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El escritor y académico Patricio Randle (1927-2016), probablemente poco conocido hoy, fue un lúcido intelectual del tradicionalismo católico que escribió durante veinte años para La Prensa, lo que no deja de ser una rareza, dado que este fue siempre un diario más receptivo a las ideas liberales. Hombre culto y de juicios firmes, llegó a gozar de predicamento entre unos y otros por el calado de sus reflexiones. Hoy, cuando el fecundo pensamiento tradicional que nutrió nuestro suelo está por desgracia desterrado de los medios, merece la pena volver a tan vigoroso exponente de esas ideas, cuyos escritos no pierden vigencia y conservan la fuerza persuasiva de su razonamiento.

De ello dan cuenta las columnas que escribió para este diario hasta hace treinta años -entre 1973 y 1993- y que forman un verdadero magisterio capaz de nutrir a nuevas generaciones. En tan amplio arco temporal, la Argentina fue sacudida por la ordalía de sangre revolucionaria y su represión, por la guerra de Malvinas y por un regreso a la vida democrática que no logró contener los viejos problemas de fondo del país, asuntos que inspiraron a Randle. Más de un centenar de artículos escribiría, orientados, en su mayor parte, a atajar la deriva secular e ideológica de nuestra patria.

PUNTA DE LANZA

A Randle, autor de más de treinta libros, suele identificárselo como nacionalista católico. No es errado, si bien él nunca se consideró como tal. Prefería identificarse como un hombre “de derecha”, conservador, tradicionalista o contrarrevolucionario, según cuentan quienes lo conocieron. Aunque es cierto que sus amistades, sus actividades y muchos de sus escritos convergieron con aquella corriente. Y en La Prensa, concretamente, actuó como punta de lanza de otros pensadores de esa vertiente de ideas.

Arquitecto de profesión (UBA, 1950), especializado en urbanismo primero y luego en geografía, profesor universitario, investigador del Conicet, era miembro de la Academia del Plata y de la Academia Nacional de Geografía y había sido asesor de la delegación argentina ante la Unesco a fines de los años sesenta. Entre sus ocupaciones siempre encontró espacio para la escritura de piezas periodísticas, que enviaba también a diversas publicaciones católicas como UniversitasVerboMikael y Cabildo.

La vocación intelectual le venía a Randle del hogar, donde se fomentaba el cultivo de las letras y las artes. De estirpe británica, cuyo idioma dominaba como si fuera su lengua materna, era hijo del también arquitecto y pintor Horacio Randle y de Susana María Pardo. Estaba casado con Anne, una mujer inglesa a quien conoció en España durante uno de sus frecuentes viajes a Europa, donde también vivió por años. Con ella tuvo cinco hijos, dos de ellas religiosas. Anne, protestante de origen, se había convertido para entonces al catolicismo.

Lector de gran voracidad, llegaría a formar en su casa una biblioteca “interminable” que, según sus allegados, parecía sacada de un libro de Umberto Eco.

UN HOMBRE CLASICO

Randle era, antes que nada, un hombre universal, clásico. Admiraba a figuras como Julio Irazusta, el padre Leonardo Castellani o el español Blas Piñar, pero además tenía un gran conocimiento de los autores clásicos y de los modernos.

Sus artículos para La Prensa son una prueba de esa erudición y de su vigoroso razonamiento, ordenado, que expresaba con determinación y de manera diáfana. No era su pluma la que deslumbraba, que no era florida, sino su saber universal, que le permitía discurrir sobre las cuestiones más diversas, desde la arquitectura hasta la política, desde la filosofía hasta la teología, la literatura o la historia o, incluso, entrelazarlas.

Eso deslumbraba tanto, según sus allegados, como el hecho de que sabía cosas con antelación, algo de lo que también dan cuenta sus escritos para este diario.

Era, en síntesis, un hombre de otra época. Y también un poco extravagante. Porque el retrato que pintan aquellos que lo frecuentaron es el de alguien que podía ser tomado como un londinense en Buenos Aires.

Así, era común verlo abrirse paso con su capa y bastón de empuñadura británica hasta la porteña Confitería del Molino, en una época en que ya los más jóvenes vestían con simples buzos raídos. Al lado de la confitería estaba la sede de la Asociación Oikos, que dirigió durante muchos años y que estaba destinada a los estudios territoriales y culturales, donde disertaban los más destacados pensadores católicos del momento. Aquel atuendo que él usaba le daba un cierto aire arrogante, que a veces parecía confirmar con su difícil carácter.

Su aportación al diario iría de menor a mayor. El primer escrito suyo fue “La Universidad de Utopía”, que refleja en pocas líneas a la vez un país y un estado de cosas, y que fue publicado el 16 de octubre de 1973, apenas días después de que “la primavera camporista” fuera desplazada, junto a su juvenil e irresponsable algarabía, por un Perón ya demasiado viejo para restablecer el orden.

En ese artículo, único que publicó aquel año, con la universidad transformada en un foco subversivo, rastreaba Randle el hilo que conduce a la Utopía, un hilo que llevaba desde el vacío de valores heredados por parte de los jóvenes hasta las prácticas que se ponían de moda en esos años en los claustros universitarios, como las dinámicas grupales, los debates abiertos y la terminología freudiana, en detrimento de la clase magistral, la enseñanza teórica, el diálogo socrático y el examen, todo -según advertía- para garantizar la liberación de los alumnos.

TESTIGO

A los temas educativos volvió Randle una y otra vez con los años. Para él, la crisis de la educación, palpable en todo el mundo, era muy explicable en un Occidente cuestionado en “sus más hondos fundamentos”. Claro, Randle, que fue profesor en la UBA durante tres décadas y profesor invitado en la Universidad de Londres, había visto el deterioro educativo con sus propios ojos. Pero haber sido testigo de algo no siempre es suficiente. En sus escritos, que a la postre reuniría en uno de sus libros, Educación para tiempos difíciles, se manifiesta la sabiduría que está reservada a unos pocos.

En un artículo de septiembre de 1974, año en el que entregaría solo dos colaboraciones, su razonamiento parte de la candidez con que algunas personas apostaban por solucionar el descalabro universitario haciendo hablar a la “mayoría silenciosa”, lo que le da pie para indagar en algunas raíces de la crisis educativa, que son las de la nación toda.

“La crisis actual obedece, por lo menos en partes iguales, al terrorismo intelectual desatado por la Revolución Cultural de Mao Tsé-tung en todo el mundo, tanto como a la inercia pasiva, neutra, aséptica, asexuada (para no decir que en el fondo es simplemente escéptica, pragmática y egoísta) que viene de arrastre de nuestra Universidad en crisis “silenciosa” hace más que desde 1973, 1969, 1955 (…) El mal se pierde en el trasfondo de nuestra historia nacional, en sus contradicciones, en el absurdo de no haber asumido las auténticas tradiciones y querer sustituirlas por esquemas mentales”.

Randle criticaba el enciclopedismo y abogaba por una educación clásica que pusiera el énfasis en el valor no del conocimiento sino de las virtudes. A esta cuestión dedicó numerosos artículos, rebosantes de sentido cristiano y de enseñanzas concretas para padres, sobre todo en una larga serie que escribiría más tarde, en 1987.

El año 1975 fue también testigo de una sola colaboración suya para el diario cuyo título, siete meses antes de la caída del gobierno de Isabel Perón, es por demás elocuente: “Tocar fondo”.

Es otro ejercicio de destilación de la realidad argentina para extraer algunas notas esenciales de esos años. Se refiere al acostumbramiento, la incapacidad de escandalizarse, la indiferencia ante diferentes males, que él observaba tanto en la moral sexual (y no se privaba de hablar de pecado y condenación) como en otros dominios clave para la vida del espíritu, como la universidad o “la desaprensión ante el fenómeno del terrorismo y la subversión en todas sus formas”.

SUBVERSION

Sobre este último tema, el de la subversión, no dejó mucho escrito durante esos años más calientes de la agresión revolucionaria, aunque volvería a él, de tanto en tanto, más adelante.

En este artículo su interés está centrado en la frágil memoria. Por la vía del acostumbramiento, el encallecimiento, constataba Randle, “los más horrendos crímenes de los que hemos sido testigos en el corto lapso de estos dos últimos años caen rápidamente en el olvido”, y el olvido, apuntaba con notable premonición, “es un eficiente secuaz del enemigo”.

En 1978 volvería sobre el tema en un año en que parece recobrar el impulso por la escritura con ocho notas, tras dos años en que apenas se vio su firma. El décimo aniversario del Mayo francés, que él había presenciado, fue la ocasión que encontró para referirse a aquellas revueltas parisinas y su relación con nuestro país.

Dice allí que “no se ha madurado debidamente la experiencia vivida” en los diez años transcurridos entre 1968 y 1978. La revolución cultural (en Francia) “no fue -dice- más que un comienzo pero no de una serie de actos del mismo género y con los mismos personajes, sino la apertura a otra estrategia: la de la guerrilla subversiva para la que, como campo de adiestramiento inicial, fue elegida América del Sur”.

“No se advirtió -prosigue- que aún cuando desde París no pudieran hacerse acciones militares subversivas contra la Argentina, se disponía de un arsenal de proyectiles culturales que han sido cuidadosamente dirigidos durante todo este tiempo con los resultados conocidos. No se advirtió, en suma, que la ideología de la guerrilla se estaba exportando bajo un nuevo ropaje y que el origen y sustento de la subversión no son las injusticias sociales ni la existencia de gobiernos de facto, ni cualquier otra causa específica, sino un esquematismo que se polariza en Marx, que se remonta antes que él a una serie de filósofos carentes de rigor ético cristiano -como Kant y Hegel- y que continúa elaborando formas simplificadas de fácil consumo para las masas”.

En ese mismo artículo habla de una fina estrategia envolvente en la que muchos actuaron de idiotas útiles, entre los que ubica al propio Perón, que le hizo el juego a las “formaciones especiales”.

Para 1979 ya son 17 las columnas de Randle, con una frecuencia irregular: a veces cada quince días, a veces, más de una por semana. La mayoría sobre temas urbanísticos, a propósito de la construcción de las primeras autopistas urbanas, un asunto en el que adelantó los errores que se cometerían. Esa serie fue luego también compilada en un libro.

Pero hay también un artículo titulado “De la filosofía a la subversión”, referido a un congreso mundial de filosofía cristiana celebrado en nuestro país, en el que se trató sobre el marxismo, la filosofía de la revolución y también su relación con los derechos humanos, un asunto, este último, de candente actualidad en esos años.

Randle resume, en particular, la ponencia del profesor Edmundo Gellonch Villarino, basada en el tratado De Jure Belli de Vitoria, donde se examina entre otras cosas la cuestión de la guerra justa.

El ensayista, que estaba al tanto de las novedades editoriales, tanto las locales como las que se editaban en París o Londres, incursionó también en el suplemento cultural con, al menos, una reseña de libros. Se trata del libro El marqués, de Francisco Seeber, un libro de aventuras que Randle destaca porque recupera un género olvidado: la literatura para adolescentes.

El año 1980, el arquitecto mermó ligeramente sus envíos a una docena de notas, varias, otra vez, sobre las autopistas urbanas. En otra nota, “Una cruz en el río”, se aprecia otra vez su visión de futuro cuando, al referirse a la ciudad construida de espaldas al río, desliza la idea de rehabilitar las abandonadas construcciones de ladrillo del puerto viejo, o Madero, de típica factura inglesa, una reforma que se emprendería mucho después y que dio a toda la zona un brillo particular.

Pero ese mismo año hay otra columna suya, “Nuestros hijos”, que merece destacarse y donde toca también el tema de la subversión, ahora desde el punto de vista de la relación padres-hijos.

REBELDIAS

Concretamente, el autor alude a un fenómeno que se dio con mucha frecuencia en aquellos años, cuando “los hijos, más allá de caer en la rebeldía -connatural con el hombre inmaduro- adoptan valores contrapuestos a los de sus padres al punto de amenazar con destruir la institución familiar”, una crisis en la que Randle veía comprometida “la decadencia de las naciones y, por consiguiente, de toda nuestra cultura”.

Frente a padres que no percibían la “relación entre neutralidad moral, indiferencia política, o espíritu anticristiano y los peores males que aquejan a la sociedad”, Randle advertía no sólo sobre la necesidad de “una formación de la persona entera” sino de una educación “para tiempos excepcionales” como los que vivía la Argentina.

“Un anticomunismo burgués, convencional y negativo -continuaba-, no puede servir de mucho. Sólo el conocimiento, la adhesión, la participación espiritual en nuestra más genuina tradición puede servir de valla eficaz contra ese peligro”, al que los jóvenes “se exponen en las universidades, la televisión o la radio”. Su advertencia no puede ser más actual.

Sus colaboraciones vuelven a incrementarse hasta una quincena en 1982 a raíz de la Guerra de Malvinas, un asunto al que abordó repetidas veces para resaltar su trascendencia histórica.

Randle no duda, por ejemplo, en llamarla “guerra de legítima defensa”, como tampoco duda en calificar a la guerra contrarrevolucionaria de los setenta de “defensa de los valores cristianos frente al comunismo ateo”, todo en un mismo artículo titulado “De Monroe a nuestros días”.

El conflicto en el Atlántico sur fue, para él, “una oportunidad para fortalecer el alma nacional“. Para eso, contra la dispersa cobertura mediática de ese tiempo, él reclamaba ilustrar más sobre las acciones bélicas que se habían producido días antes y sobre anécdotas provenientes desde el frente que permitieran a la población compadecerse (padecer juntos) de sus hombres.

Entrevió los riesgos de no hacerlo: “Si sufriéramos un duro revés (¡Dios no lo permita!) toda esa masa amorfa a la cual la guerra no le ha pedido ni siquiera el sacrificio de perder una “fecha” de fútbol, se sentirá totalmente desvinculada de responsabilidad y ahondará sus distancias para con las Fuerzas Armadas, enrostrándoles por entero -llegado el caso- la responsabilidad de la derrota”.

Apasionado por la patria, Randle abogó por continuar las acciones más allá de la caída de Puerto Argentino con la apertura de nuevos frentes, pero luego de la derrota se dedicó a levantar la moral de los argentinos doloridos como él, a quienes entregó un artículo sanador sobre “la asedia”.

En sus notas periodísticas referidas a la guerra, también compiladas en libro, extrajo enseñanzas y conclusiones, e indagó, además, en el proceso de cambios que debía abrir la lucha por las Malvinas, entre los cuales mencionaba la necesidad de una conversión religiosa, en el sentido de “una mejor identificación”.

Convencido de que “la Argentina de la guerra” había sido “la mejor versión que han visto los argentinos hoy vivientes”, también vislumbró, tempranamente, hasta dónde llegaría el “egoísmo pequeño-burgués” que ya despuntaba entonces y el cálculo político. “Esto es solo el primer capítulo -anticipó-. Detrás de la derrota militar, aceptada por las mismas Fuerzas Armadas, vendría la escalada, primero “democrática”, luego populista y finalmente marxista que están preparando los enemigos de la Nación”.

La misma pasión y el mismo amor a la patria con que escribió sobre Malvinas, demostró en 1984 para defender enfáticamente el voto por el “no” en el plebiscito convocado por el gobierno de Raúl Alfonsin en torno al tratado que pondría fin al conflicto por el canal del Beagle.

En esos artículos, en los que desplegó todo su conocimiento geográfico e histórico, y que acompañó con mapas y cuadros, denunció que la opinión pública era objeto de una operación psicológica del gobierno en torno a la paz, y alertó sobre el compromiso que se asumía a futuro al aceptar dictámenes que pueden ser lesivos para nuestra soberanía.

Randle escribió sobre gran variedad de asuntos, desde la nociva influencia de los medios de comunicación hasta la cultura vista como farsa en un país que cada vez lee menos, un asunto, éste último de la lectura, al que volvió también varias veces, a punto tal que hasta le dedicó su última nota, publicada el 28 de junio de 1993.

Su erudición, su espíritu avizor y su pasión, anclados en un pensamiento tradicional, hacen que muchos de los artículos de Randle sean aún hoy un valioso pozo al que volver.

En un mundo que por momentos parece haber extraviado el sentido común por completo, la mirada de Randle resulta regocijante, feliz y, sobretodo, familiar, precisamente porque nos devuelve a las enseñanzas tradicionales del propio hogar, a esa sensatez perdida, a esa forma de interpretar el mundo que hoy se está perdiendo y que en los periódicos, más que en ningún otro lado, está en vías de desaparición.

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