjita que escribió en la celda de un convento, a ratos
perdidos, por obedecer el riguroso mandato de su priora, en un papel tan basto y feo que
una sirvienta lo desdeñaría, y que murió de amor divino a los veinticuatro años?
Haben sua fata libelli! La obra de los escritores tiene un destino que su propio autor no
podría anunciar.
I
El amor a la vida
La tumba de Anatole France – Tres muertos bajo la misma piedra
Hay libros para los viajeros en que, junto a la dirección de los buenos hoteles y de los
monumentos memorables, se les suministra la de las tumbas gloriosas. He ojeado mi
Baedecker, donde hay una larga lista de sepulcros famosos; el de Musset, a la sombra del
sauce que dicen llevado por nuestro Estanislao del Campo; el de Rossini; el de Daudet, el de
Oscar Wilde…
Todavía el de Anatole France no figura en ninguna guía, y no hallé cicerone que supiera
indicarme su lugar. Fui entonces a casa de su editor Calmann Lévy y pregunté donde estaba
enterrado el célebre escritor. No tuve suerte al principio: los empleados se interrogaban
unos a otros y me miraban sorprendidos de una curiosidad que ninguno de ellos podía
satisfacer. Pensé que el jefe de la casa habría acompañado a s última morada al autor
ilustre que le hizo ganar millones y pedí que se lo preguntaran a él. Volvió al rato un
empleado y me dijo:
-Señor, la tumba de M. Anatole France está en el Cementerio de Neuilly, en las afueras de
París.
Llegué al Cementerio, me salió al paso un Concierge con galones. Un saludo contstado
apenas. Un pourboire . Una reverencia.
-¿Ud. Quiere visitar la tumba de M. Anatole France? ¡Venga conmigo!
Es el de Neuilly un Cementerio pequeño, casi de aldea, sencillo y, diré, hospitalario como
casa de pobres gentes.
El hombre de galones me guió por callejas enarenadas, bajo el sol de otoño. Una mujer que
iba delante de nosotros con una brazada de flores. A la entrada de un panteón, una niña le
cortaba los largos tallos a unos claveles, mientras un joven le traía un florero lleno de agua.
Adentro del mismo panteón una dama enlutada permanecía de rodillas delante de un
altarcito, con la frente apoyada en el brazo, y el brazo en el mármol.
Mi guía se detuvo cerca de la muralla, en un rincón sombrío, donde la humedad extendía
una capa verde sobre las lápidas y descascaraba el hierro de las cruces.
Allí había una tumba nueva, en que la piedra gris mostrábase más limpia y desnuda. Parecía
extranjera entre todas. En aquella ciudad de los muertos en el Señor no estaba en su patria,
por que ella sola no tenía cruz.
La misma piedra cubre la ceniza de tres muertos, cuyos nombres figuran así: Primeramente
el de la madre;Mme. France Thiébault – née Antoinette Gallas – 1813-1886 – Virtute
duce
Luego el del padre: Francois Noel (France) Thiélbaut – 1806-1890 –Speravit anima mea
Este es un texto bíblico del Salmo 129, truncado en su parte sustancial: Speravit anima
mea in te. Domine. En ti, Señor confío mi alma.
El tercer nombre está desnudo, no tiene ni la sombra de la cruz, ni el fulgor de las palabras
inmortales: Anatole France – 1844-1924; Nada más.
Un laurel de hojalata, pintado de negro, con violetas de celuloide, es su único abrigo.
Y, sin embargo, sin salir de los Salmos que su padre invocaba y que son el libro de más
vigorosa poesía escrito en el mundo, un erudito como el autor de Sobre la Piedra Blanca
pudo hallar su epitafio: In Te speraverunt patres nostri; speraverunt et liberasti eos: En ti
esperaron nuestros padres: esperaron y los liberaste (Ps., 21,5). Ego autem sperabo in
Te,Domine. Yo sí, esperaré en Ti, Señor. (Ps., 54-24).
Pero el corazón del ateo se seca hasta la flor de la inmortal esperanza. Toda su esperanza
está expuesta en las miserables cosas de la tierra: Speravit in pecunia et thesauris. (Eccli.,
31.8).
Desdeñó la cruz, y desdeñó las promesas de Dios, y se fue a dormir su último sueño bajo un
laurel de hojalata barnizado de negro.
Solo Voltaire lo igualó en ingenio y en gloria – seréis como Dioses – Lástima no ser
inmortal!
¡Aquí está! Ya no sur la pierre blanche donde tejía sus áureas blasfemias aquel personaje
suyo, hecho a su imagen y semejanza, sino bajo la piedra.
Fue el más poderoso enemigo de Cristo en los tiempos modernos.
Poseía el ingenio de Voltaire y la seducción de Renán, una palabra, una sonrisa, una
boutade suya corrían por el mundo como un rayo de luz sobre el mar. Un cuento suyo era
inmediatamente leído, comentado y reproducido en todos los idiomas de la tierra.
No había manera de escribir sin citarlo, y cuando la cita se venía a la memoria, era
indispensable repetir exactamente sus palabras, porque modificar su frase encantadora
equivalía a desfigurar su pensamiento malicioso.
Y siendo como era, por la elegancia de su estilo, y por la sutileza de sus argumentos, un
escritor de élite, para literatos o para filósofos no más. Gozó de una incomprensible fama en
el gran público. Leerlo era un signo de distinción intelectual, y muchos afectaban gustar de
sus obras, por ser tenidos como personas de buen gusto.
Se dijo que era la encarnación del genio latino, y no por eso perdió su prestigio entre razas
más frías y más pesadas. Porque en realidad no era el espíritu latino el que ardía en sus
obras, sino el espíritu del mundo moderno.
Sobre su nombre se acumuló toda la gloria que este mundo puede otorgar.
No teniendo un soldado a su disposición, ni un Cónsul, ni una pulgada de territorio, ni
siquiera una bandera, constituía una potencia que los reyes y los poderosos consideraban.
Más de uno habría preferido la enemistad de tal rey o de tal señor antes que merecer los
sarcasmos de Anatole France en un libro que pudiera llamarse La Isla de los Pingüinos o Los
Dioses tienen sed.
Y era tan grande su poderío, que no solo podía atreverse a arrojar lodo contra los héroes,
sino contra los santos.
El, nadie más, podía escribir como lo hizo acerca de Juana de Arco y seguir perteneciendo a
la Academia Francesa y mereciendo la perfumada sonrisa de Francia y el suculento
homenaje del Premio Nóbel.
Solamente Voltaire ejerció en su siglo influencia igual. El, también expectoró su Pucelle
sobre la encantadora figura de Juana de Arco. El también fue la gloria humana más genuina
y esplendorosa, por que no la debió al nacimiento, ni a la violencia, ni a la fortuna, y porque
esa gloria que le discernieron sus contemporáneos no se podía amenguar, ni osaba nadie
discutir.
pero la gloria del mundo-dice Kempis-siempre va acompañada de tristeza
¡Ya lo veremos!
Entretanto, mientras Anatole France vivió, miles y miles de jóvenes escritores, en esa edad
en que se sufre la agonía de vivir ignorado del público, habrían vendido su juventud y su
alma al diablo, por ser durante un año, nada más que un año, como aquel mago, cuyas
letras más insípidas, apenas salidas de su pluma, daban la vuelta al mundo.
Había comido la fruta del árbol de bien y del mal, y en él se cumplió realmente la promesa
de la serpiente: Comed y seréis como dioses, eritis sicut dii…
¡Embriaguez de la gloria! ¡El era como un Dios!
¡Cuántas veces lo habrá pensado y se lo habrá dicho a sí mismo ! Pero también ¡Cuántas
veces habrá crispado los puños y apretado los dientes, y blasfemado contra el único Dios!
¡Lástima no ser inmortal!, como tú, hijo de David!
Anatole France amaba la vida y tenía el pavor de la muerte. Esto no parece de acuerdo con
su filosofía, pero esa es su llaga oculta, delatada en cien partes de sus libros.
En Las Siete Mujeres de Barba Azul, uno de sus personajes en cuyas palabras habla, como
de costumbre, su propio autor, declama así: ¡Existir y dejar de existir! El horror de esta
idea, que nunca me abandona, me pone los pelos de punta, Lo que dejará de ser me hecha
a perder lo que es, y la nada me aniquila de antemano… Yo amo la vida, la vida de esta
tierra, la vida tal cual es, la chienne de vie, la perra vida. La amo brutal, vil y grosera; la
amo sórdida, sucia, putrefacta; la amo estúpida, imbécil y cruel; la amo en su oscuridad, en
su ignorancia, en su infamia, con sus lacras, sus fealdades, sus hediondeces, sus
corrupciones y sus infecciones. Sintiendo que se me escapa y huye, tiemblo como un
cobarde y me vuelvo loco de desesperación.
Confesión espeluznante por su brutalidad y sinceridad.
Siete siglos antes Kempis había dicho: ¡Hay de los que no conocen su miseria! Por que
algunos hay tan abrazados con esta mísera y corruptible vida, que aunque con mucha
dificultad, trabajando o mendigando, tengan lo necesario, si pudieran vivir aquí siempre, no
curarían del reino de Dios. ¡Oh, locos y descreídos de corazón que tan profundamente se
envuelven en la tiera!…. En el fin sentirán cruelmente cuán vil y cuán nada era lo que tanto
amaron
El falso ateismo – Prisionero de sus propios libros.
Los ateos que blasfeman, son falsos ateos. Yo no he creído nunca en la sinceridad del
ateísmo que blasfema, y sufren el cólico de la muerte. Tengo una infinita lástima de esos
ateos simulados por que tienen que ser creyentes que han perdido la esperanza,
impenitentes finales que han cometido el único pecado que no se perdona, según la terrible
sentencia del Evangelio: el pecado contra el Espíritu Santo, el pecado de orgullo invencible.
No concibo que se insulte con rabia a un ser cuya existencia se niega; ni que nadie se
vuelva loco de desesperación ante la idea de la muerte, si cree realmente que es la absoluta
disolución del ser, un sueño más largo y sin visiones, un verdadero reposo.
Leed este diálogo de Los Bandidos, de Schiller:
Francisco. –Yo te digo que el alma será aniquilada, y tú no tienes nada que contestarme.
Moser. –Eso es lo que imploran gimiendo los espíritus del abismo; pero Aquel que está en
el cielo sacude la cabeza… Esa es la filosofía de vuestra desesperación. Pero vuestro propio
corazón, que mientras decís eso, palpita con angustia en vuestro pecho, os acusa de
mentira. Esta tela de araña tejida por vuestros sistemas, se destroza con una palabra:
tenéis que morir. Yo no exijo de vos más que una prueba: sed igualmente firme en la
muerte: que vuestros principios no os abandonen en ese momento, y entonces vos tendréis
razón. Pero si en presencia de la muerte sentís el menor escalofrío, en este caso
¡desgraciado de vos!…
¡Os habréis engañado! ¿Daríais todos los tesoros del mundo por un solo suspiro cristiano?
Francisco. –…¡yo no puedo orar!..
Aquí … (se golpea la frente y el pecho) y aquí está todo tan vacío… tan seco…
Es imposible leer sin espanto los gritos de soberbia y de pavor que se han escapado del
pecho de algunos escritores que pasaban por ateos, como Madame Ackermann, como
Leconte de Lisle, como el famoso sacerdote apóstata Blanco-White, que sintiéndose morir,
se acordó de su piadosaa madre y escribió estos versos:
¡Imagen de la amada madre mía.
Retírate de aquí, no me deshagas
El corazón que he menester de acero
En el tremendo día
De angustia y pena que azorado espero!
Alguien hallará incomprensible esta conducta de un ser racional que se precipita a sabiendas
en el horrendo abismo de la eterna desesperación. Cuando para salvarse le bastaría un
solo suspiro cristiano
Es desconocer el peso formidable con que el orgullo aplasta la pobre alma del soberbio; es
no saber que, según dice Kempis los que son amadores de sí mismos están en prisiones
En tanto que nuestra idea está dentro de nosotros, somos su dueño, podemos darle ser o
aniquilarla. Pero desde el día que esa idea adquiere forma y es un libro que se lanza al
mundo, nos convertimos en su esclavo.
Terrible esclavitud, tanto más dura cuanto mayor es la fama que nos ha dado ese libro.
Así Anatole France llegó a la hora de su muerte prisionero de su propia obra. Cualquier otro,
así fuera el mayor criminal de la tierra, podía en la amargura final gustar de la dulzura de la
contrición, y dejarse llevar por el torrente de la gracia de Dios. Cualquiera, clavado en la
cruz de la agonía, podía, como el buen ladrón, volver los ojos a Cristo y decirle: ¡Acuérdate
Señor, de mí, puesto que no supe lo que hice!
Cualquiera menos él, prisionero de sus propios libros, que no moría en un rincón, como un
ermitaño olvidado de las gentes, sino cercado de admiradores, sintiendo los ojos del mundo
entero que espiaba su agonía.
¿Cómo él, que durante sesenta años, con ingenio inagotable y destructor, se había burlado
de Cristo, podía implorar su misericordia? ¡No, mil y mil veces no! Era prisionero de sus
libros, y no tenía fuerzas para romper esa prisión. Prefería la ilusión de que tras el muro
negro de la muerte está el vacío, y morir con los labios apretados para no dejar escapar el
amargo y humillante secreto de su incertidumbre final.
Si al hombre soberbio. amador de si mismo, le obligan a elegir entre una humillación y un
infierno, elegirá el infierno. El orgullo es de naturaleza diabólica, y hace de él un ser
infinitamente miserable pero gigantesco, porque desafía a Dios cara a cara: Non serviam!
Sería necesario que Dios impusiera la salvación a ese hombre que no quiere salvarse, y
Dios, que ha sido capaz de sacrificar a su Hijo para redimir el mundo, retrocede ante la
voluntad humana, la sola cosa en el universo a la cual haya dado la facultad de resistir su
omnipotencia.
La muerte de Voltaire – La muerte de France – Todo está bien si termina bien.
¡Pero que gritos de espanto se le escapan a ese hombre, anegado en la angustia de sentir
que el tiempo se va acabando para él y que la batalla entre él y Dios va a continuarse lejos
del aplauso de los otros hombres, en las tinieblas sin límites, sobre la roca inmutable de la
eternidad!
Aquel que se había parecido tanto a Voltaire en su vida no podía menos parecérsele en la
muerte.
El doctor Tronchín, médico de Voltaire, que lo asistió hasta su última hora, ha escrito el
relato de su agonía. Puede leerse esa página transida de horror en la Historia de la
literatura Francesa, por Brunetiere.
Y, por su parte, el doctor Mignon, médico de cabecera de Anatole France, en un artículo
escrito para La Nación y publicado pocos días después de los sucesos, relata los últimos días
de su famoso enfermo.
Los que creían que el sonriente y malicioso filósofo, iba a morir como Sócrates, platicando
apaciblemente con sus discípulos, y que hasta podía ocurrir que él también sacrificara un
gallo a esculapio, pues su complaciente ironía era capaz de encargar a un buen cura unas
cuantas misas por su alma, habrán sufrido un desencanto.
Aquel hombre que amó la vida hasta el frenesí, hasta en sus lacras, en sus hediondeces,
en sus corrupciones, murió renegando de su vida.
Su enfermedad que era la vejez, no le causaba sufrimientos mayores, pero el sentirse morir
lo aterraba. El arte, la gloria, la riqueza, la plenitud de su genio literario encendido en él
hasta su último día, la palabra devota de sus confidencias, ya no valían nada para él, que
era como un hombre que se desmorona por la falda de una montaña sin que sus manos
crispadas acierten a asirse de una rama o de una piedra que lo detengan en su caída.
Un día el doctor Mignon le preguntó cómo se sentía, y él le respondió con siniestra
sinceridad: Doctor, he aquí al hombre más desgraciado del mundo.
Se alimentaba apenas, para templar su sed, el médico le alcanza una copa de champaña
helado. Él la bebe con avidez; pero hay en su pecho una sed que el champaña no calma.
¡Doctor, máteme, envenéneme!
Anatole France que una vez escribió, como síntesis de su opinión sobre Zola, es un
miserable a quien más le valiera no haber nacido, habrá sentido cien veces en su agonía
que esas brutales palabras tan ajenas a su estilo habitual, se volvían contra él.
En alguna parte dice Shakespeare que todo está bien si termina bien, y en el libro de los
Proverbios se lee que la doctrina de un hombre se prueba por su paciencia.
¡Qué apostasía de su doctrina, qué retractación de su ironía, qué deplorable final el de estas
dos existencias, la de Voltaire y la de Anatole France, el uno llevando la mano a su vaso de
noche para devorar sus excrementos; el otro, pidiendo a su médico que lo envenene porque
es el hombre más desgraciado de la tiera.!
¡Ya está! Ya su ingenio, que fue un arma terrible contra Dios, se ha roto como una flecha de
hueso contra una muralla de bronce.
Y ya se hundió en la inescrutable eternidad. Ahora los siglos se amontonarán sobre esta
piedra sin epitafio. Sin que él pueda cambiar de postura. En cualquier lado que el árbol
caiga, dice el Eclesiastés, sea el medio día, sea el septentrión, allí quedará
Ignoramos los juicios de Dios, porque no sabemos cuál ha sido la última palabra de ese
diálogo supremo entre el alma y El. Su infinita misericordia puede en un segundo hacer un
santo de un ladrón crucificado. Esto es de fe.
Refugiémonos en esta esperanza, y antes de tratar de una figura incomparablemente más
dulce y graciosa, escribamos como un epitafio, sobre esa lápida muda y sin cruz, las
palabras de N. S. Jesucristo abogando por sus enemigos: Padre, perdónalos, por que no
saben lo que hacen.
II
Teresita y el amor a la muerte
Un dulce y lejano murmullo
Dios ha elegido a los débiles del mundo para confundir a los fuertes.
La niña de veinte años poseía la ciencia de la vida mucho mejor que el filósofo de ochenta.
Teresita de Lisieux amó la muerte con tal vehemencia que supo hallar acentos deliciosos
para describirnos esa locura de amor.
Leyendo la Historia de un Alma, a cada momento se nos vienen a la memoria los graciosos
versos de la otra gran Teresa de Avila: (8ª) Teresita habla así:
Ven muerte, tan escondida
Que no te sienta venir,
Porque el gozo de morir
No me vuelva a dar la vida.
En una de sus cartas (8ª) Teresita habla así: Nunca le he pedido al buen Dios morir joven;
eso me habría parecido cobardía; pero desde mi infancia se ha dignado darme intensa
persuasión de que mi carrera aquí abajo sería corta. Leed ahora este relato y decidme si
hay nada más envidiable y tierno que esa manera de hablar a la muerte:
Voy a tratar de escribir, pero no hay términos para explicar estas cosas, y siempre estaré
por debajo de la realidad.
En la Cuaresma del año pasado me encontraba más fuerte que nunca, y esta fuerza, no
obstante el ayuno que observaba en todo su rigor, se mantuvo perfectamente hasta Pascua;
cuando el día de Viernes Santo, a primera hora, Jesús me dio la esperanza de ir pronto a
reunírmele en su hermoso cielo. ¡Oh, que dulce me es este recuerdo!
El jueves no habiendo obtenido el permiso de quedarme ante el monumento la noche
entera, fui a media noche a nuestra celda. Apenas coloqué la cabeza en la almohada,
cuando sentí una ola hirviente que subía hasta mis labios. Creí que me iba a morir, y mi
corazón se partió de alegría.
Sin embargo, como acababa de apagar nuestra lamparita, mortifiqué mi curiosidad hasta la
mañana y me dormí tranquilamente.
A las cinco, dada la señal de levantarme, pensé que tenía una cosa feliz que saber y
aproximándome a la ventana, lo comprendí enseguida viendo que nuestro pañuelo estaba
lleno de sangre. Yo estaba íntimamente persuadida de que mi Bien Amado en ese día
aniversario de su muerte, me hacía oír un primer llamado, como un dulce y lejano murmullo
que me anunciaba su feliz llegada.
Asistí a Prima con un gran fervor y después a Capítulo. Tenía prisa por llegar a las rodillas
de mi Madre Superiora para confiarle mi felicidad. No sentía la menor fatiga, el menor
sufrimiento, y así obtuve fácilmente permiso para concluir mi cuaresma como la había
comenzado, y ese día de Viernes Santo participé de todas las austeridades del Carmelo, sin
ninguna dispensa.
¡Ah! Nunca esas austeridades me han parecido mas deliciosas. La esperanza de ir al Cielo
me transportaba de gozo.
En la noche de ese día feliz entré llena de alegría a nuestra celda, e iba a dormirme
dulcemente, cuando mi Buen Jesús me dio, como la noche precedente, la misma señal de
mi próxima entrada en la eternidad. Gozaba yo entonces de una fe tan viva, tan clara, que
el pensamiento del cielo hacía toda mi dicha; yo no podía creer que hubiese impíos sin fe, y
me persuadía que ciertamente ellos hablaban contra su pensamiento cuando negaban la
existencia de otro mundo.
En los días tan luminosos del tiempo pascual, Jesús me hizo comprender que hay realmente
almas sin fe y sin esperanza que por el abuso de las gracias pierden estos preciosos tesoros,
fuentes de las únicas alegrías puras y verdaderas.
Su última enfermedad
La Madre Priora advirtió la enfermedad que a la joven la transportaba de dicha, y le ordenó
un régimen que restableció en poco tiempo su salud.
Verdaderamente –dijo Teresita a su hermana (monja como ella en el Carmelo de Lisieux,
del cual es hoy la priora)-, le enfermedad es una conductora demasiado lenta; ya no cuento
sino con el amor.
Esa hermana suya, que ha escrito, después de muerta Teresita, los últimos capítulos de la
Historia de un Alma, refiere su postrera enfermedad. Vale la pena detenerse ante el cuadro
de la encantadora criatura que muere como un cisne. El 30 de julio recibió la
extremaunción… ¡Qué resplandor celestial en sus palabras ese día!
La puerta de mi oscura prisión está entreabierta… Estoy llena de júbilo, sobre todo desde
que nuestro Padre Superior me ha asegurado que mi alma se parece a la de un niño
después del bautismo.Tardó en morir muchos más días de los que se imaginaba. El martirio
de su enfermedad penosísima duró largos meses. Pero ella amaba de tal manera el
sufrimiento, que según sus palabras, los dolores le causaban tanta alegría, que había
llegado a no poder sufrir más. Ni siquiera sufría de no morirse.
Recordemos que al médico que le ofrecía una copa de champaña helado, para templar la
sed de la fiebre, Anatole France le pedía un veneno que acabara con él. ¡Cosa extraña, pero
frecuente! Su amor a la vida se había convertido en un miedo tan horroroso a la muerte,
que quería matarse para no sentirlo.
Considerad ahora estas palabras de Teresita:
Una noche a la hora del gran silencio, la enfermera vino a ponerme una botella de agua
caliente a los pies, y tintura de yodo en el pecho. Yo estaba consumida por la fiebre y una
sed ardiente me devoraba. Al sufrir estos remedios no pude evitar de quejarme a Nuestro
Señor.
Mi Jesús –le dice- vos sois testigo de que estoy ardiendo, ¿Y todavía me traen más calor y
fuego! Si tuviera en lugar de todo eso un medio vaso de agua ¡Qué alivio sentiría!…¡Mi
Jesús, vuestra hijita tiene mucha sed! Y sin embargo, se siente muy feliz de carecer de lo
necesario para mejor parecerse a vos, por salvar las almas.
Pronto la enfermera me dejó, y yo no esperaba volver a verla hasta el día siguiente, cuando
con gran sorpresa mía, regresó a los pocos minutos trayéndome una bebida refrescante:
He creído que podría Ud. Tener sed, me dijo, en adelante, todas las noches le ofreceré algo
de beber. Yo la miré sorprendida, y cuando se fue me deshice en lágrimas. ¡Oh, nuestro
Jesús, que bueno es! ¡Dulce y tierno! ¡Y que fácil es tocar su corazón!
Acompañada de estos pensamientos caminaba Teresita a la muerte. Sus sufrimientos físicos
eran cada vez mayores. Hasta el decir una palabra le causaba inmensa fatiga. Aquellas
palabras de oro que se escapaban de su pecho, han sido, para el bien del mundo, recogidas
por sus hermanas, compañeras de ella en el convento y que la veían apagarse como
lamparita de un altar.
El Señor Limosnero, me ha preguntado: ¿Está resignada a morir? Y le he respondido: ¡Oh,
mi padre! Yo encuentro que no hay necesidad de resignación sino para vivir… En cuanto a
morir… Es alegría lo que siento.
Observemos bien que este amor a la muerte no es una afición suicida. ¡Ah, no! Ella no pide
que la envenenen; ella aguarda sonriente esta su última hora, que será el momento de sus
bodas con su Bien Amado. Cuando le parece que tarda, suspira y bendice la voluntad de su
dueño; y cuando el médico o el confesor le dejan entrever que se aproxima, su corazón
brinca de alegría y sus lindos ojos inocentes se llenan de lágrimas.
Hacia fines de agosto tuvo días de una agitación y de una angustia indescriptibles. Pedía a
las monjas que rezaran e hicieran rezar por ella.
¡Cuán necesario es rezar por los agonizantes! –decía-, si pudiéramos… ¡Qué necesaria es
la oración de completas: Procul recedant somnia et noctium phantasmata! (Libradme de los
fantasmas de la noche).
El 29 de agosto su hermana Sor Inés la compadece al verla sufrir tanto, y ella contesta con
su invariable sonrisa: Sí, pero mi sufrimiento es sin inquietud. Estoy contenta de sufrir, por
que el buen Jesús lo quiere.
El 3 de Septiembre su hermana por distraerla, le refiere la triunfal recepción que ha hecho
Francia al Zar de Rusia.
!Oh, eso no me deslumbra! Háblame de Dios, de los ejemplos de los Santos, de todo lo que
es verdad…
El 28 de septiembre, dos días antes de la muerte parecía asfixiarse; tan difícil y doloroso le
resultaba respirar. Y ella le dice a los que la compadecen: ¡Me falta el aire de la tierra!
¿Cuándo me dará el buen Dios el aire del cielo?
En la noche del 29 de septiembre se quedó sola con su hermana Celina. A eso de las 9 las
dos oyeron en el jardín un ruido de alas, y enseguida una tórtola, que no sabían de donde
vendría, se puso a arrullar al borde la ventana.
Y Teresita estremecida de emoción, como una novia que se prende su corona de azahar,
recordó la palabra del Cantar de los Cantares: Ya se ha oído el canto de la Tórtola:
levántate amada mía, paloma mía, y ven, por que el invierno ha pasado…
Ese mismo día sintiéndose exhausta, preguntó a la Madre priora, con una inocencia
tocante ¿Es la agonía mi madre? ¿Cómo voy a hacer para morir? ¡Nunca sabré morir!..
Y más tarde: ¡Ya no puedo más! ¡Ah, recen por mí! ¡Si ustedes supieran….
Su hermana Celina le pide una palabra de despedida, y Teresita le dice: Ya lo he dicho
todo… Todo está cumplido… Es el amor lo único que vale…
A la hora de maitines sufre tanto que la Madre Priora le pregunta si es verdaderamente
atroz su sufrimiento: No mi madre, no es atroz, pero es mucho, mucho… justo lo que
puedo soportar…
Las palabras de su última noche están consignadas en el libro Novísima Verba, que ha sido
publicado por su hermana Paulina (Sor Inés de Jesús). No dejaré de citar textualmente la
descripción que ella hace de esta muerte preciosa no solamente a los ojos de Dios, sino
también a los de los hombres, que no pueden menos de compararla con la trágica agonía de
los filósofos.
A las cinco de la mañana yo estaba cerca de ella, su rostro cambió súbitamente; la agonía
comenzaba, cuando la comunidad entró en la enfermería, acogió a todas las hermanas con
una dulce sonrisa. Tenía apretado su crucifijo y lo miraba constantemente.
Durante más de dos horas, un ronquido horrible le desgarró el pecho, su rostro estaba
congestionado, sus manos violáceas; tenía los pies helados y todos sus miembros
temblaban. Un sudor abundante brotaba en gotas enormes sobre su frente y le corría por la
cara. La fatiga creciente le hacía arrojar, de cuando en cuando, gemidos involuntarios.
Parecía tener tan seca la boca, que Sor Genoveva de la Santa Faz (su hermana), pensando
aliviarla le puso en los labios un pedacito de hielo. Nadie olvidará la mirada y la sonrisa
celestiales de nuestra santita a su Celina en ese instante, era como un sublime consuelo,
como un supremo adiós.
A las seis, cuando el Ángelus sonó, levantó los ojos suplicantes hacia la estatua de la
Santísima Virgen.
A las siete y algunos minutos, la Madre priora, creyendo su estado estacionario, despidió a
la comunidad. Ella suspiró: Mi madre… ¿No es, entonces, la agonía? ¿No voy, pues, a
morir? Sí hija mía: es la agonía, pero el buen Dios quiere tal vez prolongarla algunas
horas Y ella repuso con valor: ¡Bueno! ¡Vamos, vamos! Yo no quisiera sufrir menos
tiempo. Y mirando su crucifijo: ;¡Oh, cuanto lo quiero! ¡Dios mío, yo os amo!…
De pronto, después de haber pronunciado estas palabras, cayó hacia atrás con la cabeza
inclinada a la derecha. Nosotras creíamos que todo había concluido, y nuestra Madre hizo
tocar a prima la campana de la enfermería para llamar a la comunidad: ¡Abrid todas las
puertas! decía (Hay tres puertas en el departamento). Esta palabra tenía algo de solemne
en esa hora, y yo pensaba que en el cielo el Señor la repetía a sus ángeles. Las hermanas
tuvieron tiempo de arrodillarse alrededor de la cama y fueron testigos del éxtasis del último
instante. El rostro de nuestra santa había recobrado el color del lirio que tenía en plena
salud. Sus ojos estaban fijos en lo alto; irradiaban y traducían una felicidad que
sobrepasaba todas sus esperanzas.
Hacía ciertos movimientos con la cabeza, como si alguien repetidas veces, la hubiese herido
divinamente con una flecha de amor.
En seguida después de este éxtasis, que duró el espacio de un credo, cerró los ojos y rindió
el último suspiro.
Eran más o menos las 7,20 de la mañana. (30 de septiembre de 1897).
Enferma un mes antes de morir Teresita Muerta
30 de Agosto de 1897
El amor a la vida me conduce a la muerte
Nos hemos acercado al lecho de Anatole France, y lo hemos visto comprender que su misión
había terminado. La chienne de vie, la perra vida, estrujada como un limón sobre sus labios
sedientos, no le daba ya ni una gota de placer.
Ni siquiera tenía el consuelo de decir, como cierto cínico personaje: ¡Ahora que me quiten
lo bailado! Porque justamente el recuerdo de lo bailado era lo que hacía más acerba su
agonía.
El amor exclusivo a la vida lleva a esa contradicción, al desencanto y al asco de la propia
vida. Sobre la tumba de los amadores de la vida se siente infinitamente más grave la idea
de la muerte.
Por el contrario, el amor a la muerte, conduce maravillosamente a la vida.
De todas las cosas hoy vivientes sobre el inmortal suelo de Francia, nada más palpitante de
vida sobrenatural que la tumba de Teresita, visitada a todas horas por gentes de todos los
pueblos del mundo y cubierta de flores frescas y al abrigo de la cruz y de las palabras que
dijo el Señor cuando sus discípulos rechazaban a los niños: Nisi efficiamini sicut parvuli, non
intrabitis in regnum. (Si no os hiciereis como los niños, no entrareis en el reino).
Aquella jovencita que moría a los veinticuatro años, en la enfermería de un convento a
donde se sepultó a los quince, no conocía al mundo, ni el mundo la conocía a ella.
Pero, según la palabra de Dios el espíritu sopla donde él quiere, y estaba destinada su
persona y su libro a conquistar en poquísimos años una prodigiosa popularidad. Por ella es
universalmente glorioso el pueblito de Lisieux, como Asís por Francisco, como Avila por la
otra Teresa, como Siena por Catalina.
Sin salir apenas del lugar, el peregrino en pocos momentos recorre todos los pasos de
aquella vida breve y oculta. Su tumba primero, donde se guarda su cuerpo; el cementerio
donde estuvo sepultado antes de la canonización, en el cuadrado de tierra cubierto de
cruces donde duermen en paz otras carmelitas; su casita en los Buissonnets; su dormitorio,
con su camita de caoba y sus juguetes; una muñeca, una carretilla, un pianito, la jaula de
un pájaro…
¡Es todo! Encantadora peregrinación que se hace con el corazón conmovido y la sonrisa en
los labios, porque uno camina, envuelto no por una atmósfera de muerte, sino en un aire
vivificante y glorioso.
Todo el mundo me amará
Ella adivinó su gloria. Siento que mi misión va a comenzar, dijo, al saber que se moría.
Quiero pasar mi cielo, haciendo bien sobre la tierra.
Tuvo también por inspiración divina, la intuición de que su libro, escrito como un borrador
de colegiala, sería un poderoso instrumento para mover los corazones, y a su Priora se lo
expresó con estas palabras: Lo que yo leo en este cuaderno es enteramente mi alma,
Madre mía, estas páginas harán mucho bien. Se descubrirá enseguida la dulzura del
Señor… Y con su amable e inspirada sinceridad, agregó: ¡Ah, bien sé que todo el mundo
me amará!
No se engañaba, no, la simple y juvenil doctora de la Iglesia, doctora a su modo y sin
definición, porque había sido suscitada por Dios para enseñar a los hombres, no los grandes
caminos de la santidad, como Teresa de Avila, sino su caminito, como ella decía, su petite
voie d amour
¡Y el mundo entero la ama! Pensemos en el significado de este amor que arrastra millones
de peregrinos a su tumba, que es un viviente santuario, en los mismos días y bajo el mismo
sol que alumbra la soledad y la triple muerte de otra tumba sin epitafio y sin cruz.
Nunca los santos son figuras anacrónicas en el tiempo de su vida mortal. Por el contrario,
han aparecido siempre en los momentos en que el mundo los necesitaba, y aunque vivieran
en un desierto o en un claustro, su figura era desproporcionada con su aparente debilidad.
Recuérdense los nombres de Agustín, de Bernardo, de Francisco de Asís, de Domingo de
Guzmán, de Ignacio de Loyola, de Juana de Arco, de Vicente de Paúl, de Teresa de Jesús,
de Francisco de Sales, de Magdalena Sofía Barat.
Cada época tiene sus necesidades espirituales y materiales, y tiene su santo. En la época
actual, como en todos los siglos de decadencia, las cualidades de forma, la gracia y
elegancia del estilo y de la persona ejercen una sugestión mayor que las grandes hazañas.
Teresita de Lisieux, con la sonrisa exquisita de su rostro digno del pincel de Leonardo de
Vinci, y con su libro, que es una flor de la literatura francesa, ha cautivado al mundo.
Las gentes, sorprendidas de este imperio repentino y universal, se dejan arrebatar por la
impetuosa corriente que las lleva hacia ella, y se complacen en decir que ha llegado a ser
una santa sin hacer nada. Lo cual parece verdad, aunque no lo sea; y la propia Teresita
sonreirá, porque ella, hija de estos tiempos, sabe que hoy es más fácil conquistar y
santificar a los hombres convenciéndolos de que no hay que hacer nada extraordinario, que
mostrándoles el camino de la Trapa o del martirio.
¿Cómo quiere que la llamemos cuando esté en el cielo?, preguntaron un día las novicias, y
ella les contestó: Llámenme, Teresita. Y a su hermana Paulina que la interrogaba; ¿Nos
mirará desde el cielo?, le responde, No, bajaré a la tierra.
Lo ha prometido y lo cumple, y sus manos pequeñas y dadivosas no se cansan de repartir
gracias sobre los corazones que la invocan porque creen en ella y la aman, y también sobre
los que la invocan sin creer en ella, ablandados por la misteriosa dulzura de esta gota de
miel que ha caído sobre la impenitencia del mundo moderno.
Este trabajo fue escrito por Gustavo Martínez Zuviría (Hugo Wast), en París, en
diciembre de 1927, y es parte del libro Navega hacia alta mar, del mismo escritor.
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