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Monseñor Atanasio Schneider es Obispo Auxiliar de Karaganda, Secretario General de la Conferencia Episcopal de Kazajastán y autor del Libro “Dominus Est! – ¡Es el Señor!: Reflexiones de un Obispo de Asia Central sobre la Sagrada Comunión” (Libreria Editrice Vaticana, 4 Junio 2009), con Prólogo de Mons. Malcolm Ranjith -por entonces Secretario de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos y creado Cardenal por el Papa Benedicto XVI en 2010-, en el que medita sobre cómo recibir la Eucaristía con reverencia.
Nació en Kirguistán, donde sus padres alemanes habían sido exiliados por el régimen comunista. En 1973 emigró a Alemania y pronto pasó a Austria para entrar en al Monasterio de los Canónigos Regulares de la Santa Cruz.
Monseñor Schneider ha enseñado Teología en el Seminario “María, Madre de la Iglesia”, de Karaganda, desde 1999. Su ordenación episcopal tuvo lugar en Roma el 2 de Junio del 2006.
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Para los perseguidores de Cristo y de su Iglesia, el sacerdote era la persona más peligrosa. Quizás ellos, implícitamente, conocían la razón por la cual el sacerdote era considerado como la persona más peligrosa. La verdadera razón era ésta: sólo el sacerdote podía darle a Dios a los hombres, entregarles a Cristo de la manera más concreta y directa posible, esto es, a través de la Eucaristía y de la Sagrada Comunión. Por esto, estaba prohibida la celebración de la Santa Misa. Pero ningún poder humano estaba en grado de vencer la potencia Divina que operaba en el misterio de la Iglesia y sobre todo en los sacramentos.
Durante aquellos oscuros años, la Iglesia, en el inmenso imperio soviético, estaba obligada a vivir en la clandestinidad. Pero lo más importante era esto: la Iglesia estaba viva, más bien, vivísima, si bien le faltaban estructuras visibles, edificios sagrados, y aunque hubiese una enorme escasez de sacerdotes. La Iglesia estaba vivísima porque no le faltaba del todo la Eucaristía -si bien raramente accesible a los fieles-, porque no le faltaban almas con una fe firme en el misterio eucarístico, a menudo madres de familia y abuelas con un alma “sacerdotal”, que custodiaban y que hasta incluso administraban la Eucaristía con un amor extraordinario, con delicadeza y con la máxima reverencia posible, en el mismo espíritu de los primeros cristianos, expresado en el adagio “cum amore ac timore”.
Entre los numerosos ejemplos de mujeres “eucarísticas” del tiempo de la clandestinidad soviética, se presentará aquí el ejemplo de tres mujeres de conocimiento personal del autor: María Schneider (madre del autor), Pulcheria Koch (hermana del abuelo del autor) y María Stang (parroquiana de la diócesis de Karaganda).
María Schneider, mi madre, me contaba: después de la II Guerra Mundial, el régimen estalinista deportaba a muchos alemanes del Mar Negro y del río Volga hacia los Montes Urales, para emplearlos en trabajos forzados. A todos se les internaba en pobrísimas barracas en un ghetto de la ciudad. Entre ellos, se encontraban algunos cientos de alemanes católicos. A menudo, se acercaban a ellos, en la máxima clandestinidad y secreto, algunos sacerdotes católicos para administrar los sacramentos, lo cual hacían poniendo en peligro su propia vida. Entre los sacerdotes que acudían más frecuentemente estaba el Padre Alexij Saritski, (sacerdote ucraniano, greco-católico y birritualista, muerto como mártir el 30 de octubre de 1963 cerca de Karaganda, beatificado por el Papa Juan Pablo II en el año 2001). Los fieles le llamaban afectuosamente “el vagabundo de Dios“.
Beato P. Alexij Saritski |
En el mes de enero del año 1958, en la ciudad de Krasnokamsk, cerca de Perm, en los Montes Urales, llegó de improviso y como siempre, secretamente, el Padre Alexij, proveniente del lugar de su exilio en la ciudad de Karaganda en Kazajstán.
El Padre Alexij se las ingeniaba para que el mayor número posible de fieles fuese preparado para recibir la Sagrada Comunión. Para esto, se disponía a escuchar la confesión de los fieles, literalmente, día y noche, sin dormir ni comer. Los fieles le suplicaban, diciendo: “Padre, ¡debe comer y dormir!”. Pero él respondía: “No puedo, porque la policía puede arrestarme de un momento a otro ¡y tantas personas quedarían sin confesión, y por tanto, sin Comunión!”. Después de que todos se hubieron confesado, el Padre Alexij comenzó a celebrar la Santa Misa. De improviso resonó una voz: “¡La policía está cerca!”. María Schneider, que asistía a la Santa Misa, dijo al sacerdote: “Padre, yo lo puedo esconder: huyamos!”. La mujer condujo al sacerdote hasta una casa fuera del ghetto alemán y lo escondió en un cuarto, llevándole algo para comer. “Padre, finalmente ahora puede comer y descansar un poco. Cuando caiga la noche, huiremos a la ciudad más cercana”. El Padre Alexij estaba triste, porque si bien todos se habían confesado, ninguno alcanzó a recibir la Sagrada Comunión, porque apenas comenzada la Misa, hubo de ser interrumpida por la posible irrupción de la policía. María Schneider le dijo: “Padre, todos los fieles harán con mucha fe y devoción la Comunión espiritual, y esperamos que pueda usted volver para darnos la Comunión sacramental”.
Con la llegada de la noche comenzó la preparación de la fuga. María Schneider dejó a sus dos hijos pequeños (un niño de dos años y una niña de seis meses), a cargo de su madre, y llamó a Pulcheria Koch (tía de su marido). Las dos mujeres se reunieron con el Padre Alexij y huyeron 12 km a través de un bosque, por la nieve y el frío, con una temperatura de 30ºC. Lograron llegar a una pequeña estación, compraron un pasaje para el sacerdote y se sentaron en la sala de espera, pues el tren tardaría todavía poco más de una hora en llegar. De pronto, se abrió la puerta y entró un policía que se dirigió directamente hacia el Padre Alexij. Estando frente a él, le preguntó: “Usted, ¿hacia dónde se dirige?”. El Padre no pudo responder a causa del espanto. No temía por su vida, sino por la vida y el destino de la joven madre Maria Schneider. A su vez, la joven mujer respondió al policía: “Éste es un amigo y nosotros lo acompañamos. Aquí está su pasaje”. Y mostró al policía el billete. Éste, mirando al sacerdote, le dijo: “Por favor, no suba al último vagón porque será desenganchado del resto del tren en la próxima estación. ¡Buen viaje!”. Y rápidamente el policía salió de la sala. El Padre Alexij miró a María Schneider y le dijo: “¡Dios nos ha enviado a un ángel. No olvidaré jamás lo que usted ha hecho por mí. Si Dios me lo permite, volveré para darles la Sagrada Comunión, y en cada una de mis Misas rezaré por usted y sus hijos”.
Un año después, el Padre Alexij pudo volver a Krasnokamsk. Ésta vez sí pudo celebrar la Santa Misa y dar la Sagrada Comunión a los fieles. María Schneider le pidió un favor: “Padre, ¿podría dejarme una hostia consagrada?, pues mi madre está gravemente enferma y ella quisiera recibir la Comunión antes de morir”. El Padre Alexij dejó una hostia consagrada a condición de que si administraba la Comunión, lo hiciera con el máximo respeto posible. María Schneider prometió hacerlo de ése modo. Antes de trasladarse con su familia al Kirghistan, María Schneider dio a su madre enferma la Sagrada Comunión. Para hacerlo, usó guantes blancos nuevos y con unas pinzas dio la Comunión a su madre. Después, quemó la bolsa en la cual estuvo reservada la Hostia Consagrada.
La familia de María Schneider y de Pulcheria Koch se transfirió posteriormente a Kirghistan. En 1962, el Padre Alexij visitó secretamente Kirghistan y encontró a María y a Pulcheria en la ciudad de Tokmak. Celebró la Santa Misa en la casa de María Schneider y posteriormente, todavía otra vez en casa de Pulcheria Koch. En gratitud hacia Pulcheria, esta mujer anciana que lo había ayudado a escapar por el frío y la oscuridad del invierno hacia los Montes Urales, el Padre Alexij le dejó una Hostia Consagrada, dándole, sin embargo una precisa instrucción: “Le dejo una Hostia Consagrada. Haga la devoción de los primeros nueve meses en honor del Sagrado Corazón de Jesús. Cada primer viernes de mes, exponga en su casa el Santísimo Sacramento, invitando para la adoración a personas de absoluta confianza. Todo deberá hacerse con la máxima discreción y secreto. Después del noveno mes, usted podrá consumir la hostia, pero hágalo con gran reverencia”. Y así se hizo. Durante nueve meses se realizó en Tokmak una adoración eucarística clandestina. También María Schneider estaba entre las mujeres adoratrices.
Estando de rodillas delante de la pequeña Hostia, todas las adoratrices, mujeres verdaderamente eucarísticas, deseaban ardientemente recibir la Sagrada Comunión. Pero desgraciadamente, sólo había una pequeña Hostia, y al mismo tiempo, numerosas personas deseosas de recibirla. Por esto, el Padre Alexij había decidido que al término de los nueve meses la recibiese solamente Pulcheria y que todos los demás hiciesen una Comunión espiritual. De todas formas, éstas Comuniones espirituales eran muy valiosas, pues hacían a estas mujeres “eucarísticas”, capaces de transmitir a sus hijos, por así decirlo “con la leche materna”, una profunda fe y un gran amor por la Eucaristía.
La consignación de aquella pequeña hostia en la ciudad de Tokmak en Kirghistan fue la última acción pastoral del beato Alexij Saritski. Inmediatamente después del retorno a Karaganda de su viaje misionero en Kirghistan, en el mes de abril de 1962, el Padre Alexij fue arrestado por la policía secreta y enviado al campo de concentración de Dolinka, cercano a Karaganda. Después de muchos maltratos y humillaciones, el Padre Alexij obtuvo la palma del martirio “ex aeruminis carceris”, el 30 de octubre de 1963. Este día se celebra su memoria litúrgica en todas las iglesias católicas del Kazaquistán y de Rusia; la Iglesia greco católica ucraniana lo celebra junto con todos los mártires ucranianos el día 27 de junio. Fue un Santo Eucarístico que educó a mujeres Eucarísticas, mujeres que fueron como flores crecidas en la oscuridad y en el desierto de la clandestinidad, haciendo así que la Iglesia permaneciera realmente viva.
El tercer ejemplo de mujer “Eucarística” es el de María Stang, alemana del Volga, deportada a Kazaquistán. Esta madre y abuela santa tuvo una vida llena de increíbles sufrimientos y de continuas renuncias y sacrificios. Sin embargo, fue una persona de gran fe, esperanza y alegría espiritual.
Ya de niña deseaba dedicar su vida a Dios. A causa de la persecución comunista y de la deportación, el camino de su vida fue aún más doloroso. María Stang escribía en sus memorias: “Nos han quitado a los sacerdotes. En el pueblo vecino había todavía una iglesia, pero lamentablemente ya no estaba presente el Santísimo. Así, sin sacerdotes y sin Santísimo, la iglesia se sentía fría, lo cual me hacía llorar amargamente”.
Desde aquel momento, María comenzó a rezar y a ofrecer sacrificios a Dios cada día, diciendo ésta oración: “Señor, danos un nuevo sacerdote, danos la santa Comunión. Todo lo sufro con gusto por amor a Ti, oh Sacratísimo Corazón de Jesús”. En el recóndito lugar de la deportación en Kazaquistán oriental, María Stang reunía secretamente en su casa, todos los domingos, a otras mujeres para hacer oración. Durante aquellas asambleas dominicales, muchas veces las mujeres lloraban rezando así: “María Santísima y amada Madre nuestra, mira qué pobres somos. Danos de nuevo sacerdotes, doctores y pastores”.
A partir del año 1965, María Stang pudo viajar, una vez al año, a Kirghistán (distante a más de mil kilómetros de su hogar), en donde vivía un sacerdote católico en exilio. En el apartado pueblito de Kazaquistán oriental, los católicos alemanes no veían un sacerdote desde hacía más de veinte años. María escribe: “Cuando llegué a Frunce (hoy Bishkek), en Kirghistán, encontré a un sacerdote. Entrando en su casa, vi un tabernáculo. No imaginaba que alguna vez en mi vida podría volver a ver, ni siquiera una sola vez, un sagrario. Me arrodillé frente a él y comencé a llorar. Luego, me acerqué al tabernáculo y lo besé”.
Antes de regresar a su pueblo en Kazaquistán, el sacerdote entregó a María un píxide con algunas Hostias Consagradas. La primera vez que los fieles se reunieron en presencia del Santísimo Sacramento, María les dijo: “Tenemos una alegría y una felicidad que nadie puede imaginar; tenemos con nosotros al Señor Eucarístico y podemos recibirlo”. Los presentes respondieron: “No podemos recibir la Comunión, pues no nos hemos confesado”. Seguidamente, los fieles tuvieron una reunión y tomaron la siguiente decisión: “Los tiempos son dificilísimos, y ya que se nos ha traído el Santísimo a través de más de mil kilómetros, Dios nos será propicio. Entraremos espiritualmente en el confesionario delante del sacerdote. Haremos un acto de perfecta contrición y cada uno de nosotros se impondrá una penitencia”. Así lo hicieron todos y después recibieron la Sagrada Comunión, arrodillados y con lágrimas en los ojos; lágrimas de alegría y al mismo tiempo de contrición.
Por treinta años María reunió, cada domingo, a los fieles para la oración. Enseñaba el catecismo a niños y adultos, preparaba a los esposos para el sacramento del matrimonio, cumplía con los ritos de exequias y, sobre todo, administraba la Sagrada Comunión. Cada vez que hacía esto último, lo hacía con corazón ardiente y temor reverencial.
Fue una mujer con un alma verdaderamente sacerdotal, una mujer Eucarística.
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