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Ayer, 28 de diciembre -memoria de los Santos Inocentes- en lo alto del sol siestero de los campos de Nogoyá, falleció nuestro querido Federico.
No fue un hombre común, ciertamente. Su prolífica familia y sus amigos podemos dar cuenta de ello. De ocupación inicial, ingeniero agrónomo. De preocupación existencial, filósofo. Teólogo y escudriñador de los tiempos, título conquistado por oración y desvelo.
Políticamente incorrecto, de los pocos que van quedando. Incorrecto en serio, sin poses ni matices para congraciarse con el mundo. Nacionalista sin duplicidades, con todo lo que ello supone: laconicidad en el estilo, desopilancia en las reuniones, filo cortante en las definiciones.
Y la amistad era en Federico un conjunto de bienes, que venían todos en haz: el gozo por el simple estar con el amigo, conversar casi exclusivamente de las cuestiones necesarias para la salvación (¡hermosa costumbre de la amistad cristiana!), el vaso de whisky bien servido, y algún apunte escrito a máquina. Porque aquí viene algo más, que no podemos omitir: Federico era coherente, aunque eso implicara usar la Olivetti para despreciar la “inteligencia artificial”.
Con más preocupación por la salvación del alma y el fin de los tiempos que la mayoría de los Obispos, cómo desatender su permanente preocupación parusíaca plasmada en la seguidilla editorial de los últimos años.
Así, mientras pudo, fue el altillo de su casa solariega el espacio físico para otear el horizonte metafísico. El posible granizo amenazando la cosecha o las inminentes tempestades en la Nave de Cristo, ningún peligro era ajeno a su espíritu centinela.
Por eso, glosó cuantas veces pudo: “Cuando estas cosas empezaren a suceder, cobrad ánimo y levantad vuestras cabezas, porque se acerca vuestra liberación” (Lc. 21, 28).
Dios lo llamó antes de que el Hijo vuelva triunfante -y con qué facilidad lo imaginamos saliendo cada amanecer aguardando el cumplimiento de las profecías-. Nosotros seguimos, e intentaremos cumplir con la consigna. En medio de las tribulaciones, levantaremos nuestras cabezas. No sabemos si son las últimas, si nos quedará aun una primavera, una última embestida, una postrimera prueba. Seguiremos oteando el Horizonte, que tanto pregustaste.
Y en la Segunda Venida, detrás del rayo fulminante que aterrorizará a los malos, se oirá tal vez tu carcajada, que tanto extrañaremos, como precursora del Banquete final. De ese Banquete que ahora tiene un comensal más. Ya imaginamos qué estará poniendo sobre la Mesa, aguardando los cielos nuevos y las tierras nuevas.
Camarada y amigo, descansa en paz. Querido Federico, ¡hasta el reencuentro!
Jordán Abud

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