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Fuente InfoCatólica
«¿Cuándo sucederá eso, y cuál será la señal de tu venida y del fin del mundo?»
(Mateo, 24, 3)
Vivimos en inmersos en un presente convulso en todos los aspectos. Y los cristianos, más que nadie, deberían mirar con inquietud y preocupación todo lo que acontece a su alrededor, pues quizá se trate de las anunciadas señales del fin del mundo.
Pero, aun siendo la Parusía (con la segunda venida de Cristo y el fin de este mundo) un dogma de fe para los cristianos, ni tan siquiera ellos (al menos muchos de ellos), escrutan con atención –tal y como recomendó Cristo mismo– las inquietantes señales del acontecer de los tiempos.
Escribió Giovanni Papini en su Historia de Cristo, algo que no es más que una descripción de una postura generalizada hoy:
«Jesús no nos anuncia el “Día” pero nos dice qué cosas serán cumplidas ante de aquel día… Son dos cosas: que el Evangelio del Reino será predicado antes a todos los pueblos y que los gentiles no pisarán más Jerusalén. Estas dos condiciones se han cumplido en nuestro tiempo, y quizás el Gran Día se viene. Si las palabras de la Segunda Profecía de Jesús [la del fin del mundo] son verdaderas, como se ha verificado que lo fueron las de la Primera [la del fin de Jerusalén] la Parusía no puede estar lejos… Pero los hombres de hoy no recuerdan la promesa de Cristo; y viven como si el mundo hubiese de durar siempre…».
Y, ante este estado de cosas, quizá no sea disparate alguno, sino algo conveniente, sacudir nuestra atención dormida, porque, está claro que no podemos vivir «como si el mundo hubiese de durar siempre». Y qué mejor para ello que un buen relato.
Por supuesto que nada hay mejor que el original, la Biblia misma, pero tampoco debemos olvidarnos de algunas otras obras, por supuesto menores y menos dignas, que igualmente tratan el tema, como es la novela de la que quiero hablarles hoy: El Señor del Mundo (1907), de Robert Hugh Benson. No se trata de la única, claro, el género, por especifico que sea, tiene bastantes muestras a disposición del lector (Juana Tabor y 666, de Hugo Wast; El Gran Inquisidor en la magna obra de Fiodor Dostoyevski, Los hermanos Karamazov; El anticristo, de Vladimir Soloviev, Los papeles de Benjamín Benavides, y Su majestad Dulcinea, de Leonardo Castellani; y más recientemente, las novelas del padre Elias del canadiense Michael O’Brien).
La obra de Benson fue leída por su contemporáneo G. K. Chesterton, aunque no sabemos si esto aconteció antes o después de su conversión. Lo que si sabemos es que la obra impactó en él, y que siete años después de dicha conversión, en 1929, en un libro titulado The Thing (La cosa), tras sentenciar que «una vez abolido el dios, el gobierno se convierte en el dios», comentó también proféticamente, en un artículo titulado, La Paz y el Papado, lo siguiente:
«La voz a través de la que realmente hable una vasta civilización internacional, o una vasta religión internacional, no será en ningún caso las voces o gritos articulados distinguibles y reales de todos los millones de fieles. No es el pueblo el que sería heredero de un Papa destronado, sino un sínodo o un banco de obispos. No es una alternativa entre monarquía y democracia, sino una alternativa entre monarquía y oligarquía. Y, siendo yo mismo uno de los idealistas democráticos, no tengo la menor duda en mi elección entre las dos últimas formas de privilegio. Un monarca es un hombre; pero una oligarquía no son hombres; son unos pocos hombres formando un grupo lo suficientemente pequeño como para ser insolente y lo suficientemente grande como para ser irresponsable. Un hombre en la posición de Papa, a menos que esté literalmente loco, debe ser responsable. Pero los aristócratas siempre pueden echarse la responsabilidad unos a otros; y aun así crear una sociedad común y corporativa de la que queda fuera la propia visión del resto del mundo. Éstas son conclusiones a las que están llegando muchas personas en el mundo; y muchas que aún se asombrarían y horrorizarían mucho al descubrir adónde conducen esas conclusiones. Pero el punto aquí es que, incluso si nuestra civilización no redescubre la necesidad de un Papado, es extremadamente probable que tarde o temprano trate de suplir la necesidad de algo como un Papado; incluso si trata de hacerlo por su propia cuenta. Será una situación irónica. El mundo moderno habrá creado un nuevo Anti-Papa, incluso si, como en el romance de Monseñor Benson, el Anti-Papa tiene más bien el carácter de un Anticristo».
La opinión de Chesterton tiene sus raíces en sus creencias cristianas, y en las posturas, por él combatidas, de los socialistas fabianos de su tiempo, todos promotores de un eugenésico Nuevo Orden Mundial (como H. G. Wells, Charles Dalton Darwin o Bertrand Russell), hoy seguidas a pies juntitas por sus continuadores, los promotores y adláteres de la denominada Agenda 2030, cuyo espíritu es pues muy antiguo, y huele claramente a azufre.
No pensando en términos religiosos, sino políticos, Alexis de Tocqueville, en su obra magna, La democracia en America (1835), menta algo similar (no es descartable que el bautismo y la educación católica de Tocqueville influyese en su visión, a pesar de no estar claro que profesase esta religión). Sus palabras son inquietantemente claras, y aunque la cita es larga, no me resisto a reproducirla por su interés:
«Quiero imaginar bajo qué rasgos nuevos el despotismo podría darse a conocer en el mundo; veo una multitud innumerable de hombres iguales y semejantes, que giran sin cesar sobre sí mismos para procurarse placeres ruines y vulgares, con los que llenan su alma.
Retirado cada uno aparte, vive como extraño al destino de todos los demás, y sus hijos y sus amigos particulares forman para él toda la especie humana: se halla al lado de sus conciudadanos, pero no los ve; los toca y no los siente; no existe sino en sí mismo y para él solo, y si bien le queda una familia, puede decirse que no tiene patria.
Sobre éstos se eleva un poder inmenso y tutelar que se encarga sólo de asegurar sus goces y vigilar su suerte. Absoluto, minucioso, regular, advertido y benigno, se asemejaría al poder paterno, si como él tuviese por objeto preparar a los hombres para la edad viril; pero, al contrario, no trata sino de fijarlos irrevocablemente en la infancia y quiere que los ciudadanos gocen, con tal de que no piensen sino en gozar. Trabaja en su felicidad, mas pretende ser el único agente y el único árbitro de ella; provee a su seguridad y a sus necesidades, facilita sus placeres, conduce sus principales negocios, dirige su industria, arregla sus sucesiones, divide sus herencias y se lamenta de no poder evitarles el trabajo de pensar y la pena de vivir.”
(…)
Después de haber tomado así alternativamente entre sus poderosas manos a cada individuo y de haberlo formado a su antojo, el soberano extiende sus brazos sobre la sociedad entera y cubre su superficie de un enjambre de leyes complicadas, minuciosas y uniformes, a través de las cuales los espíritus más raros y las almas más vigorosas no pueden abrirse paso y adelantarse a la muchedumbre: no destruye las voluntades, pero las ablanda, las somete y dirige; obliga raras veces a obrar, pero se opone incesantemente a que se obre; no destruye, pero impide crear; no tiraniza, pero oprime; mortifica, embrutece, extingue, debilita y reduce, en fin, a cada nación a un rebaño de animales tímidos e industriosos, cuyo pastor es el gobernante».
(…)
En nuestros contemporáneos actúan incesantemente dos pasiones contrarias; sienten la necesidad de ser conducidos y el deseo de permanecer libres. No pudiendo destruir ninguno de estos dos instintos contrarios, se esfuerzan en satisfacerlos ambos a la vez: imaginan un poder único tutelar, poderoso, pero elegido por los ciudadanos, y combinan la centralización con la soberanía del pueblo, dándoles esto algún descanso. Se conforman con tener tutor, pensando que ellos mismos lo han elegido».
Pero quizá haya esbozos, también no teológicos, más antiguos. Ya en Platón, en su República, hay signos de ello. El filósofo habla del hombre embriagado del espíritu tiránico que «ha enloquecido y está alienado, y no sólo a los hombres, sino también a los dioses intenta gobernar y supone que es capaz de ello»; un hombre que es «envidioso, desleal, injusto, carente de amigos, sacrílego, anfitrión y nutridor de toda maldad». Y nos advierte que el caldo de cultivo necesario, desde el punto de vista natural, para la aparición de tal ser, es el estado democrático, a causa de su igualitarismo, relativismo moral y licencia sexual.
Hay una perturbadora actualidad en las palabras de Platon, Tocqueville y de Chesterton, la misma que encontrarán en la fábula de monseñor Robert Hugh Benson que paso a comentarles: El señor del mundo.
Escrita a principios del siglo XX, es sin duda la obra más conocida de de su autor. Para el padre Castellani se trata de su obra maestra, «un sombrío poema (…), un libro poderoso, de inspiración miltoniana, escrito por un gran psicólogo. (…). «En ella el autor contempla la transformación del humanitarismo moderno en una religión positiva». Una nueva religión secular encarnada en «un misterioso plebeyo de grandeza satánica, Juliano Felsenburg, orador, lingüista, estadista, quien consigue encaramarse fulgurante mente sobre el trono del mundo con el título de Presidente de Europa».
La obra mezcla, la profecía, la apología, la teología y la ficción imaginativa. Como bien dice el filósofo Ralph McInenry, «la única forma satisfactoria de reflexionar sobre el fin del mundo es la teología, pero Benson no era un pensador abstracto, sino un novelista, y su relato puede conmovernos como no podría hacerlo ningún argumento abstracto», y así, «Benson puede poner el Apocalipsis ante los ojos de la imaginación de un modo que emociona y edifica».
La trama de la historia se prefigura en el título, y más si el lector es cristiano. Los ecos del libro profético de san Juan resuenan en cada una de sus páginas, aun cuando la obra deja fuera muchas cuestiones, como la de la Bestia Segunda y la de los dos testigos.
Apunta con agudeza el padre James V. Schall, que «el tema de esta novela es notablemente similar al de la encíclica “Spe Salvi” de Benedicto XVI, una de sus grandes encíclicas. Es decir, la novela trata de la futilidad de una utopía de este mundo azuzado con instrumentos de muerte (aborto, eutanasia) y de “vida” sin fin (prolongación de la vida, clonación) que están diseñados para hacerla realidad. En efecto, en una conferencia que pronunció en la Universidad Católica de Milán el 6 de febrero de 1992, Joseph Ratzinger citó “El Señor del Mundo” y el mortífero ambiente universalista e interior que describía».
Es sorprendente la aguda percepción casi profética que muestra Benson en su novela, al captar magistralmente filosofías de vida y agendas de poder que no estaban presentes, al menos de forma expresa, en su tiempo, aunque H. G. Wells ya había escrito en 1901 su obra de no ficción, Anticipaciones de las reacciones al progreso mecánico y científico sobre la vida y el pensamiento humanos, donde con fundamento en un socialismo fabiano, prefiguraba ya un omnipotente gobierno mundial.
En su breve prólogo, Benson habla de «la culminación necesaria de una subjetividad sin obstáculos», en otras palabras, del relativismo, tan presente hoy; también nos muestra una humanidad especialmente preocupada por su salud, que aborrece la incomodidad y el sufrimiento, y que es “controlada”, con instrumentos de muerte disfrazados de progreso (aborto, eutanasia). Ese es el ambiente social y cultural en el autor nos presenta, cerniéndose sobre el mundo, a un humanismo impío que ha rechazado la religión y la moral tradicionales, capitaneado, bajo una marea de emotividad, por un aparente pacificador universal al que se aclama, ingenuamente, como salvador de la humanidad.
Este último, el inicialmente oscuro senador norteamericano Julian Felsenburgh, protagoniza la novela como la encarnación del anticristo, y es enfrentado a lo largo del relato por un sacerdote, Percy Franklin, quien, funda una nueva orden religiosa, la de Cristo Crucificado, y termina siendo Papa (Juan XXIV), pero que poco puede hacer más que soportar la persecución y dar, en el trance, testimonio de su fe. En todo caso, como sabemos, aquello que finalmente acontece no está en manos de ninguno de tales protagonistas.
Ciertamente, alguien podría pensar que, tanto esta como la mayoría de las demás novelas de tema apocalíptico antes mencionadas, son anacrónicas y exageradas (sobre todo, aquellos que no sean cristianos), pero, un atento observador del acontecer de los últimos años, con movimientos supranacionales en pos de un gobierno mundial y el errático devenir de las altas jerarquías de la Iglesia católica, captará inmediatamente su evidente actualidad. En la anteriormente mencionada intervención de Benedicto XVI, en la Universidad Católica de Milán, en 1992, este citó literalmente un tremendo y profético párrafo del motu proprio Bonum Sane, escrito en 1920 por otro papa Benedicto, Benedicto XV:
«La venida de una república universal es esperada por todos los peores y más distorsionados elementos. Esta república, basada en los principios de absoluta igualdad entre hombres y una comunidad de bienes, acabaría con todas las distinciones de nacionalidad. No daría reconocimiento alguno a la autoridad de los padres sobre sus hijos, o de Dios sobre la sociedad humana. Si estas ideas llegan a ser puestas en práctica, habrá un inevitable reinado de terror».
Sin duda habrán oido esto recientemente.
Por otro lado, aun cuando la novela trate de un acontecimiento tan dramático como el fin del mundo, al contrario que la mayoría de las obras seculares que tratan el tema, el poso que deja no es en absoluto oscuro, y ello, a pesar de que la destrucción, el sufrimiento y la catástrofe sean los prolegómenos de su final. Un final, como digo, lleno de esperanza, que todo católico debe conocer, y que tendrá lugar por mucho que la gente se empeñe en olvidarlo, aunque en una forma muy distinta a la imaginada por la modernidad.
Como escribe el dominico Aidan Nichols, «Benson nos recuerda que la Iglesia tiene su propia teología de la historia situada, como su vida misma, entre los relámpagos de la Resurrección y el trueno de la Parusía. La historia no evoluciona hacia su propia perfección, sino que está en manos de su Juez crucificado, que vendrá a una hora que desconocemos».
Pero, la pregunta sigue ahí: ¿estamos o no estamos a las puertas del fin de este mundo? Se ha dicho que en esta obra monseñor Benson expone las consecuencias que las ideas socialistas y ateas traerían consigo en último término, esto es, la llegada del Anticristo. Si miramos nuestro alrededor veremos que el espíritu de los tiempos es ese, ni más ni menos. Pero si atendemos a como describe tal momento Benson —según Evelyn Waugh, con «una Iglesia Universal reducida a un Papa fugitivo atestiguando en soledad la verdad que el resto de la humanidad había abandonado»—, quizá falte algo aún…
En cualquier caso, la lectura de esta obra es impactante y muy probablemente debería suscitar, al menos en los creyentes, una trascendental pregunta: cuando lleguen los tiempos de la última persecución, si nos toca afrontarlos ¿estaremos entre los pocos fieles y leales?
Como escribe el padre Schall, «las últimas palabras de la novela son… bueno, lo tiene usted en tus manos. Siga leyendo y lo descubrirá. Tenga la seguridad, sin embargo, de que no podrían ser más dramáticas, ni más conmovedoras. De algún modo, esas palabras ya no me parecen tan aterradoras. Son, más bien, consoladoras».
«Entonces este mundo pasó, y la gloria de él».
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