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María Domínguez tiene 29 años y enseña a dos pequeños de 4 y 9 años en un establecimiento en Paso de la Cruz del Yí, muy lejos de su casa
Al borde de la carretera, donde comienza la ruta 56, con su bata blanca puesta para que identifiquen que es maestra, estira el brazo derecho y muestra su mano. Son las 8 de una gélida mañana de invierno y María Domínguez (29 años) está en la entrada de la pequeña ciudad de Florida, 90 kilómetros al norte de Montevideo, intentando que algún chofer se detenga y le ofrezca un aventón.
Tiene que estar antes de las 10 en la escuela rural de Paso de la Cruz del Yí, a 108 kilómetros de su casa, en medio de la nada, para darles clases a Juliana, de 4 años, y a Benjamín, de 9, los únicos dos alumnos de ese centro educativo uruguayo.
“Son hijos de familias que viven en la zona y trabajan en tareas de campo”, le cuenta a BBC Mundo. María no tiene otra forma de llegar a la escuela que no sea haciendo autostop, lo que en ese país sudamericano se conoce como “hacer dedo”. Auto propio no tiene, y si tuviera no podría costear el combustible para un viaje tan largo todos los días.
Sí tiene moto, pero dice que hacer todo el trayecto en ella es imposible. “Jamás lo haría, son muchos kilómetros y con el primer viaje ya la destruyo. Además, la ruta no está en condiciones”, relata.
Señala, a su vez, que por esas carreteras hay un importante flujo de vehículos grandes, por lo que le resulta peligroso viajar esos más de 100 kilómetros de ida y otros 100 de regreso sobre dos ruedas. El problema no termina ahí.
Si quisiera ir en transporte público tendría que tomar dos colectivos, primero uno que sale de Florida a las 6:15 am y luego otro que de acuerdo a la planilla de horarios debería pasar a las 9. “Pero, como la ruta está en arreglo, con suerte pasa a las 9:30, así que no llegaría a tiempo”, explica.
Para el retorno hay una línea que pasa por la ruta a la altura de la escuela recién cuando cae el sol, y para el segundo trayecto ya no hay transporte público hasta el día siguiente.
Un viaje en cuatro tramos
María llega hasta el punto de salida en moto y la aparca enfrente, al costado de una estación de servicio. A veces hasta deja la llave puesta. Sabe que a su regreso estará intacta.
La moto que usa en Florida no es suya, sino de su pareja. Como él no la necesita, se la presta para que pueda hacer el primer tramo de su largo viaje diario. Allí espera a Noelia, una compañera que trabaja en otra escuela rural cercana. Cuando consiguen que alguien frene para llevarlas, tienen por delante primero un viaje de 31 kilómetros hacia el este. “Con los que tengo más suerte es con los camioneros”, dice.
También tiene éxito con personas que trabajan en el campo, y casi siempre quienes acceden a llevarla son hombres. Después de ese primer tramo, se bajan en un parador en San Gabriel, un pueblo de 172 personas donde se cruzan la ruta por la que viajaban y otra que va de sur a norte del país.
Entonces, vuelven a ubicarse al borde del asfalto en busca de alguien dispuesto a subirlas a su vehículo y llevarlas hacia arriba en el mapa. María tiene por delante un trayecto de 63 kilómetros; Noelia desciende un poco antes.
María cuenta que a veces quien las lleva se desvía o finaliza su recorrido antes de lo que ella necesita, por lo que debe recurrir a la generosidad de un tercer chofer.
Tras 40 minutos de viaje, ella llega a la estancia Jazmín, una hacienda de campo donde se encuentra con la Eco, como ella la llama, “o La Guerrera, porque ha pasado por tantas cosas…”.
“Ella nunca hizo camino de tierra. Empezó a hacer camino de tierra el año pasado”, dice María, como personificándola. Eco es una moto de baja cilindrada que le regaló su madre cuando cumplió los 15.
“Me dio a elegir entre la fiesta y la moto, y siempre pensé que la moto me iba a servir mucho más que una fiestita en la que iba a pasar bien una noche y ya está”, recuerda. Ahora es la que la lleva a la remota escuela cada día. Gracias a Umpiérrez, el casero de la estancia Jazmín, puede dejar la Eco bajo techo.
Ingreso al medio rural
María terminó de estudiar la carrera de magisterio en 2019. El año siguiente fue el del inicio de la pandemia de Covid-19 y las clases presenciales se suspendieron en Uruguay, como en todo el mundo.
Los primeros estudiantes en retornar a los salones de clase fueron los del medio rural, en mayo de 2020. Es por ello que María comenzó como maestra suplente en escuelas rurales y las directoras de las escuelas de la zona compartían su contacto para cuando debían cubrir inasistencias de docentes titulares. “Al principio cuando me escribían yo decía que sí y luego preguntaba cómo llegar”, señala.
Pero, tanto en 2020 como en 2021 podía ir y volver en colectivo a las escuelas en las que le tocó dar clase. “La experiencia de hacer dedo es a partir del año pasado”, precisa.
En 2022 estuvo asignada a otra escuela rural, cercana a la actual, y en alguna ocasión le ocurrió que al regreso nadie la llevara y tuviera que volver a la escuela en la moto antes de que cayera el sol. A oscuras es imposible transitar esos caminos de tierra y piedras con una luz de moto que es muy tenue y ganado que anda suelto por el campo.
Una segunda mamá
María se sube a la moto, hace un kilómetro y medio para meterse en un sinuoso camino de tierra en el que pasa por otra escuela rural, por una estación de trenes abandonada desde la década de 1990 y cuyas vías están tapadas por el pasto, y recorre 12 kilómetros hasta llegar a las 9:45, 9:50, con un breve margen para abrir el local y aguardar el arribo de Juliana y Benjamín para, a las 10, iniciar la clase. ¿Por qué tener una escuela abierta para solamente dos niños?
“Puede haber distintos motivos por los cuales ese chiquilín precisa ir a esa escuela: porque vive lejos y la escuela más cercana es esa; por los trabajos de los padres, que de camino pueden dejar al niño ahí; o que haya una cañada que los días de lluvia crezca y la escuela a la que puede acceder sea esa”, responde la maestra.
La escuela de Paso de la Cruz del Yí es como una casa construida con bloques y techo a dos aguas. Tiene un salón de clases, dos baños, una cocina y un pequeño dormitorio que ahora nadie utiliza, pero donde María tiene un colchón y mantas por si algún día tuviera que quedarse a pasar la noche allí.
Benja llega con su mamá, Carla, que a fines de marzo fue contratada por el organismo de administración de la educación pública para limpiar y cocinar en la escuela.
Entre el comienzo de clases el 6 de marzo y la incorporación de Carla, María tenía que ocuparse, además de las tareas académicas, de limpiar y cocinar para los niños.
Cada 15 días, la maestra va al supermercado y hace las compras de alimentos y productos de limpieza que sean necesarios para su centro educativo. Con un menú previamente diseñado por nutricionistas de la administración pública, busca los ingredientes con los que luego Carla cocinará para los niños y para ellas.
Enseñarles al mismo tiempo a dos estudiantes de edades tan diferentes no es sencillo. Mientras que uno tiene que aprender a multiplicar y dividir, la más pequeña no sabe ni leer ni escribir.
Por eso, comienza la clase conversando sobre lo que los niños quieran compartir y luego, al pasar a las tareas de cada uno, trata de encontrar formas para que trabajen los dos juntos, aunque los niveles de aprendizaje sean diferentes.
“Sobre una misma consigna, a la chiquita le puedo pedir que dibuje y al grande que escriba. Si hay un trabajo de manualidad, puedo sumar al grande con la chiquita”, dice. “Sería una lástima que todos los días estén separados, cada uno en su burbujita”, agrega.
El horario de clases termina a las 3 de la tarde, y en el medio tienen un corte de una hora para comer y jugar. Al ser tan poquitos en la escuela, la cosa se torna muy familiar. “Los niños en más de una ocasión me han dicho mamá. Es algo inevitable, porque el vínculo es muy cercano”, asegura ella.
Después de cerrar la escuela, María vuelve en la Eco a la hacienda, la deja bajo resguardo y se coloca nuevamente al costado de la carretera. A esperar por el próximo aventón.
*Por Felipe Llambías
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