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Director: Rafae l Luis Breide Obeid
Consejo Consultor: Roberto J. Brie, Alberto Catuielli, Enrique Diaz Araujo,
Alfredo Di Pietro, Jos é María Gallardo, Carlos Ignacio
Massini, Jua n Carlos Montisi, Carmel o Palumbo, Patricio
Rändle .
— Los artículos qu e llevan firma no compromete n . necesariament e el pensa –
miento d e la Revista y so n d e responsabilida d d e quien firma.
— No s e devuelven ios originale s no publicados.
Dirección, Redacción y Administración: Tucumá n 1727 (1050) Capital Federa l
Tel. 40-5336 – 40-9190
Distribución y Correspondencia: Revista Gladius
Casilla d e Corre o 376
1000 – Corre o Central

INDIC E
Rafael Luis Breide Obeid
Carlos Saraza
Editorial
Balance de la autodestruccìón de l
Iglesia
Cartas de pastores
Alberto Caturelli
Jorge Mastroianni
Abelardo Pithod
Examen crítico del liberalismo como concepción del mundo. El llamado liberalismo católico
Poema de la Asunción .
Hacia una psicología humana. Ba
ses biopsíquicas de la vida humana
In Memorian … .
Rafael Luis Breide Obeid .
Jorge N. Ferro … .
Marta S. Campos
Fulvio Ramos … .
Gilbert Keith Chesterton y Gustave
Thibon (por la copia S. Rändle) .
Bibliografía
Monseñor Don Antonio Corso
Los cuerpos intermedios
El orden en la creación literaria
Preguntas
El erotismo como nuevo modelo
cultural
Diálogos en la Posada del Fin del
Mundo. Celebración del viaje
EDITORIA L
IPSA CONTERET CAPUT TUUM
“Par a acreditar la gloria de esta misma Augusta Madre
y par a gozo y alegría de toda la Iglesia, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los Bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y con la nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma de
revelación divina que la inmaculada Madre de Dios,
siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida
terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial.” (Pío XII, “Munificentissimus Deus”, l-XI-1950)
El 15 de agosto la Iglesia conmemora la Asunción de María.
La Asunción de María es la manifestación visible del Triunfo.
La vida es lucha constante. Lucha de la luz contra las tinieblas, de la verdad contra la mentira y el error; y del bien contra
el mal. Dios no es neutral en esta lucha, y tampoco el hombre
puede ser neutral. La lucha impone al cristiano combatir en dos
frentes: el interior y el exterior.
El combate interior:
En la medida en que el hombre tiene unidad interior, orden
interior, se posee; y en la medida en que se posee puede darse,
puede crecer, puede amar. El amor es el don de sí mismo a Dios
y a los demás. El amor irradia, el amor es fecundo.
El hombre de nuestro tiempo, disperso y contradictorio,
está deshecho. No se posee, por lo tanto no puede darse, no puede
amar. Está sumergido en una crisis permanente que le produce
agresividad, inseguridad, angustia y atrofia del espíritu creador.
El hombre moderno no es libre. Estál sometido al despotismo del
egoísmo y del pecado. Para liberarse deberá entablar una dura
batalla por su unidad interior y por la posesión de sí mismo.
Deberá pasar por una etapa de purificación.
El combate exterior:
El otro frente es el mundo exterior. Solucionada la crisis
interna, aspecto muy relacionado con el de su vocación particular
que compromete para siempre su existencia, el cristiano se vuelca
al mundo y le infunde -un dinamismo propio, una vida nueva

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y sus dones fructifican. El amor es expansivo. El amor es difusivo.
En cumplimiento de su misión el cristiano se lanza a rescatar el mundo para establecer el Reinado Social de Jesucristo;
pero no nos engañemos, le espera un enconado combate contra
el enemigo exterior que identifica con rasgos inconfundibles el
Papa Pío XII en su alocución del 12-X-1952: “No preguntéis
quién es el enemigo, ni qué vestidos lleva. Este se encuentra en
todas partes y en medio de todos. Sabe ser violento y taimado.
En estos últimos siglos lia intentado llevar a cabo la disgregación intelectual, moral, social, de la unidad del organismo misterioso de Cristo. Ha querido la naturaleza sin la gracia; la razón
sin la fe; la libertad sin la autoridad; a veces, la autoridad sin
la libertad. Es un enemigo que cada vez se ha hecho más concreto con una despreocupación que deja todavía atónitos: Cristo,
sí; Iglesia, no. Después: Dios, sí; Cristo, no. Finalmente el grito
impío: Dios ha muerto; más aún, Dios no ha existido jamás. Y
he aquí la tentativa de edificar la estructura del mundo sobre
fundamentos que Nos no dudamos en señalar como a principales *
responsables de la amenaza que gravita sobre la humanidad:
una economía sin Dios, un derecho sin Dios, una política sin Dios.
El enemigo se ha preparado y se prepara para que Cristo sea
vn extraño, en la universidad, en la escuela, en la, familia, en la
administración de la justicia, en la actividad legislativa, en la inteligencia entre los pueblos, allí donde se determina la paz o la
guerra.
“Este enemigo está corrompiendo el mundo con una prensa
y con espectáculos que matan el pudor en los jóvenes y en las
doncellas, y destruye el amor entre los esposos”.
La Victoria:
Ante lo tremendo de la lucha es fácil caer en la tentación
del desaliento. La vida del cristiano está dramáticamente tensionada por estos dos grandes Misterios: La Pasión y Muerte de
Cristo y su, Resurrección. Para recuperar la esperanza es preciso
meditar en que si bien nuestra vida es lucha; es lucha confiada
en la obtención de la Gloria.
La Asunción, o sea, la Resurreción de María Santísima y su
tránsito al Cielo es el acto que señala su Victoria sobre la antigua
serpiente, cumpliendo la profecía del génesis: “Ipsa conteret
caput tuum” “Ella misma te aplastará la cabeza”.
Pidamos a María que nos dé fortaleza para compartir nuestra parte en la Pasión de Cristo, para que podamos como ella
compartir la Victoria.
RAFAEL LUIS BREIDE OBEID
Asunción de María 1985
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BALANCE DE LA AUTODESTRUCCION
DE LA IGLESIA
El libro tan esperado del Card. Ratzinger (Rapporto sulla
fede, Paulinas, Milán, 1985, 218 págs.) merecía por cierto la
notable expectativa que precedió a su aparición. Es el resultado
de un prolongado interview que le hiciera el conocido periodista
italiano Vittorio Messori, en el seminario de Bressanone, al norte
de Italia, donde el Cardenal suele pasar algunos días de descanso.
Se trata de un caso original, no propiamente por el estilo del
libro, ya que hemos conocido diversos libros-reportajes, sino por
el hecho de que jamás un Prefecto de la Sagrada Congregación
para la Doctrina de la Fe se había prestado a semejante tipo de
entrevistas. Nos asegura Messori que el libro fue cuidadosamente
revisado por su protagonista quien, tras pequeños retoques, le
dio su aprobación definitiva.
Necesítase por cierto coraje para decir las cosas que muchos piensan pero que pocos se animan a manifestar. Ratzinger
sabía perfectamente que su libro le acarrearía una gran “impopularidad”. Somos testigos de cómo se lo ataca, con saña. Se lo
llama “un alemán agresivo, un asceta que lleva la cruz como una
espada, un Panzer-Kardinal”, atestigua Messori. Ratzinger ha
querido dejar en claro que su libro no tiene carácter alguno oficial, ni habla en él como Prefecto del Dicasterio que le confió
el Santo Padre. Sin embargo, después del Papa, no hay ninguno
que hubiera podido responder con mayor autoridad a las precisas
y comprometedoras preguntas de Messori.
Resulta evidentemente impopular afirmar, como lo hace el
Cardenal: “Es incontestable que los últimos veinte años han sido
decididamente desfavorables para la Iglesia católica. Los resultados que han seguido al Concilio parecen cruelmente opuestos
a las expectativas de todos, comenzando por las del papa Juan
XXIII y luego de Pablo VI. Los cristianos son de nuevo minoría,
más de lo que lo han sido nunca desde el fin de la antigüedad. . .

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Parece haberse pasado de la autocrítica a la autodestrucción.
Se esperaba un nuevo entusiasmo y en cambio con demasiada < frecuencia se ha desembocado en el fastidio y en el desánimo. Se esperaba un salto hacia adelante y en cambio nos hemos encontrado frente a un proceso progresivo de decadencia que se ha venido desarrollando en amplia medida bajo el signo del reclamo a un presunto ‘espíritu del Concilio’ y de ese modo lo ha desacreditado… Hay que afirmar con toda claridad que una real reforma de la Iglesia presupone un inequívoco abandono de los caminos equivocados que han llevado a consecuencias indiscutiblemente negativas” (pp. 27-28). No ha pretendido el Cardenal ofrecernos una especie de “Suma Teológica”, abarcando la totalidad de los temas y llegando hasta el fondo de los mismos. El hecho de que el periodista que lo entrevistaba lo iba llevando de una pregunta a otra, no siempre le permitió agotar el tema del que se trataba. Con todo, no ha dejado ningún punto esencial sin dilucidar. En el presente artículo trataremos de sistematizar sus enseñanzas. *>
Aprovechando entrevistas ulteriores el Cardenal ha subrayado una y otra vez que si bien su libro miraba principalmente
a señalar las deficiencias de estos últimos años, su intención fue
absolutamente positiva. El que haya dedicado buena parte de su
libro a la crítica, en modo alguno quiere decir que tenga una
visión derrotista de la Iglesia. Por eso nosotros, tras ir pasando
revista a la larga fila de los “errores modernos” que él ha desenmascarado con tanta perspicacia, no dejaremos de señalar, juntamente con él, los caminos de solución.
I
UNA EXEGESIS DESTRUCTORA DE LA SAGRADA
ESCRITURA
“La unión entre Biblia e Iglesia ha sido hecha pedazos. Esta
separación se inició hace siglos en ambiente protestante y se ha
extendido recientemente también entre los estudiosos católicos”
(p. 74). La tajante afirmación del Cardenal señala uno de los
campos donde la crisis se ha desatado con mayor virulencia.
Ratzinger piensa que la actual decadencia de la exégesis
hunde sus raíces en el espíritu protestante. Se sabe que el protestantismo levantó en alto la bandera de la sola Scriptura. El
cristiano de hoy, afirma el Cardenal, influido por ese principio,
se inclina a creer que la fe nace de la opinión individual, del
trabajo intelectual y de la intervención del especialista. Una
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visión semejante le parece más “moderna” que la tradicional posición católica. Y, como veremos más adelante, el denominador
común de los distintos aspectos de la crisis es, según Ratzinger,
la pretensión de “modernizar al cristianismo”, de acomodar la
iglesia al mundo, al Zeitgeist —el espíritu del tiempo—, antes de
poner al mundo en la escuela de la Iglesia.
¿Qué le diría a Lutero —le pregunta el periodista— si hoy
fuese llevado —como Boff— ante su Dicasterio? Ratzinger, se
remonta a la histórica disputa de Leipzig, donde el contradictor
católico demostró al reformador, de modo irrefutable, que su
“nueva doctrina” no se oponía tan sólo al Magisterio de los Papas
sino también a la Tradición claramente expresada por los Padres
y los Concilios. Lutero debió admitir esto y entonces declaró que
también los Concilios ecuménicos habían errado. De tal modo,
dice el Cardenal, la autoridad de los exégetas fue puesta por sobre
Ja autoridad de la Iglesia y de su Tradición. Y concluye con una
frase, verdaderamente terrible: “Sobre este punto la Congregación
debería hablar con Lutero, si viviese aún; o, mejor dicho, sobre
este punto hablamos con él en los diálogos ecuménicos. Por lo
demás, este problema está de modo considerable en el fondo de
nuestros coloquios con teólogos católicos” (p. 167).
El gran extravío de buena parte de la exégesis contemporánea
radica en este divorcio entre Biblia e Iglesia, olvidándose que la
Biblia como mensaje para el presente y para el futuro sólo puede
hacerse inteligible si se la presenta en conexión vital con la
Iglesia. “Se acaba así por leer la Escritura no ya a partir de
la Tradición de la Iglesia y con la Iglesia, sino a partir del último
método que se presenta como ‘científico’ (p. 74).
Una Biblia desvinculada de la Iglesia, agrega el Cardenal,
deja ya de ser la Palabra eficaz de Dios, convirtiéndose en una
colección de múltiples fuentes históricas, una serie de libros heterogéneos en los cuales lo único que interesa es lo que se juzga
útil, a la luz de la actualidad. Estamos así en presencia de una
exégesis “utilitaria”, no “contemplativa”, de una exégesis incapaz de poner al hombre a los pies de Dios sino, por el contrario,
que manipula la Palabra de Dios para ponerla al servicio del
hombre. Tal exégesis, aunque aparente una acuciante modernidad, es fósil, se convierte en arqueología, y entonces, como dice
severamente el Cardenal, dejemos que los muertos sepulten a sus
muertos (cf. p. 75).
Según esta pseudo-exégesis, Dios no habría entregado su
Palabra a la Iglesia viviente para que la proclamase e interpretase, sino a un grupo de expertos, a un grupo de profesores para
que, sobre la base de sus estudios, siempre provisorios y mudables,
tuviesen la última palabra sobre la Palabra de Dios. Liberados así

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del freno del Magisterio, han llegado a todos los absurdos posibles, el último de los cuales es la “interpretación materialista” de
la Biblia.
Advierte con agudeza el Cardenal que, de este modo, la Escritura ha acabado por convertirse en un libro esotérico, un libro
clauso para los profanos, los no-iniciados. No solamente los laicos,
pero ni siquiera los especialistas en teología que no son exégetas, pueden ya animarse a decir algo sobre la Biblia. La presunta
“ciencia” de los expertos ha erigido un recinto en torno al jardín
de la Escritura, inaccesible para el no-experto (cf. p. 76).
Es acá cuando el periodista le pregunta cuál deberá ser la
actitud de un católico común. ¿Podrá seguir leyendo la Escritura sin preocuparse de las complejas cuestiones exegéticas? La
respuesta del Cardenal es taxativa: “Ciertamente. Todo católico
debe tener el coraje de creer que su fe (en comunión con la de
la Iglesia) supera cualquier ‘nuevo magisterio’ de los expertos,
de los intelectuales… La regla de la fe, hoy como ayer, no está
constituida por los descubrimientos (sean verdaderos o hipotéticos) sobre las fuentes o sobre los estratos bíblicos, sino por la
Biblia como está, como ha sido leída en la Iglesia, desde los Padres
hasta hoy. Es la fidelidad a esta lectura de la Biblia la que nos
ha dado los santos, con frecuencia iletrados, y por cierto a menudo inexpertos en complejidades exegéticas. Sin embargo, son
ellos quienes mejor la han entendido” (p. 76).
Digamos, para cerrar este apartado, que el deseo del Cardenal no es en modo alguno desalentar la verdadera exégesis. La
auténtica exégesis es uno de los servicios más elevados que se
pueda prestar a la Iglesia del Verbo. Lo que no cuadra es una
exégesis que llegue a conclusiones contrarias a la doctrina de
la Iglesia, una exégesis que ignore los logros de la patrística y
las enseñanzas del Magisterio desde el siglo I hasta nuestros días.
No caben paréntesis, como el de aquel que dijera: Ahora voy
a interpretar la Escritura prescindiendo de los Padres y del Magisterio. Ello no es lícito, ni siquiera por un momento. “Debemos
tener el coraje —concluye Ratzinger— de repetir claramente que,
tomada en su totalidad, la Biblia es católica. Aceptarla como
está, en la unidad de todas sus partes, significa aceptar a ios
grandes Padres de la Iglesia y su lectura; significa, por tanto,
entrar en el catolicismo” (p. 173).
II
UNA LITURGIA DESACRALIZADA
Oti’o de los campos donde la crisis se ha hecho realmente

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llamativa es el del culto. Según el Cardenal, se advierte en este
ámbito un claro ejemplo del contraste entre lo que dicen los textos auténticos del Vaticano II y el modo como luego han sido
recibidos y aplicados. Para entrar en materia, le pregunta el
periodista acerca de la pérdida del latín, que el Concilio quiso
salvaguardar al disponer por ejemplo que el uso de la lengua
latina, salvo derechos particulares, fuese conservado en los ritos
latinos (cf. Sacrosanctum Concilium n? 36), o asimismo que se
cuidara que los fieles supiesen recitar y cantar juntos, también
en lengua latina, las partes del Ordinario de la Misa que les
compete (cf. ibid. n° 54). El Cardenal reconoce este desfasaje:
“La lengua litúrgica no era en modo alguno un aspecto secundario . . . Es probable que la desaparición de la lengua litúrgica
común pueda dar fuerza a tendencias centrífugas entre las varias
áreas católicas” (p. 127).
La pérdida del latín no es, sin embargo, lo peor. Lo más
grave ha sido la progresiva desacralización de la liturgia, en
base al argumento de siempre: el mundo de nuestro tiempo no
quiere ya cosas sacras, mistéricas. Paradojalmente, tal argumento ha sido esgrimido por parte de personas sagradas. “Para
un cierto modernismo neo-clerical —dice el Cardenal— el problema de la gente sería el sentirse oprimida por los ‘tabú sacrales’. Pero esto, a lo más, es problema de ellos, de los clérigos
en crisis. El drama de nuestros contemporáneos es, por el contrario, el vivir en un mundo de una cada vez mayor profanidad
sin esperanza. La exigencia verdadera hoy difundida no es la de
una liturgia secularizada, sino, al contrario, de un nuevo encuentro con lo Santo, a través de un culto que haga reconocer la
presencia del Eterno” (pp. 135-136). Más adelante dirá que la proliferación de las sectas esotéricas es una de las consecuencias
de este vacío dejado por el catolicismo.
La liturgia es un misterio, no un show. Hay lugares, dice el
Cardenal, donde los fieles que se preparan para asistir por ejemplo a la Santa Misa, se preguntan “de qué modo, en aquel día,
se desencadenará la ‘creatividad’ de celebrante”. Y añade: “La
liturgia no es un show, un espectáculo que precisa registas geniales y actores de talento. La liturgia no vive de sorpresas ‘simpáticas’, de hallazgos ‘cautivantes’, sino de repeticiones solemnes.
No debe expresar la actualidad efímera sino el misterio de lo
Sacro. Muchos han pensado y dicho que la liturgia debía ser ‘hecha’ por toda la comunidad, para ser de veras suya. Es una visión
que ha llevado a medir su ‘éxito’ en términos de eficacia espectacular, de un entretenimiento. De este modo se ha acabado por
diluir el proprium litúrgico, que no deriva de lo que nosotros
hacemos, sino del hecho de que aquí acaece Algo que todos nosotros juntos no podemos propiamente hacer” (p. 130).

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A la contemplación se la sustituye por la eficacia. La eficacia
pide sorpresas, espectáculo, la contemplación exige reiteraciones;
•—”repeticiones solemnes”—, rumiación. Como bien dice el Cardenal, para el católico la liturgia es la Patria común, la fuente
misma de su identidad; por el hecho de manifestar la Santidad
de un Dios que no cambia, debe tener cierta “predeterminación”,
cierta “imperturbabilidad”. En cambio “la rebelión contra lo quese ha llamado ‘la vieja rigidez rubricista’, acusada de quitar
‘creatividad’, ha envuelto también a la liturgia en el torbellino del
‘haz-lo-que-te-salga’, banalizándola, porque lo ha hecho conforme’
a nuestra mediocre medida” (p. 131).
Este intento de banalización ha pretendido alcanzar el misterio mismo de la Eucaristía, reduciéndola a no ser más que un
“banquete fraterno” y no ya la solemne renovación sacramental
del sacrificio de Cristo; tratando asimismo de separarla del sacerdocio jerárquico, como algunos solicitan; minimizando la adoración ante el tabernáculo: “Se ha olvidado que la adoración es: ”
una profundización de la comunión” (p. 137).
Una de las causas que más ha influido en esta decadencia
de la liturgia ha sido, como se dijo más arriba, la mala interpretación del Concilio. El Vaticano II afirmó que la liturgia implica también una acción sagrada, y pidió que los fieles tuvieran
en ella una actuosa participatio, una participación activa. “Es
un concepto sacrosanto —explica Ratzinger— pero que, en las
interpretaciones posfconciliares, ha sufrido una restricción fatal.
Surgió la idea de que había ‘participación activa’ sólo cuando
se daba una actividad exterior, verificable: discursos, palabras,
cantos, homilías, lecturas, apretones de manos. . . Pero se olvidó’
que el Concilio incluye en la actuosa participatio también el silencio, que permite una participación realmente profunda, personal,,
posibilitándonos la audición interior de la Palabra del Señor. Pues
bien, de ese silencio no ha quedado traza en algunos ritos” (p. 131).
La banalización desacralizante ha encontrado un campo propicio en la música litúrgica, siempre con el mismo pretexto “pastoral” : la necesidad de acercarse a la gente, de atender las presuntas
expectativas de los fieles. En vez de “música sacra”, música fácil, vulgar, “canzonette”, dice Ratzinger. Para el Cardenal
“el abandono de la belleza” se ha mostrado un motivo de “fracaso
pastoral”. “Cada vez es más perceptible el espantoso empobrecimiento que se manifiesta donde se expulsa la belleza y se sujeta
sólo a lo útil. La experiencia ha demostrado cómo el replegamiento a la única categoría del ‘comprensible a todos’ no ha hecho
de la liturgia algo de veras comprensible, más abierto, sino sólo
más pobre” (p. 132).
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Señala Ratzinger que también acá ha sido en nombre de la
“actuosa participatio” que se ha dejado de lado “la gran música
de la Iglesia”, como si el percibir con el espíritu, con los sentidos,
no fuese también auténtica participación, como si en el escuchar, en el intuir, en el conmoverse no hubiera nada “activo”.
Ello en modo alguno significa que haya que oponerse al intento
•de hacer cantar a todo el pueblo, sino sólo al exclusivismo de
•dicho canto, no justificable ni por el Concilio ni por las necesidades pastorales (cfr. pp. 132-133).
El Cardenal ve en la música sacra una suerte de símbolo
•de la belleza “gratuita” que caracteriza a la Iglesia. Demasiado
esplendorosa es la Iglesia como para contentarse con lo ordinario,
lo corriente; “debe despertar la voz del Cosmos, glorificando al
“Creador y revelando al Cosmos mismo su magnificencia, haciéndolo bello, habitable, humano” (p. 133). Es cierto que, sobre
todo a partir de la década de 1960, agrega, se ha ido corrompiendo y degenerando más y más el sentido estético, sobre todo
en los jóvenes, por la música rock y otros productos semejantes,
pero ello no justifica el abandono de la auténtica música sacra.
Volvemos a lo de antes: la desaparición de la belleza es un
fracaso pastoral. “La única, la verdadera apología del cristianismo puede reducirse a dos argumentos: los santos que la Iglesia
ha engendrado y el arte que ha germinado en su seno. El Señoi
se hace creíble por la magnificencia de la santidad y del arte
que resplandecen dentro de la comunidad creyente, más que por
los astutos atajos que la apologética ha elaborado para justificar
los aspectos oscuros que por desgracia abundan en las vicisitudes
humanas de la Iglesia. Si la Iglesia debe seguir convirtiendo, y
por tanto humanizando al mundo, ¿cómo podrá renunciar en su
liturgia a la belleza, que está unida de modo inextricable con e] amor y al mismo tiempo el esplendor de la Resurrección? No,
los cristianos no deben contentarse fácilmente, deben seguir haciendo de su Iglesia un hogar de belleza (un focolare del bello)
—por tanto de verdad— sin en el cual el mundo se convierte en
el primer jirón del infierno” (p. 134).
Se ve que el Cardenal tiene un alto concepto del valor de la
belleza. En cierta ocasión, le cuenta al periodista, un teólogo
famoso, uno de los leaders del pensamiento post-conciliar, le confesó que se sentía un “bárbaro” por su falta de captación de la
belleza. “Un teólogo que no ame el arte —reflexiona el Cardenal—,
la poesía, la música, la naturaleza, puede ser peligroso. Esta
ceguera y sordera a lo bello no es secundaria, se refleja necesariamente también en su teología” (p. 134).
Ante el espectáculo de semejante masacre de la liturgia, le

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dice Messori, ¿no se hace inteligible la reacción de Mons. Lefebvre? El área del malestar —le responde el Cardenal— es más
amplio que el del integrismo anti-conciliar. “Dicho en otras
palabras: no todos los que expresan tal malestar deben por ello
ser necesariamente integristas” (p. 123). Y agrega: “Hay que
ver hasta qué punto cada una de las etapas de la reforma litúrgica después del Vaticano II han sido mejoras verdaderas o,
más bien, banalizaciones. . . Cierta liturgia post-conciliar, hecha
opaca o fastidiosa por su gusto de lo banal y de lo mediocre, al
punto de producir escalofríos…”, no es por cierto un logro cultural ni pastoral, ni salvaguarda “el misterio de Dios en la
Iglesia” (pp. 124-125).
Si bien el puro “arqueologismo romántico” de nada sirve,
concluye el Cardenal, tampoco sirve la modernización banalizante
(cf. p. 136). ¿Pero no será “triunfalismo” una liturgia como la
que Su Eminencia propugna?, le pregunta el periodista. “No es
triunfalismo la solemnidad del culto con que la Iglesia expresa
la belleza de Dios, la alegría de la fe, la victoria de la verdad y
de la luz sobre el error y sobre las tinieblas” (p. 135).
III
UNA TEOLOGIA VACIADA DE CONTENIDO
Con los teólogos acaece algo semejante a lo que sucede con
los exégetas. Muchos de ellos, afirma Ratzinger, parecen haber
olvidado que en última instancia el sujeto que hace teología no
es el individuo aislado sino la comunidad católica en su conjunto,
la Iglesia en su totalidad. De este olvido de la investigación teológica como servicio eclesial, deriva un pluralismo teológico que
en realidad es un liso y llano subjetivismo, en ruptura con la
tradición común. No pocos teólogos pretenden ser “creadores” de
doctrina, cuando su tarea específica consiste en penetrar siempre
más el depósito de la fe. En una visión tan subjetiva de la teología, desenraizada de la Iglesia, el dogma puede llegar a ser
considerado como una jaula intolerable, un atentado a la libertad
del teólogo, cuando en realidad la definición dogmática es un
servicio a la verdad, no una muralla que corta la visión sino una
ventana abierta al infinito (cf. pp. 71-72).
Los falsos teólogos son parte —e importante—- de la crisis
actual. “Cada vez me maravillo de nuevo de la habilidad de los
teólogos que logran sostener exactamente lo contrario de lo que
está escrito en claros documentos del Magisterio. Y para colmo
tal inversión es presentada, con hábiles artificios dialécticos, como
el significado ‘verdadero’ del documento en cuestión” (pp. 22-23).
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A la luz de una concepción tan equívoca de la teología, se
hacen comprensibles las falencias en cada uno de los tratados que
la componen.
La figura de Dios Padre, como primera Persona de la Trinidad, entra en “crisis” por diversos motivos. Ante todo por
acomodo con una sociedad que, después de Freud, desconfía de
toda paternidad. Asimismo porque, merced al influjo del evolucionismo, no se acepta la idea de un Dios Creador, ante quien
corresponde ponerse de rodillas, sino que se prefiere a un Dios camarada. Tai falencia es gravísima. “No es ciertamente por casualidad que el Símbolo apostólico comienza confesando: ‘Creo en un
solo Dios, Padre omnipotente, Creador del cielo y de la tierra’. Esta
fe primordial en el Dios creador (por tanto un Dios que sea realmente Dios) constituye como el clavo del que cuelgan todas las otras
verdades cristianas. Si aquí se vacila, todo el resto cae” (p. 78).
Sufre asimismo la figura de Cristo, cuya divinidad poco interesa. “Hay una cristología, a menudo sospechosa, donde se subraya de modo unilateral la naturaleza humana de Jesús, oscureciendo, o callando, o expresando de modo insuficiente la naturaleza
divina que convive en la misma persona de Cristo” (p. 77). Es
que, en el fondo, advierte agudamente el teólogo Ratzinger, pareciera no creerse más en un Dios que pueda entrar en la
profundidad de la materia, al estilo del viejo gnosticismo. “De
aquí las dudas sobre los aspectos ‘materiales’ de la revelación,
como la presencia real de Cristo en la Eucaristía, la virginidad
perpetua de María, la resurrección concreta y real de Jesús, la
resurrección de los cuerpos prometida a todos al fin de la historia” (p. 78).
La nueva teología cuestiona asimismo el concepto clásico del
pecado. Y ante todo del pecado original. Denuncia el Cardenal
un olvido, si no una negación de aquella realidad. “Algunos teólogos habrían hecho propio el esquema de un iluminismo a lo
Rousseau, con el dogma qüe está en la base de la cultura moderna,
sea capitalista o marxista: el hombre bueno por naturaleza, corrompido tan sólo por la educación equivocada y por las estructuras sociales que hay que reformar” (p. 79). Para Ratzinger,
las dificultades teológicas y pastorales contra el pecado original
no son ciertamente de índole semántica, como algunos han pretendido, sino de naturaleza muy honda. “En una hipótesis evolucionística del mundo (a la que en teología corresponde un.
c-ierto ‘teilhardismo’) no hay obviamente lugar para ningún ‘pecado original’. Este, a lo más, no es sino una expresión simbólica, mítica, para indicar las carencias naturales de una creatura.
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como el hombre que, de orígenes imperfectísimos, va hacia la
perfección, va hacia su realización completa. Aceptar esta visión
significa la ruina de la estructura del cristianismo: Cristo es
transferido del pasado al futuro; redención significa simplemente
caminar hacia el futuro, cual necesaria evolución hacia lo mejor.
El hombre es sólo un producto aún no del todo perfeccionado
por el tiempo; no se ha dado una ‘redención’ porque no ha habido ningún pecado que reparar sino sólo una carencia que, repito, sería natural” (pp. 80-81). Si ya no se acepta que el hombre
se encuentra en un estado de alienación, no sólo económica y
social, en un estado de alienación del que no puede salir por sus
solas fuerzas, cae por tierra la necesidad del Cristo redentor. Se
trata, ni más ni menos, de una nueva forma de pelagianismo.
“La incapacidad de captar y presentar el ‘pecado original’ es en
verdad uno de los problemas más graves de la teología y de la
pastoral actuales” (p. 79).
Negado el pecado original, pierde todo su sentido el pecado
personal. Hoy todos nos sentimos tan buenos —dice Ratzinger—
que no podemos merecer otra cosa que el paraíso! Adviértese en
este fenómeno el influjo de la mentalidad moderna que, a fuerza
de atenuantes y de alibis, tiende a eliminar el sentido de la culpa.
“”Alguno ha observado que las ideologías que hoy dominan están
todas unidas por un común dogma fundamental: la obstinada
negación del pecado” (p. 158). En relación con este tema, señala
el Cardenal su desacuerdo con la desaparición de aquella fórmula
de la Misa, previa a la comunión: “ne respicias peccata mea,
sed fidem Ecclesiae tuae” en cuyo lugar se ha puesto “ne respicias peccata nostra, sed fidem Ecclesiae tuae” lo juzga un cambio nada irrelevante, ya que le parece esencial que el pedido
de perdón sea pronunciado en primera persona, en vez de esconderse en la masa anónima del “nosotros”, del “grupo”, del “sistema”, de la “humanidad”. Es claro que la nueva fórmula se
puede entender de manera correcta si se piensa que el “yo” está
dentro del “nosotros”. Sin embargo, dados los prejuicios existentes, se presta a confusión. Más aún, dice con trágico humor, no
se trata sólo de un equívoco paso del yo al nosotros, sino del
peligro de que alguno, inconscientemente, descargue sus pecados
sobre la Iglesia institucional, como si dijese: “no mires los pecados de la Iglesia sino mi fe” (cf. pp. 51-52).
El neo-modernismo hiere también el concepto mismo de la
Iglesia. A una cristología que ha perdido su referencia a lo divino, a un evangelio reducido al proyecto-Jesús, proyectos sociales, históricos, inmanentes, “que pueden parecer también religiosos
en apariencia, pero son ateos en la sustancia” (p. 46), debía
seguirse una visión más sociológica que sobrenatural de la Igle-
— 14 —

sia. “Mi impresión es que tácitamente se va perdiendo el sentido
auténticamente católico de la realidad ‘Iglesia’, sin que se lo
rechace expresamente. Muchos no creen ya que se trate de una
realidad querida por el mismo Señor. Incluso, según algunos
teólogos, la Iglesia aparece como una construcción humana, un
instrumento creado por nosotros, y que por tanto nosotros mismos podemos reorganizar libremente, según las exigencias del
momento… Una concepción de Iglesia que no se puede siquiera
llamar protestante, en sentido ‘clásico’… (p. 45). Estamos nuevamente en presencia de otra “apertura” al hombre moderno para
el cual es sin duda mucho más comprensible este concepto de
“iglesia libre” (Freechurch), que el concepto tradicional (cf.
p. 165).
Ratzinger juzga que a ello ha contribuido el uso generalizado de la expresión “pueblo de Dios”. No que en sí sea ilegítima, y de hecho la ha empleado el Concilio, pero de algún modo
invita a abandonar el Nuevo Testamento para retornar al Antiguo, donde dicha fórmula fue empleada para designar a Israel
en su relación de fidelidad al Señor. Aplicada a la Iglesia, la
expresión “pueblo de Dios” implica una referencia prevalentemente veterotestamentaria, destacando la continuidad entre la
Iglesia e Israel. La connotación específica y neotestamentaria de
la Iglesia es más bien “Cuerpo de Cristo”, merced a la cual se
evita el énfasis sociologista que podría esconderse en la anterior
expresión. “La Iglesia no se agota en la ‘colectividad’ de los creyentes: siendo el ‘Cuerpo de Cristo’ es mucho más que la simple
suma de sus miembros” (p. 47). Hoy hay que subrayar más que
nunca que la Iglesia en modo alguno se constituye desde abajo;
es la Iglesia del Señor, la real presencia de Dios en el mundo,
el misterio de Cristo prolongado. Su inserción en Cristo “hace
que la Iglesia no sea nuestra Iglesia, de la que podríamos disponer a gusto; es, en cambio, su Iglesia. Todo aquello que es sólo
nuestra Iglesia, no es Iglesia en el sentido profundo, pertenece
a su aspecto humano, y por tanto accesorio, transitorio” (p. 49).
Una concepción horizontalista de la Iglesia evacúa el sentido profundo de la obediencia. Si la Iglesia es “nuestra” Iglesia,
si la Iglesia somos solamente nosotros, fácilmente se acaba por
reducirla a un partido, a una asociación, a un club filantrópico. “Su
estructura profunda e ineliminable no es democrática sino sacramental, y por tanto jerárquica. . . La autoridad, aquí, no se basa
en mayorías surgidas de votaciones, sino en la autoridad del mismo
Cristo” (p. 49). Esta es la Iglesia que ha querido Cristo, la única
que puede exigir obediencia, porque es el cuerpo del Verbo que es
Verdad, no la que sostiene una verdad posible, sino la que afirma
la Verdad, única como único es Cristo. “En un mundo donde, en
— 15 —
el fondo, el escepticismo ha contagiado también a muchos fieles,
es un verdadero escándalo la convicción de la Iglesia de que hay
una Verdad con mayúscula, y de que esta Verdad sea reconocible,
expresable y, dentro de ciertos límites, también definible de modo
preciso. Es un escándalo que es compartido también por los católicos que han perdido de vista la esencia de la Iglesia” (p. 20).
La visión inmanentista de Cristo y de la Iglesia ha también
atentado contra el sentido de la escatología. En muchos cristianos,. advierte Ratzinger, ha desaparecido, simplemente, el sentido
escatológico. Tal ha sido una de las causas de la proliferación de
las sectas; al omitirse la noción de los últimos fines en la pastoral de no pocos, dicha carencia de nuestro mensaje y de nuestra
praxis ha sido cubierta por el escatologismo radical, el milenarismo que caracteriza a muchas de las sectas (cf. p. 120). “La
valoración correcta de mensajes como el de Fátima puede ser uno
de nuestros tipos de respuesta” (ibid.).
Ha quedado asimismo tocada la teología de las misiones. Es
doctrina antigua y tradicional de la Iglesia que todo hombre ha
sido llamado a la salvación y puede de hecho salvarse si obedece
con sinceridad los dictados de la propia conciencia. “Esta doctrina, que era ya pacíficamente aceptada, ha sido excesivamente enfatizada a partir de los años del Concilio, apoyándose en teorías
como la del ‘cristianismo anónimo’. Así se ha llegado a sostener
que siempre está la gracia si alguien —no creyente en alguna religión o secuaz de cualquier religión— se limita a aceptarse a sí
mismo como hombre. Según estas teorías, el cristiano sólo tendría
de más la conciencia de aquella gracia que, sin embargo, estaría
en todos, con o sin bautismo. Disminuida la esencialidad del bautismo, se ha dado luego un énfasis excesivo a los valores de las
religiones no cristianas, que algún teólogo presenta no como vías
extraordinarias de salvación sino directamente como vía ordinaria” (p. 211). Tales ideas han enfriado obviamente el fervor
misionero de la Iglesia: ¿Para qué molestar a los no cristianos
induciéndolos al bautismo y a la fe en Cristo, si su religión es su
\’ía de salvación? Se olvida así la relación que el Nuevo Testamento establece entre salvación y verdad. Sólo la verdad nos
libera y por tanto sólo la verdad nos salva. El mismo Apóstol que
dijo: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al
conocimiento de la verdad”, agregó enseguida que la verdad consiste en saber que “uno solo es Dios y uno solo el mediador entre
Dios y los hombres, el hombre Jesucristo” (1 Tim. 2,4-7) (cf.
pp. 211-212).
Un concepto tan lato de salvación ha herido también la noción del verdadero ecumenismo. El esfuerzo ecuménico, afirma
Ratzinger, es en este período de la Iglesia parte integrante del
16 —
desarrollo de la fe. Pero como en los otros casos también en
éste “los equívocos, las impaciencias, las facilonerías, más que
acercar la meta la alejan más y más.. . Las definiciones claras
de la propia fe sirven a todos, incluso al interlocutor” (p. 163).
Una crisis tan general, que ha abarcado el íntegro ámbito
de la teología, con el consiguiente cuestionamiento de casi todas
las verdades de la fe, no podía dejar de tener graves repercusiones en el campo de la catequesis, que por no transmitir ya un
modelo común de la fe, “está expuesta a hacerse añicos” (p. 72).
El juicio de Ratzinger es tajante: “Algunos catecismos y muchos
catequistas no enseñan ya la fe católica en su complejo armónico
•—donde cada verdad presupone y explica la otra— sino que tratan de hacer humanamente ‘interesantes’ (según las orientaciones
culturales del momento) algunos elementos del patrimonio cristiano” (ibid.). Así, explica el Cardenal, algunos pasajes de la
Biblia son puestos de relieve porque se los considera “más cercanos a la sensibilidad contemporánea”, otros quedan fuera de
circulación por la razón contraria. “Por tanto, no ya una catequesis que sea formación global en la fe, sino reflejos y bosquejos
de experiencias antropológicas parciales, subjetivas” (pp. 72-73).
Vuelve acá sobre lo que ya había afirmado en aquellas conferencias que sobre esta materia pronunciara no hace mucho en
Francia, recordando, que una catequesis que quiere ser auténtica,
que aspire a formar verdaderamente en la fe, deberá implicar
un “núcleo” permanente e irrenunciable. “Todo el discurso sobre
la fe está organizado en torno a cuatro elementos fundamentales:
N
el Credo, el Pater Noster, el Decálogo, los Sacramentos… El cristiano encuentra lo que debe creer (el Símbolo o Credo), esperar
(el Pater Noster), hacer (el Decálogo) y el espacio vital en que
todo esto debe desarrollarse (los Sacramentos). Pues bien, esta
estructura fundamental es abandonada en demasiadas catequesis
actuales, con los resultados que constatamos de disgregación del
sensus fidei en las nuevas generaciones, a menudo incapaces de
una visión del conjunto de su religión” (p. 73).
Finalmente el Cardenal señala el carácter utópico de una
teología elaborada en gabinetes: “Desde mi sede tan incómoda
(pero que permite al menos ver el cuadro general) he entendido
que cierta ‘contestación’ de ciertos teólogos está signada por una
mentalidad típica de la burguesía opulenta del Occidente. La realidad de la Iglesia concreta, del humilde pueblo de Dios, es bien
diversa de la que imaginan en ciertos laboratorios donde se destila la utopía” (pp. 15-16). Con frecuencia la fe común del pueblo cristiano sabe discernir cuáles son los verdaderos maestros
y cuáles no.
— 17 —
III
UNA MORAL ACEPTABLE PARA EL MUNDO MODERNO
Uno ele los capítulos del libro que estamos comentando lleva
por título: “El drama de la moral”. Es que para Ratzinger también la moral pasa por una grave crisis, que tendría por epicentro el mundo que suele llamarse “desarrollado”, sobre todo
Europa y los Estados Unidos. Sabemos, sin embargo, el enorme
influjo que las ideas de dicho mundo acaban por ejercer sobre
los países “subdesarrollados”, donde no pocas veces se afirman
como si fuesen novedades doctrinas ya elaboradas, según nos lo
decía el Cardenal en el párrafo con que cerramos el último acápite, “en ciertos laboratorios donde se destila la utopía”.
c
La crisis de la moral, antes que manifestarse en el interior
de la Iglesia, se había ya desencadenado en este mundo apóstata,
que a lo largo de los últimos siglos se ha ido alejando progresivamente de Dios. A un mundo que tenía por centro a Dios —teocéntrico— ha sucedido un mundo que considera como centro, ya
no al hombre, sino a la riqueza. En el Occidente, principalmente,
al dinero ha pasado a ser la medida de todo. El Liberalismo económico, advierte sagazmente Ratzinger, se traduce, en el plano
moral, en su exacto correspondiente: el permisivismo (cf. p. 83).
El Cardenal señala la ruptura de algunos ligámenes que hacen
el entramado de una sociedad verdaderamente ordenada. Por
ejemplo, la desvinculación entre sexualidad y matrimonio; una vez
que tal desligación fue aceptada por la opinión pública, se procedió a separar la sexualidad de la procreación; terminándose parado jalmente el proceso con un paso en sentido inverso, esto es,
procreación sin sexualidad, de donde los experimentos siempre
más aberrantes que los diarios nos dan a conocer (cf. p. 84).
“En el fondo de esta marcha por romper las conexiones fundamentales, naturales (y no, como dicen, sólo culturales), hay consecuencias inimaginables que derivan de la lógica misma que
preside un semejante camino” (p. 85). Así la sociedad ha acabado
por erigir en principios y “derechos de la persona” lo que antes
era delito. Hoy, por ejemplo, la homosexualidad se ha convertido
en un derecho inalienable, lo cuaí resulta lógico dadas las premisas; más aún, el pleno reconocimiento de dicho “derecho” ha
acabado por transformarse en un aspecto de la liberación del
hombre (cf. pp. 85-86).
Que el mundo vaya por este camino, resulta por cierto lamentable. Pero lo más lamentable es que no pocos moralistas hayan
decidido acompañar gozosamente al mundo transitando pasos semejantes. Es, en última instancia, la gran tentación de nuestro tiem-
— 18 —

po, condescender con el Zeitgeist. Ratzinger lo expresa con claridad : “Los teólogos morales del Occidente acaban por encontrarse
ante una alternativa: les parece que tienen que elegir entre el
disenso con la sociedad actual y el disenso con el Magisterio…
O la Iglesia encuentra un entendimiento, un compromiso con los
valores que acepta la sociedad a la que quiere seguir sirviendo,
o bien se decide a permanecer fiel a sus valores propios (y que, a su
juicio, son los que tutelan al hombre en sus exigencias profundas)
y entonces se encuentra desplazada en relación con la misma sociedad” (pp. 86-87). Pone diversos ejemplos, como el de las relaciones prematrimoniales, que algunos moralistas intentan justificar, la masturbación, considerada como un fenómeno normal
en los adolescentes, la admisión de los diyorciados a los sacramentos, el feminismo radical.
A esta situación “dramática” de la moral católica concurre
otra causa de índole relativista. Se piensa que la moral tradicional, la que nos ha enseñado la Iglesia, no es sino el producto de
una cultura determinada. Incluso se pone en cuestión la vigencia
de los diez mandamientos. “Hoy hay moralistas ‘católicos’ que
sostienen que el Decálogo, sobre el cual la Iglesia ha construido
su moral objetiva, no sería sino un ‘producto cultural’, ligado
al antiguo Medio Oriente semita. Por tanto, una regla relativa,
dependiente de una antropología, de una historia que no son ya
nuestras… Para el católico, la Biblia es un todo unitario, las
Bienaventuranzas de Jesús no anulan el Decálogo entregado por
Dios a Moisés” (p. 90). En el fondo de todo esto subyace la negación del orden natural, y consiguientemente de la ley natural,
puesta acremente en discusión.
El hecho es que, como dice Ratzinger “hoy el ámbito de la
teología moral se ha convertido en el lugar principal de las tensiones entre Magisterio y teólogos” (p. 87).
Señala el Cardenal otro aspecto interesante que hace al tema
que nos ocupa. Nuestra época ha elaborado una “moral de los
fines”, o, como se prefiere llamarla en los Estados Unidos, donde
se ha inventado y desde donde se ha difundido, una “moral de
las consecuencias” o “consecuencialismo”. Según esta doctrina,
nada es en sí bueno o malo; la bondad de una acción depende
únicamente de su fin y de. sus consecuencias previsibles o calculables. Este nuevo criterio moral servirá de fundamento a la teología de la liberación, inspirada en el marxismo, de la que nos
ocuparemos enseguida, ya que según dicha “teología”, el “bien
absoluto”, que consiste en la edificación de la sociedad justa, socialista, se convierte en la suprema norma moral, la que justifica
todo el resto, comprendidos, si fuere necesario, la mentira y el
homicidio.
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En última instancia, detrás de todas estas desviaciones éticas, se esconde un orgullo profundo, diabólico. La verdadera moral supone la humildad de quien se sabe creatura, de quien recibe
la ley de manos de su Creador. “Todo esto ya ha sido descrito
con precisión en las primeras páginas de la Biblia —dice el Cardenal—. El núcleo de la tentación al hombre y de su caída se
encierra en esta palabra programática: ‘Seréis como Dios’ (Gen.
3,5). Como Dios: esto es, libres de la ley del Creador, libres de
las mismas leyes de la naturaleza, dueños absolutos del propio
destino. El hombre que desea continuamente sólo esto: ser el
creador y dueño de sí mismo. Pero lo que le espera al fin de
este camino no es ciertamente el Paraíso Terrestre” (p. 92).
V
LA TERGIVERSACION DE LA DOCTRINA
SOCIAL DE LA IGLESIA
Tal es uno de los ámbitos donde confluyen la crisis de la
teología y la crisis de la moral, principalmente en la llamada
“teología de la liberación”, a la que Ratzinger dedica abundantes
páginas del presente libro. Esta sedicente teología, la que hace
suyas las posiciones marxistas, no es por cierto un fenómeno
del Este europeo, donde no hay peligro de experimentar la tentación de convertirse a las posiciones ele una ideología impuesta
por la fuerza, y donde la gente conoce en propia piel la tragedia
de una sociedad que ha intentado, sí, una liberación, pero de
Dios. “Más aún, en algunos países del Este —afirma con graceje
el Cardenal—, parece surgir la idea de una ‘teología de la liberación’, pero como liberación del marxismo” (p. 200). Por eso,
agrega, la fe está más al reparo en el Este, donde es oficialmente
perseguida. “En el plano doctrinal no tenemos casi ningún problema con el catolicismo de aquellas zonas” (ibid.).
Es cierto que el Occidente, a pesar de no encontrarse bajo
ia bota marxista, está también en franca decadencia. Ratzinger
recuerda cómo el Card. Wyszynski ponía en guardia frente al hedonismo y permisivismo occidentales no menos que frente a la
opresión marxista. El Carel. Bengsch, obispo de Berlín, le dijo
en cierta ocasión que veía un peligro más grave para la fe en
el consumismo occidental y en una ideología contaminada por
esa posición que en el comunismo marxista. Hay algo de satánico, afirma Ratzinger, en la manera como en Occidente se explota el mercado de la pornografía y de la droga, en la frialdad
perversa con que se aprovecha la debilidad del hombre para mejor corromperlo, en el intento de persuadir a la gente de que el
20 —
único fin de la vida es el placer y el interés privado. Pero cuanao
el periodista le pregunta qué es más peligroso, el capitalismo
liberal o el marxismo, responde: “Me parece que el marxismo,
en su filosofía y en sus intenciones morales, es una tentación
más profunda que la de algunos ateísmos prácticos, y por tanto
intelectualmente superficiales. Es que en la ideología marxista
se aprovecha también de la tradición judeo-cristiana, si bién
arruinada por un profetismo sin Dios; se instrumenta para fines
políticos las energías religiosas del hombre, enderezándole hacia
una esperanza tan sólo terrena que es el trastrueque de la tensión cristiana hacia la vida eterna” (p. 201).
Pues bien, resulta trágico que haya en el Occidente quienes
hacen suya la cosmovisión del marxismo y, para colmo, como
si ello fuera una exigencia del evangelio. Ratzinger se aplicará
también aquí a desenmascarar dicho intento. El periodista ha
querido incluir en este libro un espléndido texto privado del Ratzinger teólogo sobre el tema, más profundo y coherente aún que
aquel público que todos conocemos. La teología de la liberación,
nos dice en aquel texto, pretende dar una nueva interpretación
global del cristianismo. El cristianismo no sería otra cosa que
una praxis de liberación, pero como según esta teología toda realidad es política, también la liberación es un concepto político;
todo lo demás es irrealismo (cf. pp. 186-187). “Esta teología no
intenta en modo alguno constituir un nuevo tratado teológico al
flanco de los otros ya existentes, como por ejemplo elaborar algunos aspectos de la ética social de la Iglesia. Se concibe más bien
como una nueva hermenéutica de la fe cristiana, vale decir como
una nueva forma de comprensión y de realización del cristianismo en su totalidad. Es por ello que cambia todas las formas
de la vida eclesial: la constitución eclesiástica, la liturgia, la
catequesis, las opciones morales” (p. 185). Esto es lo más grave,
el intento de Weltanscliauung a que aspira tal “teología”. “Muchos teólogos de la liberación siguen usando en gran parte el
lenguaje ascético y dogmático de la Iglesia pero en clave nueva,
de manera tal que quien lee y quien oye partiendo de otro presupuesto, puede quedar con la impresión de volver a encontrar
el patrimonio antiguo con el solo agregado de alguna afirmación
un poco ‘extraña’, pero que, unida a tanta religiosidad, no parecería ser tan peligrosa” (p. 187).
7. Las causas de la teología ele la liberación
Pregúntase el Cardenal cómo se ha llegado a la elaboración
de esta teología. Y señala diversas causales.
Ante todo, el menosprecio de la tradición teológica. Se propagó la idea de que la tradición teológica existente hasta enton-
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ees ya no era aceptable y por tanto había que buscar, a partir
de la Escritura y de los signos de los tiempos, orientaciones teológicas totalmente nuevas.
En segundo lugar, al concluir la fase de reconstrucción que
siguió a la segunda guerra mundial, fase que coincidió con el
término del Concilio, se produjo en Occidente una suerte de vacío
de banderas. Y así, a falta de otra cosa, el neomarxismo en sus
diversas formas, con los acentos religiosos de Bloch y las filosofías “científicas” de Adorno y Marcuse, ofrecieron modelos de
acción casi irresistibles sobre todo a la juventud universitaria.
La idea de apertura al mundo y de compromiso con el mundo, se
transformó a menudo en una f e ingenua en las ciencias, como
si éstas fuesen un nuevo evangelio; y de este modo la psicología
y la sociología modernas, así como la interpretación marxista de
la historia, fueron consideradas como científicamente seguras y
por tanto ya no incompatibles con el pensamiento cristiano.
La tercera causa es atribuible al influjo que la exégesis de
Bultmann ejerció sobre los católicos. Según Bultmann, el “Jesús
histórico” se encuentra a distancia sideral del “Cristo de la fe” ;
de manera semejante, hay un abismo entre el Cristo enseñado
por el Magisterio y el Cristo de la subjetividad. En base a tales
presupuestos, la cristología se abrió a la posibilidad de nuevas
interpretaciones, considerándose las anteriores, incluida la del
Magisterio, como históricamente insostenibles, ligadas a una teoría “científicamente” inaceptable. Además Bultmann influyó por
su redescubrimiento del antiguo concepto de “hermenéutica”; la
comprensión real de los textos históricos, afirma, no se logra
a través de la mera interpretación histórica, pues ésta incluye
ciertas decisiones preliminares. Ya la figura de Jesús presentada
en los evangelios, constituyó una síntesis de hechos e interpretaciones de la experiencia que tuvieron comunidades primitivas,
donde, sin embargo, la interpretación fue mucho más importante
que el hecho, en sí ya no determinable. Esta síntesis originaria
de hechos e interpretaciones puede y debe ser disuelta y reconstituida simpre de nuevo por cada época. La vida y las experiencias de la comunidad son las que determinan la comprensión y
la interpretación de la Escritura. Con su “experiencia” la comunidad “interpreta” los hechos y encuentra así su “praxis” concreta. La hermenéutica tiene pues por tarea “actualizar” la
Escritura, en conexión con los datos que la historia, siempre
cambiante, va presentando. Lo único relevante es saber qué significa el “entonces” en el “hoy”. Para responder a esta cuestión,
Bultmann recurrió a la filosofía de Heidegger, interpretando la
Biblia en sentido existencialista. Desde este punto de vista, ha
quedado superado por la exégesis actual. Lo que resta en pie

— 22 —

es la separación por él establecida entre la figura histórica de
Jesús y la figura de Jesús transferida al presente a través de una
nueva hermenéutica. Si hasta ahora la Iglesia había sido la instancia hermenéutica principal, hoy pasó a serlo la “comunidad”.
La segunda y la tercera causa se van a entrecruzar. Siendo
el análisis marxista de la historia y de la sociedad el único realmente “científico”, y dado que toda realidad es política y debe
ser juzgada políticamente, será preciso releer la Biblia a la luz
del marxismo. El marxismo pasa a ser la hermenéutica legítima
para la comprensión de la Biblia. Esta decisión, “científicamente”
y “hermenéuticamente” indiscutible, determina tanto las instancias interpretativas cuanto los contenidos interpretados. La clásica lucha entre el bien y el mal será la entablada entre el
marxismo y el capitalismo, la lucia de clases. El “pobre”, del que
nos habla la Escritura, no será otro que el “proletario” oprimido.
El pecado ya no será personal sino de las “estructuras”. El “pueblo de Dios” será la comunidad en cuanto que se la contradistingue
de la “jerarquía”; dicho pueblo es la antítesis de todas las instituciones que aparecen como fuerzas de opresión; la “Iglesia del
pueblo”, que participa en la “lucha de clases”, se opondrá así
a la “Iglesia jerárquica”. La “historia de la salvación” que nos
ofrece la Biblia encontrará su expresión actual en la idea marxista de la historia, que procede dialécticamente como portadora
de salvación. El Magisterio, que insiste en verdades “permanentes”, será señalado como una instancia que frena la historia,
dado que piensa “metafísicamente” y no “históricamente”, como
lo hace la Escritura, interpretada hoy adecuadamente por la filosofía materialista-marxista. Cualquier intervención del Magisterio
contra tal interpretación del cristianismo no constituirá sino una
demostración más de que tal Magisterio está de parte de los
opresores contra los oprimidos, es decir, contra Jesús mismo, convirtiéndose en la expresión doctrinal de la clase dominante.
Hay un tercer motivo que originó históricamente la aparición
de la teología de la liberación, a saber, la situación de -pobreza
existente sobre todo en América Latina, en un momento de opulencia para Europa y los Estados Unidos. El desafío de la pobreza pareció exigir nuevas respuestas que no se creía poder
encontrar en la doctrina social de la Iglesia, tal cual había sido
expuesta hasta ese momento. La única respuesta la dará la comunidad, la experiencia y la historia, verdaderas instancias interpretativas, a la luz de la sola doctrina “científica” hoy existente
o sea el marxismo.
2. Los contenidos de la teología de la liberación
Resume Ratzinger en este libro lo que ya había dicho sobre
— 23 —
•ello en la Declaración publicada por su Dicasterio, si bien es
cierto que ampliando algunas de sus observaciones.
Señala ante toda la inmanentización de las virtudes teologales. La fe se convierte en fidelidad a la historia, a la experiencia
de Jesús, que es radicalmente histórica. La esperanza es vista
como “confianza en el futuro” y en el trabajo por el futuro. La
caridad consiste en la “opción por los pobres”, esto es, coincide
con la opción por la lucha de clases. “Los teólogos de la liberación
subrayan con fuerza, frente al ‘falso universalismo’, la parcialidad
y el carácter de partido de la opción cristiana; tomar partido es,
según ellos, requisito fundamental de una correcta hermenéutica
de los testimonios bíblicos. A mi juicio, aquí se puede reconocer
muy claramente la mezcla entre una verdad fundamental del
cristianismo y una opción fundamental no cristiana, que hace el
conjunto tan seductor: el sermón de la montaña sería en realidad
la elección que hace Dios en favor de los pobres” (p. 195).
Los teólogos de la liberación aceptan la predicación de Jesús
sobre el “reino de Dios”, pero leída sobre el telón de fondo de la
hermenéutica marxista: se trata de trabajar en la realidad histórica que nos circunda para tranformarla en el reino de Dios.
Advierte acá Ratzinger con gran lucidez el influjo de una idea
fundamental de cierta teología postconciliar que habría empujado
en esta dirección. “Se ha sostenido que según el Concilio se debería superar toda forma de dualismo; el dualismo de cuerpo y
alma, de natural y sobrenatural, de inmanencia y trascendencia,
de presente y futuro. Tras el desmantelamiento de estos presuntos ‘dualismos’, queda sólo la posibilidad de trabajar por un reino
que se realice en esta historia y en su realidad político-económica”
(p. 195).
Alude a este respecto el Cardenal a una gravísima interpretación que de la muerte y resurrección de Cristo ha elaborado
uno de los jefes de la teología de la liberación: “Establece ante
todo, contra las concepciones ‘universalistas’, que la resurrección
es, en primer lugar una esperanza para aquellos que están crucificados, los cuales constituyen la mayoría de los hombres: todos aquellos millones a los que la injusticia estructural se impone como una
lenta crucifixión. El creyente participa sin embargo también en el
señorío de Jesús sobre la historia a través de la edificación del reino, esto es, en la lucha por la justicia y la liberación integral, en la
transformación de las estructuras injustas en estructuras más humanas. Este señorío sobre la historia es ejercitado repitiendo en la
historia el gesto de Dios que resucita a Jesús, esto es, volviendo a
dar vida a los crucificados de la historia. El hombre ha asumido
así el poder de Dios y aquí la transformación total del mensaje
“bíblico se manifiesta de modo casi trágico, si se piensa cómo esta
— 24
tentativa de imitación de Dios se ha explicado y se explica todavía” (p. 196). Trataríase de un pelagianismo exacerbado.
En fin, los contenidos bíblicos y doctrinales se ven tergiversados. El Exodo se transforma en el símbolo de una liberación
intrahistórica; el misterio pascual es entendido en sentido revolucionario; la eucaristía es una liberación en el sentido de la esperanza político-mesiánica. La palabra “redención” es sustituida
generalmente por la de “liberación”, que es a su vez interpretada en el contexto de la lucha de clases, como proceso que avanza.
Se acentúa enormemente el valor de la praxis: la verdad no debe
ser entendida en sentido metafísico —sería un “idealismo” más—-
sino como algo que se realiza en la historia y en la praxis. La
“ortopraxis” se convierte así en la única, verdadera “ortodoxia”.
“No se puede negar que el conjunto contiene una lógica cuasi
inexpugnable. Con las premisas de la crítica bíblica y de la hermenéutica fundada sobre la experiencia por una parte, y del análisis marxista ele la historia por el otro, se ha llegado a crear
una visión de conjunto del cristianismo que parece responder
plenamente tanto a las exigencias de la ciencia cuanto a los desafíos morales de nuestro tiempo” (p. 197).
•1. La gravedad de esta teología
Contrariamente a lo que hemos oído y leído, con motivo de
la publicación del Documento oficial sobre la teología de la liberación, en que se nos decía que la principal intención de dicho
Documento era alabar lo positivo de aquella “teología”, Ratzinger
reafirma en este libro: “Se hace manifiesto un peligro fundamental para la fe de la Iglesia” (p. 185). Observa el Cardenal
que si bien es cierto que estos teólogos expresan a veces algunas
verdades, y que un error no puede existir si no contiene una
cuota de verdad, “de hecho un error es tanto más peligroso cuanto
mayor es la proporción del núcleo de verdad aceptada” (p. 185).
Como si quisiese salir al encuentro de aquellos teólogos e incluso
obispos que han minimizado el alcance de sus declaraciones como
Prefecto de la Congregación, dice aquí nuestro Autor: “Precisamente la radicalidad de la teología de la liberación hace que con
frecuencia se minusvalore su gravedad, porque no entra en ningún esquema existente hasta hoy de herejía; su impostación de
partida se encuentra fuera de lo aue puede encontrarse en los
tradicionales esquemas de discusión” (p. 187).
La cosa se agrava por otro hecho al que alude el Cardenal,
•a saber, “la dolorosa imposibilidad de dialogar con los teólogos
que aceptan ese mito ilusorio” (p. 201). Si los representantes
del Magisterio intentan corregirlos, denunciando sus desviaciones,
— 25 —
enseguida se los etiqueta como “siervos” o “lacayos” de las clasesdominantes.
Sin embargo, no hay que cejar en la denuncia “profética”
como lo es también ésta, la del Cardenal. Será la mejor manera
de proteger a los desprotegidos: “Defender la ortodoxia significa,
realmente defender a los pobres y evitarles las ilusiones y sufrimientos de quien no sabe dar una prospectiva realística de rescate ni siquiera material” (p. 180). Interesante esta afirmación. La
mezcla de Biblia, cristología, política, sociología, economía, inaceptable teológicamente y peligrosa socialmente; el abuso de la
Escritura o de la teología para absolutizar una teoría totalmentedesviada; la sacralización de la revolución; todas estas cosas
contribuyen a suscitar un fanatismo entusiasta que puede conducir a la peor de las injusticias. Hemos sido testigos de cómo>
se ha “concientizado” a gente humilde, que vivía su pobreza con
dignidad, y se la ha convertido en personas que destilaban odio,
sin que por ello se solucionara problema alguno. Dejaron de serpobres de espíritu, pero no por ello pudieron salir de su pobreza
material… Los teólogos de la liberación hunden al hombre en
su miseria. Lo expresa Ratzinger con su habitual nitidez: “Hay
un elemento en común a los programas de liberación secularísticos: quieren buscar esa liberación sólo en la inmanencia, po r
tanto en la historia, en el más acá. Pero es justamente esta visión
cerrada en la historia, sin desemboque en la trascendencia, lo
que ha conducido al hombre a su actual situación… No ven ni”
pueden ver que la ‘liberación’ es ante todo y principalmente liberación de aquella esclavitud radical que el ‘mundo’ no ve, más
aún, que niega: la esclavitud radical del pecado” (p. 183). El
Cardenal deplora que sean precisamente sacerdotes, teólogos,
quienes alienten esta ilusión tan poco cristiana de poder crear
un hombre y un mundo nuevos, no mediante el llamado a la conversión, sino obrando sólo sobre las estructuras sociales y políticas. “Es el pecado personal lo que está en realidad en la base’
también de las estructuras sociales injustas. Es sobre la raíz, no
sobre el tronco y las ramas del árbol de la injusticia donde sería
preciso trabajar si se quiere de veras una sociedad más humana”‘
(p. 203). Pero estas afirmaciones tan cristianas, son rechazadas
con desprecio como “alienantes”, “idealistas”, “espiritualistas”.
En realidad, la teología de la liberación resulta ser una telogía de gabinete, a pesar de que se la haya querido mostrar cornobrotando de las entrañas de los países subdesarrollados. “La
teología de la liberación, en sus formas que se remiten al marxismo —afirma el Cardenal—, no es en modo alguno un producto
autóctono, indígena, de la América Latina.. . Se trata, en realidad, al menos en el origen, de una creación de intelectuales; y
de intelectuales nacidos o formados en el Occidente opulento;-
— 26 —
•europeos son los teólogos que la han iniciado, europeos —o alumnos de las universidades europeas— son los teólogos que la hacen
crecer en Sud América. Tras el español y el portugués de esa
predicación se entrevé en realidad el alemán, el francés, el angloamericano” (p. 199). Lo que afirma Ratzinger nos recuerda algo
que nos decía un teólogo amigo: la teología de la liberación latinoamericana no es ni teología, ni libera a nadie, ni es latinoamericana. No es teología porque no trata de Dios y se desvincula
del mensaje divino; no es liberadora porque de hecho contribuye,
& esclavizar; no es latinoamericana porque resulta un producto
europeo o, como ahora dice Ratzinger, “una forma de imperialismo cultural” (ibid.).
VI
LA CRISIS VOCACION AL
Refiérese el Cardenal a la crisis de las vocaciones sacerdotales y religiosas, tanto en lo que hace al número como a su calidad
de vida. Dicha crisis ha vaciado seminarios y monasterios, principalmente en Europa, y ha suscitado la defección de numerosos
sacerdotes y religiosos a lo largo de los últimos veinte años.
Si consideramos a los sacerdotes, una buena parte de 1a- razón de la crisis radica, como siempre, en su rendición al “espíritu del mundo”. Ratzinger alude a la “tensión de todo momento de un hombre, como es hoy el sacerdote, llamado a ir muy
frecuentemente a contracorriente. Un hombre semejante puede
al fin cansarse de oponerse, con sus palabras y, aún, más, con
su estilo de vida, a las obviedades de apariencia tan razonable
que caracterizan nuestra cultura” (p. 58).
La experiencia le dice al sacerdote que el mundo moderno
ya no le reserva un lugar en su estructuración social, como se lo
concedía antaño. Y cree que volverá a tener influjo si se asimila
a ese mundo nuevo. Puede así llegar un momento en que sienta
la grandeza de su estado como un peso del que sería mejor liberarse, “abajando el Misterio a su estatura humana, antes que
abandonarse a él con humildad pero con confianza para hacerse
elevar a aquella altura” (p. 58).
La sociedad de hoy —advierte el Cardenal— no puede sino
considerar extraña y singular la condición del sacerdote. “Parece
incomprensible una función, un rol que no se basen sobre el consenso de la mayoría, sino sobre la representación de Otro que
participa a un hombre su autoridad. En estas condiciones es
grande la tentación de pasar de aquella sobrenatural ‘autoridad
— 27 —

de representación’, que caracteriza al sacerdocio católico, a un
más natural ‘servicio de coordinación del consenso'” (p. 56).
Se trataría de otra transferencia del orden “sacral” al orden
“social”, en línea con el mecanismo de consensos a partir de las
bases, que caracteriza a esta sociedad laica, democrática y pluralista.
Una concreción de este peligro se manifiesta por ejemplo en
la práctica del sacramento de la Penitencia. “Hay sacerdotes que
tienden a transformarla casi en un ‘coloquio’, en una suerte de
autoanálisis terapéutico entre dos personas al mismo nivel. Ello
parece mucho más humano, más personal, más adaptado al hombre de hoy. Pero tal modo de confesarse corre el peligro de tener poco que ver con la concepción católica del sacramento”
(pp. 56-57). Será indispensable, prosigue el Cardenal, que el
sacerdote sepa ocupar su plano, su segundo plano, dejando espacio a Cristo, único que puede perdonar el pecado. “Es menester
recuperar enteramente el sentido del escándalo por el cual un
hombre puede decir a otro hombre: ‘Yo te absuelvo de tus pecados’… el ‘Yo’ es el Señor” (p. 57). La confesión dejará así
de ser “una especie de autoabsolución” del penitente (ibid.).
Observa Ratzinger que la crisis que ha sacudido a todo el
estamento sacerdotal, por lo general ha golpeado con mayor fuerza
a las Ordenes tradicionalmente más “cultas”, más refinadas intelectualmente (cf. p. 55). Es siempre aquello de que la corrupción
de los llamados a ser mejores es la peor de todas.
En cuanto a la crisis de la vida religiosa femenina, el periodista le recuerda al Cardenal algunos datos. El Quebec era la
región del mundo con más vocaciones de religiosas respecto al
número de los habitantes. Entre los años 1961 y 1981, por salidas, muertes, falta de nuevas vocaciones, se han reducido de
46.933 a 26.294. Una caída del 44 %. Las nuevas vocaciones han
disminuido en ese mismo período en un 98,5 %. Y ello no se debe,
agrega al periodista, a que esas religiosas permaneciesen aferradas a anticuadas tradiciones. En esos veinte años hicieron todas
las reformas imaginables: abandono del hábito, estipendio individual, títulos en las universidades civiles, profesiones seculares,
asistencia masiva a todo tipo de “especialistas”. Sin embargo,
siguen saliendo, no entran nuevas, las que quedan —edad media: 60 años— padecen a menudo problemas de identidad, y,
en todo caso, declaran esperar resignadamente la extinción de sus
respectivas congregaciones. Ratzinger atribuye este fenómeno a
una especie de influjo negativo del mundo, con su exaltación de lo
que es “productivo”, de lo que se llama “relevante”, y a la orientación de no pocos hombres de Iglesia en favor de un evangelio casi
reducido a “resultados” sociales, políticos y culturales. El hombre,
— 28 —
agrega, incluso el religioso, a pesar de los problemas que hemos analizado, ha encontrado una suerte de sucedáneo entregándose más
intensamente al trabajo. Pero ¿qué hará la mujer, cuando ve que
sus mismas inclinaciones más hermosas, su capacidad de da r
amor, ayuda, calor, han sido sustituidas por la mentalidad economicista y sindical de la “profesión”, preocupación típica del
varón? (cf. p. 103). “No es casual si la Iglesia es nombre de
género femenino. En efecto, en ella vive el misterio de la maternidad, de la gratuidad, de la contemplación, de la belleza, en
una palabra de los valores que parecen inútiles a los ojos del
mundo profano. Sin ser quizás plenamente consciente de las razones, la religiosa advierte el malestar profundo de vivir en una
Iglesia donde el cristianismo es reducido a la ideología del hacer”‘
(p. 104).
VIII
LA ABDICACION DE LA AUTORIDAD EPISCOPAL
Es este un tema muy delicado, que el Cardenal ha sabidotratar con mano maestra. Ratzinger señala ante todo una suerte
de amenguación indebida de la figura del obispo local y por ende
de su responsabilidad personal: “El decidido despegue del papel
del obispo que provocó el Concilio en realidad se ha amortiguado
o corre el peligro de ser directamente sofocado por la inserción
de los obispos en Conferencias Episcopales siempre más organizadas, con estructuras burocráticas a menudo oprimentes”‘
(p. 60).
Es evidente que en los últimos años ha habido una suerte de
inflación del papel de las Conferencias Episcopales. Ratzinger
es tajante al respecto: “No debemos olvidar que las conferencias
episcopales no tienen una base teológica, no forman parte de la
estructura enileminable de la Iglesia tal cual ha sido querida po r
Cristo; tienen solamente una función práctica, concreta” (ibid.).
Se trata pues de un servicio a los obispos locales, no de una dictadura o polarización que obnubile la figura —ésta sí, de derecho
divino— del obispo del lugar. Por otra parte, dicha idea ha quedado perfectamente aclarada en el nuevo Código. Al fija r el ámbito de las Conferencias, afirma que éstas “no pueden obrar válidamente en nombre de todos los obispos, a menos que todos y
cada uno de los obispos hayan dado su consentimiento”.
Y esto no sólo en lo que hace a las “decisiones” que tome
la Conferencia sino y sobre todo en lo que atañe al orden de ladoctrina. “El auténtico doctor y maestro de la fe para los fielesconfiados a sus cuidados”, leemos en el Código, no es otro que el’.
— 29 —

obispo. Lo confirma Ratzinger: “Ninguna Conferencia Episcopal
-tiene, en cuanto tal, una misión de enseñanza; sus documentos
no tienen un valor específico sino el valor del consenso que cada
•obispo individual le atribuye” (p. 60).
Podríamos decir que así como las naciones no son absolutamente “necesarias” en el plan de Dios, así tampoco lo son sus
respectivas Conferencias Episcopales. “Se trata de salvaguardarla naturaleza misma de la Iglesia católica, que se basa sobre una
estructura episcopal, no sobre una especie de federación de iglesias
nacionales. El nivel nacional no es una dimensión eclesial. Es
preciso que de nuevo se aclare que en toda diócesis no hay sino
mi pastor y maestro de la fe, en comunión con los otros pastores
y maestros y con el Vicario de Cristo. La Iglesia católica se rige
sobre el equilibrio entre la comunidad y la persona, en este caso
la comunidad de cada iglesia local unidas en la iglesia universal
y la persona del responsable de la diócesis” (pp. 60-61).
La exageración del papel de la supremacía de las Conferencias Episcopales ha obtenido a veces como resultado que algunos
obispos locales, en desacuerdo con las decisiones de la mayoría
•de los obispos, haya creído deber suyo callar su divergencia “para
salvar la unidad”. Ratzinger alude claramente a este problema:
“Cierta caída del sentido de responsabilidad individual en algún
obispo y la delegación de sus poderes inalienables de pastor y
maestro a las estructuras de la Conferencia Episcopal corren el
peligro de hacer caer en el anonimato lo que en cambio debe seguir siendo bien personal” (p. 61). Máxime que en las Conferencias no siempre se ha logrado eliminar la burocracia y el
concreto poder de determinados peritos, como lo reconoce el Cardenal: “El grupo de los obispos unidos en la conferencia depende,
en la práctica, para las decisiones, de otros grupos, de comisiones
especiales que elaboran proyectos preparatorios. Sucede luego que
la búsqueda del punto de encuentro entre las tendencias diversas
y el esfuerzo de mediación, con frecuencia dan lugar a documentos chatos, donde las posiciones precisas quedan difuminadas”
(ibid.). A este respecto recuerda el Cardenal que en su Alemania
natal existía ya una Conferencia Episcopal en los años Treinta:
“Pues bien, los textos verdaderamente vigorosos contra el nazismo fueron aquellos que provinieron de valientes obispos particulares. Los de la Conferencia aparecían en cambio un poco
pálidos, demasiado débiles respecto a lo que la tragedia requería”
(ibid.).
Se necesita coraje para decir estas cosas. No existe democracia para la verdad, que nunca podrá ser el fruto de las mayorías. “La verdad —enseña el Cardenal— no puede ser creada
como resultado de votaciones. Una afirmación o es verdadera o
— 30
es falsa. La verdad sólo puede ser encontrada, pero no producida…
Si se tiene en claro este punto, ya no se necesita demostrar
por qué una conferencia episcopal no puede votar sobre la verdad” (p. 62).
Resulta lamentable, pero una situación semejante hace casi
imposible el surgimiento de nuevos Atanasios, Crisóstomos, Cirilos, que una época de crisis tanto requeriría. Si Atanasio hubiera debido confrontar su pensamiento con el de todos los obispos
de su zona y publicar con ellos un documento común, no tendríamos hoy sus maravillosos escritos. Y como, de hecho, en nuestro
tiempo se da el primado a la Conferencia por sobre el obispo
local, parece lógico que se prefieran los obispos que acepten “integrarse”, hacer “causa común” con los demás, aquellos que se
animan a salir solos a la palestra. Dejemos la palabra al Cardenal: “Permítaseme recordar a este propósito un dato de tipo
psicológico: nosotros, sacerdotes católicos de mi generación, hemos
sido habituados a evitar las contraposiciones entre los colegas, a
buscar siempre el punto de acuerdo, a no ponernos demasiado
en vista con posiciones excéntricas. Así, en muchas Conferencias
Episcopales, el espíritu de grupo, incluso la voluntad de vivir en
paz, o directamente el conformismo, arrastran la mayoría a aceptar las posiciones de minorías emprendedoras, determinadas a
caminar hacia direcciones precisas. Conozco obispos que confiesan en privado que habrían decidido diversamente de lo obrado
en Conferencia, si hubiesen debido decidir solos. Aceptando la
ley del grupo, han evitado la fatiga de pasar por ‘aguafiestas’,
por ‘retardatarios’, por ‘poco abiertos’. Parece muy hermoso decidir siempre ‘juntos’. De este modo, sin embargo, se corre peligro
de que desaparezca el ‘escándalo’ y la ‘locura’ del Evangelio,
aquella ‘sal’ y aquella ‘levadura’ hoy más que nunca indispensable
para un cristiano (sobre todo si es obispo, y por lo tanto investido de responsabilidades precisas para con los fieles) ante la
gravedad de la crisis” (pp. 62-63). No faltan, dice Ratzinger,
quienes consideran inconveniente incluso el hecho de que un
obispo escriba personalmente sus cartas pastorales! (cf. p. 64).
Dada esta situación, por lo general concretamente aceptada,
era natural que la elección de los candidatos al episcopado haya
recaído sobre aquellas personas consideradas especialmente “abiertas”. Lo afirma el Cardenal con absoluta claridad: “El problema
es que, en los años inmediatamente posteriores al Concilio, por
cierto tiempo no apareció del todo claro el perfil del ‘promovendo’ ideal… En los primeros años después del Vaticano II, el
candidato al episcopado parecía ser un sacerdote que fuese antes
que nada ‘abierto al mundo’; en todo caso, este requisito era
puesto én el primer lugar. Después del giro del ’68 y luego, más
y más, con el agravamiento de la crisis, se extendió que aquella
— 31 —
sola característica no bastaba. Así, incluso a través de experiencias amargas, se cayó en la cuenta de que convenían obispos
‘abiertos’, sí, pero al mismo tiempo en condiciones de oponerse
al mundo y a sus tendencias negativas para curarlo, ponerle diques, alertar a los fieles a su respecto. El criterio de elección, por
tanto, se ha hecho cada vez más realístico; la ‘apertura’, como
tal, ya no parece, en las nuevas situaciones culturales, la respuesta y la receta suficientes” (p. 65-66).
El Cardenal señala con rara energía la inoperancia en algunos Episcopados de tantas comisiones que enmarañan su acción
pastoral. Una burocracia en verdad impresionante, que ha demostrado frecuentemente su fracaso. Pastoral de gabinete, muy alejada de la realidad a la que dicen servir. Tras señalar cómo en
estos últimos decenios se ha producido en la Iglesia el fenómeno
de la aparición de nuevos movimientos apostólicos, agrega: “Lo
que llama la atención es que todo este fervor no ha sido elaborado
por alguna comisión de programación pastoral, sino que ha aparecido en cierto modo de por sí. Este dato de hecho tiene como
consecuencia que las comisiones de programación —justamente
cuando quieren ser muy ‘progresistas’— no saben qué hacer con
ellos; no entran en su plan. Así, mientras surgen tensiones en
la inserción de los movimientos dentro de las instituciones actuales, no hay absolutamente ninguna tensión con la Iglesia jerárquica como tal. . . Encuentro maravilloso que el Espíritu sea aun
esta vez más fuerte que nuestros programas… Viejas formas,
que se habían estancado en la auto-contradicción y en el gusto
de la negación, salen de escena, y lo nuevo está abriéndose camino.
Naturalmente ello no se hace oír aún en el gran debate de las
ideas dominantes. Crece en el silencio. Nuestra tarea —en cuanto
encargados de un ministerio en la Iglesia y en cuanto teólogos—
es el de tenerles abiertas las puertas, de prepararles el espacio”
(pp. 42-43). Algo semejante ha sucedido en la historia de la
Iglesia a lo largo de los siglos: la aparición de diversos movimientos, no erigidos necesariamente por la Jerarquía, como son
las Ordenes religiosas, las iniciativas de diversos laicos, etc., no
fueron el resultado de ninguna “pastoral de conjunto” propia de
aquella época.
Volvamos al papel del obispo local. Su oficio principal, del
que es personalmente responsable, es la exposición de la verdad
y la condenación del error. Recuerda Ratzinger que así como la
palabra de la Escritura es actual para la Iglesia de todos los
tiempos, así lo es también la posibilidad para el hombre de caer
en error. Y resulta por tanto también actual la admonición de
la segunda carta de San Pedro de guardarse “de los falsos profetas y de los falsos maestros que introducirán herejías perniciosas” (2,1). Ya en otro documento, y refiriéndose a nuestro
— 32 —
tema, el Cardenal había recurrido a aquel texto del Apóstol:
“Te conjuro delante de Dios y de Cristo Jesús.. . Predica la
palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, vitupera
exhorta con toda longanimidad y doctrina, pues vendrá tiempo
en que no sufrirán la sana doctrina; antes, por el prurito de
oír, se amontonarán maestros conforme a sus pasiones y apartarán los oídos de la verdad para volverlos a las fábulas. Pero
tú sé circunspecto en todo, soporta los trabajos, haz obra de
evangelista, cumple tu ministerio” (2 Tim. 4,1-5).
Ratzinger insiste sobre este aspecto de la tarea episcopal,
ya que es quizás el más descuidado en nuestro tiempo, aun cuando
afirma hermosamente que “esta defensa de la fe debe ordenarse
a su promoción” (p. 18). El hecho de corregir el error constituye, por otra parte, un acto de amor, tanto en favor de los fieles,
víctimas presuntas del heterodoxo, como del mismo que erra:
“No se olvide que para la Iglesia la fe es un ‘bien común’, una
riqueza de todos, comenzando por los pobres, los más indefensos
ante los disfraces; por tanto, defender la ortodoxia es, para la
Iglesia, obra social en favor de todos los fieles. En esta perspectiva, cuando se está delante del error, no hay que olvidar que
es menester tutelar, sí, los derechos del teólogo individual, pero
hay que tutelar también los derechos de la comunidad. Naturalmente, todo debe ser siempre visto a la luz de la gran advertencia evangélica: ‘verdad en la caridad’. También por esto, la excomunión en la que aún incurre el hereje, es considerada una ‘sanción
medicinal’, esto es, una pena que no quiere tanto castigarlo cuanto
corregirlo, curarlo. Quien se convence de su error y lo reconoce,
es siempre recibido con los brazos abiertos, como un hijo particularmente querido, en la plena comunión de la Iglesia” (pp. 21-22).
En una palabra, el obispo ha de saber que tendrá que dar
cuenta de su gestión, no ante la Conferencia Episcopal, ni siquiera ante el Papa, sino, en última instancia, ante Dios mismo,
el día del juicio final.
VIII
UNA NUEVA ACTITUD ANTE EL MUNDO
Sabemos que, evangélicamente hablando, la palabra “mundo”
encubre una doble acepción. Está el “mundo” bueno, el creado
por Dios y redimido por Cristo, y está el “mundo” perverso, cuyo
príncipe no es otro que Satanás. En los últimos decenios se
ha hablado a tiempo de la necesidad de “abrirse al mundo”, no
siempre discriminando a qué “mundo” se referían.
— 33
El Cardenal aborda ampliamente este tema. Señala ante
todo la necesidad de ser cauto frente al mundo, y en este sentido exalta los valores de la espiritualidad tradicional. Preguntado por el periodista sobre el valor del Kempis en nuestro tiempo
responde: “Entre los objetivos más urgentes del católico moderno
está la recuperación de los elementos positivos de una espiritualidad como aquélla, con su conciencia del alejamiento cualitativo
que existe entre mentalidad de fe y mentalidad mundana. Ciertamente, en la Imitación hay una acentuación unilateral de la
relación privada del cristiano con su Señor. Pero en demasiada
producción teológica contemporánea hay una comprensión insuficiente de la interioridad espiritual. Condenando en bloque o
sin apelación la fuga saeculi, que está en el centro ele la espiritualidad clásica, no se ha entendido que en esa ‘fuga’ había también
un aspecto social. Se huía del mundo no para abandonarlo a sí
mismo, sino para recrear en lugares del espíritu una nueva posibilidad de vida cristiana y, por ende, humana. Se tomaba acto de
la alienación de la sociedad y, en el desierto o en el monasterio,
se reconstruían oasis habitables, esperanzas de salvación para
todos” (p. 118).
Asombrado por la respuesta, comenta el periodista: “Hace
20 años se nos decía en todos los tonos que el problema más urgente del católico era encontrar una espiritualidad ‘nueva’, ‘comunitaria’, ‘no sacral’, ‘secular’, ‘solidaria con el mundo’. Ahora,
después de tanto vagar, se descubre que la tarea urgente es
volver a encontrar un entronque con la espiritualidad antigua, la
de la ‘fuga del siglo’ “. “El problema —le replica Ratzinger— es
una vez más el de un equilibrio que hay que volver a encontrar”
(p. 119).
Sólo sobre la base de una espiritualidad sólida, conocedora
de las “astucias” del mundo enemigo de Dios, enamorada del
mundo al que Dios tanto amó que le envió a su Hijo unigénito
para salvarlo, podrá fundarse la eficacia apostólica. “El diálogo
con el mundo —dice Ratzinger— sólo es posible sobre la base
de una identidad clara: se puede, se debe ‘abrirse’, pero sólo
cuando se ha adquirido la propia identidad y se tiene por tanto
algo que decir. La identidad firme es condición de la apertura.
Así lo pensaban el Papa y los Padres conciliares… Si han creído
que podían abrirse con confianza a cuanto hay de positivo en
el mundo moderno, es justamente porque estaban seguros de su
identidad, de su fe. En cambio, de parte de muchos católicos
ha habido en estos años un abrirse de par en par, sin filtros ni
frenos, al mundo, esto es, a la mentalidad moderna dominante,
poniendo al mismo tiempo en discusión las bases mismas del
depositum fidei que para muchos no eran ya claras” (p. 34).
34 —
El mundo, en el sentido peyorativo, se opondrá a la actitud
de los que se cierran a su mentalidad, se sentirá “tocado” cuando
se lo denuncia y cuando se proclama en su seno autosuficiente
la necesidad de la redención. O, como bien dice el Cardenal: “No
son los cristianos los que se oponen al mundo. Es el mundo quien
se opone a ellos cuando es proclamada la verdad sobre Dios,
sobre Cristo, sobre el hombre. El mundo se rebela cuando el pecado y la gracia son llamados por sus propios hombres. Después
de la fase de las ‘aperturas’ indiscriminadas, es tiempo de que
los cristianos vuelvan a encontrar la conciencia de pertenecer
a una minoría, y de estar frecuentemente en contraste con lo que
es obvio, lógico, natural para aquello que el Nuevo Testamento
llama —y no ciertamente en sentido positivo— ‘el espíritu del
mundo’ ” (p. 35). Ratzinger vuelve en diversos lugares sobre el
tema que nos ocupa. A este “mundo mundano” lo llama a veces
—como lo señalamos más arriba— el Zeitgeist, el espíritu del
tiempo, el espíritu del mundo moderno. Y fustiga la actual pérdida de una idea que es básica, a saber, la “diferencia del cristianismo” respecto de los modelos que ofrece el “mundo” (cf.
p. 117).
El “mundo” perverso, que tiene un “espíritu” propio, está
encabezado por un príncipe superior, que no es otra que Satanás.
Ratzinger deplora el olvido —si no la negación— de la existencia
del demonio, tan claramente afirmada en los evangelios. Hoy se
piensa, por lo general, que al creer en el diablo, los contemporáneos de Jesús no eran sino “víctimas de las formas de pensamiento judaica de entonces”, dándose por descontado que “aquellas
formas de pensamiento no son ya conciliables con nuestra imagen
del mundo” y, según aquella ley a la que el Cardenal ha aludido
en diversos lugares, “lo que se considera incomprensible al hombre medio de hoy, se da por cancelado” (p. 150). A este respecto
cuenta el Cardenal que un día se le acercó un teólogo amigo, muy
famoso, y le regaló un libro que acababa de publicar y al que
sintomáticamente le había puesto por título: “Adiós al Diablo”,
con lo que quería indicar la incompatibilidad entre la afirmación
de la existencia de un ser espiritual caído y el nivel intelectual
de nuestro tiempo. “Ello significa —comenta el Cardenal— que
para decir ‘adiós al Diablo’ ya no se apoya más sobre la Escritura (la cual, más bien, afirma propiamente lo contrario) sino
que se hace referencia a nosotros, a nuestra visión del mundo.
Para dar de baja a este o a cualquier otro aspecto de la fe
incómodo al conformismo contemporáneo, no se comportan por
tanto como exégetas, como intérpretes de la Escritura, sino como
hombres de nuestro tiempo. En última instancia, la autoridad
sobre la cual tales especialistas de la Biblia basan su juicio no
es la Biblia misma, sino la visión del mundo contemporáneo al
— 35 —

biblista” (p. 150). Y así, concluye el Cardenal, ya no es más la
Escritura la que juzga al “mundo” sino el “mundo” el que juzga
a la Escritura.
La pérdida del sentido del Demonio es una consecuencia
terrible de la pérdida del sentido de Dios, incluso en mentes eclesiásticas. “Cuanto más se comprende la santidad de Dios, tanto
más se comprende la oposición a lo que es santo: a saber, las
engañosas máscaras del Demonio. Ejemplo máximo de esto es
Jesucristo mismo: junto a El, el Santo por excelencia, Satanás
no podía esconderse, y su realidad se veía obligada continuamente
a revelarse. Por esto se podría quizás decir que la desaparición
de la conciencia de lo demoníaco señala una caída paralela de
la santidad. El Diablo puede refugiarse en su elemento preferido,
el anonimato, cuando no resplandece, para develarlo, la luz de
quien está unido a Cristo” (p. 155). De ahí que en las vidas de los
Santos, el demonio se haya manifestado con tanta fuerza.
Ratzinger exhorta a retornar al “mundo sobrenatural”, al
mundo de los ángeles, “un mundo que tiene gran espacio en la
liturgia del Occidente y del Oriente cristianos” (p. 158), especialmente el ángel custodio que Dios ha dado a cada uno, para mejor
entablar esta lucha implacable contra el príncipe de este mundo.
IX
RECONSTRUIR LA IGLESIA
Afirma Messori que diez años antes de este coloquio, ya
Ratzinger había escrito que el Concilio Vaticano II estaba bajo
una luz crepuscular. Desde la llamada ala “progresista” se lo
considera hace ya tiempo como completamente superado y por
tanto como un hecho del pasado, que pertenece a la historia, y
nada tiene que decir acerca del presente. Desde el ala “conservadora” se lo considera responsable de la actual decadencia de
la Iglesia, incompatible con los Concilios de Trento y Vaticano I.
Frente a ambas posiciones contrapuestas, Ratzinger sostiene que
el Vaticano II está sujeto a la misma autoridad que el Vaticano
I y el Tridentino, o sea, al Papa y al episcopado en comunión
con él; y que desde el punto de vista de los contenidos, se pone
en estrecha continuidad con los dos Concilios precedentes (cf.
p. 26). Por eso, afirma, los daños sufridos en estos veinte años,
no han de ser atribuidos al Concilio “verdadero” sino al desencadenamiento, en el interior de la Iglesia, de latentes fuerzas
centrífugas, y al influjo exterior de la revolución cultural (cf.
p. 28).
— 36 —
No vale pues la solución propugnada por Mons. Lefebvre.
Ratzinger no ve futuro alguno para una posición que se obstina
en el rechazo principista del Vaticano II. Sin embargo juzga que
hay que hacer todo lo posible para evitar un cisma, el cual se daría
en el caso de que Mons. Lefebvre se decidiese a consagrar un
obispo. Si hoy se deplora que en el pasado no se haya hecho más
para impedir las divisiones que se iban perfilando, mediante una
mayor comprensión, ello vale también cuando se trata de la actitud que conviene tomar frente a este problema. Los numerosos
sacerdotes que ha ordenado Mons. Lefebvre, si bien han sido consagrados en ordenaciones ilícitas, están sin embargo válidamente
ordenados. No se puede dejar de considerar el aspecto humano
de estos jóvenes que son sacerdotes “verdaderos”, por más que su
situación sea irregular. Según el Cardenal, algunos de ellos han
dado ese paso, influidos por la situación de sus familias; en otros
ha tenido relevancia una especie de desilusión ante el drama de
la Iglesia actual; otros han obrado así por la situación decadente
en que se encuentran tantos seminarios. Muchos de ellos, afirma,
esperan la reconciliación, y sólo apoyados en dicha esperanza permanecen en la comunidad sacerdotal de Mons. Lefebvre. Tal
situación se ha alimentado “de la arbitrariedad y de la imprudencia de ciertas interpretaciones postconciliares de signo opuesto. Es una meta ulterior mostrar el rostro verdadero del Concilio:
así se podrán eliminar estas falsas protestas” (cf. pp. 29-81).
Tampoco vale la solución llamada “progresista”. Ratzinger
data esta corriente en el mismo Concilio: “Ya durante las sesiones y luego cada vez más en el período sucesivo se contrapuso un
sedicente ‘espíritu del Concilio’, que en realidad es un verdadero
‘anti-espíritu’. Según este pernicioso anti-espíritu —Konzils-Ungeist, para decirlo en alemán— todo lo que es ‘nuevo’ (o presuntamente tal: cuántas antiguas herejías han vuelto a aparecer en
estos años, presentadas como novedades!) resulta siempre o generalmente mejor de lo que ha sido o es. Es el anti-espíritu según
el cual la historia de la Iglesia habría que hacerla comenzar en el
Vaticano II, considerado como una especie de punto cero” (p. 33).
En la misma tónica, el Card. De Lubac habló recientemente de
un “paraconcilio”. Ratzinger señala su decidida oposición a este
esquema de un primero y de un después en la historia de la Iglesia. No hay una Iglesia “pre” o “post” conciliar: hay una sola y
única Iglesia que a lo largo de los siglos camina hacia el Señor.
El Concilio no intentó introducir una división en la historia de
la Iglesia (cf. p. 33). “Es culpa nuestra si alguna vez hemos dado
el pretexto (sea a la ‘derecha’ como a la ‘izquierda’) de pensar
que el Vaticano II ha sido un ‘desgarrón’, una fractura, un abandono de la Tradición” (p. 29).
No resulta pues conveniente el empleo de la dialéctica con-
— 37 —
servador-progresista, derecha-izquierda, que proviene de una dimensión muy diversa, propia de las ideologías políticas, y por ende
no resulta aplicable a la dimensión religiosa, que es de otro orden.
El Concilio quiso que la Iglesia pasase de una postura más bien
de conservación a una actitud más misionera. Como dice el Cardenal, “el concepto conciliar opuesto a ‘conservador’ no es ‘progresista’ sino ‘misionero'” (p. 9). Tampoco vale aquello de pesimismo-optimismo. El hombre de fe mira los acontecimientos desde
la Resurrección de Cristo. Por eso no teme abrir bien los ojos,
juzgando cada cosa como es, sin caer en fáciles optimismos ni en
negros pesimismos. Ratzinger lo afirma de manera categórica:
“El cristianismo sabe que la historia está ya salvada, que por
tanto al fin el desemboque será positivo. Pero no sabemos a través de qué trances y caminos llegaremos a aquel gran final. Sabemos que las ‘potencias de los infiernos’ no prevalecerán sobre
la Iglesia, pero ignoramos bajo qué condiciones ello sucederá”
(pp. 9-10).
Resulta obvia la pregunta del periodista. Si hay desviaciones
en una u otra dirección, si de hecho el Concilio ha dado origen
—al menos cronológicamente— a tantos atajos que no conducen
a la meta, ¿qué es lo que puede ser considerado como positivo en
esta época posterior al Concilio? La respuesta del Cardenal es
severa pero sumamente interesante y da pie a toda una pastoral:
“Paradojalmente es justamente lo negativo lo que puede transformarse en positivo. Muchos católicos, en estos años, han hecho la
experiencia del éxodo, han vivido los resultados del conformismo
con las ideologías, han probado lo que significa esperar del mundo
redención, libertad, esperanza. Qué aspecto tiene la vida sin Dios,
un mundo sin Dios, hasta ahora se lo conocía sólo en teoría. Ahora
se lo ha constatado en la realidad. Es a partir de este vacío que
podemos nuevamente descubrir la riqueza de la fe, su indispensabilidad” (p. 40).
Tal será el punto de partida de la reconquista, de la verdadera reforma. La Iglesia no es propiedad nuestra, sino de Cristo,
afirma Ratzinger. Nuestras elucubraciones sólo serán capaces de
engendrar una Iglesia “nuestra”, a nuestra medida, que podrá
ser todo lo interesante que se quiera, pero que no será la Iglesia
verdadera, la de Cristo. “Por tanto ‘reforma’ verdadera no significa tanto esforzarse por levantar nuevas fachadas, sino (al contrario de cuanto piensan ciertos eclesiólogos) ‘reforma’ verdadera
es abocarnos a hacer desaparecer en la mayor medida posible lo
que es nuestro, de modo que aparezca mejor lo que es Suyo, de
Cristo. Es una verdad que los santos conocieron bien: ellos reformaron de hecho profundamente la Iglesia, no elaborando planes para nuevas estructuras sino formándose a sí mismos. Lo he
— 38
dicho ya, pero nunca se lo repetirá demasiado: es de santidad, no
i de management de lo que tiene necesidad la Iglesia para responder a las necesidades del hombre” (pp. 53-54).
Diversas revistas han acusado al Cardenal de ser un “restauracionista”. Ratzinger ha empleado, por cierto, la palabra “restauración”, explicando lo que con ella quiere expresar, a saber, la
búsqueda de un nuevo equilibrio (gleichgewicht) después de las:
exageraciones de una apertura indiscriminada al mundo. En orden
a aclarar la idea recurre a un ejemplo tomado de la historia. Para
él, S. Carlos Borromeo sería la expresión exacta de una verdadera
reforma, esto es, “de una renovación que conduce hacia adelante
propiamente porque enseña a vivir de modo nuevo los valores
permanentes” (pp. 36-37, nota). En este sentido, S. Carlos “restauró” ia Iglesia, que en la zona de Milán estaba casi destruii. da. Su pastoral fue enérgica y no siempre “conservadora”: no
vaciló, por ejemplo, en suprimir una Orden religiosa en decadencia, entregando sus bienes a nuevas comunidades que surgían con
renovado empuje.
No se trata pues de llorar sobre las ruinas. Si el libro Rap-
(
porto sulla fede puede parecer más bien una acerba crítica delas diversas desviaciones de nuestro tiempo, en el telón de fondo
—y el Cardenal ha querido insistir sobre ello en la conferencia
de prensa mediante la cual presentó su libro en Roma— hay un
anhelo de renovación, de reconstrucción, de obra positiva que
hay que encarar decididamente, con gozoso entusiasmo. Se hace
urgente, dice, “el redescubrimiento de la identidad católica: es
menester una nueva evidencia, una nueva alegría, si puedo decir,
I- un nuevo ‘orgullo’ (que no contrasta con la humildad indispensable) de ser católicos” (p. 120).
Los tiempos son difíciles. De ello nadie puede dudar. Pero
la empresa no por ser ardua deja de ser fascinante. Es una
época en que no caben las mediocridades, una época que exige
una elevada dosis de heroísmo. Saber oponerse para saber reconstruir. “Debemos redescubrir el coraje del no conformismo ante
las tendencias del mundo opulento. En lugar de seguir el espíritu
de la época hemos de ser nosotros los que marquemos de nuevo
aquel espíritu con la austeridad evangélica” (pp. 116-117). No
podemos contentarnos con ocupar el furgón de cola ele un mundo
que va a la deriva, sino que hemos de tratar de apoderarnos de
la máquina, cambiar el curso de la marcha y conducir el tren
i a buen término. Por eso, como bien dice el Cardenal, entre las
tareas más apremiantes para el cristiano de hoy se cuenta la
recuperación de la capacidad de decir no: “Es tiempo de volver
a encontrar el coraje del anticonformismo, la capacidad de oponerse, de denunciar muchas de las tendencias de la cultura cir1 — 39 —
cunstante, renunciando a cierta eufórica solidaridad post-conciliar” (p. 35; cf. también p. 117).
El cristiano debe redescubrir la veta militante de su profesión de fe. Militancia contra el demonio, por sobre todo, al que
hay que ir desalojando, uno por uno, de todos sus bastiones.
Ratzinger lo dice con palabras inspiradas: “El cristiano descubrirá que su tarea de exorcizar debe volver a encontrar aquella
actualidad que poseía a los comienzos de la fe. Evidentemente el
término ‘exorcismo’ no se debe entender aquí en sentido técnico
sino que indica la actitud eomplexiva de la fe que ‘vence al mundo’
y expulsa a su ‘Príncipe’ ” (p. 156). Nuestra época se caracteriza
por la ambigüedad de las posiciones y “si la ambigüedad es la
característica del fenómeno demoníaco, la esencia del combate del
cristiano contra el Demonio consiste en vivir día tras día a la
claridad de la luz de la fe” (p. 157).
Volviendo a las palabras iniciales de Ratzinger, hemos de
•decir que la época postconciliar ha sido tremendamente negativa
para la Iglesia. Pero hemos de reconocer también que la crisis
lia quemado mucho que era paja, ha arrancado máscaras, ha
erradicado costumbres deleznables, lamentablemente junto con
cosas buenas y excelentes. Nos ha hecho este gran favor. Sobre
lo que queda, habrá que reconstruir.
Pero antes de reconstruir será menester denunciar sin tapujos el error, como lo acaba de hacer el Card. Ratzinger con tanta
perspicacia. El Papa ha convocado un Sínodo extraordinario para
hacer precisamente un “balance” de los 20 años que han transcurrido desde la terminación del Concilio. El libro de Ratzinger
es una contribución eminente.
Y ahora permítasenos una sugerencia. Aprovechando quizás
las conclusiones del próximo Sínodo, ¿no sería interesante elaborar una especie de retrato o radiografía del neo-modernista en
los diversos campos en que actúa, en la exégesis, en la teología,
en la filosofía, en la liturgia, en la catequesis, en la pastoral, en la
espiritualidad, etc.? Es decir, algo semejante a lo que hiciera
en su momento —tan semejante al nuestro— S. Pío X al publicar
su encíclica “Pascendi”, donde bosquejó un retrato de la figura
del modernista. Es cierto que algunos modernistas de aquel
tiempo dijeron que no existía ninguno que sostuviera juntas todas aquellas cosas. Pero lo que el Papa pretendía era mostrar
cómo una misma doctrina de base se expresaba de manera polifacética. Y dicho Papa agregó el decreto “Lammentabili”, reduciendo a breves fórmulas los errores prevalentes. El mismo Ratzinger insinúa esta posibilidad al decir: “Las desviaciones ‘a
sinistra’ representan sin duda una vasta corriente del pensamiento y de la iniciativa contemporánea en la Iglesia; sin em-
— 40 —

bargo, casi no han encontrado una forma común jurídicamente
definible” (p. 30).
Pero de manera muy particular hay que confiar al mundo
sobrenatural la solución de la gran crisis del neo-modernismo.
Especialmente a la Santísima Virgen. Confiesa el Cardenal que
cuando era joven teólogo, antes del Concilio, tenía ciertas reservas sobre algunas antiguas fórmulas marianas, como por ejemplo aquella famosa: ele Maria numquam satis. Le parecía exagerada. También le costaba entender el sentido verdadero de otra
venerada expresión repetida en la Iglesia desde los primeros
siglos, según la cual Nuestra Señora es la enemiga de todas las
herejías. “Ahora —en este confuso período en que realmente
todo tipo de desviación herética parece golpear las puertas de
la fe auténtica—, ahora comprendo que no se trataba de exageraciones de devotos sino de verdades hoy más válidas que
nunca” (p. 106). El mismo Cardenal presenta a la Santísima
Virgen como correctivo viviente de todas las desviaciones que ha
ido describiendo (cf. las hermosas p. 107-113). Por sobre Nuestra
Señora, es Cristo el principal interesado: “Hoy más que nunca
el Señor nos ha hecho conscientes de que solamente El puede
salvar a su Iglesia” (p. 10).
La intervención de Cristo y de su Madre será sin duda decisiva. Pero no por ello podemos desentendernos de esta obra
apasionante de la “restauración” de la Iglesia. “A nosotros se
nos pide trabajar hasta el extremo de nuestras fuerzas, sin
angustias, con la serenidad de quien es consciente de ser siervo
inútil después de haber cumplido todo su deber. . . Un período
en que se nos pide la paciencia, esta forma cotidiana del amor.
Un amor en el cual están presentes al mismo tiempo la fe y la
esperanza” (p. 10).
La alianza entre Cristo, la Santísima Virgen y los católicos
fieles traerá la victoria. El coraje de Juan Pablo II y la inteligencia del Card. Ratzinger prepararán, con la ayuda de Dios, un
viraje decisivo en la historia de la Iglesia, una auténtica primavera. Así lo esperamos.
CARLOS SARAZA

— 41 —

CARTAS DE PASTORES
Der Erzbischof von Köln
Köln, 17-6-1985
Herrn Direktor
Dr. Rafael L. Breide Obeid
Ediciones Gladius
Muy estimado Sr. Director:
Agradezco a Ud. mucho su carta del 8 de junio, así como
los dos primeros números de la Revista GLADIUS. Deseo para
la revista un buen despegue.
Me alegra saber que mi conferencia sobre “Doctrina Social
de la Iglesia y Teología de la Liberación” haya encontrado eco
en Ud. y que deseen Uds. publicar la traducción castellana; con
gusto accedo a ello.
En la revisión de las pruebas de imprenta he hecho algunas
correcciones, que le envío. Asimismo le hago llegar mi apoyo a
sus planes editoriales. Por correo aparte le hago llegar, en su
edición portuguesa, mi libro “Kolonialismus und Evangelium –
Spanische Kolonialethik im Goldenen Zeitalter”.
Con cordiales saludos.
Suyo
f Joseph Cardenal Höffner
Obispado de Mercedes
Mercedes, 18 de junio de 1985.
Querido Doctor:
Le agradezco muchísimo que me haya enviado los Números
1 y 2 de la Revista GLADIUS, que tiene como finalidad dar testimonio de la Verdad y afirmar los principios del Orden Natural
y Sobrenatural realizando así un verdadero nexo de la Cultura
Católica, que en estos días que nos toca sufrir se ve seria y
asiduamente atacada.
Quiero felicitarlo muy de corazón por el contenido de la
misma y me haré un propagandista a fin de que otros también
puedan gozar de esta publicación.
f Mons. Emilio Ogñenovich
Obispo de Mercedes
42 —
EXAMEN CRITICO DEL LIBERALISMO
COMO CONCEPCION DEL MUNDO *
ii
EL LLAMADO LIBERALISMO “CATOLICO”
a) Proceso histórico-docírinai del liberalismo “católico”
En las propias palabras de León XIII sobre el liberalismo
muy moderado (que no niega, que no ignora, pero separa) se
perfilan los caracteres de lo que se ha dado en llamar el “liberalismo católico”. Trazaré sólo las grades líneas doctrinales que
le caracterizan advirtiendo, ele paso, que, en buena medida, suele
presentarse más como una suerte de actitud de componenda con
la democracia liberal que como una doctrina rigurosa.
Ya he indicado que esta particular actitud, más bien “separa”, en cuanto concibe un sistema de vida político-social que
no tiene una relación de dependencia obligatoria con el orden
sobrenatural. En modo alguno “ignora” y, mucho menos, “niega”.
Aunque sus antecedentes, como ya lo señalé, hay que buscarlos
en el voluntarismo de fines de la Edad Media y, lógicamente, en
algunos revolucionarios de 1789 como Talleyrand, Obispo de Autun, celebrando en el campo de Marte con trescientos sacerdotes
adornados con la escarapela tricolor, su primera expresión teórica aparece cuarenta años más tarde con Lamennais y su periódico L’Avenir. Con un lenguaje que anticipa el recientemente
usado por el neomodernismo, afirma que la Iglesia y el Estado,
desde Constantino, han estado unidos pero apenas como una
•suerte de “preparación evangélica” por modo de tutela; hoy, en
cambio, cuando los hombres han alcanzado su “mayoría de edad”,
es hora que Estado e Iglesia se den un adiós definitivo abriendo
cierta plenitud de los tiempos en la separación total entre Iglesia
* Como se anunciara en GLADIUS 2, el presente artículo continúa y
•concluye el estudio del autor sobre el liberalismo (N. de la E-).
— 43 —
y Estado. Y esto es así porque, siendo la libertad el más altodon concedido al hombre, quitando a la Iglesia el “pesado yugo”
de la protección del Estado, bastará la libertad (no más concordatos!) para que el pueblo, en el futuro, llegue a la fe. Por
eso Lamennais profetizaba una unidad católica del porvenir;
para ello basta el desarrollo de las “luces modernas” en el único
sistema político que él consideraba legítimo fundado en la libertad individual
La encíclica Miran vos (1832) del Papa Gregorio XVI que,,
“afligido, en verdad, y con el ánimo embargado por la tristeza”,
condenó la doctrina de Lamennais, no fue suficiente: No bastó
que el Papa condenara la tesis según la cual puede el alma salvarse profesando cualquier creencia, la libertad absoluta de conciencia (que implica libertad plena para el error), que recordara
que el origen del poder es Dios y reafirmara la recta doctrina
acerca de la concordia del poder civil con la Iglesias
. Ni bastó
la condena de Paroles d’un Croyant dos años más tarde 3
, ni la
esforzada lucha de Louis Veuillot y de Mons. Pie. Los antiguos,
colaboradores de L’Avenir (Lacordaire, Montalembert) reaparecieron en las páginas de Correspondant (al que se sumó el prestigio
de Mons. Dupanloup) ; en la pluma del abate Godard, en su libro
sobre la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano
(1861), se hizo explícito lo que siempre había estado implícito:
Los “principios” del 79 (salvo la libertad absoluta condenada
por Gregorio XVI) son plenamente católicos (avalados por la
autoridad de Santo Tomás, Belarmino y Suárez) ; si los católicos
no quieren quedar rezagados en el orden político-social (Montalembert) es menester que se incorporen a la revolución francesa
que ha engendrado la sociedad moderna y se apresuren a conciliar catolicismo y democracia (liberal) proclamando la igualdad
política, la libertad religiosa (dejando de lado el “pesado yugo””
del Estado, como decía Lamennais) y, por tanto, sosteniendo “la
Iglesia libre en el Estado libre”, que es una nueva fórmula déla separación entre orden natural-temporal y orden sobrenatu1
La exposición más completa, en C. Constantin, “Liberalisme catholique”, Dict. de Théol. Cath., IX parte I?-, col. 506-626, Paris, 1926; mucho,
más breve, pero excelente el art. de G. de Pascal, “Liberalisme”, Dict. Apol.
de la Foi Cath., vol. II, col. 1822-1842, 4e éd., Sous la direction de A. D’Alés,.
Beauchesne, Paris, 1924. En la Argentina resulta siempre insoslayable, en
relación con Maritain, el libro del P. Julio Meinvielle, De Lamennais a
Maritain (1945), ed., Theoria, Bs. As., 1967; en algunos aspectos, son
por demás interesantes, Correspondance avec le R.P. Garigou-Lagrangea. propos de Lamennais et Maritain, Ed. Nuestro Tiempo, Bs. As., 1947 y
tiespuesta a dos cartas de Maritan al R.P. Garrigou-Lagrange, O.P. (conel texto de las mismas), ib., 1948.
– Mirari vos, nn. 13, 14, 17, 43; Singulari Nos, n<? 3.
3
Singulari Nos, n<? 5.
— 44 —
ral 4
. De nuevo el orden temporal reaparece como autosuficiente
y, una vez más, se esquiva hábilmente la autoridad del Magisterio.
Las esperanzas puestas quizá en un Papa más “abierto” se
frustraron, pues Pío IX fue todavía más terminante en la Encíclica Quanta cura (1864) y en el Syllabus errorum (1864), porque condenó el naturalismo subyacente en la “separación” EstadoIglesia y en la no-diferencia entre la religión verdadera y las
demás religiones
5; rechazó la idea de una “libertad omnímoda”
a la que llamó, con San Agustín, “libertad de perdición”, recordando a todos que no puede sostenerse que la “voluntad popular”,
manifestada como “opinión pública”, constituya “la ley suprema”
u
.
Respecto de la libertad concebida como el mayor bien de la persona, recordó que “nada hay tan mortífero. . . como el afirmar
que nos basta el libre albedrío”; más aún: el mismo poder secular
no sólo ha sido conferido para el bien común temporal, sino, sobre todo, “para la protección de la Iglesia” Y nada nos autoriza
(frente a la revolución francesa) a sostener “que en el orden
político, los hechos consumados, por sólo haberse consumado, tienen el valor del derecho”
s
. Así, el deseo de “bautizar” sin más
trámites la trilogía masónica “libertad-igualdad-fraternidad”, había sido nuevamente contenido. Pero he dicho contenido, no
eliminado.
Había quedado firme la doctrina, idéntica siempre y a la
que todo católico debe adherir y tal como la enseña el Magisterio
(lo que se dio en llamar la tesis) ; esta doctrina, como es natural,
no siempre puede aplicarse integralmente en concreto por imposibilidades o dificultades existentes en una sociedad (es lo que
se dio en llamar hipótesis). Pero estas imposibilidades o dificultades para nada alteran la doctrina. Así, será eternamente verdadero que el error no tiene derecho alguno, aun en un Estado
como la China actual; será entonces menester la tolerancia del
error en virtud del bien mayor de la Iglesia y de las almas (en
hipótesis) sin que esto cambie la esencia de la doctrina; por ejemplo, deberá tolerarse el “pluralismo” de opiniones (subjetivamente
sinceras, sostenidas por personas concretas que debemos amalen Cristo) pero mantener sin desmayos la verdad objetiva de
la doctrina católica. Sin embargo, los “olvidos” sucesivos de las
enseñanzas del Magisterio, la afirmación implícita o explícita
que tal o cual encíclica pertenece a otras circunstancias y otros
tiempos y que el sentido de los términos ha cambiado, la acentuación progresiva de la hipótesis (la situación de hecho) fueron,
4
Cf. Pascal, G. de, “Liberalisme”, col. 1326-7.
5
Quanta cura, n9 4.
c
Quanta cura, n<? 5.
7
Quanta cura, n”? 8.
8
Quanta cura, n<? 5.
— 45 —
paulatinamente, transformando la hipótesis en tesis 9
. Y así, lo
que sólo es lícito tolerar en ciertas circunstancias (y siempre
•que en efecto se hayan dado invenciblemente) pasa a ser sostenido como tesis y, por eso, se convierte en error. Tal es el caso
de la “tesis” de que la autoridad, aunque tiene en Dios su causa
última, permanece siempre en el pueblo; la que sostiene que la
democracia es el único régimen legítimo; que el sistema de elección debe ser el sufragio universal (manifestativo de una concepción individualista de la sociedad) ; que es preferible, hoy por
hoy, la separación de la Iglesia del Estado; la confusión entre
libertades públicas y parlamentarismo; la de que en lugar de
enseñar la Religión Católica en las escuelas es preferible enseñar
la “religión natural” y tantas otras. En el fondo de todas ellas
se mantiene su común denominador: La autosuficiencia del orden
temporal.
b) La posibilidad de un Estado laico “cristiano” y nuevas formas
de liberalismo
De este examen histórico-doctrinal parece surgir la evidencia que la triple distinción de León XIII no sólo tiene siempre
y para siempre la vigencia que es propia del Magisterio ordinario, sino también que adquiere una renovada actualidad. Sin
embargo, quizá podría caber la pregunta acerca ele la posibilidad
de un tercer término, de cierta mediación entre el orden sagrado
de lo sobrenatural y el orden profano natural y que en el orden
político nos dé un Estado que rechace, a la vez, ser puramente
laico-no-cristiano y explícitamente cristiano, confesional. Esa zona
intermedia sería ocupada por un Estado no-confesional (laico)
pero ele inspiración cristiana, dentro del cual gozarían de idénticos derechos la verdad y el error, un Estado que permitiera la
pluralidad de creencias religiosas y cosas semejantes, no por tolerancia (hipótesis) frente a ciertas circunstancias concretas,
sino como una positiva doctrina político-social.
Esta posición parece partir de un supuesto: Los indudables
valores humanistas del pensamiento moderno, con los cuales sería
menester una reconciliación de la Iglesia Católica. Esto en modo
alguno significa canonizar la civilización moderna cuyo ateísmo
y agnosticismo se rechaza enérgicamente; pero se reconoce en
ella la existencia de un humanismo del que careció la Edad Media; en cambio, la Edad Media, durante la cual se realizó el Estado confesional (el Sacro Imperio) representó un altísimo y
positivo teocentrismo, aunque sin los valores de un auténtico
9
Pascal, G. de, op. cit., col. 1829-30.
— 46 —

humanismo. La Edad Media puso todo del lado de Dios, la edad
moderna puso todo sólo del lado del hombre. No podría entonces
negarse el aporte de la civilización moderna (y en el orden político social, de la misma revolución francesa) en cuanto coadyuvó
para que el hombre alcanzara plena conciencia de su dignidad
personal, aunque lo hiciera rechazando a Revelación. Una crítica
adecuada de la civilización moderna iluminada por el pensamiento
católico, permitiría un humanismo-cristiano; es decir, una suerte
de síntesis del teocentrismo medieval y del antropocentrismo moderno y, en el orden político, la instauración de una “concepción
profano-cristiana —y no sacro-cristiana— de lo temporal”. Esta
ciudad, es claro, no tendría ya la unidad del Sacrum Imperium
sino una “estructura pluralista”, no formal sino “vitalmente
cristiana”, con justa libertad para las “familias espirituales
no cristianas”; semejante ciudad tendría, apenas, una “unidad
mínima”, no-sacra como la unidad máxima de la cristiandad medieval. Esta ciudad pluralista y profana tendría como centro a
la persona (que por ser para Dios no se subordinaría al Estado)
aunque sólo en cuanto individuo se subordinaría al bien común del
Estado; en fin, esta unidad no requeriría de la fe sobrenatural
para existir y, por eso, puede existir y “puede ser cristiana acogiendo en su seno a los no cristianos”. Frente a ellos, no se trataría de practicar la “tolerancia” en el sentido de aplicación de
la norma a una circunstancia inevitable e insoluble (hipótesis),
sino que se trata de “tolerancia civil”, como respeto de las conciencias. Por tanto, “hay que renunciar a buscar en una común
profesión de fe la fuente y el principio de unidad del cuerpo
social” fundando, así, una ciudad “cristiana” pero, a la vez, “profana y pluralista”. Con lo cual se afirma “la autonomía de lo
temporal a título de fin intermedio o infravalente”; en cuyo caso
habría que afirmar que “en el curso de los tiempos modernos el
orden profano o temporal se ha situado, respecto al orden espiritual o sagrado, en una relación de autonomía tal que de hecho
excluye la instrumentalidad. En otros términos, ha llegado a su
mayoría de edad”. Esto, lejos de ser negativo, sería “una ventaja histórica que una cristiandad nueva habrá de mantener”.
Tal sería pues, la ciudad democrática, pluralista, profana, pero
vitalmente cristiana.
A mi modo de ver, esta teoría parte de un supuesto doblemente discutible, por no decir históricamente falso: Se afirma
que la cristiandad medieval fue teocéntrica pero que no fue
“humanista” lo cual es, a su vez, teológica y filosóficamente cuestionable: Lo primero, porque si es verdad que “el misterio del
hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado”, como dice el Concilio Vaticano II, es también verdadero que “en
El la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada
— 47 —
también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios, con
su encarnación, se ha unido en cierto modo con todo hombre”
10
.
De ahí que, en la medida en la cual una civilización es concebida
y plasmada sobre esta verdad fundamental, tal civilización, como
ninguna otra, ha exaltado a su nobleza máxima la dignidad del
hombre. Tal es, pues, un humanismo cristocéntrico (como quería
San Buenaventura) y que es signo distintivo, precisamente, de
la Edad Media cristiana. En cuanto a lo segundo, es decir, desde
el punto de vista filosófico, el hombre de la cristiandad medieval sabía que la Encarnación del Verbo había curado y elevado
a la naturaleza como naturaleza y que, por eso, el hombre como tal
logra su plenitud humana en el Cristianismo y sólo en él. Por
eso, desde este punto de vista (que supone la desmitificación y
transfiguración de la cultura antigua)
n
, ninguna época como
la medieval llevó a su plenitud un humanismo cristocéntrico. Por
eso, precisamente, ha dicho Juan Pablo II que “Cristo Redentor…
revela plenamente el hombre al mismo hombre” vivificando “todo
aspecto del humanismo auténtico”12
Y tal humanismo auténtico
es el humanismo cristiano realizado, principalmente, en la Cristiandad: es decir, en la ciudad sagrada, confesional, en la cual
estaban unidos lo sobrenatural y lo natural. Nada hubiese sido
más extraño a este humanismo que la “separación” de ambos
órdenes. Lo cual puede comprobarse en la maravilla de las letras,
de la arquitectura, de la poesía, de la filosofía y, en general, de
la cultura cristiano-medieval. Baste recorrer las páginas que Gilson dedicó a la antropología cristiana, al personalismo y al socratismo cristiano en El espíritu de la filosofía medieval (caps. 9, 10
y 11) para quedar convencidos de que el denominado “teocentrismo” medieval en nada menoscabó los valores humanos.
No es necesario que me expida aquí acerca de un error todavía más evidente cuando se nos dice que el inmanentismo moderno, pese a su agnosticismo y ateísmo, al menos exaltó valores
humanos (humanismo), por contraposición al teocentrismo medieval
13
. Todos los “humanismos” modernos y contemporáneos
constituyen el mecanismo más logrado para la completa destrucción del hombre. De ahí que, si esta ciudad “profana y pluralista”
se ha de fundar sobre la conciliación del pretendido “teocentrismo” no-humanista medieval y el “humanismo” no-teísta moderno,
es evidente que no será fundada jamás, porque sus materiales esen
ciales no han existido nunca.
10 Gaudium et Spes, n<? 2.
1 1
He desarrollado este tema en la parte I de mi obra La metafísica
cristiana en el pensamiento occidental, Ediciones Cruzamante, Bs. As., 1983.
12 Redemptor hominis, n<? 10.
1 3
He mostrado hasta qué punto debe hablarse, en cambio, del antihumanismo moderno, en mi ensayo “Los humanismos y el humanismo cristiano”, Sapientia, XXXV, 137-138, pp. 189-216; Bs. As., 1980.
— 48 —
Acabamos de leer que la “autonomía de lo temporal a título
de fin infravalente”, debe excluir toda instrumentalidad del
orden temporal por el orden sobrenatural. Pero esto, de hecho,
excluye que lo cristiano aparezca ab intrínseco de la misma realidad humana asumida por Cristo. Como ha dicho con notable
exactitud Leopoldo Palacios: “en realidad una elevación del saber o de la política que no la convierta en instrumento del bien
divino, es todo menos elevación, y queda convertida en mera
denominación extrínseca”14
. Y si es así, la posibilidad de un
Estado profano-cristiano recae en el liberalismo de tercer grado,
desde que, de hecho, deben “separarse” el orden político y el
orden sobrenatural. No existe un término medio.
Esta ciudad “profana y pluralista” cuya unidad “mínima”
no requiere de la fe sobrenatural, a la que hay que renunciar en
cuanto principio de unidad del cuerpo social, replantea al pensamiento católico el problema de un estado en cuyo seno coexisten cristianos y no cristianos, indiferentes, laicistas, ateos. Con
ocasión de la posibilidad de una comunidad jurídica supernacional, el Papa Pío XII enseña el camino, diametralmente opuesto
al de la “ciudad fraternal” : En efecto, la solución se sustenta
en dos principios fundamentales: a) Ante todo, “lo que no responde a la verdad y a la norma moral, no tiene objetivamente
ningún derecho a la existencia, a la propaganda ni a la acción”;
sin embargo: b) “el no impedirlo por medio de leyes estatales y
de disposiciones coercitivas puede, sin embargo, estar justificado
en interés de un bien superior más vasto”15
. Del mismo modo,
Dios reprueba el pecado y el error; pero en determinadas circunstancias los deja existir aunque los repruebe siempre. Esta
tolerancia, que es un modo de la caridad, no desconoce el derecho
natural de la persona a sostener lo que ella subjetivamente cree
que es la verdad; pero mantiene la tesis de la inadmisibilidad
del error en el orden objetivo. En tal sentido reconoce la “inmunidad de coacción” de que ha de gozar la persona y también el
cristiano debe reconocer “la legítima pluralidad de opiniones
temporales discrepantes y debe respetar a los ciudadanos que,
aun agrupados, defienden lealmente su manera de ver”
16
. Esta
afirmación se aclara aun más bajo la luz del punto b de Pío XII a
quien dejo la palabra: “Volvamos ahora a las dos proposiciones
antes enunciadas, y en primer lugar a la de la negación incondicional de todo lo que es religiosamente falso y moralmente malo.
En relación con este punto no hubo nunca y no hay para la
14 El mito de la nueva cristiandad, p. 94, ed., Rialp, Madrid, 1952.
1 5
Discurso a los participantes del V”? Congreso Nacional de la Unión
de Juristas Italianos, del 6 de diciembre de 1953 (reproducido en la revista
Arkhé, III, 1-2, pp. 89-95, Córdoba, 1954).
ic Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, n<? 75 in fine.
— 49 —
Iglesia ninguna vacilación, ninguna transacción, ni en la teoría
ni en la práctica. Su actitud no ha cambiado en el curso de la
historia, ni puede cambiar”.
Respecto de la segunda proposición, dice: “la tolerancia, en
determinadas circunstancias, y la soportación también, en los casos en que se podría proceder a la represión, la Iglesia —por
consideración hacia quienes, de buena fe (aunque errónea, pero
invencible) son de diversa opinión— se ha visto inducida a obrar
y ha obrado conforme a esa tolerancia desde que bajo Constantino el Grande y los demás Emperadores cristianos llegó a ser
Iglesia de Estado, siempre por más altos y prevalecedores motivos; de igual modo obra hoy y también en el futuro se verá en
la misma necesidad. En esos casos singulares, la actitud de la
Iglesia la determina la tutela y consideración del bonum commune,
del bien común de la Iglesia y del Estado en cada uno de los
Estados, por una parte y, por otra, del bonum commune de la
Iglesia universal”.
Habida cuenta de esta doctrina, es evidente que “los Concordatos, como agrega Pío XII, son para Ella (la Iglesia) una
expresión de la colaboración entre Iglesia y Estado. Ella, por
principio, o sea en tesis, no puede aprobar la completa separación entre los dos Poderes”. Por lo cual, concluye el Papa: “Cuando la Iglesia pone su firma en un Concordato, éste es válido en
todo su contenido. Pero su sentido íntimo puede ser graduado
con mutuo consentimiento de ambas partes contrayentes; puede
significar una expresa aprobación, pero puede decir también una
simple tolerancia”. Lo que el Magisterio no puede, pues, consentir, es la plena autosuficiencia del orden temporal, que es de la
misma esencia del liberalismo moderno. Y esta autosuficiencia
se sigue, de hecho, de la mera separación, aunque no se niegue
ni se ignore.
Por consiguiente, no existe una zona intermedia donde sea
posible una ciudad fraternal profana y “cristiana” por denominación extrínseca. No se trata, pues, de ser más o menos “intransigente” o cosa semejante, sino de adherirse a la verdad objetiva. En ese sentido, tienen actualidad las palabras de Eulogio
Palacios: “Supongamos que la Providencia consintiera la expansión niveladora del comunismo sobre todos los pueblos; supongamos que la Iglesia tuviera que descender otra vez a las catacumbas. ¿Qué nos resuelven las componendas? Descendería a las
catacumbas creyendo que el Estado confesional es superior al
Estado laico”
17
. Digo lo mismo. Pero digo más: Aunque quedara
un solo cristiano en este mundo, la tesis seguiría siendo objetivamente verdadera.
17 Op. cit., p. 147.
— 50 —

III
ULTIMAS REFLEXIONES CRITICAS
La presente relación histórico-crítico-doctrinal ha pretendido,
como en muchos casos semejantes, curar el equívoco que existe
sobre el tema y, a la vez, clarificar su contenido doctrinal observándolo en su mismo desarrollo temporal. Se acaba de ver que,
contrariamente a lo que tengo leído por ahí, la conocida clasificación de León XIII sobre el liberalismo tiene plena vigencia
y de ningún modo el Pontífice se refirió solamente a una interpretación o a una clase de liberalismo al que condenó, sino que
se refirió a todo liberalismo; pero parece que ni siquiera aquella
clasificación (obligada por lo difuso del tema) logró, hasta hoy,
disipar la confusión. Es signo característico de este tema la extrema confusión a la que, hoy, muchos interesados en seguir
siendo “liberales”, contribuyen de múltiples maneras. Si se
piensa en el significado exacto del término “confusión” parece
que se aplica muy propiamente al tema; porque, en efecto, “confundir ” es mezclar dos o más cosas de naturaleza diversa de
modo que las partes de unas se incorporen a las de las otras;
nuestra expresión proviene de cum y fundo, y este último verbo
(que nada tiene que ver con fundo, as are = fundar), cuyo infinitivo es fundere, significa derramar, fundir; de modo que
“confundir” es juntar en uno, mezclar, o juntar mezclando, desfigurar. Y eso es, exactamente, lo que pasa con el tema “liberalismo”, respecto del cual, a fuerza de agregar, de quitar, añadir
o delimitar, se ha logrado mezclar; es decir, confundir. Pero, por
debajo de esta confusión, según se ha visto, existe un común
denominador, cierta esencia siempre permanente que especifica
al liberalismo, ya sea que niegue, que ignore o simplemente separe
el orden sobrenatural trascendente en relación al orden natural
temporal. Esta última posibilidad (la “emancipación del orden
político respecto del orden religioso”, como dice el cardenal Billot), afirmando y sosteniendo, sin embargo, el orden religioso, es
el que más confusión produce y más equívocos permite. Y como
son tantos, parece conveniente sistematizarlos hasta cierto punto
para separar lo que está mezclado, clarificar lo que está desfigurado o recoger lo que está derramado.
a) ¿”Un buen cristiano es un liberal que se ignora”?
Con el fin de ahondar algo más en la relación entre liberalismo y catolicismo, comienzo con este verdadero disparate
declamado (claro que sin los signos de interrogación) por el
economista liberal Wilhelm Roepke, y repetido entre nosotros por
algunos epígonos que pretenden sostener nada menos que la si-
— 51 —
guíente ecuación: Cristianismo + Liberalismo = civilización occidental. El Cristianismo (o el “ideal” cristiano) es, naturalmente,
sólo una religión que implica diversos valores esenciales (persona
humana, libertad individual y otros semejantes) ; fue necesario
que se produjera en Estados Unidos y en Europa “la grandiosa
revolución” para que el liberalismo realizara el ideal cristiano
(haciéndolo “descender” del cielo) en el concreto orden jurídicopolítico. En consecuencia, sin el liberalismo jamás el Cristianismo hubiese visto realizado en el orden temporal su propio
ideal de vida, debido a su “desinterés mundano”. De ahí que no
se puede ser verdaderamente cristiano sin hacer “profesión de
fe liberal” y, por eso, Roepke tendría razón al sostener que “un
buen cristiano es un liberal que se ignora”. Esta afirmación que
convierte liberalismo y Cristianismo en las dos caras de la misma moneda, comete, para comenzar, un eror teológico mayúsculo
desde que supone que el Cristianismo nada tiene que ver con el
orden jurídico-político u orden temporal; con lo cual hiere en
su esencia el misterio de la Encarnación del Verbo que ha asumido, en el hombre, tocio el orden temporal sin que nada quede
sin ser sacralizado en El. Pero, por el otro extremo, al sancionar
la separación total de los dos órdenes haciendo del Cristianismo
algo puramente angélico, declara totalmente profano el orden
temporal. Sin embargo, fuera de estos errores inmediatamente
evidentes, cabe recordar que ya sea la negación del orden sobrenatural, ya la prescindencia agnóstica, ya la separación que mantiene firme la fe cristiana-individual, constituye el liberalismo
precisamente, uno de los momentos esenciales de la corrupción
de Occidente, comenzada mucho antes de la revolución francesa; de
donde se sigue que lo que comúnmente denominamos “liberalismo”
es uno de los arietes más efectivos de la decadencia de la civilización occidental y, en el plano religioso estricto, el cáncer más
grave del mundo cristiano. Trátase de este neopelagianismo para
el cual el orden temporal es “separado” (emancipado) ele lo
sobrenatural (aunque en él pretenda realizar vitalmente lo que
el Cristianismo no podría), y en el orden religioso se proyecta
como la autosuficiencia de la libertad del hombre (Pelagio).
Nada, pues, salvo el marxismo más contradictorio con el hombre
cristiano que el liberalismo en cualquiera de sus formas.
Por otra parte, ni Roepke ni sus epígonos, ni von Mises,
Friedman, Keynes y los suyos, han abandonado ciertas tesis que,
por otra parte, les son connaturales: El pueblo (este todo lógico
abstracto) es “la fuente de la soberanía” y, aunque el sufragio
sea el medio, la libertad (y “las libertades”) constituyen el fin;
con lo cual, este neoliberalismo sigue atomizando la sociedad que
es suma de singulares y hace de la libertad (propiedad metafísica de la voluntad pero siempre medio en el orden de la opera-
— 52 —
ción) un verdadero fin. Y así se explican las sucesivas condenas
de la Iglesia Católica. A su vez, la distinción que hacen algunos
entre la democracia (que pone en el pueblo la fuente de la autoridad y no en Dios, autor de la naturaleza) y el liberalismo (que sólo
se interesa en los mecanismos que limitan la autoridad), agrava
la situación porque, así, el liberalismo proclama, más que nunca,
su total “separación” del orden sobrenatural trascendente. Nuevamente la autosuficiencia del orden temporal.
En esta misma línea, el embrollo doctrinal llega tan lejos
que un presbítero de la Santa Iglesia Católica ha llegado a decir
que “las tesis sobre la soberanía del pueblo, la libertad de conciencia y la ley como expresión de la voluntad colectiva, fueron
principios (sic) de recelo y rechazo, ya que innovaban y contradecían varios siglos de ordenamiento político-eclesiástico que
habían regido en el Occidente cristiano”. Con lo cual se supone,
por un lado, que la “soberanía del pueblo” y la ley como expresión
de una “voluntad colectiva” son, ahora, verdades que, antes, la
Iglesia tuvo por errores y no que han sido, son y serán siempre
errores; supone también que tales “verdades” emergen de y dependen de la evolución histórica. Sólo esto explicaría la fantástica actitud de León XIII “ordenando” a los católicos que se “reconciliaran” con el régimen republicano, como si la Iglesia no
hubiese enseñado siempre que todos los regímenes son legítimos
en la medida en la cual procuran el bien común. De ahí que la
Iglesia no tuvo nunca la necesidad de “reconciliarse” con ningún
régimen porque no estuvo, no está, ni estará peleada con ninguno, salvo que cualquiera de ellos se separara, ignorara o negara
el orden sobrenatural (estado liberal) o hiciera ya del Estado,
ya de la voluntad general, un absoluto (totalitarismo). No. Un
buen cristiano no es un liberal que se ignora. Simplemente no
puede ser liberal. Más bien invirtamos ios términos: Un buen
liberal que “se dice” cristiano es un cristiano que se niega a sí
mismo.
b) El liberalismo y la doctrina social de la Iglesia
Como se ve, la doctrina social de la Iglesia es, por su esencia, por completo contraria a toda forma de liberalismo, desde
el más extremo hasta el moderadísimo y casi imperceptible pero
que sigue adherido (de una u otra manera) al tercer grado de
liberalismo descripto por León XIII. Se ha dicho por ahí que,
siendo el liberalismo algo así como la cara temporal del Cristianismo des-interesado del mundo y teniendo como su máximo
enemigo al marxismo, no es una tercera posición equidistante.
Esta afirmación encierra algo de verdadero porque, en efecto,
el Cristianismo no es una posición “tercera”, sencillamente por-
— 53 —

que es otra cosa, una especie diferente, desde que se opone totalmente a toda forma de liberalismo y también a toda forma de
socialismo, sea o no marxista. Después de todo, la doctrina de la
lucha de clases y de la “plus valía” era imposible sin un previo
concepto a-tómico de la sociedad (y de la economía “libre” que
emerge de él). Un buen liberal antimarxista, de cuya sinceridad
no dudo, es como un padre en lucha con su hijo, pues él lo trajo
al mundo. En cambio, a mí, católico, 110 me liga ningún parentesco con ninguno de los dos.
La condena de la Iglesia, desde Gregorio XVI hasta Juan
Pablo II, no “está referida a una particular interpretación del
término” pues, como enseña Juan Pablo II, “la enseñanza de la
Iglesia se mantiene sin cambio a través de los siglos, en el contexto de las diversas experiencias de la historia”
1S
. Dicho de
otro modo, las experiencias de la historia (que permiten clarificar, condicionar, iluminar, la misma doctrina) no cambian la
esencia de lo transmitido. Por eso, cuando la Iglesia condenó
al liberalismo, tal como se dio y come se va dando en las diversas
experiencias históricas, condenó aquellos principios generales
(“emancipación del orden político respecto del orden religioso”)
sin los cuales el liberalismo no existiría. Por otra parte, en modo
alguno puede decirse que “es sugestivo que la crítica al liberalismo ha sido omitida en los pronunciamientos del Concilio
Vaticano II”. Ante todo, podría haber sido omitida sin que tal
omisión significara la anulación de las condenas anteriores; lo
mismo podría decirse del comunismo marxista, el que apenas si
está directamente aludido; pero tampoco es así en lo referente
al liberalismo, ya que, en Gauclium et spes se dice claramente al
hablar del desarrollo económico: “No se puede dejar el desarrollo ni al libre juego de las fuerzas económicas ni a la sola
decisión de la autoridad pública. A este propósito hay que acusar
de falsas tanto las doctrinas que se oponen a las reformas indispensables en nombre de una falsa concepción de la libertad como
las que sacrifican los derechos fundamentales de la persona y
de los grupos en aras de la organización colectiva de la producción”
10
. Evidentemente, la declaración conciliar declara falsos
al liberalismo y al marxismo. Y por si esto fuera poco, si el lector
tiene a mano el tomo de las Actas del Concilio, observe que la
cita n? 4, indica las fuentes o antecedentes de aquel párrafo: Tales
fuentes son León XIII, Libertas; Pío XI, Quadragesimo anno y Divini Redemptoris; Pío XII, Mensaje radiofónico navideño de 19J+1
y Juan XXIII, Mciter et Magistra. Por si esto aún no fuere suficiente, Pablo VI condena fuertemente el capitalismo liberal, al
18 Laborens exercens, n? 11.
39 Gaudium et Spes, n<? 65; los subrayados me pertenecen.
— 54 —
que acusa (con Pío XI) de generar el “imperialismo internacional del dinero” y al que califica de “nefasto sistema”
20
. Y el
mismo Pontífice, en la Carta Apostólica con ocasión del 80? aniversario de la Rerurn novarum, dice: “El cristiano que quierevivir su fe en una acción política, concebida como servicio, tampoco puede adherirse sin contradicción a sistemas ideológicos,
que se oponen radicalmente o en los puntos sustanciales a su fey a su concepción del hombre: ni a la ideología marxista, a su
materialismo ateo (…) , ni a la ideología liberal…”21
. PabloVI no está pensando sólo en la economía sino en el liberalismo
como concepción del mundo y su afirmación de la plena autonomía
(o autosuficiencia) del hombre; por eso dice más adelante que
se asiste a “una renovación de la ideología liberal” y que los
cristianos que se comprometen en esa línea “¿no tienden a su
vez a idealizar el liberalismo que se convierte entonces en una
proclamación a favor de la libertad? Ellos querrían un modelo
nuevo, más adaptado a las condiciones actuales, olvidando fácilmente que en su raíz misma el liberalismo filosófico es una afirmación errónea del individuo en su actividad, sus motivaciones,,
el ejercicio de su libertad”. De ahí que la ideología liberal merezca
“un atento discernimiento”
22
. Juan Pablo II es también enérgico
cuando rechaza tanto el capitalismo in toto 23
, como, más específicamente, el “sistema socio-político liberal” y su economicismo,
que considera al trabajo como sólo “instrumento de producción”
24
.
Que no se nos diga que la doctrina social de la Iglesia es liberal porque defiende la propiedad privada, la limitación del
poder, la libertad de la persona humana (en sus límites). No lo
es por dos motivos fundamentales: Porque los viene defendiendo
desde Pentecostés y porque los defiende en un contexto doctrinal
por completo diferente. Tampoco es legítimo que, hoy, se hable
del principio de “subsidiariedad”, que supone, en Pío XI, una
organización social en base a las sociedades intermedias a partir
de la familia, cada una autónoma en su orden y que se habla de
dicho principio suponiendo la organización social en base a los
individuos; el resultado será un nuevo término equívoco. Lo mismo debe decirse de un “pluralismo” que, en el fondo, es falso; porque no se trata del pluralismo natural de las sociedades intermedias, tanto de primer como de segundo grado; ni se trata del
pluralismo que supone el derecho natural de las personas a sus
propias convicciones (aunque fueren erróneas), sino de aquel
“pluralismo” que se sigue de la concepción atómica, individualista,
20 Populorum progressio, n? 26.
21 Carta Apostólica en el 80? aniversario de la Rerurn Novarum, n? 26.
22 Op. cit., n° 35.
23 Laborem exercens, n? 7.
24 Op. cit., n<? 8; cf. también nn. 13, 14 y 20. — 55 — nominalista, de la sociedad, y que significa, siempre, un implícito relativismo que, como todo relativismo, es escéptico, colocando la verdad y el error en el mismo plano. Es el “pluralismo” tanto de algunos jefes de Estado como de algunas “cabezas” sin hábitos de estudio y de reflexión. c) La verdadera democracia es jerárquica y antiliberal y el verdadero liberalismo es inorgánico y antidemocrático Ya he indicado anteriormente que es menester no confundir democracia y liberalismo. La primera es una forma legítima de gobierno y el segundo es una concepción del mundo que, aplicada al ordep político, genera lo que se ha dado en llamar la “democracia liberal”. Al percibir que esta mezcla constante o confusión de esencias diferentes ensancha la equivocidad del tema, Pío XII aprovechó la Navidad de 1944 para hacer valiosas precisiones. Por un lado, como suele ocurrir en la experiencia histórica, actualmente los pueblos parecen exigir “un sistema de gobierno” más compatible con la dignidad y libertad, y de ahí la “tendencia democrática” que se advierte25 . No dice el Papa, naturalmente, que la democracia sea la única forma legítima de gobierno, sino que los pueblos adoptan la que mejor les conviene según la marcha de los tiempos; por eso advierte, citando la Libertas de León XIII, que, salvada la doctrina católica del origen del poder y ejercicio del poder público, no,reprueba ningún régimen con tal que sea apto para orientar la sociedad al bien común 2G . Hecha esta aclaración y reconociendo que la democracia puede ser tomada en un sentido amplio y que, como tal, puede realizarse en cualquier régimen, lo que importa es determinar la democracia verdadera. Para ello, recordemos que el Estado democrático —como todos los demás— está investido de poder; pero éste debe reconocer aquel “orden absoluto de los seres y de los fines” y, por eso, el poder o autoridad “no puede tener otro origen que un Dios personal”; por eso, la dignidad del hombre reside en ser imagen de Dios y “la dignidad del Estado es la dignidad de la comunidad moral querida por Dios” 27; de donde se sigue que la autoridad política lo es por participación de la autoridad de Dios y debe reconocer “esta unión íntima e indi23 Benignitas et lmmanitas, n? 7 y 9, radiomensaje del 23-12-44 (AAS, 37, 1945). Recomiendo el reciente ensayo, aparecido cuando mi trabajo estaba ya escrito, de Ramos, Fulvio, La Iglesia y la democracia, 203 pp., Col. Ensayos Doctrinales, Cruz y Fierro, Bs. As., 1984. 28 Benignitas et humanitas, n9 10; cf. León XIII, Libertas, n”? 32. Op. cit., nn. 20, 22. — 56 — .soluble”, y debe reconocerla especialmente el régimen democrá- \ tico – s . Observemos que la expresión unión íntima e indisoluble excluye aquella “separación” que caracteriza al liberalismo de tercer grado. La democracia verdadera es, pues, ésta no-emancipada del orden divino; en cambio no será verdadera sino falsa .aquella que no ve esta vinculación o más o menos la olvida; igualmente, “si no considera suficientemente esa relación y no ve n> en su cargo (el gobernante) la misión de realizar el orden querido por Dios… ” Así, “una sana democracia (debe estar) fundada sobre los inmutables principios de la ley natural y de las
verdades reveladas”-9
. El gobernante —sostiene Pío XII dentro
del más riguroso ius naturalismo— debe saber que la majestad
•de la ley positiva de que está investido, “es inapelable únicamente
cuando ese derecho se conforma… al orden absoluto establecido
jpor el Creador e iluminado con una nueva luz por la revelación
del Evangelio”; tal ha de ser “el criterio fundamental de toda
sana forma de gobierno, incluida la democracia”30
. Esta apelación a la “unión íntima e indisoluble”, fundada en el orden
.absoluto de la creación e iluminación por el Evangelio, reitera
una concepción de la democracia (y de todo otro régimen político) situada en las antípodas de la democracia “liberal”. En
este sentido, la “democracia liberal” no es verdadera sino falsa
democracia.
Si vuelvo al texto del famoso radiomensaje, es bien conocida
.y frecuentemente repetida la distinción que hizo el Papa entre
“pueblo” y “masa”, sobre todo como condición para asegurar
al ciudadano “tener su propia opinión personal y .. . expresarla
y hacerla valer de una manera conforme al bien común”. Si
pueblo supone un cuerpo vivo “que vive y se mueve por su vida
propia”, el Estado debe ser “la unidad orgánica y organizadora
•de un verdadero pueblo”; en cambio, si la “masa” es “de por sí
inerte y sólo puede ser movida desde afuera” (y adoptar hoy
una bandera, mañana otra), es evidente que “la masa …e s la
enemiga capital de la verdadera democracia y de su ideal de
libertad y ele igualdad”
31
. En esta democracia falsa, la libertad
es anulada en la nivelación de las desigualdades naturales, que
son condición de la igualdad civil, y la libertad es también negada al ser transformada en “una pretensión tiránica”. Por
tanto, queda claro que también la llamada “democracia de masas” es una democracia falsa. Hemos de concluir que son falsas
tanto una democracia que rechaza aquella “unión íntima e indi-
> .soluble” con el orden trascendente y sobrenatural (autosuficiencia

s
Op. cit., n<? 23.

9
Op. cit,, n<? 28.
30 Op. cit., n° 30.
si Op. cit., nn. 15, 16, 17.
— 57
del orden político-temporal) como la inorgánica democracia de
“masas”.
Pero cabe preguntarse, todavía, si la “democracia” liberal y
la “democracia” de masas guardan, entre sí, alguna relación.
Porque es menester considerar que muchos liberales “clásicos”
rechazan enérgicamente toda relación entre ambas, y hasta sostienen que la democracia “de masas” es opuesta a la democracia
“liberal”. Para una ojeada superficial parece ser así; pero en
cuanto se analiza la cuestión a fondo no deja de percibirse que
la democracia “de masas” es la consecuencia necesaria de la democracia “liberal”. Hay, aquí, un doble supuesto común: “el reconocimiento —como dice un liberal “clásico”— de que el pueblo
es la fuente de la soberanía”, y la separación (no la ignorancia
ni menos la negación) de un allende el Estado. Lo primero supone
la concepción atómica o individualista de la sociedad; lo segundo, la plena secularización de la política; lo primero, a su vez,
exige un método de elección y acceso al poder coherente con la
concepción de la sociedad, y tal método es el “sufragio universal”;
no se trata de que cada sociedad menor vote y sea representada
y desde ella surjan las autoridades (lo cual sería “fascismo””
para un liberal) sino de realizar esta contradicción lógica de llamar “universal” a lo que sólo es la colección (como decía la lógica nominalista medieval) de opiniones singulares: un hombre
= un voto. Luego, se trata ele un sufragio individual-“universal”,
o de la suma ele sufragios universales-individuales de los cuales
no se sigue la verdad práctica. Sea como fuere, este medio ha
de garantizar las “libertades individuales”.
Inmediatamente se percibe que la concepción individualista
o atómica de la sociedad es todo lo contrario de aquella “unidad
orgánica y organizadora” exigida por Pío XII, desde que de los
meros singulares no puede surgir una unidad orgánica; por eso,
la sociedad que supone el liberalismo tiene el mismo fundamento
que la llamada sociedad “de masas”, ya que ele la suma de singulares sólo puede surgir este todo inerte “movido desde fuera”,
sobre todo hoy con los medios masivos de incomunicación social
que permiten cambiar ele “opinión” a la gente en cuestión de días
o de horas.. . Luego, en la misma concepción liberal de la sociedad se han puesto las causas generadoras de la sociedad ele
“masas” y el pasto de la demagogia, mal que les pese a muchos
liberales. Más aún: el sufragio universal-individual no sólo es
lógico sino que debe ser coherentemente exigido por los caudillos
ele las “masas”; de ahí que, por ejemplo, la ley Sáenz Peña, en
1916, no podía ser negada por los liberales en el poder pues tal’
actitud hubiese sido contraria a su propia concepción de la sociedad; desde su perspectiva, Irigoyen tenía razón al exigir el
“sufragio universal” en sustitución del “fraude organizado”, rea-
— 58 —
lizando así coherentemente el tránsito de la democracia liberal
a la democracia de masas. Lo mismo debe decirse de Perón en
.1945: Utilizó el medio lógico puesto en sus manos por la democracia liberal. Podrá decirse con toda razón (como se dijo entonces) que si se quería la remoción de la concepción liberal-burguesa
de la sociedad y del Estado, no tenía coherencia elegir el medio
que el mismo liberalismo ponía en sus manos. Desde este punto
de vista, es claro que tampoco para la “democracia de masas” el
sufragio es considerado un fin, y no es verdad que semejante
democracia “se agote en los comicios”. No. Tanto para Irigoyen
como para Perón, el sufragio fue sólo un medio para el acceso
al poder político, y en ambos ejemplos históricos se comprueba
que la democracia “de masas” es la consecuencia necesaria de
la democracia “liberal”. Las dos formas actuales de la falsa
democracia.
La concepción in-orgánica de la sociedad tiene su propio método de representación fundado en la ecuación: un hombre = un
voto. Cuando debo votar, compelido por la ley positiva del sistema que soporto, sé que voto por personas (lo menos malas
posible y lo menos incompetentes posible) que no representarán
a mi familia, al conjunto de familias, a la comuna o a la provincia, a mi gremio o a mi empresa, sino, ante todo, a un partido
político que es el correlato lógico de la concepción individualista
de la sociedad. Por eso, tanto la “democracia” liberal como la “democracia” de masas no son representativas y son, de veras, antidemocráticas ; no son órganicas sino inorgánicas, y ambas ignoran las
jerarquías naturales de la sociedad. Por el contrario, la democracia
verdadera como régimen legítimo de gobierno, es jerárquica (porque así resguarda la igualdad civil y la libertad salvada de la nivelación contranatura) y antiliberal. Por fin, si la voluntad general
(sea denominada como “voluntad del pueblo” o como se quiera) hace de aquélla un absoluto, un cierto “todo” allende el cual no
hay nada (salvo quizá para la conciencia subjetiva), es evidente
que es totalitaria. Se tratará de un totalitarismo más “flojo” que
todavía deja respirar, pero será totalitarismo; en algunos casos
será fuertemente totalitaria, y en la sociedad a ella sometida se cerrarán todas las puertas (a veces por simulados medios) a todos
aquellos que no tengan “fe democrática”. Precisamente una de
las características del totalitarismo es su signo pseudoreligioso
por !a secularización espúrea y mítica de categorías religiosas
como, en este caso, de la “fe”. Los “co-religionarios” tienen semejante “fe” en cuanto significa adhesión a los “dogmas” indiscutibles del “sistema”.
Por último, algunos conscientes o inconscientes representantes de este “dogma” liberal han sostenido, textualmente, que la
democracia (en su lenguaje significa que toda democracia, ver-
— 59 t—
dadera o falsa) es “el régimen integral”. Otros, entre ellos, un
altísimo personaje cuya misión es orientar, han sostenido recientemente, que era necesario “privilegiar” (sic) la democracia.
Este último neologismo ha sido utilizado en orden a resolver la
objeción de que, para la Iglesia, ningún régimen es el mejor
(monarquía, aristocracia, democracia, regímenes mixtos). Quizá
nada mejor que recordarles este texto lúcido de San Pío X: “En
primer lugar su catolicismo no se acomoda más que a la forma
de gobierno democrática, que juzga ser la más favorable a la
Iglesia e identificarse por así decirlo con ella; enfeuda, pues, su
religión a un partido político. Nos no tenemos que demostrar que
el advenimiento de la democracia universal no significa nada
para la acción de la Iglesia en el mundo; hemos recordado ya que
la Iglesia ha dejado siempre a las naciones la preocupación de
darse el gobierno que juzguen más ventajoso para sus intereses.
Lo que Nos queremos afirmar una vez más, siguiendo a nuestro
predecesor (León XIII), es que hay un error y un peligro en
enfeudar, por principio, el catolicismo a una forma de gobierno;
error y peligro que son tanto más grandes cuando se identifica
la religión con un género de democracia cuyas doctrinas son
erróneas” 32
.
d) La imposible “re-creación” del liberalismo y los abusos de la
semántica
Ni el estudio de los orígenes históricos del liberalismo, ni
la consideración de su evolución hasta hoy, ni la reflexión sobre
la permanencia (por otra parte lógica) de su núcleo esencial,
han logrado disipar este “juntar mezclando”, típico de nuestros
liberales, especialmente si son católicos. Este liberalismo de tercer grado, moderadísimo, mesuradísimo, ponderadísimo, equilibradísimo, yuxtapone a su fe católica, o le “agrega” (no sé bien
dónde situarla), la gracia de la “fe democrática”.
Esta “mentalidad” (sobre cuya naturaleza me ocuparé en el
parágrafo siguiente) piensa que la permanente urgencia por establecer “sociedades libres” donde se produzca el feliz desarrollo
de todos los hombres, presiona hacia la “idea y la valoración de
la libertad”, la cual nos es ofrecida por el liberalismo. Pero como
el distinguido autor de esta comprobación es católico práctico,
debe apresurarse a distinguir entre el viejo liberalismo (al que
ha criticado siempre) y un nuevo liberalismo que va a proponernos, aunque no se comprende cómo, porque cree que “nuestras
discrepancias… no hacían a lo esencial”. Esto es dicho sin per32 Notre Charge Apostolique, n<? 31; los subrayados son míos.
— 60 t—

catarse de la contradicción inicial, ya que parece que el “nuevo”
sigue siendo, en lo esencial, el “viejo”. El “nuevo” liberalismo “no
es ‘lo mismo’ que antes, pero sí ‘el mismo'”. Entonces, si “el
mismo” indica lo esencial y “lo mismo” un modo o unos modos
accidentales, se trata siempre del mismo. Para comenzar, eso está
claro.
Si se mantiene “el mismo”, nuestro distinguido autor nopuede considerar “accesorio” al liberalismo el origen contractual
del estado, el individualismo, etc., que le han sido siempre esenciales ; pero aun aceptando tan inesperada afirmación, queda,
en primer plano la libertad, no como propiedad metafísica de la
voluntad, sino como una imprecisa “capacidad de ejercicio para
muchas cosas que se captan como derechos” (sic), “para ser
hombres, o para vivir como hombre”. Sin detenernos a pensar
que “ser hombre” o vivir como tal es una realidad metafísica,
no derecho sino su fundamento próximo, parece inexplicable queun católico crea que “el liberalismo es el humanismo de hoy”.
Semejante “humanismo” ni siquiera es “cristiano” como el de la
“ciudad fraternal” sino simplemente no-cristiano desde que supone la separación entre orden natural y sobrenatural; después
de todo, cuando el autor católico que estoy exponiendo escribió
semejante afirmación, el Papa Juan Pablo II hacía tiempo que
había enseñado en la Redemptor liominis que el único humanismoauténtico es el humanismo cristocéntrico, pues los humanismos
no cristianos son, por razones teológicas que ya expuse anteriormente, antihumanos. Pero el colmo se toca cuando se afirma, en
el mismo lugar, que el liberalismo es “la justicia de hoy” y “la
democracia de hoy”. Y el colmo llega a su culminación cuando
se llega a decir que “no hay otra ideología sustitutiva”.
No discutiré el sentido negativo que siempre tiene el término
“ideología”; en ese sentido, claro es que la doctrina social de la
Iglesia ni es ideología ni es, por eso, sustitutiva; pero lo que, al
cabo de esta larga exposición, un profesor de historia de la filosofía y un mediano conocedor de la Teología no podi’á aceptar
es que el liberalismo sea la expresión de la dignidad, la libertad
y los derechos de la persona: En cuanto a la dignidad (si tomamos el término dignitas en la acepción de “grandeza”, valor, precio), sólo ha sido lograda en la medida inconmensurable de su
incorporación a Cristo en el misterio de la Encarnación, lo cual
es ajeno a los “liberalismos”; en cuanto a la libertad, en los
“liberalismos” es considerada (según ya dije antes) desde la
formalidad de su imperfección y, en algunos casos, como en el
presente, como fin en sí misma, lo cual es metafísicamente erróneo, cuando no se llega a la monstruosidad de afirmar que “el findel Estado es la libertad”; en cuanto a los derechos de la persona, mal puede defenderlos integralmente una “ideología” quer
— 61 t—
al “separar” los dos órdenes, natural y sobrenatural, quita o
ignora el último fundamento de los “derechos” de la persona.
Luego, el liberalismo está muy lejos de ser la expresión de la
dignidad, la libertad y los derechos de la persona sino que, a
la inversa, es causante directo de su progresiva negación en el
mundo de hoy.
Nuestro distinguido autor, con aquellos supuestos, propone
la recreación del liberalismo. Si re-creación significa “crear de
nuevo”, es porque “el mismo” ya no es; pero quedamos más
arriba que se trata siempre del mismo (no de “lo” mismo, que
implica sus modos accidentales) ; de modo que si es “el mismo”
no hay re-creación posible. Quizá lo que se quiere decir es que,
simplemente, hay que ponerlo al día pasándole el plumero, “recreándolo” en “nuestras cabezas”; en tal caso, como dice nuestro
autor, se trata únicamente de “un régimen liberal, es decir, un
funcionamiento de las instituciones políticas que sea liberal”; o
sea, “un liberalismo práctico”. Aquí se vislumbran dos vertientes:
Si sólo se trata de re-crear el liberalismo en el orden práctico,
es menester recordar que la operación práctica supone la teoría
sin la cual no existe la práctica; luego, un liberalismo “práctico”
•sólo referido a un funcionamiento “liberal” de las instituciones
políticas es imposible, salvo que se acepte toda la visión del
mundo del liberalismo. Si se trata sólo de un régimen, sólo como
régimen es imposible, ya que éste es la expresión práctico-política
de la visión general-liberal del mundo; en todo caso, se trataría
solamente de la democracia-liberal que es, como lo mostré anteriormente, inorgánica y antidemocrática.
No insistamos más, porque es imposible mostrar todas las
incoherencias que tal posición gris, intermedia, conlleva consigo.
Sería como querer golpear una montaña de algodón. Sin embargo,
me llama la atención esta suerte de reducción a términos “teológicos” y “misionales” de semejante liberalismo re-creado. Si
preguntamos qué fin se persigue con esta tesis, se nos dirá que
“una nueva catequesis cívica”. ¿Con qué propósito concreto?
Algo así como la “conversión” de los “infieles” (yo entre ellos)
porque el autor declara su propósito de “difundir la creencia
en la democracia liberal”. Porque “si no se cree en ella”, “el
hombre no vivirá como persona”; es decir, sin la fe no hay salvación; así como el obsequio racional de la fe sobrenatural (gratis data) permite al hombre vivir la Vida como persona en la
Persona de Cristo, secularmente hablando, la “fe democrática”
(¿gratis data?) me “salva”; me parece que no me excedo si
digo que me “salva” para la misma Democracia, el gran Mito
de este siglo. Quizá eso se quiere decir al manifestar que estas
ideas están “impregnadas de salud política”. Es verdad que los
laicos debemos preocuparnos de lo temporal (es nuestra situa-
— 62 t—
ción típica) “a la luz del Evangelio”; pero, en este caso, se hace
una mezcla (que es precisamente la confusión) de algunas ideas
generales de la doctrina social de la Iglesia con el “viejo” liberalismo que es, como en este caso, “el mismo”. Y el único que
existe. No hay otro.
En el esfuerzo que, actualmente, están haciendo algunos católicos por reconciliar el término “liberalismo” con la doctrina
social de la Iglesia, esfuerzo destinado al fracaso desde Lamennais
hasta hoy, se observa, también, una distorsión semántica de origen no científico. Si aceptamos, al menos por ahora, que la semántica es el estudio de la significación y clel cambio de significación
de los términos, es evidente que considera las relaciones entre
los signos y los objetos de los cuales se predican (designata).
Aunque estas relaciones se expresen por leyes, es claro que tales
leyes no son arbitrarias, pues de lo contrario no serían leyes.
Por tanto, un signo (término) designa tal objeto; así, el término
“liberalismo” designa tal objeto (el liberalismo en todas sus formas y variantes) ; sin embargo, la relación significativa puede
cambiar por diversas causas en el transcurso del tiempo (evolución semántica) sin alterar, claro está, la relación permanente
a su esencia que se mantiene la misma a través de los cambios.
Si, por el contrario, este cambio fuera esencial, el término designaría otra cosa volviéndose equívoco y generando confusión. O
sea que la evolución semántica tiene un límite. Este es, precisamente, el caso del término “liberalismo”. Si el liberalismo se
mantiene “el mismo” (lo esencial) aunque no sea en el tiempo
“lo mismo” (por modo de accidente), quien acepta, se adhiere o
re-crea el liberalismo ,sea el liberalismo absoluto, el moderado
o el moderadísimo) aceptará siempre el mismo, aunque fuera
como un mero “liberalismo práctico”, y forzosamente caerá en
las condenaciones de la Iglesia. Si, por el contrario, va eliminando
todo lo que, a su conciencia de católico, le parece inaceptable
(pacto social originario, origen del poder en el pueblo, concepto
individualista de la sociedad, separación de la Iglesia y del Estado,
etc.) entonces ha introducido un cambio esencial y el término
ya no designa tal objeto y se ha vuelto equívoco generando confusión. Estamos, pues, ante un abuso semántico, completamente
ilegítimo, que nada aclara sino que lo confunde todo. Cuánto
más, ahora en otro plano, podría denunciar motivos extracientíficos: acomodación a una situación político-social dada, componenda por motivos no explícitos y tantos otras causas subjetivas.
Por eso, llamar “liberalismo” a lo que ya no lo es, es un abuso
semántico inaceptable, reñido con la historia.
Leo por ahí, en un epígono de Roepke, von Mises, Hazlitt,
Ruelff, Read, Friedman y Rougier, que hay “plena coincidencia”
entre el Cristianismo y “las propuestas políticas y económicas del
— 63 t—
liberalismo”, aunque en página siguiente se subraye que los dos
órdenes, temporal y espiritual, son “sustancialmente distintos”.
Y aunque un liberal no tenga fe sobrenatural, “los principios
que postula en su esfera de acción están del todo consubstanciados
con los principios morales del cristianismo”. Sin detenernos en
la minucia de mostrar que será siempre imposible a quien no
tiene fe semejante identidad con los misterios cristianos (de los
cuales surgen los “principios morales” evangélicos), esta actitud
inicial de componenda conduce, a otro autor de la misma condición, a un procedimiento un poco astuto pero elemental y por
completo erróneo: Afirmando las verdades de la doctrina social
de la Iglesia y como quien las señala, dice: Ved, esto es lo que
sostiene el liberalismo. No nos peleemos. Estamos en lo mismo.
Esto es, precisamente, lo que podemos denominar un embrollo
semántico, un abuso de los términos que sumirá a su autor y a
muchos lectores en la mayor confusión.
e) La “mentalidad” liberal, un neopelagianismo del siglo XX
Todo este juntar mezclando, que es el confundir, manifiesta,
después de dos siglos de liberalismo (sin contar sus antecedentes
remotos) un modo de pensar sustentado en un transfondo más
o menos inconsciente y que es lo que, propiamente, se llama “mentalidad”. Hay, pues, una “mentalidad” liberal que impulsa también un modo de vivir, tanto individual cuanto social y político.
Recuerdo que Zubiri sostiene que entre toda expresión y la
mente, existe una intrínseca unidad que es la forma mentís;
semejante unidad constituye lo que él llama la “mentalidad”, que
sitúa en el nivel del logos nominal antepredicativo, ya que “decir”
algo (légein) es decir algo de alguna manera propia de una
mentalidad
33
. Pero como se lo dice en el plano antepredicativo,
implica cierta inevitabilidad pre-consciente. Tal parece ser el
caso de la “mentalidad” liberal, que reacciona cuasi automáticamente frente a cualquier problema político-social y, frecuentemente, frente a los problemas más profundos de la existencia
humana. Así, por ejemplo, sobre todo entre los católicos liberales,
cuando se les dice o leen que una auténtica representatividad y
participación política, no pasa por los partidos políticos liberales
sino por las sociedades menores ele primer grado (familia, comuna, región, provincia) y de segundo grado (gremio, empresa,
sindicato), cuyas autonomías y libertad debe el Estado respetar
en su orden, se horrorizan; les parecerá una suerte de ocurrencia
utópica la afirmación de que el Estado liberal está mucho más
33 Sobre la esencia, p. 345, Sociedad de Estudios y Publicaciones, Madrid, 1962.
— 64 t—
cerca del Estado totalitario (cuando no lo es él mismo) que el
Estado no-liberal que propugnamos y que implica la descentralización política. No sabrá si decirnos “fascista” o “anarquista”
y errará en los dos casos; si bien se mira, hoy que estamos en
tiempos de socialdemocracia, entre el concepto de Estado de Pietro Nenni y Benito Mussolini casi no existe diferencia alguna;
lo mismo se diga de Mitterand, del señor González y de algunos
más cercanos a nosotros. Pero su “mentalidad” liberal les impedirá argumentar otra cosa como no sea aquel pseudo-sistema que
expresa la “fe democrática”-liberal que, como ya lo mostré anteriormente es, en verdad, antidemocrática.
Esta “mentalidad”, que ha sido la estructura de civiles y
militares en la Argentina durante tantas y tantas décadas, ha
sido la causa de la alternancia entre gobiernos civiles constitucionalistas liberales y gobiernos de facto militares también liberales. Cuando el gobernante de facto se dispone a considerar el
futuro del país, no puede (bajo el dominio de su mentalidad ineludible) imaginar otra cosa que volver al Estado liberal constitucionalista; cuando éste queda sumido en el desorden y el fracaso
de un liberalismo aplicado como un corset a un país real que
históricamente lo rechaza, entonces se abre el camino a un nuevo
reemplazo por un gobierno de facto que, una vez que ha puesto
orden o que se ha agotado. . . sin haber clescorcetado al país, le
pasa el corset al nuevo gobierno surgido del sufragio universalindividual. Hemos ido pasando, así, de un liberalismo autoritario
a un liberalismo “constitucionalista” sin cambiar lo esencial. Y
el país vive o se desvive históricamente maniatado. Semejante
tragedia es resultado de una “mentalidad” liberal incapaz de superarse a sí misma. Desde esta perspectiva histórico-doctrinal
surge la evidencia de que la mayor desgracia política de todos
los países iberoamericanos, consiste en haber plagiado la constitución de los Estados Unidos, expresión de la primera revolución
liberal, antihispánica y anticatólica de la historia. Si estos países
hubiesen acudido o hubiesen podido acudir a su propia naturaleza
histórica (a su constitución natural-tradicional) para expresarla
(si así lo hubiesen libremente querido) en una constitución positiva, la suerte de Iberoamérica hubiese sido muy distinta. Claro
está que aún estamos a tiempo de cambiar el rumbo, poniendo
la proa hacia nosotros mismos.
Aquella “mentalidad” liberal que comprime y condiciona
nuestros actos, sea que niegue, sea que ignore, sea que separe
el orden natural del sobrenatural, constituye, como ya dija antes, una suerte de neopelagianismo del siglo XX, que siente horror
por la armónica unión y distinción entre lo sacro y lo profano, y
que sacraliza, en el fondo, a lo profano mismo. Le causa horror
admitir que es sacro todo el orden temporal en cuanto ha sido
— 65 t—
asumido por Cristo y que tal orden natural no se cura ni se
salva sino por El. La libertad del hombre, que jamás es fin sino
propiedad metafísica de la voluntad, no basta para vivir bien.
Así lo expresaba San Agustín escribiendo sobre la gracia contra
los pelagianos: “si el caudal de las fuerzas naturales con el libre
albedrío, basta para conocer cómo se debe vivir y para vivir
bien, entonces Cristo murió en vano; entonces no tiene razón
de ser el escándalo de la Cruz”
34
.
ALBERTO CATURELLI
34 De natura et gratia,XL, 47.

— 66 t—

POEMA DE LA ASUNCION
¿Quién es Esta a quien los ángeles
suben al cielo en volandas;
¿Quién es la que doce estrellas
sirven de marco y engastan?
¿Quién es Esta Poderosa
cual Ejército en batalla
resplandeciente de sol
de liona sus pies calzada?
¿Quién es Señor la que amas
a un punto tal, y es tan Alta
que los cielos y la tierra
se estremecen cuando pasa?
Es la Reina de los Angeles
que va a ser coronada
y todo el poder del cielo
se despliega a su llegada.
Cómo estaría José
mirando a su bienamada!
—aquella que el Padre quizo
que por su vida velara—
tan fulgiente como el sol
tan radiante como el áurea
cuando a su frente ceñían
de oro y plata una guirnalda.
Y la Trinidad Augusta
Majestuosa contemplaba
de Dios Padre a la que es Hija
de Dios Hijo a la que es Madre
y del Espíritu Santo
es la Esposa Inmaculada
Esta es tu Madre, Señor y es la Reina de las almas,
Tú nos la diste por Madre, y con eso sólo basta…
JORGE MASTROIANNI

— 67 t—

CARDENA L
¡ R JOSET O TAÓTOIER
f ¿DOCTRINA SOCIAL
DE LA IGLESIA
O
TEOLOGIA
DE LA LIBERACION?
1 1
] ED1CBONES GLADIU S
PRECIO : AUSTRALE S 1,5 ©
PEDIDOS A REVIST A GlADBU S
TUCUMA N 172 7
10S 0 CAPITA L
y EN LAS BUENAS LIBRERIAS

HACIA UNA PSICOLOGIA HUMANA
CAPITULO II *
LAS BASES BIOPSIQUICAS DE LA VIDA HUMANA
El hombre es un ser corpóreo. El cuerpo es uno de los misterios del hombre. La vida biológica es una zona penumbrosa
que en buena medida escapa a la auto-presencia que la parte espiritual del ser humano posee. Este ser existe no sólo en sí sino
también consigo. Pero tal auto-presencia no abarca todo su ser.
Ni siquiera en el nivel propiamente espiritual, como veremos en
otra parte \ pero sobre todo en el nivel biológico. De la condición
carnal del hombre surge su infraconciente vital, que plantea no
pocos problemas a su comprensión como ente.
Por otro lado, nos hallamos con que la vida humana en
aquéllo que le es más propio, la vida espiritual, se ve condicionada de diversas maneras por la situación corporal en la que
existe. Aunque aceptemos la existencia de operaciones (inorgánicas en el hombre, como cree la tradición antropológica en la que
nos inscribimos, la condición de espíritu encamado es una realidad más fuerte de lo que a primera vista solemos estar dispuestos
a aceptar. Sin ir más lejos y aunque sea dicho sólo incidentalmente, esa misma tradición acepta que cada cuerpo tiene el alma que le corresponde, es decir que no cualquier alma espiritual informa cualquier cuerpo y esto a causa de este último. La
razón es que tal información depende, como de un co-principio,
de las disposiciones corpóreas, porque es la materia el principio de
individuación y la forma debe estar (por decirlo de algún modo)
“proporcionada” a lo que esa materia o cuerpo sea capaz de
recibir. Hay, pues, un cierto pre-condicionamiento del cuerpo al
alma y esto hace que las almas de los hombres sean también distintas, como distintos son sus cuerpos. Un pre-condicionamiento
* El presente artículo continúa el publicado en GLADIUS 2.
1
Cf. cap. De lo no-consciente en el hombre (a aparecer).
— 69 t—
que aparece antes de la formación del compuesto que somos.
Hasta este punto el hombre es visto como espíritu encarnado polla tradición a la que nos remitimos. Es totalmente congruente
que nos planteemos muy seriamente, el estudiar al hombre, el
problema de su cuerpo. Es necesario penetrar en su misterio para
mejor comprender al hombre. Estamos, pues, muy lejos, de todo
esplritualismo exagerado en antropología.
La corporeidad
La doctrina anterior se complementa con la siguiente: El
cuerpo orgánico es tal por el alma (o principio de vida) que lo
informa sustancialmente, es decir que le da el ser. Si bien, como
acabamos de decir, la materia de este cuerpo debe estar dispuesta
para la información del alma, ésta es acto primero del cuerpo
natural orgánico2
y es ella la que lo “organiza”, es decir la
que lo hace orgánico y produce, unida a él, los efectos vitales que
conocemos. j
En la tradición aristotélica el principio vital o alma es un
principio organizador interno de la materia viva. Un organizador
intrínseco, como deberíamos decir. La escuela vitalista centrada
en torno a Hans Driesch reactualizó no hace demasiado tiempo
algunos de estos conceptos. Pero el neo-materialismo explícito o
implícito que campea en biología hoy, barrió con esos esfuerzos.
Sin embargo, cuando los científicos se plantean el problema de la
organización de la materia viva se ven compelidos a recurrir a
conceptos análogos, a pesar de variadas protestas en el sentido
de que no quieren caer en el “teleologismo” antiguo (desearían
poder agotar las explicaciones en el plano de los llamados “mecanismos”)3
. Un caso ilustrativo es el que tomamos de un psicólogo, René Spitz4
. Pero antes permítasenos llamar la atención
sobre lo que se trata de explicar, el hecho de que la materia se
organice y llegue a grados de organización maravillosos. ¿Cómo
no admirarse y ser casi arrastrados por la vorágine del misterio
cuando contemplamos lo que pasa con una célula huevo fecundada
auto-organizándose a velocidades fantásticas para llegar a ser
en poco tiempo un ser complejísimo, sea un pez, un batracio o un
hombre? Quien se asoma a este fenómeno de la vida no puede
dejar de ser anonadado por su milagro. Y ese milagro consiste
en los prodigios de organización que se realizan en la materia
viva y que sólo pueden atribuirse a ella misma. Cuando nuestro
2
Aristóteles, De Anima, II, c. 2.
3
Gilson, E., D’Aristote a Darwin et retour. Essai sur quelques constantes de la biophilosophie, Paris, Vrin, 1971.
4
La formación del yo. Una teoría genética de campo, Buenos Aires,
Centro Ed. de América Latina, 1968.
— 70 t—
psicólogo Spitz quiere explicarnos cómo se va organizando el
“yo” apela singularmente a conceptos de la embriología. Se remite a Hans Spemann, quien propone el concepto de “organizador” para explicar el desarrollo embrionario. Introdujo este término para denominar la instancia que gobierna las fuerzas
embrionarias. Piensa que tal “organizador” es como “un factor
relacionante del desarrollo” o como “un centro que irradia su
influencia”, etc. ¿En qué se diferencia esto de la “forma” aristotélica (llamada también entelequia y tan maltratada por la
tradición moderna) ? En que autores como Spemann —dice
Spitz— no quieren saber nada con algo que en el fenómeno que
se pretende explicar pueda llegar a ser concebido como nomaterial. No queda alternativa: Es algo material lo que “organiza” lo material. Pero esto puede llevar al infinito: Si la
organización de lo material exige ser explicado el organizador
material de lo material también, y así al infinito. Lo sentimos,
pero parece que la paradoja no tiene solución. Spitz insiste en
que Spemann rechaza expresamente todo fenómeno inmaterial
en lo que intenta explicar (la organización embrionaria). Alude,
rechazándola, a la “entelequia” de Driesch, como una instancia,
“inespacial”, que descalifica por ser una especie de “idea” platónica. El pecado consiste en que se pretenda concebir algo “inespacial”. Esta es la repugnancia del materialismo subyacente a
esta posición. Descartes sigue proyectando su sombra: La materia
no puede ser otra cosa que una “res extensa”.
Sin embargo, para poder referirse al poder autoorganizador
de la materia viviente, los conceptos de los autores mencionados
no difieren gran cosa de lo que expresaba Aristóteles. “Un organizador es entonces la instancia5
que marca los pasos del
desarrollo, un eje particular…” 6
. No se puede admitir que
exista en la realidad algo no-material (no decimos espiritual,
que es otro concepto). Es decir, sencillamente, la “forma”. Pero
ésta no tiene por qué ser necesariamente algo “espiritual”, si es eso
lo que asusta. Los aristotélicos nunca han dicho semejante cosa.
Por nuestra parte no podemos entender bien el porqué de tanta
resistencia a admitir que en el mundo material existan elementos
no materiales. ¿Acaso es más extraordinario que exista algo nomaterial que algo material? El misterio ontológico persiste: ¿poiqué ser y 110 más bien nada? ¿Es menos misterioso que haya
5
Singularmente, cuando no se sabe bien a qué se está uno refiriendo,
aparece muy a menudo hoy el término “instancia”. En realidad no quiere
decir algo concreto. El psicoanálisis lo usa también mucho cuando alude
al aparato [sic] psíquico. Así, el “ello”, el “yo” o el “superyo” son.. .
instancias. En la fras e de Spemann se apela también al término “eje”.
Tampoco quiere decir nada como no sea lo ya dicho con “organizador”, con
lo cual se pretende definir por lo definido.
e
Op. cit., p. 21.
— 71 t—
)
materia que haya algo distinto de ella? Nos asombra este espanto.
Pero esto comienza a escapar a nuestras preocupaciones antropológicas.
Nuestra adhesión al esquema aristotélico como marco teórico
no quita nada de misterioso al misterio del ser y en el caso del
hombre de un ser en las fronteras de dos mundos, el material
y el espiritual. La corporeidad comporta tantos problemas en el
hombre como su espiritualidad.
Retomemos, pues, el tema de la corporeidad.
Fenomenológicamente, ¿qué significa tener cuerpo?
En primer lugar, tener cuerpo es la expresión por excelencia
del hecho de que soy un individuo —ha dicho Rollo May—7
.
“Desde que soy cuerpo, separado de los otros como una entidad
individual, no puedo escapar de alienarme en una forma u
otra…” . Es mi cuerpo una entidad en el espacio, que se mueve,
y “toma posición” respecto de otros cuerpos.
Mi cuerpo es, además, un signo viviente. Mi cuerpo “dice”
de mí. Me expresa. Es decir, me comunica.
Pero también yo lo vivo como algo que me sirve para sumergirme en él, es decir un “dentro de mí”. Sirve para incomunicarme, para resguardar mi intimidad. Es opaco. Hasta cierto
punto, obviamente, pues no puedo evitar que él sea “objeto”
de la mirada de otros, como se queja Sartre 8
.
Podríamos continuar. Permítasenos al menos decir lo que
nos parece más importante de la impresión originaria de tener
cuerpo: No forma, en mi experiencia inmediata, sino una sola
cosa con mi yo, con mi espíritu. En este sentido mi espíritu está
sumergido en él —y a la recíproca— “emerge” de él. Cuanto
más profundizo en esta experiencia más advierto que si bien
soy uno con mi cuerpo, puedo trascenderlo. Hallo mi cuerpo en mí
más bien que al contrario. Y sin embargo soy uno solo con él.
Soy una individua sustantia con él, en la expresión boeciana,
porque soy “diviso” de todo otro ente e indiviso en mí mismo.
Todo esto significa ser cuerpo, tener cuerpo. Como compuesto
de dos co-principios, material e inmaterial, soy cuerpo. En cuanto
que en primer lugar el cuerpo es tal por el alma, tengo cuerpo.
7
El amor y la voluntad, Buenos Aires, Emecé, 1971, (p. 222).
s
En L’Etre et le néant Sartre analiza esta situación a veces incómoda de ser “objeto” de las miradas ajenas, viéndolas como un “desposeimiento” y hasta como una “vergüenza metafísica” (cf. Maisonneuve, J.,
Psicología Social, Buenos Aires, Paidós, Sra. Ed., 1967, [p. 23]).
— 72 t—
De una manera eminente soy más alma que cuerpo, porque por
ella soy lo que soy. Pero en cuanto ella no constituye más que una
sustancia con el cuerpo, éste me es necesario para ser. Y es aquí
donde la corporeidad toma toda su importancia.
Podríamos detenernos morosamente en describir lo que fenomenológicamente esto significa para el hombre. Pero ello no
nos aclararía demasiado el misterio que compox-ta la unión de un
alma inmaterial y un cuerpo material. La fenomenología de
la corporeidad ayuda a tomar conciencia del cuerpo. Después
de siglos de racionalismo se hacía necesario. Pero no basta
para penetrar el misterio de esta unión. Por eso los antiguos
se planteaban directamente el problema de las relaciones entre el
alma y el cuerpo, dando por supuesto que la experiencia común
es bastante decidora de lo que significa ser un ente compuesto.
Encaremos, pues, este tema.
Las relaciones entre alma y cuerpo
Vayamos a algunos hechos.
Nos ocuparemos de los correlatos fisiológicos del “constructo”
psicológico de actitud.
No podemos resumir aquí el concepto de actitud. Lo hemos
intentado en otra parte 8
. Digamos simplemente que suele llamarse así a cierta disposición preparatoria de la conducta o comportamiento. La actitud es concebida como predisposición orientadora sea del conocimiento, la valoración o la acción. Se distinguen en ella, en consecuencia, una cierta selectividad relativamente permanente de las funciones psíquicas que predispone
orientando la actividad del sujeto en ese nivel. Por cierto que
también se puede hablar de actitudes postulares, que se refieren
a los aspectos físicos o corporales. Es un modo análogo de apuntar a algo semejante en el plano psíquico. La actitud, en este
plano, supone una cierta expectancia, para usar un barbarismo
que alude a ese carácter pre-dispositivo. Un prejuicio social es
un ejemplo de ello.
Pero aquí lo que interesa no es tanto la definición del concepto sino sus correlatos fisiológicos.
Hoy se habla, de una manera todavía oscura pero francamente incitante, de las organizaciones neuronales y la conexión
9
La actitud, como expectancia. Correlatos psicofisiológicos, Rev.
ETHOS, Buenos Aires, Instituto de Filosofía Práctica, N<? 1, 1973,
(pp. 313-324).
— 73 t—

que el psicólogo puede establecer con la actitud, especialmente
con el aspecto de expectancia. El mismo término ha sido aplicado
a los circuitos neuronales para aludir a un rasgo de su funcionamiento que ha inducido la analogía.
El modo como se organiza y actúa la materia viva ilumina
así con nuevas luces la relación psicofísica y nos hace ver cómo
es posible esta misteriosa participación de la causa material en la
producción del fenómeno psicológico. Las relaciones cuerpo-alma
se aclaran, al menos en cuanto vemos mejor cómo se estructura
la materia para participar en el acto vital. Veamos cómo suceden las cosas.
Ante todo el correlato neurofisiológico de la actitud se integra en el hecho más general de conservación del pasado, que los
fisiólogos apelan “huella” o modo particular de organización
dinámica neuronal. No podemos desarrollar aquí estos conceptos,
pero tal vez baste una breve explicación para darse una idea de la
correspondencia entre el fenómeno psicológico de la actitud y
la organización neuronal. Como dijimos, así como en el núcleo
del concepto de actitud aparece el de expectancia la neurofisiología utiliza el mismo término para designar lo que sucede en el
nivel nervioso.
Vamos de lo más general a lo más particular. La corteza
cerebral presenta una serie de “mecanismos” que sirvieron, como
se sabe, de modelo para la construcción de las “memorias” de los
cerebros electrónicos.
Vamos al proceso fundamental al que nos referimos aquí:
El circuito reverberatorio, de retroalimentación o feed-back, llamado engrama neuronal. Este tipo de circuito tiene la particularidad de la latericia: Continúa funcionando por debajo del potencial de efectividad o “disparo”, hasta que un impulso apropiado
eleva dicho potencial de modo que se “actúe” (actualice) la respuesta mnemónica (sea como movimiento sea como imagen). El
“imput” actualizador puede ser de origen externo o interno, es
decir central o periférico. Veamos cómo se comportan estos
circuitos.
Nuestro maestro M. Ubeda Purkiss, a cuyas clases tuvimos
la suerte de asistir, dice en sus Lecciones de Psicología Fisiológica10 que “el mecanismo… depende de una ‘actividad de
huella’ que teniendo lugar en los circuitos cerebrales reverberatorios y autógenos, mantienen la acción del estímulo preventivo (A) para en un momento determinado, ser integrado con la
1° Escuela de Psicología, Madrid, 1963, (p. 83).
— 74 t—
acción del estímulo (B). La permanencia de la actividad inicial
a cargo de los circuitos reverberantes ha sido calificada de ‘ex-pectancia’ y es considerada como una forma de ‘ideación’. A ella
responde, en términos neuronales el concepto de engrama”.
“La acción excitante provocada por un estímulo inicial es
mantenida en forma de ‘actividad de huella’ durante un determinado tiempo, para venir a reintegrarse después en el mecanismo
de una respuesta actual”. Después de explicar que tanto el cerebro
como las estructuras segmentarias están dotados de estos circuitos de retroacción, afirma que en “cualquiera de ellos una
oleada de impulsos excitadores puede teóricamente circular indefinidamente, hasta que una nueva oleada de excitaciones, se
integra con la anterior para producir un efecto motor que ninguna
de ellas es capaz de producir por sí sola”.
Un estímulo cualquiera (o “suceso”) que excite o afecte
un circuito de estos, puede continuar indefinidamente de una
manera latente. “Y al circular indefinidamente puede ser extraído
de su exacta posición en el tiempo —dice otro autor
11—, para
poder reactualizarse en un momento cualquiera. Una información
circulante de este tipo puede intervenir en el proceso de la
memoria”.
Las conexiones sinápticas de los circuitos serían sensibles
(“expectarían”) a las señales para las que están “sintonizadas”
por su origen. Es decir, se sensibilizarían al tipo de impulso que
las originó, sensibilización que se va fijando y reforzando con la
repetición.
Nos encontramos, como se ve, con un fenómeno análogo al
de la “expectancia” actitudinal.
La infraestructura molecular que subyace al fenómeno está
siendo investigada. Se ha supuesto que las prácticamente indefinidas formas o combinaciones estructurales moleculares de sustancias presentes en el tejido nervioso, formarían el “código”
que sirve de base a la memoria (recordemos, la expectancia y la
actitud son una especie de memoria). Refiriéndose a las membranas nerviosas (capas bimoleculares, lipoido-proteínicas, que
separan las fases intracelulares de las extracelulares) Otto Creutzfeíd, del Instituto Max Plank, especialisa en química biofísica
se pregunta: “…¿tienen lugar, pues, cambios de conformación
en la estructura molecular… que jueguen probablemente algún
1 1
López Prieto, R., y otros, Cómo funciona nuestro sistema nervioso,
Madrid, Rialp, 1963, (p. 162).
12 La investigación del cerebro. Sus aspectos esenciales, Rev. Educación, Instituto de Colaboración Científica, Tubingen, 1973, Vol. 8, (p. 109).
— 75 t—
papel en el almacenamiento de información en el sistema nervioso, es decir, que puedan ser considerados como base de la
memorial” (Subrayado nuestro)13
. Por cierto que este mismo’
autor nos advierte contra un positivismo falso que cree explicar
por los procesos biológicos del cerebro los fenómenos psíquicos:
“Aunque pudiésemos formular los presupuestos naturales de la
memoria, no habríamos entendido nada sobre el sentido y sobre
las relaciones psicodinámicas del almacenamiento y revocación,
de contenidos de conciencia”
14
. En lenguaje aristotélico diríamos
que penetramos mejor en la materia o causa material del fenómeno•
(éste es formalmente psíquico), pero se nos escapa justamente
la causa formal. Ambas causas constituyen la esencia del fenómeno, pero éste es el acto o actividad única de dos co-principios.
No olvidemos, por un falso espiritualismo, que las “causae ad
invicem sunt causae”, que las causas lo son recíprocamente. Una
mejor comprensión de la causa material nos ayuda a penetrar
en el proceso formal. Obviamente, como después diremos, estamos
hablando aquí de dinamismos psico-orgánicos, como es el casode la memoria. La problemática será otra cuando tratemos los
procesos superiores de la inteligencia y la voluntad.
Volviendo a nuestros circuitos reverberantes que, según lo’
dicho, tendrían como función “mantener presente la representación de grupos particulares de atributos dentro del sistema
nervioso, durante un tiempo suficiente…” 1 3
, no se crea que,
como teoría, no presenta dificultades. Sholl opina que es difícil
creer que dichos circuitos, de por sí, puedan ser lo suficientementeestables como para transportar indefinidamente los recuerdos
sin desorganizarse. Inversamente, la corteza puede ser traumatizada, arrojada a la confusión por una crisis epiléptica o convulsionada por electroshock y sin embargo la memoria sobrevive.
Sea lo que fuere de estas dificultades que, por otra parte,
no es nuestra competencia solventar, lo interesante desde nuestro1 3
En la obra del K. Popper y J’. C. Eccles, El Yo y su Cerebro, Barcelona, Labor, 1980, ed. inglesa de 1977, en la p. 161, Popper dice que “uno
de los problemas, objeto de controversia, más importantes de la teoría de la
memoria es la discrepancia que existe entre los defensores de la teoría
electrofisiológica (o sináptica) clásica del almacenamiento mnemónico, y
los defensores de una teoría química” (recuerda luego que algunos autores
han presentado pruebas que parecen indicar que los hábitos aprendidos se
pueden transferir de un animal a otro mediante la inyección de ciertos,
productos químicos, que tal vez estén relacionados con “sustancias transmisoras”). Obviamente nosotros sólo podemos estar atentos a lo que
aporten los especialistas. De cualquier manera esto no resuelve el problema
psíquico.
1 4
Op. cit., (pp. 105-106).
15
Sholl, D. A., Organización de la corteza cerebral, Buenos Aires,,
Eudeba, 1962, (p. 101).
— 76 —
punto de vista antropológico es comprobar cómo el reemplazo
del esquema mecanicista reflexológico y conductista por hipótesis
más funcionales, constituye un avance que permite armonizar
mejor los fenómenos psicológicos y los fisiológicos del comportamiento animal y humano. Podemos comprender mejor lo que
pasa con la memoria y el aprendizaje, con la “re-cognition”, la
expectancia subconciente y otras formas de permanencia dinámica del pasado en el ser vivo. Se deja un margen grande de
espontaneidad e iniciativa, en que el sujeto no es sólo reactor
sino actor. Todas las formas de actividad subconciente, como
las llamadas conciencia de ausencia, conciencia latente, reconocimiento retardado, reminiscencia o busca del recuerdo, etc., logran una más satisfactoria representación en la teoría de los
engramas neuronales y en el papel de los mecanismos moleculares y otras líneas de hipótesis e investigación más o menos
recientes.
Podría pensarse que el recurso a los circuitos autógenos
representa un retroceso respecto de hipótesis como la de Lashley,
que ofrece una visión más totalizante e integradora del funcionamiento cortical. Sin embargo pueden compatibilizarse. Es verdad que Lashley ve la actividad cortical como “constituida por
formas complejas de interacción y no por la conducción a través
de vías relativamente aisladas” 16
. Sholl señala al respecto que al
suponer Lashley que la huella mnemónica no constituye una modificación estructural localizable de las neuronas —como podría
inducirnos a pensar la idea de los circuitos— hace difícil explicar
ciertos hechos fundamentales. A la inversa, la visión de Lashley
permite tener una imagen más acorde con el carácter totalizante
e integrativo de las actividades psicofisiológicas —como sucede
con las actitudes, hábitos, “esquemas” conductuales, etc.—. La
escritura de un individuo revela notables parecidos a su manera
de caminar (amplitud del paso y del rasgo), llamativas semejanzas tanto si escribe con la mano derecha como con la izquierda
o con los dientes. No obstante, estas visiones no son inconciliables.
Las asociaciones neuronales o engramas no necesariamente se
deben concebir como “singulares” (aunque sí como específicas),
pues como suponía Lashley cada engrama tiene múltiples representaciones en la corteza. Además, cada neurona no pertenece
necesariamente de modo exclusivo a algún engrama en particular
sino que, por el contrario, cada neurona e incluso cada nudo
sináptico entra en la estructuración de múltiples engramas 1
‘.
Esto permite conciliar lo genérico con lo específico y singular
en la conservación viva del pasado. En vinculación con esto,
16 Citado por Sholl, op. cit., (p. 100).
17
Ubeda Purkiss, op. cit., Apéndice I, (p. 4).
— 77 —
Creutzfeld indica que “Cada punto de la periferia del cuerpo.. .
está representado varias veces en la corteza cerebral. La consecuencia de ello —sigue— es un mosaico, que se superpone
sistemáticamente, de mapas del medio ambiente, sobre la corteza
cerebral”1S
.
Una concepción rígida y mecanicista, pues, de la teoría
engramática llevaría, por supuesto, a los viejos errores de las
llamadas “localizaciones cerebrales”. Sholl señala las dificultades
de hipótesis como la de Ashby19
, que analogan la conducta animal
y el funcionamiento de su sistema nervioso a los sistemas de
comunicación. La crítica de Sholl es definitiva, pues señala la
falta de base neurofisiológica que apoye la analogía. Lo mismo
dice de las interpretaciones de Pitts y McCulloch, pues suponen
una especificidad que requeriría muchas más neuronas de las que
existen. “Los estudios histológicos demuestran que no es posible
sostener ninguna teoría matemática o de otra índole basada
sobre la existencia de circuitos específicos”
20
. McCulloch y Pitts
han llegado a traducir las fórmulas y proposiciones de la lógica
simbólica a términos de circuitos neuronales. Como decía Ubeda
Purkiss, en el juego dialéctico que los cultivadores de la cibernética han desarrollado, resulta un hecho paradójico: Las primeras nociones que sirvieron de puesta en marcha a dicho juego
fueron prestadas por la fisiología del sistema nervioso y dieron
como resultado la construcción de los cerebros electrónicos. Bien
pronto estos autómatas se rebelaron contra sus progenitores, los
cerebros de verdad, viniendo a resultar ahora que es el cerebro
humano el que se comporta de manera muy parecida a las máquinas calculadoras.
Por si hubiera que abundar en la argumentación tendiente
a mostrar la insuficiencia del mecanicismo, señalaremos la conclusión de Beurle y Cragg, así como de Temperley, de que “las
propiedades de un agregado de neuronas en interacción son muy
18
Op. cit., (p. lio).
10
AV. A. Ashby, en Proyecto para un cerebro, Madrid, Teenos, 1965,
propone una máquina dotada de un ingenioso dispositivo, el liomeostato,
gracias al cual se logra un sistema “ultraestable” que presente una “conducta adaptativa”. Indebidamente, como dice D. A. Sholl en Organización
de la corteza cerebral, op. cit., p. 105 y ss., Ashby piensa que el animal
funciona del mismo modo. Sholl dice que “aparentemente tenemos aquí un
ejemplo de la incapacidad para advertir que una máquina que realiza una
operación similar a la de un animal no constituye una evidencia de que los
dos funcionan de la misma manera” (p. 106). La misma crítica hace a.
Grey Walter, creador de ‘animales cibernéticos ingeniosísimos’. Pero falta
toda evidencia de que los “circuitos” electrónicos de estos inventos se den
en los cerebros. Por cierto que, aunque así fuer a tampoco quedaría demostrada su identidad. Volveremos sobre esto.
so Op. cit., (p. 115).
— 78 t—
diferentes de las características de las células nerviosas que
actúan independientemente”21
. Se trata de verdaderos cambios
cualitativos que, por otra parte, se atisban ya en el nivel inorgánico. Tan lejos estamos del mecanicismo clásico —y su atomismo materialista subyacente— que autores como Sir John
Eccles llegan a recurrir, para lograr una interpretación más satisfactoria cíe la base física de las relaciones entre mente y
cerebro, al principio de indeterminación de Heisenberg y, más
aun, a una hipótesis “outside physics”, en la que el comportamiento de la materia viva estaría en radical contraste con el de
las partículas postuladas por la física22
. Por su parte, Sholl advierte que “tanto si la corteza es estudiada por el anatomista, el
fisiólogo o el psicólogo, el modelo estudiado tendría que basarse
sobre el concepto de probabilidades y ser discutido en términos
estadísticos. Esto implicaría que cualquier teoría que intentara
explicar las propiedades del sistema temporoespacial que constituye la base de nuestra conducta, tendría que emplear hipótesis
estadísticas”
2:!
.
Se comprende en qué estado está la cuestión. Esta flexibilidad, adaptabilidad y espontaneidad de la materia viva se compadece bien con las exigencias que plantea sus relaciones con lo
psíquico. Volviendo a lo que dio pie a esta ya prolongada referencia a los correlatos psicofisiológicos —el tema de la actitud—
nos explicamos que un instrumento como el cerebro sea apto para
la extrema plasticidad y, al mismo tiempo, la maravillosa conservación de experiencia de que hace gala. La permanencia y la
simultánea mutabilidad de las actitudes que hacía calificarlas
a Gurtvich como lo más paradójico de la vida psicosocial, tiene
2 1
Op. cit., (p. 125).
2 2
Eccles, J., The Neurophysiological Basis of Mind, Oxford University Press, London, 3ra. ed., 1960, (p. 279). En la obra de un materialista como el profesor Jean Pierre Changeux, del Collège de France
(L’Homme Neuronal, Paris, Fayard, 1983) se encontrará obviamente, una
interpretación muy distinta. Traducimos unas líneas (pp. 130-31) : “El
rasgo más llamativo que surge de las investigaciones actuales sobre la
electricidad y la química del cerebro es que los mecanismos responsables
de la ‘actividad’ o, si se quiere, de la comunicación en la máquina cerebral, se
asemejan a los que se observan en el sistema nervioso periférico e, incluso,
en otros órg-anos. Se los encuentra ig-ualmente en el sistema nervioso de
organismos muy simples. Lo que es verdadero par a el órgano eléctrico
del Gymnote lo es para el cerebro del Homo sapiens. En el nivel de los
mecanismos elementales de la comunicación nerviosa, nada distingue al
hombre de los animales. Ningún neurotrasmisor, ningún receptor o canal
iónico es propio del hombre. Empleemos, pues, el término ‘macromoléculas
responsables de la comunicación nerviosa’ más bien que el de ‘átomos
psíquicos’. Después de haber, con Gali, laicizado la anatomía del cerebro
humano, laicicemos su actividad!” —concluye exclamando en una especie
de proclama materialistica.
2 3
Op. cit., (p. 125).
— 79 t—
un sustrato biológico proporcionado. Admirable correspondencia,
cuyas relaciones permanecen en un misterio incitante, pero que
no pueden pensarse dualísticamente, sino más bien como dos
co-principios que concurren a la producción de un acto vital
único. Así visto no es extraño que cuando el psicólogo describe
el fenómeno correspondiente y el fisiólogo por su lado lo hace
con lo suyo, lleguen a concepciones que pueden coincidir hasta
en los términos. Así vemos que pasa con la “expectancia” actitudinal y la “expectancia” neuronal.
Las relaciones entre “mente” y cerebro
En la literatura contemporánea el tema que se presenta a
la inquisición de científicos y filósofos (sobre todo de los primeros) no es enfocado como antaño en el sentido de las relaciones entre cuerpo y alma, sino entre “mente” y cerebro.
Las razones son varias y obvias. En primer lugar el concepto
de alma (o principio de vida) no se maneja más. En segundo
término el tema de la “mente” —cuyo fondo cartesiano parece ¡
innegable, y se encuentra también en los empiristas— es el único
que subsiste, aunque sus funciones son tan inexplicables recurriendo sólo al cerebro que los neurofisiólogos se han visto como
obligados a hacerse cargo del problema “mental”. Lo vamos a
ver primero en la obra de una gran figura de la neurofisiología,
la del Premio Nobel sir John C. Eccles24
.
Eccles, profesor de fisiología en la Universidad de Cam- i
berra, fue galardonado con el Nobel para Fisiología y Medicina
en 1963 por sus investigaciones neurofisiológicas. Este distinguido científico australiano cuenta entre otros antecedentes con
el de haber trabajado junto a Sherrington. De allí derive tal vez la
amplitud de sus intereses, como lo muestra la obra que hemos
citado. En ella, luego de repasar los principios fundamentales i
de la moderna neurofisiología, aborda resueltamente el problema de las relaciones mente-cerebro, y lo hace convencido de que
“la tarea” de la ciencia es tratar de responder a la pregunta
“¿quiénes somos nosotros?”23
. Estamos, pues, bien lejos de la
presunción positivista de una ciencia asépticamente fenoménica,
ajena a las grandes preguntas (“metafísicas”) que han sido siempre motor del saber y su meta, implícita o explícita. El testimonio .
2 4
Op. cit., comentamos esta obra en Sapientia, Buenos Aires, N? 79,
1966. . ‘ 1 : .
125
“Who are we?.. . is not only one of the tasks, but the task, of
science…” , op. cit., (p. 261).
— 80 —

de Eccles es valioso: La ciencia confiesa a través de sus palabras la imposibilidad de desentenderse de tales interrogantes.
Más aun, en ellos se resolvería la búsqueda científica, como dice
nuestro autor. Desde nuestro punto de vista —que es el de este
libro— es todo un avance.
Otro tema es, por cierto, si la ciencia positiva, tal cual hoy
se la comprende y cultiva, puede proponerse semejantes preguntas. Pero esta discusión escapa a nuestro propósito. Veamos cómo
procede Eccles y sus resultados.
Se verá que no es infundada la duda que acabamos de expresar. Eccles afirma que él se propone estudiar el tema “qué somos”
usando el método científico, el que resulta ser más que un método
una filosofía: Para nuestro autor método científico es el que
considera al cuerpo como una máquina: “…hemos considerado
en primer lugar el cuerpo como una máquina que opera de acuerdo
a las leyes de la física y de la química…” 2 6
.
Tampoco deja de ser hijo de su tiempo y de su cultura empirista cuando nos dice que entenderá por mente conciencia. Mecanicismo cartesiano y dualismo del mismo signo, del que no
escapan los empiristas. Ya sabemos que finalmente, por sus dificultades intrínsecas, todo esto desembocará en el monismo materialista o idealista. La materia misma quedará reducida a una
“res extensa”, limitando así la realidad físico-material a la cantidad, lo que los tomistas llaman un “sensible común”. Ya desde
Galileo el objeto de las ciencias físicas serán estos sensibles
comunes, en base a la célebre distinción entre cualidades primarias y secundarias, al negar ficisidad a los fenómenos no cuánticos. Quedándose la ciencia con los sensibles comunes, la realidad
material es de hecho reducida a lo cuántico y esto a la extensión
y el espacio: “Sensibilia vero communia omnia reducuntur ad
quantitatem”, dice Santo Tomás27
. Lo grave será, como ha señalado Nimio de Anquin28
, que, al reducirlo todo a la extensión,
al espacio, como no sabemos lo que éste sea, queda todo inexplicado
y vacío
29
.
Una vez reducida la mente a conciencia, Eccles define a ésta
como aquello en lo cual no hay inferencia, lo dado inmediatamente por oposición a lo sensoriahnente percibido. Esto último,
para Eccles, que alega textos de Sherrington y Russell, carece del
2
6 Op. cit., (p. 261).
27 Summa Theol., la., q. 78, a. 3, ad. 2. _ ,
28 Cognición, Conocimiento, Extrapolación, Alienación y Sabiduría,
Rev. Humanitas, N? 12, (pp. 35-37). Recopilado en Ente y Ser, Gredos,
Madrid, 1962. „„ „
20 De Köninck, Ch., El Universo Vacío, Madrid, Rialp, i960.
— 81 —
carácter inmediato de los hechos de conciencia, es observable
pero no experiencial, para usar su distinción.
He aquí otra confusión. Los famosos “datos de conciencia”
no son inmediatos absolutamente hablando —según la famosa
expresión de Bergson— ni la pretendida mediatez de la percepción sensorial es tal, ni puede servir para distinguir conciencia
y percepción.
Fundada sobre un distingo que no es valedero, la argumentación de Eccles se debilita de entrada. La distinción entre observación (lo perceptivo) y experiencia (lo mental) no es válida.
Ahora bien, éste es el concepto de mente que Eccles va a utilizar
para relacionarlo con el de cerebro. El comienzo no es feliz y
afectará el encomiable esfuerzo por defender la objetividad de lo
mental.
Es el universo conceptual heredado, que podríamos remontar
al nominalismo, lo que hace cometer a nuestro autor ciertos errores en sus definiciones básicas. Esto llega a un punto crítico
cuando establece la existencia de una escala indefinida de transiciones entre la percepción externa (lo observable) y la aprehensión directa e interna (mental) : Dél a autoconciencia del “yo”
a la percepción de un objeto a distancia por los sentidos externos.
Entre ambos extremos de la directa aprehensión y la percepción
externa, se abre una serie de grados: Autoconciencia o mera
experiencia de ser; conciencia del yo en un estado emocional;
conciencia de un dolor vago (dolor de cabeza, visceral, etc.) ; percepción de un dolor agudo localizado (un pellizco) : percepción
de contacto con un objeto externo; percepción por receptores a
distancia (vista, oído). Creemos que por un equívoco, Eccles
identifica “interno” y “externo” con lo inmediato y lo mediato,
de una manera espacial, y esta no es la verdadera distinción entre
experiencia interna y experiencia externa30
. Pero tiene un mérito: Siguiendo probablemente a Köhler, Eccles defiende la objetividad de lo mental o psíquico (de lo subjetivo, como se expresa
Köhler). Es tal vez por el afán de tal reivindicación que Eccles
cae en esa peligrosa descalificación experiencial de lo perceptivo,
achacándole un carácter inferencial y no inmediato, del que goza
solamente, a su juicio, la experiencia interna o “mental”. Como
si no fuera tan “mental” uno como otro fenómeno. Además si se
disminuye la objetividad de uno por ser más “distante” —la
experiencia externa— se puede lo mismo dudar de la objetividad
del otro —la experiencia interna—-. La historia de la teoría del
so cf. “La vida, la vivencia y el viviente. Indagación sobre el objeto
de la psicología”, que publicamos en Psychologica, Buenos Aires, ARCHE,
N<? 2, 1979, pp. 73-84. Recopilado en este libro, Cap. VII. — 82 — conocimiento revela bien a qué conduce toda descalificación del realismo del conocimiento 31 . Limitémonos aquí a Eccles, tal cual se expresa. El mérito de su defensa de la objetividad de lo “mental” es grande: Hace posible plantear científicamente el problema de las relaciones entre lo psíquico y lo orgánico, sin temores vergonzantes. El positivismo calificaría de “metafísico” un intento así. Pero posiciones como la de Eccles ayudan a salir de la trampa que hacía sospechoso todo “lo interno” (la reacción anti-conciencia después de Wundt) como si la sospecha misma no fuera algo “interno”. En cuanto a las relaciones mismas entre mente y cerebro, Eccles entiende que este último es el único órgano que recibe influencia de lo mental (reducido, recuérdese, a lo conciente). Luego de repasar lo que entonces se sabía del cerebro, el autor encara la relación con la mente, “the mind-brain problem”. Pasamos de largo varias críticas que desde la filosofía sería fácil hacer a nuestro autor. Rescatemos lo que es esencial a nuestros fines. Lo primero que hace Eccles es preguntarse “¿Qué hipótesis científica puede ser formulada que ofrezca garantías de solución del problema?”, y citando a su maestro Sherrington, afirma: “Esta hipótesis debe representar una extensión de la ciencia natural a un campo de conceptos no sensoriales, e incluso a un campo situado fuera del sistema materia-energía del mundo material” (op. cit., p. 265). Eccles pasa a continuación revista a una serie de hipótesis subsidiarias: 1. La unión de la mente con el cerebro tiene lugar primarriamente en la corteza cerebral. 2. Sólo cuando se da un alto nivel ele actividades de la corteza, su unión con la mente es posible. El dualismo es notorio y la ausencia de noción de “potencia” o “virtualidad”. Para Aristóteles y Santo Tomás el alma no está separada del cuerpo o del órgano no utilizado en un momento dado, mientras sus facultades no son “actuadas” (en la inconciencia, por ejemplo). El principio vital sigue unido al cuerpo y a sus órganos aun en la inactividad. Las operaciones son actos segundos accidentales del principio sustancial o primero. El alma no siempre está ejerciendo todas sus virtualidades o facultades, pero no por eso está “ausente” como piensa Eccles y le pasará también a Penfield. 3 1 Gilson, E., El realismo metódico, Madrid, Rialp, 1952; de Tonquédee. J., La Critique de la connaissance, Paris, Gabriel Beauchesne, 1929; de Koninck, Ch., Introduction a l’étude de l’âme, Préface a la obra de S. Cantin, Précis de psychologie thomiste, op. cit. — 83 t— Eccles entiende por actividad de la corteza la originada pollos circuitos neuronales activos y registrada por el EEG (electroencefalograma). Entiende que hay actividad mental cuando existe conciencia. Si no es así, la actividad se transfiere a niveles inferiores subcorticales y por lo tanto entonces no se da unión con la mente. Tales estados son la anoxia, anestesia, conmoción cerebral, sueño, etcétera. Puede suceder también, como señala más tarde, que estados de inconciencia acompañen a una actividad fuerte de la corteza, pero anormal, de una manera rígida y estereotipada, como en las convulsiones epilépticas o en el electro-shock. La red neuronal, al 110 funcionar normalmente en estos casos, deja de ser punto de relación clel cerebro con la mente. 3. La singularidad de cada percepto es atribuible a una específica estructuración espacio-temporal de actividad neuronal (pattern), en la corteza. 4. La evocación o memoria de cualquier siiceso depende de la reorganización específica de las asociaciones neuronales (engramas), en un vasto siste?na de neuronas extendidas ampliamente por la corteza cerebral (equipotencialidad de Lashley). El engrama, ele tipo funcional y no meramente mecánico, es concebido por Eccles y en general, como vimos, por la moderna neurofisiología, como la estructuración de actividad neuronal promovida y mantenida por un incremento ele la función sináptica, causada por y favorecida por una actividad de tipo repetitivo. Cada neurona e incluso cada nudo sináptico entran, no obstante, en la estructuración de múltiples engramas. La repetida activación de los nudos sinápticos conduce o facilita su eficacia funcional. El desarrollo de la eficacia de los nudos sinápticos es secuela del primer suceso que los estructuró, y su efectividad es mantenida y reforzada por cada subsiguiente reaparición en el cerebro de dicha estructura espacio-temporal. La explicación es oscura, porque en realidad no hay “sucesos” que se repitan exactamente. Los sucesos o eventos que acaecen en el tiempo se caracterizan por su irrepetibilidad. Pero tampoco podemos negar que pueda haber semejanzas suficientes entre algunos de ellos como para producir el efecto que describen los neurofisiólogos. De todas maneras la hipótesis no es demasiado luminosa, según nos parece. Sea como fuere de este aspecto cerebral, Eccles viene a decir luego que a esas estructuraciones neuronales corresponderían en la mente estructuraciones de la misma índole espaciotemporal. Se puede afirmar que Eccles creía que cualquier pensamiento, con su estructura correspondiente, tiene su contra- — 84 t— partida en una actividad neuronal. Eccles concibe un sistema de correspondencias entre las llamadas estructuras espacio-temporales neuronales con estructuras también espacio-temporales de la mente. El cree que si no se entiende así, no podrá concebirse su mutua interacción (por ejemplo, una “orden” de la mente al cerebro o, viceversa, una presentación evocativa del cerebro a la mente). En una obra más reciente la teoría es matizada82 . La explicación dista de ser luminosa. Suponíamos que se trataba de dilucidar cómo se relacionan dos realidades heterogéneas y se termina afirmando que se relacionan porque no son heterogéneas. La hipótesis de Eccles es que la relación operativa cerebro-mente y mente-cerebro se debería fundamentalmente a que la mente posee también una cierta estructuración espaciotemporal. Llega Eccles a decir que la estructuración electromagnética proporciona un modelo para esclarecer el problema de la relación mente-cerebro. Siendo la interacción electromagnética simétrica, es decir que va de los fenómenos eléctricos a los magnéticos y viceversa, conservando ambos factores cierta autonomía, podemos pensar que la interacción cerebro-mente se realice de manera análoga (pp. 281-282). Eccles reconoce que esta analogía nada nos dice del “cómo” se realiza esta interacción. Evidentemente es así. Lo que sucede es que en el fondo hay una renuencia a pensar lo que llama “mental” como heterogéneo a lo orgánico. Es una petición de principio reducir lo mental a una especie análoga a lo cerebral. Con esto se retrotrae el problema. Lo psíquico, en su especificidad, queda inexplicado. Eccles sólo acierta a decir que el cerebro goza de ciertas propiedades de “detector” (de los impulsos psíquicos y a la inversa) con una sensibilidad de diferente clase u orden a la de cualquier instrumento físico. Y que por esta particular sensibilidad es capaz de responder a pequeñísimos estímulos o campos de influencia espacio-temporal. Así se comprenderá que este tipo de organización material pueda ser actuada por un “espíritu” o “fantasma”, si por estos términos se entiende un tipo de agente cuya acción escapa incluso a la capacidad detectora de los instrumentos físicos más delicados. Lógicamente, con esta explicación meramente verbal, Eccles no supera en ningún momento, como dice Ubeda Purkiss, el orden físico, ignorando la realidad psicológica del problema que intenta resolver. La dificultad, como decía Aristóteles de los materialistas de 3 2 Eccles-Popper, op. cit. Puede verse de Sir J. Eccles Le Mystére humain, París, Pierre Mardaga, 1982. Esta obra suele ser calificada como “una interpretación espiritualista”. — 85 t— su tiempo, estriba en que no pueden concebir una realidad no material. La imaginación entorpece aquí al pensamiento. Un principio no material inviscerado en la materia y que la organiza desde dentro, he ahí lo que no se concibe. Más aún, ese principio es inseparable de ella, y es él el que la hace ser y actuar como es y actúa. Intrínsecamente. El dualismo que propone Eccles, además de materialista, no explica nada. No se aporta ningún concepto acerca de la naturaleza de esta mente que ejerce influencia “fantasmal” sobre el cerebro. Tampoco permite resolver cómo actúa el cerebro sobre la mente y cómo una mente sólo ejerce influencia sobre un determinado cerebro. Todo el noble esfuerzo de Eccles termina en la pesantez de una visión que no despega de lo físico. Es una especie de retorno a los pre-socráticos. En una obra más reciente33 Eccles reformula su tesis y hay que elogiar su afirmación rotunda de que “la unidad de la experiencia consciente no proviene de una síntesis última de la maquinaria nerviosa, sino de la acción integradora de la mente autoconsciente. .. ” (p. 104). Es un mentís a los materialistas como el citado J. P. Changeux. Eccles sostiene que el cerebro no es capaz de realizar operaciones de la complejidad y la índole de las operaciones psíquicas. El fenómeno de la anticipación por el que “la mente autoconsciente es capaz de adelantar la percepción, de modo que ocurre hasta 0,5 s. antes del desencadenamiento de los sucesos neuronales” es un ejemplo impresionante (p. 282). No obstante, cuánto más incitante se muestra la teoría hilemórfica de Aristóteles, desarrollada durante siglos por su escuela, profundizada y completada por el tomismo, que es capaz hoy de acoger en sus matrices conceptuales los aportes de la ciencia experimental y aun las inquietudes que legítimamente se plantean hombres como Eccles o Penfield, para quienes creemos que tiene respuestas satisfactorias34 . En cuanto a Penfield digamos brevemente algo de su posición. Alude, en primer lugar, al hecho de que estimulaciones eléctricas en puntos de la corteza cerebral producen reminiscencias de determinados recuerdos que parecían sepultados en el olvido. Pero Penfield no confunde el fenómeno mental (recuerdo) con la actividad bio-eléctrica del cerebro. El hecho continúa siendo misterioso, es cierto, pero Penfield argumenta bien contra la tentación de reducir el aspecto 3 3 Popper, K. y J. C. Eccles, El yo y su cerebro, op. cit., cap. E-7. 34 Oigamos esta meritoria declaración de Eccles: “Un componente clave de la hipótesis es que la unidad de la experiencia consciente la suministra la mente autoconsciente y no la maquinaria neuronal de las áreas de relación del hemisferio cerebral”, El yo y su cerebro, op. cit., p. 407. La obra en general nos ha resultado decepcionante desde el punto de vista filosófico. — 86 t— psíquico al orgánico. En sus experiencias, por ejemplo, el sujeto* ele experimentación, que está conciente, distingue perfectamente cuando un recuerdo ha sido suscitado artificialmente (por estimulación eléctrica) de cuando es él el que lo evoca mentalmente. El “yo” distingue las dos situaciones. Lo mismo pasa si se excita con el electrodo provocando una reacción de movimiento. El sujeto sabe perfectamente que no es él el que se ha movido, sino, que lo han movido “desde fuera”. Penfield no cree, a consecuencia de estas experiencias, que sean posibles “lavados de cerebro” absolutos si el sujeto no presta su asentimiento. El “alma” humana, mantiene su independencia, siquiera indirecta, del “cuerpo”35 _ Las relaciones entre cuerpo y alma en el pensamiento tomista Ante todo no se trata aquí de relaciones entre mente y cerebro. Hay que abandonar en esto decididamente la tradición cartesiana, lo mismo que la empirista. Nada digamos, por cierto, de los monismos materialistas o idealistas. De lo que se trata es de comprender a este compuesto de cuerpo y alma que es el hombre. Veamos cuál es el marco teórico antropológico en que se mueve el tomismo, que puede ofrecer una base segura en la tarea, que nos proponía Eccles sobre “the nature of man” (p. 286). Como lo que nos proponemos con el presente trabajo es. rescatar una tradición que corre el riesgo de perderse, actualizándola en la medida de nuestras posibilidades, vamos a recurrir a un olvidado expositor de la antropología de la Escuela, el P. Manuel Barbado. Tal el marco teórico prometido36 . No es fácil a una mentalidad moderna concebir lo que se^ quiere significar cuando se habla de la unión de una materia y una forma para originar un ente cualquiera. Esta unión es tan íntima que la materia lo es en función de la forma y ésta porque informa una materia. La forma es un principio activo interno de organización. Materia y forma son causas esenciales del ser y son recíprocamente causas. No se entiende una sino en función de la otra. Hay dos tipos de formas, sustanciales y accidentales. La forma sustancial da el ser al ente y las accidentales sus cualida35 Cf. las opiniones de Penfield en la interesante encuesta de Vintila. Horia, Viaje ai los centros de la tierra, op. cit., Cap. I, p. 8, con la cit. de la obra de Penfield. 36 Estudios de Psicología Experimental, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1946, T. I., (pp. 635 y ss.) — 87 t— des. El alma humana, para el tomismo, es una forma sustancial incompleta que recibe de su unión con el cuerpo su complemento sustancial. He ahí el fin de la unión del alma con el cuerpo: Aquélla lo necesita para poder ejercer normalmente sus operaciones, y en el caso del hombre, su operación característica, que es el entender. He aquí definida por el fin la unión de alma y cuerpo. Conocemos que el alma es una sustancia específicamente incompleta porque no puede obrar sin la ayuda del cuerpo. El alma se une al cuerpo, pues, para que éste le suministre lo que necesita para que trabaje el entendimiento, actividad suprema que distingue al hombre de los otros animales. Ahora bien, para que el entendimiento humano pueda realizar su operación propia es necesario que diversas facultades orgánicas colaboren presentando al entendimiento lo que éste necesita para entender. La perfección de estas facultades orgánicas debe ser muy grande para que puedan cumplir con tal misión. Para el tomismo sólo el entendimiento y la voluntad son facultades (inorgánicas, es decir que sólo indirectamente necesitan del cuerpo para realizar su operación propia, pero todas las demás operaciones, incluso aquéllas tan elevadas por su perfección como son la memoria, la imaginación, etc., son facultades orgánicas, producto de la colaboración en un solo acto vital inmanente de una causa material y otra psíquica. Pero sus productos son necesarios al alma intelectiva para ejercer la intelección. Es así entonces que la función sensitiva en general (la de los sentidos internos y externos según los entiende el tomismo; recuérdese que sentidos internos son los nombrados, como la memoria, la imaginación, el sensorio común y la cogitativa)37 constituye la función principal del organismo. Ahora bien, ¿quién prepara al cuerpo para ejercer tan altas funciones? El hilemorfismo se hace de nuevo presente: Es la propia alma la que prepara los órganos de que ha menester para sus operaciones y los provee de las cualidades necesarias para ejecutarlas. No hay, pues, un “cerebro” trabajando interconectado con una “mente”, sino un organismo que lleva inviscerado un principio vital formal que lo hace ser, desde dentro, lo que es. Es interesante cómo concebía esto Tomás de Aquino, porque no va en contra de los resultados de la genética y la embriología actuales. El Aquinate distinguía en el organismo dos cosas: a) La estructura y disposición material de los órganos; b) Las energías o cualidades de que están dotados y mediante las cuales •ejercen sus operaciones. En cuanto a lo primero, la estructura 3 7 En el Cap. IV tocaremos este tema. — 88 t— del cuerpo ha sido preparada y organizada por el alma pero no por aquella alma individual que se encuentra en aquel cuerpo, sino por el alma de los padres, que ha comunicado al semen (en realidad al óvulo fecundado) una energía formativa, que hoy llamaríamos morfogenética, la cual persevera en el embrión a través de todos los cambios que en él se verifican, y va modelando los órganos en conformidad con los fines a que están destinados (Barbado, op. cit., p. 641). Esto hace que el cuerpo posea desde el momento de la fecundación una aptitud diferencial de recibir tm alma, aptitud que le ha sido legada genéticamente por el alma de los padres al embrión. Esta aptitud diferencial de los •cuerpos para recibir un alma hace que el alma que lo informará sea más o menos perfecta según el cuerpo al que está destinado. Almas y cuerpos son, pues, diferentes en cada hombre, diferentes •en aptitudes y perfecciones. Cada hombre es inédito. Y al mismo tiempo es genéticamente condicionado por el cuerpo y el alma de los progenitores 3S . Así, pues, para el Aquinate la organización estructural del cuerpo humano tiene dos causas eficientes: Una inmediata, que es la energía formativa, y otra mediata, que es el alma del padre (de los padres diríamos hoy). Así entiende él la frase de Aristóteles de que el alma es causa eficiente del •cuerpo (recordemos al pasar aquella otra intuición del Estagirita, de que alma es como el fin del cuerpo). Pero queda por explicar el punto b), que atañe a la procedencia de la potencia operativa mediante la cual cada órgano ejerce sus funciones específicas. El Santo Doctor sostiene que procede solamente del alma espiritual que informa todo el organismo y da a cada parte la virtud apropiada según su estructura y funciones. Es decir, en síntesis, todas las actividades del compuesto humano proceden de la forma sustancial, que es siempre única. Estamos muy lejos del dualismo de Eccles. El alma o la “mente” no es una especie de motor sutil del cuerpo (o cerebro). Es un principio inmanente, dinámico y teleológico. Por cierto que estamos más cerca del vitalismo de Driesch que del mecanicismo que toma como modelo científico Eccles. El alma humana —y he aquí la tesis central de la antropología tomista— se une sustancialmente con la materia 30 . Está asumida esta última por 38 “Las energías que modelan el cuerpo del embrión proceden del alma •de los genitores; y es claro que según sea el alma, así serán las energías •que de ella dimanen, y así serán los efectos que en el embrión produzcan”, dice el P. M. Barbado O. P. en uno de sus Estudios de Psicología Experimental, op. cit., T. II, p. 607. Véase toda la discusión. 39 Popper, en la obra en que es co-autor con Eccles, ya citada, niega obviamente sentido a la noción de sustancia o esencia y afirma que la realidad material “posee la naturaleza de un proceso dado que se puede convertir en otros procesos tales como la luz y, por supuesto, movimiento y calor”. “Se podría decir, pues, que los resultados de la física moderna — 89 t— aquélla desde dentro, intrínsecamente. Y esto nos vuelve al principio de la asunción eminente que tratamos en el capítulo anterior y que tan fecundo nos pareció para comprender el fenómeno humano. Cuanto más noble o superior es la forma tanto más domina a la materia corporal. Por eso “Corpus non continet animam, ímo magis anima continet corpus. . . Animae est continere et regere”, cita el P. Barbado (ibid., p. 645)40 . Para redondear esto y aunque quede todavía en cierta penumbra, digamos que para el tomismo el principio de atribución de todas las acciones humanas es la ;persona (de la que no hemos tratado); ahora bien, el principio remoto es el alma y los principios próximos son las potencias, de las que tampoco hablaremos aquí41 . ¿El cuerpo es una máquina? Es común oír esta afirmación. Sir John Eccles la hace, como vimos, y no es una boutade, es más bien el convencimiento generalizado entre gran número de científicos. Nosotros no nos extrañamos, porque la vida utiliza procesos que son descriptibles en términos mecánicos. El problema es saber si dichos procesos son sólo mecanismos, es decir, si szi interpretación en estos términos los agota. Nosotros creemos que no, pero hay que demostrarlo de nuevo porque la interpretación mecanística ha avanzado en credibilidad. No podemos seguir repitiendo los argumentos de Hans Driesch, por ejemplo, que fueron formulados cuando la electrónica no era capaz de simular un sistema homeostático de comportamiento, es decir una máquina que se adapta a situaciones muy cambiantes y altamente complejas. Un analista de sistemas puede describir el control cerebral sobre el cuerpo en términos electrónicos. Para él el cerebro (y el cuerpo) se comportan como máquinas 42 . El problema surge cuando comprobamos que sugieren que deberíamos abandonar la iclea de una substancia o esencia. Sugieren que no hay una entidad idéntica a sí misma que persista a !o largo de todos los cambios en el tiempo. .. que no hay una esencia que sea el duradero soporte o poseedor de las propiedades o cualidades de las cosas”. Niega, asimismo, necesidad a priori a la idea de substancia. (Op. cit., pp. 7-8). 40 De Anima, L. I, lect. 14. Persona y Sociedad, Universidad Nacional de San Luis, 1984. 4 1 Una bella síntesis sobre el tema de la persona en Wilhensen, F., 4 2 No se trat a de una máquina de relojería, sino electrónica. Sin duda ésta permite respuestas adaptativas gracias a “sensores” y respuestas ultra rápidas y muy plásticas. Pero no piensa. Ni tiene auto-presencia o yo. No desarrolla una subjetividad. De todos modos véase Beishon, J. y G. Peters Ed., Systems Behaviour, Londres, N. York, The Open University Press by Harper and Row Publ., 2?- ed., 1976. Esta obra y la citada de Popper convencerá de que los argumentos materialistas deben ser revisados, mejor — 90 t— sobre el cerebro puede actuar la conciencia o yo y controlarlo a su vez. Esta fuerza extra-cerebral, pero que se traduce en efectos físicos (bio-eléctricos, bioquímicos) ¿es o no es física? El materialismo, aun atenuado y expresado en forma de dualismo (tal parece ser el caso de Eccles y Popper), deja sin resolver el verdadero problema que plantean la aparición del yo y su conciencia43 . Por ejemplo, el hecho de la auto-identidad del yo, el asombro de que yo sea yo, la aparición de la conciencia y la voluntad inteligente o libre. Resulta difícil creer que estas cosas no causen un profundo asombro. A Popper le parece irrelevante la subsistencia del yo después de la muerte. No ve “razones para creer en un alma inmortal o en una substancia psíquica que exista independiente del cuerpo”. (Op. cit., p. 164). En otra parte del libro44 Popper se remite a la opinión de alguien para quien la idea de subsistir como un yo después de la muerte no provoca “deseo alguno”. Paradójicamente la eterna inquietud del hombre por el más allá vuelta irrelevante. La cita que a nuestro autor le parece muy bien es ésta: “No tengo deseo alguno de inmortalidad personal; en realidad, yo diría que un mundo en el que mi ego fuese un adorno permanente sería bastante pobre”. En contra, Pierre Chaunu opina que es cuando aparece en el horizonte humano el más allá que hay hombre 4r’. La impresión que nos dan las especulaciones de Popper en esta obra casi diríamos que es la de una inteligencia (bastante potente, por lo demás) que renuncia a explicarse a sí misma. Porque no encontrar nada “sustantivo” en el Yo es al fin de cuentas renunciar a esa explicación. Para ser una obra dedicada al Yo y su Cerebro, aquél queda reducido a bastante poco. Al fin parece que la cultura occidental tal vez nació el día en que Sócrates, antes de morir, discutía sin zozobra pero apasionadamente respecto del que parece ser el gran problema del hombre: Su subsistencia individual más allá de la muerte. Y expuestos y vueltos a refutar. (Digamos, al pasar, que Popper llega a dudar si algún día los cerebros electrónicos no serán capaces de generar un yo autoconciente, una subjetividad, duda que revela una incomprensión profunda de este hecho espiritual). 4 3 Una excelente refutación del materialismo en el materialista .Tean Paul Sartre, Materialismo y Revolución, Buenos Aires, La Pléyade, 1971. 4 4 Op. cit., p. 114. 45 Con el problema del más allá de la muerte aparece la tumba y el rito funerario. Es el homo sapiens sapiens, que sabe que va a morir; el hombre metafisico y religioso (Chaunu, P., Histoire et Décadence, Paris, Perrin, 1981, pp. 36 y ss.). En español editado por J. Granica (1983). — 91 t— esto tiene que ver con la sustancialidad espiritual del Yo. Porque el Yo es auto-presencia, es existir consigo mismo. Que es lo propio del espíritu. Cuerpo y alma en el animal y en el hombre Como corolario de lo dicho y a modo de aplicación de los principios enunciados, así como de introducción al tema siguiente, vamos a añadir algunos apéndices al presente capítulo. Primero veamos cómo se relacionan de diversa manera el alma humana y el alma animal con sus cuerpos. Resulta bastante claro en un ejemplo tomado de la psicofisiología de las emociones. Estas, en el animal, ponen en actividad los dinamismos propios de su naturaleza animal, es decir, los instintos. Y esto de un modo necesario. En el hombre esta conexión no se da de un modo necesario, sino que la actividad de los dinamismos instintivos depende de un poder superior, la voluntad racional. Del tema nos ocuparemos más detenidamente en capítulos siguientes. Ahora interesa destacar, en la psicofisiología de las emociones, aquello que diferencia al hombre del animal y por lo tanto la distinta relación entre cuerpo y alma en uno y otro. Porque también podemos hablar de “alma” en el animal, un alma que no es espiritual, y por lo tanto cuya unión con el cuerpo es diferente. En el alma animal ésta no posee la sustancialidad sino en la medida de su unión con el cuerpo; no es el caso del alma humana que de alguna manera trasciende al cuerpo. Sus funciones superiores no dependen de manera directa de los órganos corporales. Y si bien es natural al alma humana estar unida a un cuerpo, la sustancialidad del compuesto proviene de ella (y así puede ser por ella conservada al separarse del cuerpo). Algo de esto se refleja cuando analizamos la vida afectiva del animal y del hombre. Para el animal es completamente imposible experimentar una actividad fisiológica propia de un estado emocional sin que al mismo tiempo experimente la emoción misma, como advierte Ubeda Purkiss40 . El hombre, en cambio, puede padecer la actividad fisiológica que habitualmente acompaña a una emoción, sin sentirla. “Las glándulas suprarrenales pueden ser activadas en su secreción sin ir acompañadas de una sensación de temor en los sujetos; la glándula tiroides puede segregar sus hormonas sin que se sigan los correspondientes movimientos de audacia, impaciencia o ira; la actividad de las glándulas gonadas puede darse sin un impulso del apetito sexual… Los pacientes, después de Í 4 8 Introducción al Tratado de las Pasiones de la Suma Teológica, ed. BAC, Madrid, 1954, T. IV, p. 603. — 92 t— haber sido inyectados con una dosis elevada de adrenalina, mostraron toda la sintomatología vegetativa de las emociones —temblor de manos, opresión precordial, abundantes lágrimas, sudoración, etc.— sin que al mismo tiempo experimentasen las reacciones psíquicas que deberían corresponder a tales fenómenos vegetativos. Estos pacientes dan testimonio de su experiencia con frases como éstas: “Siento como si fuera a estar asustado”; “como si fuera a moverme”; “como si fuera a llorar sin saber por qué”;. “como si fuera a experimentar una sensación de miedo, aunque me encuentro tranquilo”4T . Es decir, la conexión necesaria que encontramos en el animal entre estado fisiológico y experiencia psíquica emocional, en el hombre no es determinística. Pero a la inversa, el hombre puede producir voluntariamente una emoción y entonces sí se da necesariamente la actividad fisiológica correspondiente. Por ejemplo, puedo enfadarme y aun estimular mi cólera y dejarme llevar por ella… o dominarla. El animal no– goza de esta libertad; su cuerpo y su alma, su experiencia fisiológica y su vivencia psíquica emocional no dependen de él, obedecen a las leyes de su naturaleza, que, en este caso, llamamos instinto. La pregunta que obviamente se hará el lector es cuáles son. los límites de esa libertad humana. Problema complejo y lleno de matices, en el que juegan no sólo las fuerzas de las potencias superiores (las virtudes, por ejemplo, de los antiguos), sino la situación orgánica y sus interacciones, como hemos visto en estecapítulo y podremos ahondar en los próximos. La facultad puente, que comanda en el hombre el proceso afectivo y responde a la voluntad, quedando como a la expectativa de lo que ésta resuelva, es la cogitativa, protagonista de próximos temas. Las relaciones alma-cuerpo y la salud del hombre Cuerpo y alma guardan una cierta tensión o contrariedad’ de naturaleza, como hemos dicho ya, y no solamente, como puede creer un cristiano, por consecuencia del desorden introducido en la naturaleza por el pecado. Adán, antes del pecado, no hubiera gozado de un equilibrio perfecto sino hubiera sido elevado a una condición sobrenatural y dotado de dones preternaturales. Por otro lado ya dijimos que el alma de cada hombre tienevirtualidades de potencial diferencial. Cada alma es más o menos perfecta. Y lo es en función del cuerpo al que viene a informar. El cuerpo posee una aptitud diferencial de recibir un alma. Esta 4 7 Ubeda, op. cit., ibid., Allí recuerda las clásicas experiencias de Marañón, G., Contribution a l’étude de l’action émotive de l’adrenaline, Rev.. Pranc. d’Endocrinologie, Paris, 1924, p. 301-335. — 93 t— aptitud se la transmiten las almas de los padres al embrión genéticamente. Hay, pues, almas y cuerpos diferencialmente aptos o perfectos. En este marco podemos decir que la salud humana proviene tanto de la energía psíquica como de la perfección corpórea, y ambas son interdependientes. Una depresión nerviosa no es sólo una enfermedad cerebro-endocrina. Es también psíquica y, aun, intelecto-volitiva. No conocemos los procesos concretos que se dan en ella. Lo que es seguro es que el restablecimiento del equilibrio depende tanto de la energía psíquica como del cuerpo. Por eso no basta a veces con los psicofármacos para sacar a alguien de una depresión o crisis nerviosa. No basta la acción sobre los •órganos corpóreos para establecer la salud psíquica. El “caso” debe ser tratado, en lo posible, desde todos los accesos: corpóreo, psíquico-espiritual y, aun, sobrenatural. Esto no quiere decir que muchas veces el equilibrio no se restablezca por la acción sobre uno solo de esos niveles. Ellos son Ínterdependientes. Contrariedad de las dos naturalezas en el hombre El conflicto humano entre espíritu y cuerpo, entre espíritu y carne o entre espíritu y vida, como lo ha llamado Gustave Thibon 18 es seguramente el centro de la tragedia de este ser dotado de dos naturalezas, que, no obstante, constituyen una sola sustancia. Lo repetimos, no aludimos sólo a la lucha entre el bien y el mal en el corazón humano. Este es otro conflicto. Estamos refiriéndonos a la constitución misma de un ente celeste y terreno como lo veía Platón. Y plantearse tal problema es tener que admitir que entre las naturaleza material y espiritual del hombre existe una cierta contrariedad, como no tiene empacho en decir Santo Tomás a pesar de su decidida posición antropológica anti-dualista. Hemos citado ya en el primer capítulo algunos textos tomistas. Si nos remontáramos a Aristóteles nos hallaríamos con sus dudas y hesitaciones respecto del papel y la posición del “nous” en el hombre 49 . Santo Tomás apunta varias veces, desde distintos ángulos, a las consecuencias que esta dualidad de naturalezas tiene para el hombre. Así afirma que las cosas sensibles nos son más conocidas que las inteligibles, es decir, para nosotros, seres humanos “sensibilia sunt magis nota, quoad nos, quam intelligibilia”50 . También hará notar que el 48 Sobre el amor humano, Madrid, Rialp, 4t a , Ed., 1965. 4 » De Anima, III, C. 4; Metafísica, XII 3, 107 a 25-30. 50 Summa Theol., 1-2 q. 31 a-5 Resp. — 94 t— hombre tiene una mejor disposición para recibir los deleites corporales que los espirituales51 . Y, por último, casi como una anticipación de lo que piensa el hedonismo moderno, llega a afirmar que “el amor de sí mismo se mantiene más duraderamente que el amor a otro… ” y “el sentimiento de lo presente obra con más intensidad que la memoria de lo pasado,”52 . Temporalidad y corporalidad son dos “existenciales” del ser humano, si así se nos permite expresarnos. La condición humana, el Dasein de los existencialistas, lo convierte en un ser misterioso, paradójico incluso. Como si de esencia misma brotara el drama fundamental que lo aqueja. No sólo aquel que surge de su inclinación al mal que convierte su destino en tragedia. Sino el ser un “mixto”, un compuesto de espíritu y cuerpo que oscila en los lindes de dos mundos. Una verdadera antropología no podrá desentenderse de este drama, aunque, refugiándose en un monismo imposible, niegue la realidad de las dos naturalezas en el hombre. El hilemorfismo que profesamos no nos debe hacer olvidar tampoco a nosotros la tensión esencial de las dos naturalezas. ABELARDO PITHOD 51 Ibid., q. 31. 52 Ibid., q. 38 a. 1 ad 3 um. — 95t— MONSEÑOR DON ANTONIO CORSO Nació el l/IV/1916 en San Ramón, Uruguay, hijo de don Antonio Corso y doña Ana Rosa Crispino, fundadores de una ejemplar familia cristiana. Inició sus estudios eclesiásticos en el Seminario Interdiocesano de Montevideo y pasó a la Universidad Gregoriana de Roma donde se licenció en Derecho Canónico. Ordenado allí sacerdote el 29/X/1939, regresó a la Patria. Teniente Cura de Rocha; Cura Párroco en Rincón del Cerro; Profesor en el Seminario; Párroco del Cordón; Obispo Auxiliar de Montevideo; fundador de la Legión de María en el Uruguay; nombrado por la Santa Sede, Administrador Apostólico de la Arquidiócesis de Montevideo. Pasó en 1966 a ser el Primer Obispo de la nueva Diócesis “Maldonado – Punta del Este”. En difíciles períodos de conflictos pastorales y doctrinales, supo defender la integridad de la Fe Católica en todos los detalles, con celo y sana teología. Defendió su Diócesis de las corrientes disolventes que agreden desde dentro, la sacralidad y dignidad de las tradiciones católicas. Se destacó en denunciar proféticamente la infiltración del comunismo dentro de ciertos sectores católicos, mediante su Carta Pastoral de 1966, anticipándose a la reciente denuncia formulada por la Santa Sede. Monseñor Corso sigue clamando: “Cuidaos de la levadura del marxismo”. Vivió pobre, rodeado de los pobres y todo lo que usó para facilitar su apostolado, ha pasado a integrar el patrimonio de la comunidad católica de Maldonado. Allí fue un Párroco más y su obsesión eran los barrios humildes donde propició la fundación de capillas y la presencia caritativa de la Iglesia; golpeó a la puerta de todas las congregaciones religiosas para dotar de sacerdotes fieles para los más pobres de Maldonado. Denunció las herejías pero fue benévolo y misericordioso con el hijo pródigo arrepentido, sentándolo a su Mesa. En el día de la Anunciación de 1985 pronunció su “fiat” postrero. — 96 — LOS CUERPOS INTERMEDIOS I. INTRODUCCION El tema de los cuerpos intermedios se ubica dentro del tema mayor de la sociedad humana. Debemos hacer algunas precisiones con respecto a la sociedad humana, las cuales se aplican también a los cuerpos intermedios. La sociedad humana es medio y no fin clel hombre; no ha sido instituida por la naturaleza para que el hombre la busque como fin último, sino para que en ella y a través de ella posea los medios eficaces para su propia perfección. Por lo tanto, dice el Papa Pío XII: “Toda actividad social es subsidiaria y debe servir de sostén a los miembros del cuerpo social y no destruirlos y absorberlos (elevatezza)”. La vida humana se desarrolla en el marco de la sociedad política, pero el hombre no existe aislado en ella, y el desarrollo y desenvolvimiento pleno de su personalidad y de sus facultades individuales y sociales depende de un sinnúmero de instituciones en las cuales se va insertando desde su nacimiento. De todas las instituciones humanas, tres son necesarias y sólo dos perfectas. Las necesarias, sin las cuales la vida humana y la felicidad definitiva no serían posibles, son la familia, el Estado y la Iglesia. Las perfectas, que poseen en sí mismas todos los medios necesarios para alcanzar su propio fin, son la Iglesia y el Estado. Los cuerpos intermedios son los diversos grupos sociales en 3os que se forma y completa la personalidad, y que están situados entre el Estado por un lado y la familia o el individuo por el otro, según los casos. Algunos autores ubican a los cuerpos intermedios entre el Estado y la familia, otro entre el Estado y el individuo. — 97 t— Estos grupos se constituyen espontánea o deliberadamente según su afinidad y complementariedad, y son de diferente naturaleza según la función social que están llamados a desempeñar. Podemos ubicar estos grupos intermedios en distintos planos de acuerdo con su función: a) Plano local: Aldea, barrio, municipio o región. b) Plano socio-económico: Sindicato, Asociación Profesional, Gremio. c) Plano cultural o educativo: Escuela, Colegio, Universidad. También puede haber grupos recreativos o de otra índole, pero los primeros son los fundamentales. El tema de los cuerpos intermedios es de capital importancia para una concepción cristiana de una sociedad política, y está estrechamente vinculado a los siguientes temas: el desarrollo de la persona humana, la libertad y la responsabilidad, el principio de subsidiariedad, la organización socioeconómica de la sociedad, la paz social y la estabilidad de la sociedad política, la representación política y la despersonalización de la sociedad de masas. Desdichadamente, por lo general no se tiene una idea clara del papel de los cuerpos intermedios, con el consiguiente trastorno que padece la vida política en los aspectos antes mencionados. Para desarrollar el tema de los cuerpos intermedios, dando respuesta al mismo tiempo a los hechos relacionados con el asunto, vamos a seguir el siguiente plan. En primer lugar, trataremos de hacer una breve síntesis de la evolución histórica de los cuerpos intermedios y, en segundo término, subrayaremos los puntos fundamentales de la Doctrina Social de la Iglesia que tienen vigencia en este aspecto. II. EVOLUCION HISTORICA DE LOS CUERPOS INTERMEDIOS 1. Antecedentes Podemos citar varios antecedentes remotos. En todas las civilizaciones antiguas hubo agrupaciones de aldeas, en el plano local, o de profesiones. En la India y en Egipto existieron organizaciones profesionales de artesanos. A medida que nos acercamos a Occidente, estos reflejos de cuerpos intermedios se van pareciendo más a lo que serían más tarde. Por ejemplo los griegos, — 98 t— bajo Solón, reglamentaron leyes ordenando los grupos sociales. En Roma los cuerpos intermedios tienen una forma más orgánica. Numa Pompilio, uno de los principales reyes de la antigüedad romana, para suplir y tratar de superar los conflictos existentes entre romanos y sabinos —que primitivamente eran grupos étnicos y luego partidos—, decidió reorganizar la vida social de Roma y creó los Colegia artificum (los colegios de artesanos), juntando en cada uno a artesanos romanos y sabinos para que los intereses profesionales y concretos de la sociedad uniesen, y así superasen las antiguas rivalidades. Bajo la República y el Imperio los cuerpos intermedios progresaron más. El primer estatuto es de la época de Augusto, la famosa ley Julia, que es como la piedra fundamental o principal antecedente de esto. Luego, bajo la época del Dominado, el emperador Alejandro Severo les dio participación en la cosa pública. Estos son los antecedentes que podemos citar. Pero los cuerpos intermedios, tal como nosotros los consideramos y nos interesan ahora, nacen o son una creación de la sociedad cristiana, del siglo cristiano. 2. Los cuerpos intermedios y la sociedad cristiana Los cuerpos intermedios a los que me voy a referir tienen dos características principales: son libres y representativos. Surgen luego de la caída del Imperio Romano, y sobre los esqueletos de estas reliquias anteriores. En el momento de su derrumbe, el Imperio Romano era muy centralizado y burocrático, ningún artesano podía cambiar de oficio, todo estaba controlado por el Estado y, además, fuera del Imperio estaban las tribus bárbaras que no tenían otra ley que la de la sangre o la del clan. Se produce entonces la caída o derrumbe del Imperio Romano, y la sociedad, que esperaba todo del Estado, queda totalmente indefensa y con necesidades de todo tipo. Es así que desde la base misma de la sociedad (y esto es lo original) se van produciendo asociaciones, relaciones humanas, para ir dando respuesta a las diferentes necesidades que surgían. Las primeras sociedades son de tipo local. Los campesinos, que vivían dispersos cada uno en su campo, se reúnen en aldeas para estar más protegidos. Este es el germen de los primeros municipios. También comienzan a asociarse los artesanos, ya no esclavizados o sometidos a una burocracia rigurosa, como si estuvieran bajo un orden rígidamente estatista, sino en forma más libre y espontánea. La que llevaba la avanzada en todo esto era, naturalmente, la Iglesia. Los primeros en asociarse son los cristianos. Primero se fortalece el individuo en su personalidad; necesi- — 99 t— tan desvincularse de la sociedad corrompida que se derrumbaba, y huyen al desierto. Es decir que hay un momento de soledad, pero luego observaron que no podían desarrollar su personalidad en el aislamiento, que es más perfecta la vida en comunidad y, en consecuencia, empiezan a reunirse en comunidades cristianas; son los primeros monasterios. Los monasterios se dan reglas •—aceptan las de un Santo—, y se organizan en base a sistemas de autoridad, no de poder. Es distinto el poder de la autoridad. La autoridad tiene una raíz latina que significa hacer crecer. De manera que se reúnen en torno a una persona que los hacía crecer que, generalmente, era un santo o un ermitaño. Por consiguiente, el mando resultaba una cosa natural, porque el ser humano está más dispuesto a imitar que a obedecer, y las personas con autoridad moral son imitables. Es así que la sociedad va resucitando, fundada más en la autoridad que en vínculos compulsivos. Copiando estas normas que se daban los monjes, se organizan también los gremios y las sociedades. Los monjes se gobernaban por capítulos y tenían pocas reglas, pero esenciales. Esa va a ser también la forma de los primitivos fueros. Esta sociedad, que al principio estaba en la indigencia y en la indefensión, a medida que se va dando respuesta a las distintas necesidades, va adquiriendo más libertad porque puede hacer más cosas. Hay dos conceptos que siempre están vinculados: el de la libertad y el de la responsabilidad. La responsabilidad es el precio que tenemos que pagar por la libertad. Responsabilidad viene, justamente, de responder, de dar respuesta. Esos organismos eran libres porque eran responsables, porque habían dado respuesta a sus necesidades. Por supuesto, existía lo que hoy llamaríamos Estado, pero no era lo que en la actualidad entendemos por tal. El Estado era un poder real muy débil que sólo se dedicaba a las cuestiones de defensa y de justicia; el poder estaba en manos del rey, pero la autoridad estaba en el resto de la sociedad, en todos estos grupos intermedios que se iban creando. El hombre nació libre, fue creado libre por Dios; su ley natural es ser racional y ser libre. El respeto a la dignidad humana consiste precisamente en el respeto de su libertad y de su racionalidad. Pero cuando el hombre se equivoca, no quiere hacer frente a la responsabilidad, que es la moneda con la cual debe pagar su libertad. La libertad entonces resulta incómoda y es nuestra tentación ejercerla sin responder, sin pagar su precio. Sin embargo, esto puede durar sólo por poco tiempo; si uno no asume la responsabilidad, la libertad termina perdiéndose. — 100 t— Los organismos que se constituyeron en los cuerpos intermedios fueron los siguientes: a) Los de carácter local: Las familias se reunieron en aldeas y éstas se constituyeron en municipios. Cada municipio tenía su ley particular, su fuero, una especie de constitución propia. Estas constituciones tenían una gran variedad. Existían desde verdaderas repúblicas hasta pequeños municipios consolidados en torno a un señor feudal. Para protegerse estos municipios se reunían en sociedades mayores: la región que, también, tenía sus fueros. De esta manera se iban integrando en unidades cada vez mayores hasta conformar los grandes reinos. Pero el rey debía gobernar en cada lugar de acuerdo al fuero de cada _sitio. El rey de España en esta época del cristianismo no era el rey de España sino el rey de Navarra, de Aragón, de Castilla, y tenía que gobernar de acuerdo con las leyes de Aragón, de Navarra, de León o del reino que fuese. Eran reyes si respetaban estos fueros, estas leyes, de lo contrario, no podían serlo. “Si hicieres .justicia serás rey y si no, no serás rey” era una de las condiciones que se imponía a los reyes. b) Las profesiones: Estaban organizadas en gremios, semillas remotas ele los actuales sindicatos; sin embargo, tenían grandes diferencias con éstos. Los gremios eran unas corporaciones de artes y oficios impregnadas de fraternidad evangélica. En un primer momento, eran cofradías religiosas imbuidas del espíritu cristiano de la época, que se ponían bajo la advocación de un santo y servían para la ayuda mutua. Asimismo, tenían un tesoro que, como no existía la idea de persona jurídica, era patrimonio del Santo Patrono (San Isidro para los labradores, Santa Cecilia para los artistas de la música, etc.), y con este tesoro, que salía de la contribución de todos, atendían los problemas sociales: los huérfanos, las viudas, los enfermos. También se reunían para promover y defender sus intereses comunes y para disciplinar la acción de sus miembros. Los gremios se organizaban jerárquicamente siguiendo el modelo de la Iglesia Católica. Había una serie de grados: los maestros, los artesanos, los aprendices. El maestro era quien tenía la autoridad y podía hacer crecer a los demás en el oficio. El que deseaba seguir determinado oficio empezaba a trabajar como aprendiz al lado del maestro, luego ascendía a oficial, y cuando por fin era capaz de hacer una obra original, todo el consejo de maestros aprobaba esa obra, que se llamaba “obra maestra”; podía establecer un taller aparte. Entonces, ya tenía un lugar como un grande del gremio. Estos asociaciones profesionales atendían las necesidades del consumo de la ciudad donde estaban instaladas. Por ejemplo, el — ±01 — gremio de los zapateros calculaba los zapatos que necesitaba la ciudad y regulaba la oferta de acuerdo con el consumo. Es decir que no trataban de incrementar el consumo de acuerdo con la producción —como se hace en la actualidad—, sino que producían según las necesidades. Además, establecían cupos para cada artesano, regulaban los precios, disponían las normas de calidad —un artesano que producía bienes de inferior calidad era expulsado del gremio—, reprimían la especulación, fijaban horarios y jornadas justas, y penaban a los deshonestos. Dentro de este orden social, había relaciones intergremios mediante las cuales se establecía el precio no en base a la anarquía del mercado sino de acuerdo con la idea del justo precio. Nadie era muy rico porque estaba limitado, pero tampoco nadie era muy pobre. Se conseguía un régimen de libertad que, como todo derecho, termina donde empieza el del otro. Estas organizaciones eran justamente para establecer eso: el principio del derecho del otro como mejor salvaguardia del propio derecho y de la propia libertad. c j La educación también estaba organizada jerárquicamente, desde la escuela de la aldea hasta la Universidad. La Universidad es una institución creada por la Iglesia. En los pueblos antiguos había maestros y academias, pero esto de reunir toda la ciencia en un solo sitio, en una comunidad de vida de profesores y alumnos para buscar la verdad, es un invento cristiano. El Estado ayudaba a fundar la Universidad, pero fundar significaba darle los medios materiales para que fuera independiente. Le daba tierras; de las cuales la Universidad vivía, y protegía o destacaba a los maestros principales. Sin embargo la Universidad se autogobernaba, tenía un prestigio enorme. Lo que hoy llamamos la opinión pública —que muchas veces es anárquica y prefabricada—, en ese momento de la historia estaba constituida por la Universidad. Asimismo, ésta manejaba su propio patrimonio. d) La Iglesia misma era subsidiaria y estaba organizada en parroquias, en diócesis; era también, una jerarquía de instituciones menores ordenadas a las mayores, que las protegían, hasta llegar a la Iglesia Universal. Sucedía lo mismo con las órdenes religiosas. Estas tenían patrimonios que eran de la Iglesia, lo que no quiere decir que eran del clero ni de la jerarquía, sino de la comunidad. Iglesia significa asamblea. Estos bienes que poseían las comunidades —los monasterios, las parroquias— se dividían en cuatro partes: una era para ios pobres, otra para el sostenimiento del clero, otra para las obras de la Iglesia —hos- — 102 t— pítales, escuelas—, y otra para la manutención del gobierno eclesiástico del obispo. Había, pues, patrimonios intermedios entreel individual y el estatal. Dice Wilhelmsen: “La libertad occidental nació cuando los pueblos europeos espontáneamente —esto es lo fundamental— y sin ningún mandamiento desde arriba, organizaron su propia vida social y corporativa alrededor de una red de organismos queengarzaban todas las dimensiones de la existencia humana”. Entonces, habiendo partido el hombre de la indigencia producida por el derrumbe del Imperio Romano, se insertaba en la sociedad gradualmente, a través de la escuela, el oficio, el municipio, la Iglesia, la parroquia, la diócesis; no iba a parar degolpe a una sociedad de masas donde se encontraba indefenso. Todos estos cuerpos lo ayudaban a crecer, a desarrollar su personalidad, y le aseguraban, en cierta forma, su libertad. Los reyes reinaban y gobernaban según los fueros y estaban limitados por ellos. En este desarrollo de pluralidad de instituciones autónomas, el hombre occidental encontraba la libertad política. Existía una división de poderes; por un lado estaba el poder religioso y, por el otro, el poder político. En realidad, el religioso era más autoridad que poder, y era el que enseñaba y difundía la verdad, el deber ser de las cosas. A través de las universidades, que eran creación eclesiástica, se predicaba especialmente esto. El poder político era el que, dentro de la línea del deber ser, hacía lo que se podía hacer. La ciencia moral, la religión, nos enseña lo que debe ser; el político, dentro de lo que debe ser, hace lo que puede. Es un poco un arte de lo posible dentro de lo que se debe hacer. No era el rey quien establecía lo que se debía hacer. Cuando había un hecho nuevo que lo desconcertaba consultaba en general a la Universidad. La Universidad era la opinión pública, que ahora es el cuarto poder y suele estar en manos de irresponsables; en ese momento estaba constituida por la opinión científica. La expedición de Colón es un hecho interesante para analizar y ver cómo se procedía. La reina de Castilla consultó a la Universidad de Salamanca diciendo: “Acá hay un señor que me presenta un proyecto para ir a Japón dando la vuelta al mundo por el otro lado y acompaña su pedido con una serie de datos empíricos”. La Universidad de Salamanca respondió (ésta fue la realidad, aunque la historieta cuente otra cosa) lo siguiente: “El mundo es redondo, como se sabe desde la época de los griegos. Teóricamente se puede ir a Japón navegando hacia el otro — 103 t— lado; pero el señor Colón se equivoca, Japón queda mucho más distante de lo que él sostiene, de modo que si no hay nada en el medio va a perecer en altamar por falta de alimento”. Es así que la reina toma su decisión, con el dato científico dado por la Universidad y con el dato empírico de Colón, en el sentido de que allí debía haber algo, aunque no fuera Japón, de acuerdo con otros datos y mapas que no podían difundirse porque eran secretos. Pero como el poder socioeconómico no estaba en los reyes sino en la sociedad representada por los gremios, y como la Universidad había dicho que Japón quedaba mucho más lejos y los gremios no estaban en disposición de los secretos de Estado, le dijeron que no a la reina, quien no pudo conseguir el dinero. De modo que, según cuenta la anécdota, la reina tuvo que pagar el viaje con su propio patrimonio. Esto nos demuestra cómo se gobernaba en la época y cómo era la situación del poder. La pluralidad de instituciones aseguraba la independencia del hombre. El poder central estaba limitado, pues sólo cumplía tres funciones: la guerra, la justicia, y el arbitraje en los conflictos. III. CRISIS SOCIAL. MUERTE BE LOS CUERPOS INTERMEDIOS 1. Causas y Esta situación no duró. Con la fractura ele la Cristiandad por la rebelión protestante toda esta situación fue cambiando, los cuerpos intermedios entraron en crisis, y con ellos toda la sociedad. El protestantismo produjo los siguientes efectos: el Estado .absoluto y el individualismo. Entre estos dos extremos —entre ios cuales están los cuerpos intermedios— se empezó a establecer primero una alianza y luego una guerra que terminó trastornando a toda la sociedad. A los reyes no les agraciaba esto de que la Iglesia y la Universidad les indicasen el deber ser. Entonces, los príncipes protestantes acapararon el poder religioso, desapareciendo la división entre el poder religioso y el político. En Inglaterra, el rey fue al mismo tiempo jefe de la Iglesia y del Estado. Sus pasiones tergiversarían el deber ser. Si la Iglesia no le autorizaba el divorcio, él, como jefe de ella, autorizaba su propio divorcio. Muchas veces, en la antigua sociedad cristiana no era posible .alcanzar el ideal del deber ser, sin embargo servía éste como — 104 t— una estrella polar que hacía que el navegante no se perdiese. La palabra “gobierno” significa manejar el timón. De esta manera la sociedad política quedó como un puro voluntarismo de poder, sin norte ni orientación, a excepción de la pasión de los reyes. Luego de anular el poder religioso, el poder real continuó avanzando, aliado con el individualismo en un primer momento, contra los gremios, que tenían el poder económico, y contra los cuerpos intermedios de carácter local; se fueron avasallando los fueros municipales y regionales, y se fue creando el Estado absoluto. Mientras tanto el protestantismo avanzaba y exacerbaba al mismo tiempo el individualismo. El protestantismo sostenía que, en realidad, no había libertad o libre albedrío, y que el hombre no se salvaba o condenaba por sus obras y con el auxilio de la Gracia, sino que estaba determinado por Dios, desde antes de su nacimiento, a salvarse o condenarse. Por consiguiente, lo que se debía hacer era buscar signos exteriores que indicasen la voluntad de Dios, y éstos eran: la prosperidad y la acumulación de riqueza. Si uno conseguía acumular muchos bienes materiales y tenía éxito en la vida, era un bendito de Dios. Por el contrario, el pobre era un maldito y, como iba a ser pasto del infierno, podía ser explotado. Aquí ya están dadas las bases —puestas por Inglaterra y los países protestantes, y más tarde aceptadas desgraciadamente en los países católicos— para el resurgimiento de la esclavitud. También se produce la división maniquea de la sociedad: el mal puede ser ubicado en un plano y el bien en otro; malo puede ser el otro reino, mientras el mío es bueno; mala puede ser la otra clase social; malo puede ser el otro partido. Es así que vuelven a existir todas las antiguas divisiones precristianas. San Pablo decía: “en el Cristianismo no hay ni amo ni esclavo, ni griego ni judío”. Con la desaparición del verdadero Cristianismo aparecen nuevamente la esclavitud, las guerras raciales y los conflictos sociales. Todo esto perjudicaba muchísimo a los cuerpos intermedios porque, por ejemplo, el maestro que quería producir más, estaba tradicionalmente limitado por el cupo y, además, le fijaban un precio. Ahora, con la ayuda de los reyes, se iban destruyendo ios cuerpos intermedios y llamaron a esto “libertad”. El precio, por obra del liberalismo individualista, iba a ser puesto por el mercado, es decir, por la ley de la selva. El trabajo humano era una mercadería, no debía ser fijado de acuerdo con pautas de sensibilidad social. Con esto se rompió toda barrera y fue posible una gran libertad para pocos y una gran miseria para muchos. Porque justamente en el límite del derecho del otro debía fre- — 105 t— narse mi libertad. Pero roto ese límite, mi libertad podía crecer sin trabas a costa de la libertad que iban perdiendo otros. Ya bajo el absolutismo borbónico los gremios quedan transformados en momias disecadas, los municipios en meras circunscripciones para recaudar impuestos y, por último, se produce el advenimiento de ciertos individuos —transformados en clase— que se van apropiando de todos estos bienes de los cuerpos intermedios. El rey Enrique VIII saquea todas las propiedades comunitarias de la Iglesia, parroquias y monasterios, y los entrega a sus aliados. Otro tanto ocurre con los príncipes alemanes. En realidad, la protestante fue una extraordinaria y nunca vista revolución de los ricos contra los pobres, los que quedaron en estado miserable. Apareció entonces la cuestión social y la lucha de clases. Estaban, por un lado, los que habían concentrado toda la riqueza y, por el otro, un proletariado —que sólo tiene la prole— cada vez más hambreado, exigente y con gran resentimiento. La Revolución Francesa agravó esto aún más con la prohibición de los gremios por la ley Le Chapelier, la que en realidad no hizo sino extender su partida de defunción, pues aquéllos ya habían sido asesinados por el absolutismo de los reyes. Allí comenzó la inconsecuencia: el deseo de una libertad absoluta pero sin responsabilidad. A partir de ese momento, el Estado va a tener la responsabilidad de todo —lo que antes hacían los cuerpos intermedios—, pues se va a hacer.– cargo de la enseñanza, de la asistencia social, de la salud pública. Por un lado, el liberalismo fortalece a ciertos individuos particulares y, por el otro, sobredimensiona al Estado espantosamente. Con la libertad y la responsabilidad separadas esto no podía durar. Por último, los reyes pagan caro todo su accionar. Los individuos, habiéndose destruido los cuerpos intermedios, y asociados en la clase burguesa, pero con leyes como la de Le Chapelier, que prohibía a los obreros asociarse y tener reuniones de tipo gremial, toman por asalto al Estado, matan al rey, y el Estado, esta herramienta del bien común, queda a merced de los intereses particulares. Luego aparece otro elemento que terminará por destruir lo que quedaba de los cuerpos intermedios: la Revolución Industrial. No nos podemos detener en este punto porque sería larguísimo, pero baste dejar aclarado un error muy frecuente: el de que la Revolución Industrial es la parte buena del capitalismo liberal; la tesis errónea sostiene que si bien el capitalismo liberal dejó, por un lado, toda la cuestión social, por el otro, produjo el maqumismo y la industria. No es así. El advenimiento del maqumismo y del extraordinario avance tecnológico podría haberse dado también — 106 t— en una sociedad cristiana, con el sistema de los gremios o corporaciones y con respeto al orden municipal. Estos inventos agravaron la situación, porque puestos en manos de estos pocos sectarios que se habían apoderado de la conducción del Estado, sólo empeoraron la cuestión social. 2. Las consecuencias Las consecuencias de este fenómeno fueron las siguientes: a) El centralismo, que destruyó toda subsidiariedad; b) el estatismo, que transformó toda la sociedad, todos los esqueletos vacíos de los cuerpos intermedios, como los municipios, etc., en vastos desiertos burocráticos, c) una crisis de la representación social, d) la llamada lucha de clases; y, también un remedio peor que la enfermedad, el socialismo y el comunismo. Frente a estos hechos vino la respuesta de la Iglesia, que es la doctrina social reciente, o sea, la actualización de los principios de siempre, pero frente al nuevo problema de la cuestión social. IV. LA RESPUESTA DE LA IGLESIA. LA DOCTRINA SOCIAL Entre los documentos más importantes encontramos la Rerum Novarum de León XIII. Para el tema que nos ocupa esta encíclica rescata el derecho de asociación para los pobres y para los trabajadores, que había sido prohibido por la Revolución Francesa. Podían asociarse los empresarios, pero los pobres y los trabajadores no. La Encíclica Quaclragésimo Anno de Pío XI formula el principio de subsidiariedad, que es la clave de toda la doctrina en este punto. Asimismo, contamos con la doctrina de otros de los pontífices: Pío XII; Juan XXIII en Mater et Magistra, que retoma el principio de subsidiariedad; Pablo VI, que se preocupa principalmente por el hombre desarraigado de la sociedad moderna y transformado en un grano de arena inerme e indefenso frente a la gran sociedad. Irrumpe el espantoso fenómeno de la soledad, pero no la soledad del campo, que es natural, donde el hombre iba a la aldea y se sentía acompañado -—justamente se reunía en aldeas para estar protegido y acompañado—, sino la soledad que uno experimenta en una estación de ferrocarril, la soledad que se siente en medio de la muchedumbre y que es inhumana y monstruosa. Me refiero a todos los fenómenos que se estudian ahora de la “muchedumbre solitaria”; la tremenda miseria que se oculta en las grandes ciudades; esa gente que está desprotegida de todos los vínculos normales; esos edificios de departamentos donde no se conocen los propietarios •del piso de arriba con los de abajo, y donde a veces puede morir — 107 t— una anciana y recién tres clías después lo advierten los vecinos por el olor. Este horror de la sociedad moderna, las villas miserias y todo lo que ha creado la Revolución Industrial, según la Doctrina de la Iglesia tendrían su remedio si se volviese a reconstruir el tejido social: la vecindad, el barrio, la asociación profesional; por supuesto con las pautas de siempre: el amor y la unión con el más prójimo, que quiere decir el más próximo, es decir el vecino y el que está en la misma actividad. De esta manera el Papado formula la idea de que el Estado debe devolver a la sociedad lo que le ha venido robando durante cuatro siglos. 1. El principio de la subsidiariedad El principio de la subsidiariedad, formulado en la Encíclica. Quadragésimo Anno, pero que si lo buscamos bien está ya en San Pablo, dice lo siguiente: “Así como es ilícito quitar a los particulares lo que con su propia iniciativa y propia industria pueden realizar para encomendarlo a una comunidad, así también es injusto y al mismo tiempo de grave perjuicio y perturbación del recto orden social entregar a una sociedad mayor y más elevada lo que puede procurar una asociación menor o inferior”. Este principio central lo explica el profesor Sacheri, en su libro “El orden natural”, según tres ideas básicas. 1) La primera de ellas es que debe acordarse a los individuos y a los grupos más reducidos todas las funciones y atribucionesque puedan ejercer por su propia iniciativa y competencia. 2) En segundo término, señala que “los grupos de orden superior tienen por razón de ser y como única finalidad la ele ayudar a los individuos y a los grupos inferiores supliéndolos en aquello que no pueden realizar por sí mismos. No deben reemplazarlos, absorberlos ni destruirlos”. 3) En tercer lugar, dice que “un grupo de orden superior puede y aun debe reemplazar a uno inferior cuando manifiestamente este último no esté en condiciones de cumplir con su función específica. Dicha intervención deberá, al mismo tiempo, crear las condiciones que permitan asumir sus propias funciones, al grupo inferior”. Según los dos primeros puntos (que clebe dejarse a los individuos todo lo que pueden hacer y que el grupo superior debe ayudar al inferior) es como entiende el liberalismo la subsidiariedad, pues sostiene que clebe dejarse a la órbita privada todo lo que se pueda. Por el contrario, el estatismo señala que el Estado clebe absorber todo lo posible. La justa superación de esta dicotomía en un nivel superior la dan los tres puntos — 108 t— conjuntamente considerados; el último de ellos es el que impone la solidaridad del grupo superior. El principio de subsidiariedad se compone de dos ideas: libertad y solidaridad. El principlio de subsidiariedad no tiene que ver con la eficacia. Chesterton dice: “Hay muchos hombres que podrían organizar mi casa mejor que yo, pero eso no me quita ni mi libertad ni mi responsabilidad con mi propia casa”. Puede ser que resulte conveniente, para abaratar los costos,, suprimir los cuatrocientos mil almaceneros de la Argentina y poner una cadena de supermercados. En un primer momento vamos a lograr un abaratamiento; destruir la subsidiariedad por un momento puede ser eficaz, pero analicemos lo que puede ocurrir si esto se prolonga por un tiempo suficientemente largo. El almacenero individual es libre, a diferencia del empleado dependiente del supermercado; pero, al mismo tiempo, es responsable porque, por ejemplo, si en invierno se le ocurre vender crema para el sol no va a efectuar un buen negocio, debe adecuarse a la realidad del mercado; cada error que cometa con los productos será sancionado por la realidad. Por consiguiente, se adecuará al gusto, a las necesidades, etc., y va a ser una persona responsable. Si suprimimos al almacenero, y él o su hijo se transforma en un empleado de supermercado, pierde su independencia y su responsabilidad. Por supuesto que terminada la hora de trabajo va a cerrar la cortina del supermercado, no le va a importar tanto si la gente roba o no, no va a poder fiar, la relación se va a volver más inhumana y, con el tiempo, estas enormes estructuras terminan siendo deficitarias. Así es como los gobiernos de tipo estatista absoluto, sobre todo en el trabajo de la tierra, consiguen siempre una cosecha menor. En Rusia, en la época de los zares, cuando se manejaban con elementos muy primitivos, decían: “Si Rusia tiene hambre, el mundo no puede satisfacer a Rusia; pero si el mundo tiene hambre, el trigo de Rusia puede aplacar el hambre del mundo”. Ahora, después de la Revolución, continúan comprando el trigo afuera. En realidad, son “milagros”. Criticaban a Kruschev porque había conseguido un milagro agrario; sembrar el trigo en Rusia y cosecharlo siempre en Norteamérica. Esto es por la falta de libertad y responsabilidad. El Estado debe devolver lo que saqueó. En la promoción de los cuerpos intermedios, que deben resurgir, tiene que permitirse la espontaneidad. Si el Estado quiere crear forzosamente cuerpos intermedios, desde arriba y por decreto, nacerá un nuevo totalitarismo. Esto es fundamental para detectar un error muy avanzado y difundido. En la actualidad oímos frecuentemente ataques — 109 t— al corporativismo como si se tratase de un sistema totalitario. Se hace una falsa división: representación por partidos políticos, igual a democracia y a libertad; representación por corporaciones, igual a totalitarismo. No es así. Los partidos políticos pueden ser vehículos de una representación libre y pueden ser instrumento de opresión totalitaria, como lo son en los países socialistas, con su sistema de partido único. Y las corporaciones pueden ser instrumentos de opresión totalitaria cuando son producto del llamado corporativismo de arriba, y pueden ser vehículos de expresión de la soberanía social del pueblo (no digo soberanía política) cuando se asemejan a aquellos cuerpos autónomos fundados en la antigua sociedad cristiana, también llamados asociaciones profesionales de abajo, que permiten la participación del hombre y su integración en la sociedad. Desdichadamente, el mundo moderno marcha contra la subsidiariedad, y con ello crea la irresponsabilidad y la falta de libertad; la despersonalización del indviduo actual; la soledad del hombre en medio de la muchedumbre, por falta de estos organismos que lo defienden, amparan y permiten su desarrollo y expresión; la indiferencia. El Papa Paulo VI decía en Octogésima Adveniens: “Urge reconstruir a escala de calle, de barrio, o de gran conglomerado, el tejido social, para que el hombre pueda desarrollar las necesidades de su personalidad”. 2. Los sindicatos También hay doctrina clara de la Iglesia con respecto a los sindicatos. La palabra “sindicato” viene del griego y significa asociación para procurar justicia. Se trata de organizaciones o asociaciones constituidas entre los que desempeñan un mismo oficio o profesión para la promoción y defensa con justicia de sus intereses. Para la Iglesia el sindicato es legítimo, porque ejerce un derecho natural de defensa y de asociación. Es necesario; en la sociedad actual, dice el Papa Juan Pablo II en Laborem excercens, es indispensable para defenderse del capitalismo y de las injusticias sociales. Además, sostiene que su acción abarca tres aspectos: el profesional, que se refiere a la defensa de las condiciones de trabajo, los salarios y los intereses gremiales; el social, que es relativo a las condiciones de vida y a la ayuda mutua: obras sociales, mutuales, etc.; y por último, el educativo, que tiene que ver con la elevación moral y cultural de sus miembros. Juan Pablo II dice que los sindicatos actuales tienen su origen en las corporaciones cristianas medievales, pero se diferencian de ellas porque nacieron de la lucha de los trabajadores para tutelar sus derechos. Sostiene además que no solamente los — 110 t— trabajadores deben formar sindicatos, sino que también deben asociarse los empresarios, los campesinos y los intelectuales, y que el sindicato no debe ser exponente de la lucha de clases sino de la lucha por la justicia; es decir, luchar por algo, por el bien, no contra algo, cayendo en la tesis marxista de la división o de la realidad descripta como polémica y conflictiva. La ley de la sociedad humana y la ley del universo entero es la del amor y la unión. El trabajo une a los hombres y construye una comunidad. “En esta comunidad —agrega el Papa— deben unirse tanto los que trabajan como los que disponen de los medios de producción y son sus propietarios”. De manera que el ideal sería partir de estos sindicatos, que reúnen a obreros por un lado y empresarios por el otro, y efectuar las verdaderas uniones por profesión, donde se junten los que tienen la misma actividad profesional. Todo esto sería una revolución, pero las verdaderas revoluciones son las que vuelven a su origen, al espíritu anterior de concordia. 3. Las asociaciones profesionales La asociación profesional para la Doctrina Social de la Iglesia es un organismo compuesto por distintos sindicatos —patronales y obreros—, que armonizan sus intereses en orden al bien común —profesional y social—, y ejercen la representación de los derechos de la profesión “en la sociedad. La Iglesia pide una reconstrucción de estas antiguas organizaciones profesionales que son las corporaciones. Ahora bien, el término corporación se ha vuelto equívoco porque hubo algunas experiencias totalitarias de corporativismo de arriba; entonces ahora no se habla de corporaciones sino de organizaciones profesionales. Deben tener las siguientes funciones: a) sociales, b). económicas y c) políticas. a) Las funciones sociales consisten en regular las relaciones entre patrones y obreros, sustituyendo la lucha de clases por el entendimiento. Tienen así mismo una acción preventiva: establecer los salarios, los horarios de trabajo, las indemnizaciones, las vacaciones y todo lo que hace al régimen laboral. Desempeñan además, una acción curativa tendiente a la resolución del conflicto cuando éste se presenta entre el capital y el trabajo. Asimismo una acción solidaria, promoviendo servicios comunes en lo que hace a seguros, pensiones, asistencia social, mutuales, etc. b) También deben tener una función económica en el sentido de contribuir a regular y ordenar la producción, y . al establecimiento de los cambios y los precios (de modo que no haya la anarquía que existe actualmente), bajo el control del Estado que actúa como árbitro. c) Por último, tienen una significación política; representar a sus componentes como órgano asesor o consultor del Estado. -t’ll — Y . CONCLUSIO N La doctrina de la Iglesia sobre las asociaciones profesionales es un correctivo contra los siguientes males: contra la lucha de clases, porque se obtiene la unión de clases y la paz social; contra el caos económico liberal, porque establece un verdadero orden económico; contra el estatismo, porque vuelve a un equilibrio normal de la economía, sin ahogar la iniciativa privada; contra el afán excesivo de lucro, porque restablece la profesión como servicio social; contra el aislamiento y la dispersión de los hombres, porque reordena la sociedad en base a la subsidiariedad, es decir, en base a la libertad y la responsabilidad. Para terminar, recordaremos lo que dice el Papa Pío XI en la Encíclica Divini Redemptoris contra el comunismo ateo: “Basándose en estos principios, la Iglesia regeneró la sociedad humana. Con la eficacia de su influjo surgieron obras admirables de caridad y poderosas corporaciones de artesanos y trabajadores de toda categoría. Corporaciones despreciadas como residuo medieval por el liberalismo del siglo pasado, pero que son hoy día la admiración de nuestros contemporáneos, que en muchos países tratan de hacer revivir de algún modo su idea fundamental. Y cuando ciertas corrientes obstaculizaban la obra de la Iglesia y se oponían a la eficacia bienhechora de ésta, la Iglesia no cesó nunca hasta nuestros días de avisar a los equivocados. Basta recordar la firme constancia con que nuestro predecesor de feliz memoria, León XIII, reivindicó para las clases trabajadoras el derecho de asociación que el liberalismo dominante en los estados más poderosos se empeñaba en negarles. Y este influjo de la doctrina de la Iglesia es también actualmente mayor de lo que algunos piensan porque el influjo directivo de las ideas sobre los hechos es muy grande. Se puede afirmar, por tanto, con toda certeza, que la Iglesia, como Cristo su fundador, pasa a través de los siglos haciendo el bien a todos. No habría ni socialismo ni comunismo si los gobernantes de los pueblos no hubieran despreciado las enseñanzas y las maternales advertencias de la Iglesia. Pero los gobiernos prefirieron construir sobre las bases del liberalismo y del laicismo otras estructuras sociales que, aunque a primera vista parecían presentar un aspecto firme y grandioso, han demostrado bien pronto sin embargo su carencia de sólidos fundamentos, por lo que una tras otra han ido derrumbándose miserablemente como tiene que derrumbarse necesariamente todo lo que no se apoye sobre la única piedra angular que es ‘Jesucristo’ “. RAFAEL BREIDE OBEID — 112 t— EL ORDEN EN LA CREACION LITERARIA De varias maneras se vincula la creación literaria con la noción de orden. Baste en primer lugar ver que, si consideramos que todo ente es uno (ens et unum convertuntur), en toda obra literaria en cuanto una —o sea, sencillamente, en cuanto que es— habrá necesariamente orden, pues sus partes deberán disponerse según una cierta jerarquía conformando una unidad. De lo contrario, no habría obra en absoluto. Por cierto que este orden no necesita adecuarse a la letra de preceptiva alguna, pero estará en la obra en la medida en que ésta existe. En segundo lugar, en cuanto literaria, deberá tener cierta belleza, y por tanto —otra vez, más allá de los cánones de alguna determinada escuela— habrá unidad en la diversidad. Precisamente cuanto mejor resuelta esté esta tensión entre lo uno y lo diverso, mayor será la belleza. La mayor diversidad en la mayor unidad. No hay belleza en el caos ni en la pura yuxtaposición, ni la hay en la uniforme monotonía. Resulta pues claro que, en el acto de creación literaria, el poeta debe com-poner, no amontonar; debe “poner en orden”, e incluso “poner orden”. Pero ese orden que pone en su obra será reflejo de un orden anterior que el poeta no ha creado sino que ha descubierto. Podría decirse entonces que el poeta se encuentra entre dos órdenes: aquel que primero ha contemplado en la realidad, y el que él mismo deberá poner en su obra, que será de algún modo un eco del primero. En fin, si pasamos revista a los cuatro modos en que el orden puede ser referido a la razón, según Santo Tomás de Aquino (In I eth. lect. 1,1-6), veremos que ninguno de éstos está ausente en la creación literaria: “El orden puede ser referido de cuatro modos a la razón: hay un orden que la razón no hace, sino que únicamente considera, cual es el orden de las cosas naturales. Hay otro orden que la razón hace en su propio acto cuando piensa, p. ej., cuando ordena sus conceptos entre sí y también los signos de los conceptos, porque son voces significativas. En tercer lugar, hay un orden que la razón, pensando, hace en las operaciones de la voluntad. — 113 — En cuarto lugar, hay un orden que la razón, pensando, hace en las cosas exteriores, cuya causa es ella misma, como son el arca y la casa”. Ahora bien, vemos que en nuestros días la palabra “orden” no goza de excesivas simpatías, y despierta resquemores. Esto se debe a múltiples causas, siendo posible señalar entre ellas el empobrecimiento del término sufrido a manos del iluminismo. La situación se agrava aún más en el campo de los estudios literarios, pues viene aquí a complicarse con las disputas del tipo “clásicos versus románticos” y otras por el estilo, en las que los términos adquieren usos muy circunstanciados. A esto debe sumarse el que se entremezclan las socorridas polémicas en torno del arte comprometido o no comprometido, el arte al servicio de otras realidades o “el arte por el arte”, el arte y la moral, etc., etc. Todo esto hace al “orden” de la obra literaria respecto de su contexto. Polémicas por lo general planteadas ¡en situaciones históricas y culturales circunscriptas, pero cuyos términos suelen extrapolarse. Y que, por tratarse de artistas y literatos, se revisten de una facundia y una “retórica” que, si bien suelen ser muy lucidas, muchas veces oscurecen antes que aclaran los últimos términos de la cuestión. A modo de ejemplo de lo dicho, puede verse el matiz que adquiere el término “orden” en la elegante prosa de Guillermo de Torre, cuando lo contrapone a la “aventura” de la creación, a la que no escatima elogios, mientras se encuentra incómodo para referirse al otro polo de una dialéctica cuyo mero planteo puede ser objetado: , ! “No obstante, fuera difícil —al menos por mi parte— explanar suasoriamente las razones del concepto adverso, los motivos del orden. En puridad este último —sin incurrir en recurso maniqueo— sólo existe, como la sombra por la luz, en función de la aventura. Y en este punto las “definiciones por antítesis se precipitan solas. Si la aventura es mocedad, el orden será madurez, cuando no senectud. Si la aventura corresponde a las generaciones innovadoras; a las épocas eliminatorias y polémicas, el orden será propio de las generaciones pasivas, de las épocas acumulativas —empleando la exacta terminología orteguiana en El tema de nuestro tiempo—, de aquellas que se limitan a vegetar con el caudal adquirido por sus ascendientes más arriscados. Si la aventura es modernidad, el orden será tradición. Si la primera suele llamarse en la historia romanticismo, —con las desinencias propias de cada época— la segunda cuaja siempre en el mismo título: clasicismo” 1 . 1 De Torre, Guillermo, La aventura y el orden, Bs. As., Losada,2° ed., 1960, p. 16. — 114 — El estructuralismo El texto transcripto ilustra acabadamente lo dicho acerca de la desconfianza generada en vastos sectores de la cultura contemporánea frente al término que nos ocupa, así como la exaltación de la peculiar idea de “originalidad” que se agita en estos medios. Pero a poco andar, comprobamos que por mucho que se quiera evitar el término, la noción de orden resulta imprescindible en cualquier acercamiento a la literatura. Nada más revelador en este, sentido que asomarse al estructuralismo literario. Sin pretender “aquí desentrañar los alcances de esta corriente y sus numerosas manifestaciones en diversas disciplinas, es evidente que, aplicado a lo literario, no puede dejar de hacer referencia al “orden” que configura la obra e inclusive al “orden'” según el que la obra se vincula con el mundo exterior a ella misma, aunque en general se evite cuidadosamente hacer consideraciones de tipo moral, por ejemplo •—ya que no económicas y sociales—, y se mantenga un tono de “asepsia” cientificista. Así vemos lo que dice al respecto Beda Allemann que comienza por una aproximación al tema con estas palabras: “Quien habla sobre estructuralismo suele comprobar a modo de introducción que éste no se puede definir nítidamente. De hecho hay tantos estructuralismos como hay estructuralistas, y si se quiere expresar afinadamente el dilema se puede entonces decir con M’ichel Foucault que la etiqueta ‘estructuralista’ proviene de los ‘otros’, que no lo son. ¿Se trata en este movimiento de una moda de los intelectuales de París de la década del sesenta, o de una profunda nueva orientación en la historia, de la ciencia que permite por fin romper las barreras intérdisciplinarias? La pregunta sigue abierta” (p. 176). : Luego de esta salvedad —que hay que tener en cuenta—’ el autor destaca que los estructuralistas consideran a la obrá literaria, vista individualmente, como una “unidad de orden”. Así dice, recogiendo opiniones de Hugo Friedrich, que en general niega la trasposición del estructuralismo lingüístico a la ciencia literaria: “Casi siempre se aplica el concepto de estructura en la cien-r cia literaria con relación a la obra literaria particular, y tiene •. . . aquí una significación relativamente sencilla (armonización recír proco, de las partes, y el todo)” (pp. 177-178; el subrayado es nuestro). Hasta aquí veríamos el orden intrínseco dé la obra. Pero con referencia a la obra inscripta en un contexto más amplio, reproduce una tesis estructuralista que postula lo siguiente: 2 “¿Estructuralismo en la ciencia literaria?”, en Literatura y reflexión, I, Bs. As., Alfa, 1975. — 115 — “El objeto de la ciencia de la literatura debe ser liberado del aislamiento debido a una manera inmanente de consideración e investigado estructural-analíticamente en su función en el juego conjunto de todos los fenómenos sociales […, ] Se encuentran (muchos estructuralistas) con la exigencia general de incluir las realidades extraliterarias en el trabajo de la ciencia de la literatura” (p. 184). Esto es un modo complicado de decir que, para estudiar una obra determinada, conviene considerar su contexto, lo que f u e negado a ultranza por algunos críticos, movidos en parte por una comprensible repulsa de una manualística atiborrada de fechas y datos biográficos de los autores y en la que la obra era la gran ausente, pero en parte también por una visión compartimentadora del saber, saliendo por los fueros de una pretendida “autonomía” de la ciencia literaria —si es que tal cosa existe—- tendiente en muchos casos a soslayar problemas de índole filosófica o teológica, y a evitar juicios de contenido, por considerarlos extra-literarios. Salvo, claro está, alguna subrepticia ”lectura” marxistoide o psicoanalítica, que nunca resultaban “extra-literarias”. De este modo la expulsada noción de orden es reintroducida bajo el rótulo de “estructura”. Ciertamente quien se aproxima al estructuralismo (tanto en el campo de la lengua como en el de la crítica literaria) siente la clara sensación de que se agota la totalidad en la categoría de relación, diluyéndose toda sustancia. Nada es en sí, no hay sustancia particular. Todo es un tejido de relaciones. ¿Pero qué hacen estos estructuralistas, sino considerar el orden —escamoteando los entes— dentro (y fuera) de la obra? Tradicionalmente, sin negar la sustancia, se conocía la categoría de relación, por cierto, como ya lo sabía por ejemplo San Tomás: “El orden no es sustancia, sino relación” (S. Th., 1,116,2, ad 3). La mentada “estructura” de la obra literaria no es sino el orden en que se armonizan jerárquicamente sus diversos estratos y niveles, configurando una unidad. Así hablan los críticos de estrato gráfico (en algunos casos), fónico, léxico, sintáctico, etc., etc. “Roland Barthes describe el análisis estructural en dos pasos: 1? En un primer paso (clécoupage o fraccionamiento) se definen las estructuras elementales que componen el sistema que se investiga; y que se definen precisamente no por su ‘sustancia’, sino por sus relaciones con otras unidades. 2? En un segundo paso (agencement u ordenación) es preciso descubrir en las estructuras elementales las distintas reglas de asociación y composición, según las cuales se construyen las estructuras más complejas” 3 . 3 Cruz Cruz, Juan, art. “Estructuralismo”, Gran Enciclopedia Rialp, Madrid, 1981, t. IX, p. 416. — 116 t— Quien en nuestro medio fuere un maestro de estructuralistas, Félix Martínez Bonati 4 , dice: “Wellek-Warren y Kayser, siguiendo a Ingarden (al menos en la fase analítica del estudio), conciben la obra como un orden de diversos estratos” (p. 29). Y más adelante: “Para Ingarden, cada estrato tiene valores propios y, además, una particular función en la construcción del todo en la obra, esto es, una relación estructural con los otros estratos. Hay entre los estratos íntima determinación y no mera yuxtaposición” (p. 33). Si no hay “mera yuxtaposición” hay jerarquía, hay orden. Más sencillamente, Aristóteles en su Poética, luego de recordarnos que “la belleza consiste en la medida y en el orden” (VI) estampaba este pasaje que no debería sorprender a ningún estructuralista salvo en lo tocante a su autor: . . . “asimismo las partes de las acciones deben estar compuestas en tal manera que, quitada alguna de ellas, el todo se diferencie y conmueva, pues la cosa cuya presencia o ausencia no produce ningún efecto, no es parte del todo” (VII). Resumiendo pues lo dicho, vemos que el estructuralismo, con ciertas distorsiones, replantea el tema del orden en la obra literaria, tanto el intrínseco como aun el extrínseco. En ambos casos no se descubre nada. En cuanto obra, hay unum y por lo tanto ordo, aunque fuera en un mínimo grado, y “hacia afuera”, el viejo tema del arte y la moral no resiste otra solución que la tradicional, que subordina el facere del artista al agere del hombre. Ciertamente que en cada obra algo habrá de bueno, aunque sea un débil vestigio. Y lo que haya de malo parasitará a eso bueno, como señala Santo Tomás: “Bonum potest inveniri sine malo, sed malum non potest inveniri sine bono” (S. Th. I, 109, 1 ad 1) ; “omne quod est, quocumque modo est, in quantum est ens, est bonum” (C. G. 3,7) ; “Malitia totaliter in non esse consistit” (Pot. 3,16 ad 3). De modo que no se envanezca el poeta pensando que le asiste un privilegiado fuero que lo exime de sus responsabilidades morales. Le ha sido dado un talento por el que deberá responder 5 . 4 La estructura de la obra literaria, Univ. de Chile, 1960. 5 Cfr. Castellani, L., Doce Parábolas Cimarronas, Bs. As., Itinerarium, 1960: “La razón de la antinomia del arte reside en la natur a caída del hombre: arte es algo que tiene que ver con lo divino por una parte,..y por otra, está alojado en un objeto corruptible, fácil al descarrío” (p. 162). “La Belleza, que es el objeto del Arte, tiene que ver con la Verdad y el Bien ontológicos, que son dos nombres de Dios; y cuya búsqueda — 117 t— El orden contemplado Resulta pues muy difícil negar el orden en la obra. Claro que nos estamos moviendo aquí siempre en el plano del orden “segundo”, en el puesto por el poeta en su creación. Aunque no faltará quien llegue a insinuar que ni siquiera hay tal, sino que el orden lo pone el lectorc . Concediendo que el lector pueda descubrir en una obra determinada algún tipo de orden que haya escapado a la conciencia del autor —lo que resultará muy difícil de precisar:—, esto es totalmente razonable en el marco de la concepción tradicional del poeta como “inspirado”. Recordemos que se trata de un descubrir y no de un -poner. Lo que sí se advierte en muchos movimientos artísticos relativamente recientes es un intento más o menos explícito de negar el orden “primero”, es decir el contemplado antes de plasmar la obra, una tendencia a considerar la creación literaria como absoluta emanación del artista, dejando en un cono de sombra o negando, en casos extremos, la condición derivada y análoga de toda creación humana, que no es como la divina ex nihilo, ni producto exclusivo de la subjetividad del artista. Todo el énfasis se pone en esta subjetividad y en un “romper vínculos previos”. Esto, que puede ser justificable históricamente cuando se trataba de no sucumbir a las rígidas recetas de preceptivas sofocantes, ha llegado a una insostenible situación de clausura del artista en su propio yo, desde el que pretende “emitir” a partir de sí mismo. Así describía el fenómeno Wladimir Weidlé: 7 y “En todas las épocas el arte se fundaba en la unidad absoluta de todos los elementos de la obra, en el acuerdo perfecto entre la forma y el contenido. Esa ley no ha cambiado: lo que es nuevo hoy es la dificultad creciente que sienten, no los talentos de segundo orden, sino los escritores mejor dotados para conseguir esa unidad y ese acuerdo cuando se trata de hacer una obra viviente y perdurable. Lo que más les incomoda es precisamente la impotencia para salir de su yo, de darse enteramente a una obra que trasciende su persona, de olvidarse, de perder el afecto no es peligrosa, al contrario; pero la Belleza és el resplandor désos Trascendentales através o por medio de las cosas sensibles; y el Hombre está demasiado apegado a lo sensible, y sus sentidos están desordenados: ‘concupiscencia’ llaman los teólogos no solamente al desequilibrio más notorio respecto a la lujuria, sino respecto a todas las cosas creadas, incluido el propio ‘yo’ ” (pp. 162-163). 6 Cf. Martínez Bonati, op. cit., p. 15: “La poesía es considerada, en esta investigación, exclusivamente como objeto dado en la experiencia del lector (sólo como tal existe efectivamente)”. Como sustento de este último paréntesis remite a J. P. Sartre, Qu’est-ce que la litérature?, II. 7 Ensayo sobre el destino actual de las letras y las artes, Bs. As., Emecé, 1943, p. 35. — 118 t— que sienten por ellos mismos. El escritor de la época actual se ha encerrado en sí mismo como en un sepulcro; empleando todos los medios ha querido separar su mundo del mundo de los demás. En cuanto al arte sólo le pide que éste le dé su propia imagen”. En Las poéticas del siglo XX 8 Raúl G. Aguirre trae uno de los ejemplos extremos de esta actitud negadora de la contemplación primera del poeta y del subjetivismo desmandado, que resulta por demás ilustrativo. Se trata de las opiniones del poeta chileno Vicente Huidobro, que pronunció en una conferencia en Buenos Aires esta elocuente sentencia: “La historia del arte no es más que la historia de la evolución del hombre-espejo hacia el hombreelios”. Cuán extremada habrá sido su postura que el propio José Ingenieros, nada menos, le dice: “Su sueño de una poesía inventada en todas sus partes me parece irrealizable, aunque usted lo haya expuesto de manera tan clara y aun científica”. Huidobro, puesto a teorizar sobre su quehacer poético y su escuela, el “creacionismo”, es uno de los que lleva al límite esta tendencia, rayana ya en lo patológico, de una poesía “autónoma” frente a la realidad extramental, como vemos en su caracterización del poema: . . . “un poema en el que cada parte constitutiva y todo el conjuntó presentan un hecho nuevo, independientemente del mundo externo, desligado de toda otra realidad que él mismo [“…] Este poema es algo que no puede existir en otra parte que en la cabeza del poeta; no es bello porque recuerde algo, no es bello porque evoque cosas que se han visto y eran bellas”… 0 . En la concepción tradicional, era precisamente el poeta un hombre-espejo, que devolvía con fidelidad la imagen que había primeramente contemplado y que debía comunicar. Era un mediador entre lo divino y lo humano, alguien a través de quien se expresaba una instancia superior. Y no hay aquí menoscabo alguno de su dignidad —a lo que tan sensible se muestra aparentemente nuestro tiempo— sino todo lo contrario. A. K. Coomaraswamy se refiere de este modo al hombre tradicional: “Por ser una persona, y no un animal, conoce las cosas inmortales a través de las mortales. El que ‘las cosas invisibles de Dios [.. . ] han de verse en las cosas creadas’, se aplicaba para él no sólo a las cosas que hizo Dios, sino también a las que él mismo hacía” 10 . La aplicación del texto paulino no sólo a la naturaleza sino también al arte resultaba connatural a la conciencia cristiana s Bs. As., ECA, 1983, pp. 126 ss. ‘•> Id. ant., p. 128.
10 La filosofía cristiana y oriental del arte, Madrid, Taurus, 1980,

— 119 t—

antes de que se levantara la tormenta del subjetivismo desbocado.
El poeta “sale de sí” en la contemplación y luego, gracias a su
habitus de artista, comunica lo que vio. Coomaraswamy toma
como paradigmático para el artista el texto del Exodo XXV, 40:
“Mira, y haz las cosas conforme al modelo que se te ha mostrado
en la montaña”:
“Cuando la forma de la cosa que hay que hacer ha sido conocida, el artista vuelve a ‘sí’ para llevar a cabo la operación servil
con buena voluntad, con una voluntad encaminada únicamente hacia
el bien de la cosa que hay que hacer. Está deseoso de hacer ‘lo
que se le mostró en la Montaña’. El hombre sin capacidad para
la contemplación 110 puede ser un artista, sino tan sólo un obrero
diestro; al artista se le pide que sea a la vez un contemplativo
y un buen obrero”
u
.
La literatura enferma de nuestro tiempo quisiera partir de
un cero absoluto, no remitir a nada, como pretende Huidobro.
Lo que resulta absolutamente imposible, desde luego, y provoca
revueltas estériles contra todo orden previo, que es visto como
un límite coactivo. Empezando por el propio lenguaje, que es
algo “recibido” por el poeta. Tanto escritores como críticos12
se
han quejado de esta constricción. Todo esto no puede conducir,
iuego de algunos juegos ingeniosos y simpáticos, sino a un vacío, a
una página en blanco. Se quiere erigir un orden primigenio, no
descubierto y gozosamente aceptado sino instaurado como exclusivo producto de la subjetividad, al igual que lo que ocurre en la
política, la economía y toda actividad humana que desconoce la resplandeciente constatación de Santo Tomás: “Ordo autem principalis invenitur in ipsis rebus et ex eis derivatur ad cognitionem
nostram” (S. Th. II-II, 26,1 ad 2).
No reconocer un orden anterior al surgido de nuestro capricho pareciera ser la consigna. Ni de la obra hacia afuera
de sí misma, olvidando la responsabilidad social del escritor y
desacreditando todo intento de hacer el bien con la pluma13
, ni
11 Id. ant., p. 41.
1 2
Las tendencias disgregadoras en este siglo han sido persistentes
en todos los campos. Así se intentó separar lo literario de lo lingüístico,
como señala C. S. Lewis: “I am sometimes told tha t there are people who
want a study of literature wholly free from philology; tha t is, from the
love and knowledge of words. Perhaps no such people exist. If they do,
they are either crying for the moon or else resolving on a lifetime of
persistent and carefully guarded delusion” (Studies in Words, Cambridge,
1967, p. 3). Precisamente una crítica integral no se par a en compartimientos
estancos, configurando, como dice Lewis, “esa insuperable crítica en la
que se desvanece toda distinción entre lo literario y lo lingüístico” (La
Alegoría del Amor, Bs. As., Eudeba, 1969, Prefacio, p. XI).
1 3
Hablando de la poesía de Sidney, dice C. S. Lewis: “His belief
tha t poetry (by which he means fiction) can help men to be good now
— 120 t—
•ele la obra misma en cuanto tal, a la que se quisiera absolutamente
autárquica. Empeño vano. Más allá de elucubraciones y manifiestos, en toda obra lograda, espejo a pesar suyo de un orden dispuesto por la Sabiduría Increada, resplandecerán los vestigios
del Poeta por excelencia. El hombre que escribe imita, como
sabían los griegos, y su orden deriva del Orden. Bien señala
Héctor Mandrioni que “el orden que la ficción poética crea no
:se define contra el orden que la razón descubre. Aquel orden
es un solemne y dolorido ‘signo’ que en forma de oda o de elegía
•dirime una perenne contienda que el corazón del hombre mantiene con un silencioso ‘Interlocutor’ ” 14
.
Nadie como el poeta es sensible al orden último y fontal, cuya
llamada lo acucia y cuya nostalgia nunca lo abandonará hasta
que, en la patria definitiva, lo guste sin velos:
“El poeta es el que, diciendo las cosas de un modo singular,
intenta ‘reordenar’, —más allá de los órdenes del tiempo caído;
órdenes que buscan recoger los fragmentos en precarias coherencias estables—, la totalidad de lo disgregado, a fin de recobrarlo para la plenitud de su primer advenimiento, tal como
surgió del caos de los orígenes en la primera mañana del mundo”
15
.
JORGE NORBERTO FERRO
raises a smile; yet in a world where no discussion of juvenile delinquency
is complete without a reference to the dangers of the film, this is surely
very strange. Why should fiction be potent to corrupt and powerless to
•edify?” (English Literature in the Sixteenth Century, Oxford, 1973, p. 346).
14 Mandrioni, Héctor D., “Poema y orden”, en Revista de la Sociedad
Argentina de Filosofía, Año II, N? 2, Córdoba, 1982, p. 75.
15 Id. ant., p. 64.
— 121 t—
PREGUNTA S
¿En qué mañana hendida por palomas
encontraré el amor en mi sendero?
¿En qué noche ceñida por luceros
derramará la muerte su redoma?
¿En qué hora clara llegará el milagro,
llave de Dios, a deslumhrar la vida?
¿En qué instante de luz será transida
esta copa de arcilla que consagro?
y
Crisol que al resplandor del alba enhebra
la fulgurante gloria del ocaso,
didce Jesús, de Amor y Muerte lazo:
si el nido agreste de fecundas hebras
algún día el dolor urde en mi techo,
¿florecerá la Cruz dentro del pecho?
MARTA SUSANA CAMPOS
— 122 —
EL EROTISMO COMO NUEVO
MODELO CULTURAL *
Estamos asistiendo en nuestro país a una verdadera invasión de erotismo, representada por la pornografía y el denominado destape, que se manifiesta a través de todos los medios de
comunicación social y en la vía pública, revistiendo todos los
caracteres de una verdadera agresión social y cultural.
Ante este fenómeno, lo que pretendemos en este trabajo es
intentar desentrañar, aunque sea en parte, el fondo ideológico
que subyace debajo de esta agresión, ya que sería sumamente
simplista y pueril recurrir a la explicación de que se trata de
afloraciones naturales, consecuencia de un período de represión,
o de que sólo es el resultado de la influencia de intereses económicos y comerciales. La cuestión de fondo va mucho más allá,
puesto que lo que en realidad está en juego es toda una concepción del hombre y de la vida.
La cuestión se presenta revestida de un pragmatismo pagano,
que aborda la sexualidad humana prescindiendo absolutamente
de toda consideración ética y legitimando cualquier práctica
sexual.
Lo primero que debemos aclarar es que la concepción cristiana del hombre, al presentarse como sostenedora de una ética
sexual, lo hace precisamente en defensa de la sexualidad humana.
Ve en el sexo no algo despreciable, sino una facultad concedida
por Dios al hombre, como un valor que integra toda la persona.
Por lo tanto, el desvincularlo e independizarlo de toda la riqueza
ontològica de la persona, implica una visión reducida y empobrecida del hombre.
Con toda claridad lo expone S. S. Juan Pablo II en la carta
apostólica Familiaris consortio :
* Ponencia presentada por el autor en el Congreso de Laicos realizado
en Buenos Aires del 8 al 11 de octubre de 1984.
— 123 t—
“En consecuencia, la sexualidad, mediante la cual el hombre
y la mujer se dan uno a otro con los actos propios y exclusivos
de los esposos, no es algo puramente biológico, sino que afecta al
núcleo íntimo de la persona humana en cuanto tal. Ella se realiza
de modo verdaderamente humano, solamente cuando es parte
integral del amor con el que el hombre y la mujer se comprometen totalmente entre sí hasta la muerte. La donación física total
sería un engaño si no fuese signo y fruto de una donación en la
que está presente toda la persona, incluso en su dimensión temporal; si la persona se reservase algo o la posibilidad de decidir
de otra manera en orden al futuro, ya no se donaría totalmente”
1
.
Este valor de la persona expresado en la sexualidad está
relacionado en su más profunda dimensión con el matrimonio,
“único lugar que hace posible esta donación total” 2
, porque se
trata de la donación de dos personas, alma y cuerpo. Si el sexo
no se entiende enmarcado en la espiritualidad se vuelve inhumano,
y lo inhumano es más bajo que lo puramente animal. El sexo
aislado del mundo espiritual ve en el otro un objeto sexual, no
una persona amada.
Pero, por encima de su ordenación al auténtico amor humano,
la sexualidad cumple una finalidad superior, que supera lo individual: es un presupuesto para la conservación de la especie
humana porque contiene el poder para transmitir la vida. Lejos
entonces de considerar a la sexualidad como algo malo, la defiende en su sentido más profundo y la dignifica. Santo Tomás
dice que sin la caída del primer hombre la propagación de la
especie humana se hubiera realizado también mediante la unión
carnal del hombre y de la mujer, incluso con una experiencia
sensorial más profunda, pues el hombre poseía antes del pecado
original una naturaleza más pura y un cuerpo más sensible3
.
Es decir que la concepción cristiana del hombre contiene
una ética sexual no como represión sino a fin de que la sexualidad
no sea rebajada del alto sitial en que Dios la colocó para que el
hombre —ser inteligente y libre— se sirva de ella y no que esté
a su servicio, considerándola sólo como mera genitalidad e impulso instintivo, instrumento de placer sensible.
Pues bien, en estos tiempos nos encontramos en presencia
de la exaltación y promoción de teorías contrarias a este verdadero concepto de la sexualidad, que la reducen a mero juego de
amor físico, las que pretenden imponerse en forma agresiva y
1
Juan Pablo II, Familiaris consortio, N? 11.
2
Ibidem.
3
Santo Tomás, Suma Teológica, I, q. 98, a. 2, ad. 2.
— 124 t—

autoritaria contando para ello con un gran aparato publicitario.
Esta situación nos plantea a los católicos la necesidad de asumir
la defensa de los auténticos valores y de actuar con la máxima
energía.
Así es como los conceptos de moralidad en lo sexual se hacen
depender de la cultura social dominante en una época o lugar
determinado. Por lo tanto, al cambiar los modelos culturales cambian las costumbres y cambia la norma ética. Es la típica moral
de situación: si los que viven de acuerdo a las normas de la moral cristiana son los menos, ha variado el criterio de normalidad
y, en consecuencia, aquello que era considerado anormal ha dejado de serlo.
Esta nueva concepción atiende sólo al aspecto sensible del
hombre y reduce el sexo al simple eros. En consecuencia, al afirmar el principio de que el eros se identifica con el sexo, éste
queda reducido al placer sensible y desvinculado de toda relación
con el auténtico amor humano. La función sexual deja de ser la
expresión de toda la persona para convertirse en instrumento’
de goce corporal, perdiendo su condición humana —con toda la
dignidad que ella implica—, para caer en la animalidad.
La raíz filosófica última que anida en este tipo de concepciones radica en la falsa afirmación de la autonomía del individuo,,
al que se le considera portador de una libertad absoluta e ilimitada, sujeto autosuficiente no obligado más que a obedecerse a sí
mismo. El “no serviré” luciferino asoma su faz en este desconocimiento de toda ley emanada de un orden trascendente al hombre
mismo.
En este contexto hace su aparición como fenómeno social
y cultural la denominada “sociedad permisiva”, que surge en la
Europa desarrollada y opulenta de la década del 60. Se asiste así
paulatinamente a la pérdida de todos los ideales, del sentido de losacro y de todo sentido moral.
Se exalta un concepto de libertad entendida como pura espontaneidad y como expresión de una naturaleza que se libera
—utilizando un lenguaje freudiano— de represiones y tabúes.
Aparece aquí evidente la distorsión del concepto de naturaleza, pues ésta en el hombre incluye la espiritualidad y la racionalidad; por lo tanto, hablar de naturaleza humana significa
que el elemento racional dirige a las potencias inferiores —que
comparte con la naturaleza animal— a la consecución de los fineshumanos.
Este concepto de libertad —como vimos— aparece ligado a.
— 125 t—
la afirmación autónoma y autosuficiente del individuo, que es lo
que constituye la raíz filosófica del liberalismo. Es así como
la burguesía individualista encarnó alegremente este ataque a los
valores tradicionales. Como muy bien lo expone Del Noce: “Pero
la nueva burguesía, por sus mismos orígenes recientes, por los
compromisos de donde había nacido, generalmente independientes
de los valores tradicionales o contrarios a ellos, por la mentalidad
radical masónica a que estaba ligada desde los comienzos de su
auge, estaba expuesta al gran temor del renacimiento religioso.
Raras veces había sucedido que se sintiese tan solidaria con
las proposiciones de los intelectuales. Fácilmente adivinó que el
sexo era el arma que podía ser usada para frenar el predominio
católico”
4
.
Por su parte, también el socialismo, es decir la actualmente
denominada socialdemocracia, asume ese relativismo libertario ya
presente en la sociedad liberal e, impulsado por su lógica interna,
lo lleva hacia su máximo desarrollo. El sexo se convierte en un
instrumento liberador y revolucionario. La moral sexual se presenta como uno de los elementos configurantes de la sociedad
opresiva y autoritaria.
Se trata de un modelo cultural nuevo, que no se sustenta
tampoco en la sociedad soviética como ejemplo, pues, como sabemos, ésta mantiene, por propia necesidad de conservación, algunos elementos del orden moral y familiar. Tan es así que los
jóvenes revolucionarios del ’68 en París acusaban al comunismo
soviético de ser “revolucionario en la plaza y reaccionario en la
familia”
r>
. Lo que se propone pues este socialismo es ser a la vez
revolucionario en la plaza y en la familia.
El gran teórico de la denominada “revolución sexual”,
Wilhelm Reich, confirma la tesis del contenido revolucionario
que se asigna al sexo, en un claro contexto ideológico marxista,
al sostener que “Entender el deseo sexual como orientado al servicio de la procreación es un medio de represión de la sexología
•conservadora”
fi
.
A su vez el que fuera líder del socialismo italiano, Turati, nos
decía: “las morales construidas en detrimento de las necesidades
naturales son falsas y aberrantes” 7
. Otra militante socialista
italiana, María Rosario Manieri, afirma: “El motor iluminista y
4
Del Noce, Augusto y otros, La escalada del erotismo, Ed. Palabra,
Madrid, 1977, págs. 70/71.
5
Indrovigne, Massimo; “Socialismo y revolución sexual”, Verbo –
-Marzo 1984-N”? 240, pág. 55.
6
Citado por Del. Noce, Augusto; op. cit., pág. 12.
7
Citado por Indrovigne, Massimo, op. cit., pág. 59.
— 126 t—
positivista del recurso a la naturaleza… (ha sido) asumido históricamente por los socialistas como arma de crítica en su confrontación con las estructuras y aparatos feudales que todavía
subsisten en la atrasada sociedad italiana”
s
.
Por su parte, el proyecto socialista de Mitterrand, contiene
postulados tales como la admisión de otras formas de vida privada además de la familia, como el celibato, la unión libre, la
paternidad o maternidad celibatarias, las comunidades de parejas,
la eliminación de toda discriminación a los homosexuales, libre
derecho a la contracepción y al aborto aun por parte de las menores, suprimiéndose la autorización paterna en tales casos, educación sexual en la escuela y eliminación de actitudes represivas
en la sexualidad de los menores.
Como lo ha demostrado el estudioso ruso Igor Chafarevitch
en su obra El fenómeno socialista, diversas han sido las expresiones del socialismo a través de la historia. Una de ellas la
constituyen las sectas gnósticas de los primeros siglos de la era
cristiana, que desde entonces se han venido sucediendo asumiendo
diversos ropajes. Según este espíritu gnóstico, el mal tiene su
origen en un demiurgo que, en contra de los designios de Dios,
hizo al mundo y a la materia, que son imperfectos y malos. La
liberación del mal vendrá como consecuencia del apartamiento
del mundo y de la materia. Los hombres no tienen la culpa del
mal en el mundo y quedan dispensados de la observancia de toda
ley. El mal del mundo consiste en la existencia de diferentes
individualidades, que justifican un orden, una jerarquía y una
ley. De la unidad originaria e indistinta de un todo, los entes
caen en la mala individualidad por obra de un dios malvado. Los
iniciados buscan sustraerse al mundo de la individualidad y perderse nuevamente en el Uno Colectivo e Indefinido. La expresión
de este espíritu gnóstico está constituida por sociedades colectivizadas, sin propiedad privada y sin familias y por un desprecio
hacia el matrimonio y la procreación.
Ahora bien, cabe preguntarse por qué una concepción que
desprecia lo corporal conduce al libertinaje sexual. En realidad,
la raíz está —como dijimos— en considerar que toda diferencia,
y por consiguiente todo orden, son malos; de modo tal que lo
que se rechaza es la sexualidad en tanto implica una intolerable
desigualdad entre hombre y mujer y, por consiguiente, se niega
la ordenación del sexo a la procreación.
Este desprecio a la sexualidad en su sentido más profundo
coexiste así con la exaltación del erotismo, que implica el sexo
8
Ibidem, pág. 60.
— 127 t—
no ordenado a ningún fin superior, sino que es un fin en sí mismo
y, por lo tanto, transgresión de todo orden. Este espíritu gnóstico y su versión moderna socialista odia la procreación y la
niega con la exaltación de la pornografía, la anticoncepción, el
aborto y la homosexualidad. Queda así un sexo autónomo, desordenado y liberado de toda sujeción, que se transforma en una
fuerza revolucionaria y subversiva9
.
Así es como podemos apreciar que en estos tiempos se presenta una sexología impregnada de todo un mensaje de liberación,
sosteniéndose, entre otras cosas, que no existen sexos sino sexualidades, tantas como personas, las cuales pueden manifestar su
sexualidad de la manera que más les apetezca. Por ejemplo,
en una solicitada publicada en el diario Clarín, una denominada
Comunidad Homosexual Argentina reclamaba el derecho a la
libre elección y ejercicio de la sexualidad.
Siendo pues el individuo un ser polisexual, la que lo moldea
para asumir una identidad sexual determinada es la sociedad.
De modo que esta represión de la multisexualidad es la consecuencia de una estructura social que favorece la heterosexualidad
para mantener un sistema de poder sustentado en el machismo
como filosofía social, según la cual el varón heterosexual ejerce
su dominio en desmedro del proletariado sexual constituido por
las mujeres heterosexuales. Este esquema patriarcal crea mentalidades sumisas y asegura la existencia de un arriba y un abajo,
es decir, de una clase opresora y una clase oprimida, la que se
transmite al seno de la familia (el niño debe obedecer al padre),
de la escuela (debe obedecer al maestro) y de la sociedad toda
(debe obedecer a la autoridad política). De manera que la promoción de la homosexualidad aparece así como un gran instrumento liberador y revolucionario, que encaja perfectamente dentro
del análisis del más puro materialismo dialéctico.
La idea general dominante, ya expresada por el citado
Wilhelm Reich, es la de la necesidad de completar el marxismo
con la nueva moral sexual, como parte integrante ineludible de
la revolución total. Cuando hayan sido satisfechas todas las necesidades físicas del hombre y haya desaparecido toda represión,
se habrá encontrado ya plenamente la felicidad.
A partir de allí se lanzan todos los ataques contra la familia,
considerada la institución social represiva por antonomasia, a la
que se refieren Reich y Leistikew al sostener que se trata de
la “principal fábrica ideológica de la clase dominante, edición
de bolsillo del Estado autoritario, cuyo objeto es la creación de un
0
Cfr. Indrovigne, Massimo; op. cit.
— 128 t—
ciudadano adaptable al orden de la propiedad privada”10
. El
motivo del ataque a la familia es claro, puesto que la idea de
familia implica la de tradición, es decir de un patrimonio espiritual y cultural que hay que transmitir. O sea que significa
reconocer que el modo de pensar y de vivir de la gente depende
de la familia y no del Estado o de la sociedad, por lo cual mientras haya familias sólidas y estables no habrá instado totalitario.
Muy bien ilustra el ya citado Augusto del Noce este aspecto:
“En la fase precapitalista, la familia tenía una raíz económica.
Con el desarrollo de los medios de producción se ha verificado
un cambio en su función; su base económica fue sustituida por la
función política; se convirtió así en el pilar de las estructuras
conservadoras. Todos los intereses autoritarios y reaccionarios
se unieron en su defensa. Sólo convirtiéndose en revolución sexual
la revolución marxista se convertiría verdaderamente en revolución total”
Por supuesto que la otra institución a destruir será la Iglesia.
El mismo Gunnar Leistikew considera que “si la religión es el
opio de los pueblos, la moral sexual es su morfina”, por lo cual
un ataque a la ética sexual posibilitaría “una lucha exitosa contra
la religión y la Iglesia ya que la activación de las exigencias en
materia de política sexual equivaldría a minar a la Iglesia en su
frente más vulnerable”12
. La táctica consiste en desautorizarla
en su lucha contra la inmoralidad pública, sosteniendo que no
tiene ni competencia ni derecho para ello. Así es como el fundador del Deutsche Sex Partei (Partido Alemán del Sexo), de apellido Driessen, ha pedido “la verificación de la legitimidad constitucional de la Iglesia católica en relación a los límites que pone
a las libertades sexuales”
1S
.
Como síntesis de los objetivos de esta denominada revolución sexual resultan muy esclarecedores los siguientes conceptos
del mencionado Leistikew: “la nueva política sexual provocará
la atracción de las masas apolíticas que se mantienen al margen
del movimiento revolucionario. Dado que la opresión sexual no
sólo afecta al proletariado sino a todas las capas de la población,
es posible que un programa de política sexual atraiga a sectores
inaccesibles a una influencia directa de las exigencias revolucionarias en el terreno económico y político, y logre ejercer sobre
ellos una influencia política general por vía de la política sexual.
1 0
Citado por Llerena Amadeo, Juan R. y Ventura, Eduardo: El
orden político, AZ Editora S. A., Bs. As., 1983, pág. 165.
1 1
Del Noce, Augusto; op. cit., pág. 56.
12 Citado por Llerena Amadeo, Juan R. y Ventura, Eduardo, op. cit.;
pág. 165. ,
1 3
Citado por Del Noce, Augusto; op. cit., p

— 129 t—

Al activar el problema sexual, los revolucionarios lograrán corromper las últimas guardias del capital”14
.
En suma, podemos afirmar que estamos en presencia de una
verdadera agresión cultural que pretende anestesiar los medios
de defensa naturales con que cuenta la sociedad, utilizando para
ello como armas favoritas el ridículo y la descalificación del
adversario, inmediatamente rotulado como reaccionario y represor, no apto para la vida en democracia. Cabe destacar que esta
es la estrategia para el triunfo del marxismo en Occidente —tal
cual fue elaborada por el italiano Antonio Gramsci—, que apunta
no directamente a la toma del poder político sino al copamiento
cultural de la sociedad, de modo tal de lograr primero la dirección del modo de pensar y de vivir de la gente sin necesidad de
hablar de abolición de la propiedad privada, de la plusvalía ni
de dictadura del proletariado. Vaciado espiritualmente el ser humano será fácil posteriormente llenar ese vacío con la cosmovisión marxista, para la cual la población ya habrá estado lo suficientemente preparada luego del trabajo de demolición de todos
los valores.
Por lo demás, esta agresión constituye una forma más de
imperialismo y de colonialismo cultural, planteándose nuevamente el esquema que en el siglo pasado fue utilizado para imponer el liberalismo en contra de nuestras raíces religiosas, históricas y culturales: civilización o barbarie. El planteo consiste
en convencernos de que estamos atrasados respecto de las adelantadas sociedades desarrolladas de América del Norte y de Europa,
que se constituyen en modelos a seguir, sobre todo en su versión
socialdemócrata, con cuya guía poco a poco iremos entrando en la
órbita de la civilización para dejar atrás nuestra época de
barbarie.
Ante este panorama, no cabe menos que comprometerse a
luchar y a defender los valores y principios permanentes que
constituyen la razón de ser de nuestra vida asociada; y esto
no sólo por cristianos sino por argentinos y patriotas, pues la
corrupción de nuestra juventud nos depara un futuro de sumisión y decadencia.
Concluimos reproduciendo un texto del documento de la Conferencia Episcopal Argentina, Dios, el hombre y la conciencia,
en el cual precisamente se nos convoca para el cumplimiento de
esta misión:
14
Citado por Llerena Amadeo, Juan R. y Ventura, Eduardo; op. cit.,
pág. 165.
— 130 t—
“En consecuencia, rechazamos las voces que pretenden ridiculizar o excluir las auténticas normas morales y piden la abolición de toda vigilancia y control. Resulta inadmisible que los
medios de comunicación social transmitan con frecuencia una
imagen pobre, distorsionada y degradada del amor, del sexo, de
la familia y atenten seria y frecuentemente contra la dignidad,
unidad e indisolubilidad del matrimonio. No son pocos los que
con preocupación se interrogan hacia donde todo esto conduce
a la comunidad entera.
“Se hace necesario convocar a todos los fieles y a los hombres de buena voluntad para que, tomando conciencia de la gravedad del problema, lo encaren responsablemente, y busquen los
medios eficaces para enfrentar también la prepotencia de la
pornografía”
13
.
FULVIO RAMOS
” Conferencia Episcopal Argentina, Dios, el hombre y la, conciencia,
N? 92.
— 131 t—
LIBROS RECIBIDOS
MEINVIELLE, Julio, El Progresismo Cristiano, Colección Clásicos Contrarevolucionarios, Ed. Cruz y Fierro, Buenos Aires, 1985, 313 págs.
SIKORSKA, Grazyna, Jerzy Popieluszko. Un Mártir de la Verdad, Ediciones Aguila Coronada, Buenos Aires, 1985,
144 págs.
HERNANDEZ, Héctor H., Estudio sobre Taparelli, Edición
del Instituto de Filosofía Práctica, Buenos Aires, 1984, 75 págs.
HÖFFNER, Card. Joseph, Colonizaçâo e Evangelho – Etica eia
Colonizaçâo Espanhola no Século de Ouro, Ed. Presença,
ediçâo, Río de Janeiro, 1977, 408 págs.
MASSINI, Carlos Ignacio, El Renacer de las Ideologías, Editorial
Idearium, Mendoza, 1984, 126 págs.
CHAVES, Mario y CHILOTEGUY, Carlos, Master m 1 en Modelismo e Historia, Revista Bimestral (marzo y abril), Master Ediciones S.R.L., Buenos Aires, 1985, 30 págs.
RAMOS, Fulvio, La Iglesia y la Democracia, Colección Ensayos
Literarios, Martín Fierro Editores, Buenos Aires, 1984,
203 págs.
TRIVIÑO, Julio, El Poema del Ser, Edición del Autor, Buenos
Aires, 1984, 40 págs.
CORPORACION DE ABOGADOS CATOLICOS, Libertad de Educación y Escuela Católica (Estudios de Juristas Católicos
de Italia, de Quebec, de Bélgica, de Francia y de la Argentina, Prefacio del Cardenal Opilio Rossi), A.Z. Editora S.A.,
Buenos Aires, ÍS85, 140 págs.
— 132 t—

DIALOGOS EN LA POSADA DEL MUNDO

CELEBRACION DEL VIAJE
De tanto en tanto, mientras ando de aquí para allá echando»
un poco de abono en los canteros o regando los rosales de casa,
de tanto en tanto, digo, pienso en la Posada del Fin del Mundo. Lo
malo de las cosas buenas es que no siempre depende de uno el
tenerlas. Ahora, por ejemplo, querría volver a tomar cerveza en
aquel lugar. A tal punto que estuve considerando distintas vías
para concitar la presencia del druida. Llegué incluso a considerar
la posibilidad de rezarle, pero hasta donde llegan mis conocimientos teológicos, no figura semejante instancia. Confieso que
fue un alivio. Al fin y al cabo. .. ¡rezarle al viejo ése!
—Una vuelta al paganismo —dijo el druida que apareció de
improviso a mis espaldas—, ¡como si el Verbo no se hubiese
encarnado! ¡Vergüenza debiera darle! —continuó, vehemente, su
filípica.
Continué regando aunque no pude evitar sonrojarme. Hacía
tiempo que no me retaban así y el anciano parecía realmente
ofuscado…
—¡No es para menos! —siguió—. Nosotros, que nacimos,
antes de la Plenitud de los tiempos, sabemos bien lo que es el
mundo sin Redentor. . . aquello fue. . . tan distinto. . . ¡ Y ahora,
después de Cristo, aparecen tipos como Nietzsche y otros —me
miró significativamente—, que se comportan como si no fuera
cierto que Dios se hizo hombre. . . ! ¡ Qué disparate, qué disparate!
•—murmuró para sí, mientras extraía una pipa de entre los pliegues de su túnica y se sentaba sobre el banco de jardín.
Callé y traté de callar los pensamientos, empresa nada fácil,
como sabrán. Pero este buen hombre leía la mente y yo quería
hacer buena letra. Tal vez, si lograba ocuparme de temas indiferentes .. .
El druida fumaba silenciosamente y echaba chispas, literaly figuradamente.
— 135 t—
Enrollé despacio la manguera mientras me preguntaba si
me llevaría de nuevo a la Posada. Cuando levanté la vista vi
que se había puesto de pie, señalándome con la pipa el bosque
lindero.
En menos de un segundo, estaba yo debajo del roble, como
•centinela de guardia. Mientras el druida venía hacia mí contemplé
por enésima vez el viejo árbol.
Siempre me gustaron las puertas de roble.
*
* *
Afuera se desataba una tormenta. Cada tanto un relámpago
iluminaba la escena con luz espectral. La Posada parecía vibrar
con los truenos y la chimenea ardía adentro como si fuera la
última vez.
En torno de la vieja mesa redonda estaban sentados dos
personajes de aspecto disímil. Uno parecía viejo y entre su nariz
griega, su frente ceñuda y sus oscuros ojos azules, daba la impresión de ser bondadoso y terriblemente manso. El otro, un
sujeto inmenso, dominaba la mitad de la mesa y, me atrevería
a decir, la mitad de la Posada. Su aspecto era increíble, con
pequeños anteojos colgados peligrosamente de su faz, bigotes cayendo como en cataratas, manos rollizas que se movían mientras
hablaba elocuentemente. A su lado tenía un bastón y una enorme
capa de color gris. Mientras hablaba hacía caricaturas con un
lápiz inmenso y su voz, algo aguda para semejante contextura,
acompañaba a la tormenta en un contrapunto digno del “Holandés Errante” de Wagner.
En cuanto vio al druida se puso de pie y entre carcajadas
•se abrazaron —él y el druida—, mientras el anciano bondadoso
trataba de paliar los desastrosos efectos que producían los desplazamientos de su contertulio. Se cayeron dos sillas, el bastón,
se derramó el jarro de cerveza del gordo y una de las caricaturas quedó completamente anegada. . .
El posadero llegó pronto con un trapo y puso orden sirviéndonos a la vez sendos jarros de cerveza espumante. El gordo reía
y reía, impertérrito y desvergonzadamente feliz. Ipso facto intentó comenzar una canción anarquista, a modo de bienvenida,
pero el atribulado posadero rogó que cesara alegando no sé qué
derechos del coro de “Los Tronos”.
Comprenderán pues, que yo estaba un tanto azorado.
El Gordo continuó conversando, como si nada. Apuré el jarro,
— 136 t—
pues no quería perderme ni una palabra. Era más que evidente
que todos lo respetaban inmensamente. Como coresponde a un
hombre de su envergadura.
“—Me preparaba un día para salir con motivo de unas vacaciones, citando un amigo llegó a mi casa en Battersea y me
•encontró rodeado del equipaje a medio hacer.
—Por lo visto ya estás preparando vino de tus viajes —dijo—.
¿Adonde vas?
—A Battersea.
—Declaro que no acierto a descubrir la ingeniosidad de tu
respuesta —dijo.
—Voy a Battersea —repetí—, a Battersea, vía París, Belfort, Heidelberg y Frarikfurt. .. Voy a vagar por el mundo hasta
encontrarme de nuevo en Battersea. En cierto punto del mar
encendido por un crepúsculo o por la aurora, en cierto punto del
último archipiélago de la tierra, hay una islita que deseo encontrar, una isla con suaves colinas verdes y grandes acantilados
blancos. Me dicen los viajeros que se llama Inglaterra (los viajeros escoceses me dicen que se llama Bretaña) y se rumorea
que en cierto punto del corazón de esta isla hay un placentero
lugar llamado Battersea.” 1
Todos rieron de buena gana, pero nadie más que el propio
Gordo, que pareció ahogar su carcajada con un trago de cerveza.
Su amigo, el anciano de cara buena, tomo la palabra:
—Eso me hace acordar de la vez que “.. . visité a un amigo
y lo encontré contemplando una multitud de prospectos lujosamente ilustrados, provenientes de varias agencias de viajes.
—¡Qué rompecabezas! —me dice—. Cada folleto es más
atractivo que el siguiente y no acabo de decidir adonde voy a pasar las vacaciones. . .
—Teniendo la suerte de vivir en el campo —respondí—,
estoy decidido a no moverme en todo el verano”
El Gordo intervino de nuevo.
—”Residía considerablemente más barato sentarse en un
1
Chesterton, Gilbert Keith, Enormes minucias, en Obras completas,
Barcelona, Plaza & Janes, 1967, Tomo I, p. 1404.
2
Thibon, Gustave, El equilibrio y la armonía, Madrid, Rialp, 1978,
p. 180.
— 137 t—
prado y ver pasar los autos, que sentarse en un auto y ver pasar
los prados” 3
.
El druida se atosigó con la cerveza y todos reímos de nuevo.
Este Gordo era la mar de divertido…
—¡Claro, claro! Los modernos hacen idolatría de sus viajes,
a la Luna por ejemplo, pero “¿Desde cuándo es suficiente ir más
lejos en el espacio para ser más grande ante Dios ?” 4
.
El inglés contempló su jarro mientras reflexionaba.
—¡ Y están tan orgullosos de sus medios de transporte! Esta
época quedará como “.. . el único periodo en toda la historio.i universal en que la gente estaba orgidlosa de ser moderna…” 5
. Pero
déjenme seguirles contando de mi charla en Battersea.
“—Supongo que es innecesario decirte —dijo mi amigo con
un tinte de compasión intelectual—, que ahora mismo estamos en
Battersea.
—Es por completo innecesario —dije— y es espiritualmente
inexacto. No puedo ver aquí Battersea alguna; no puedo ver
Londres alguna ni ninguna Inglaterra. No puedo ver esa puerta.
No puedo ver esa silla porque una nube de sueño y de hábito
se ha puesto delante de mis ojos. El único medio de volver a
ellas es irme a alguna otra parte, y esa es la finalidad auténtica
de viajar… El amplio objeto de un viaje no es poner el pie en
tierra extraña; es poner el pie, al fin, en nuestro propio país
como en una tierra extraña. Ahora he de advertirte que esta
valija es sólida y pesada y que si te atreves a proferir la palabra
‘paradoja’ te la arrojaré por la cabeza. Y no he hecho el mundo
y no he sido yo quien lo ha hecho paradójico. No tengo la eidpa
de que sea verdad que el único camino para ir a Inglaterra sea
marcharse de ella” 6
.
Siempre me gustó (desde la época del colegio) la idea de
arrojar valijas y este Gordo me resultaba cada vez más simpático. El Galo por su parte había retomado la conversación.
—”Os gusta viajar. Pero, ¿qué es lo que da valor al viaje:
el paso de un lugar a otro… o bien la maravilla del descubrimiento, acontecimiento interior por excelencia?”‘7
.
3
Chesterton, Gilbert Keith, Alarmas y disgresiones, en Obras completas…, Tomo I, p. 1038.
4
Thibon, Gustave, El equilibrio y la armonía…, p. 40.
D
Chesterton, G. K., Chesterton Essays, London, Methuen & Co. Ltd.,
1956, p. 58.
a
Vide nota 1.
7
Thibon, Gustave, El equilibrio…, p. 22.
— 138 t—
Gilbert, que así se llamaba el Gordo, replicó en seguida.
•—Por eso, “insisto en que la principal de las empresas terrenales del hombre consiste en convertir su casa y sus aledaños
en lo más simbólico y significativo que pueda concebir su imaginación” s
.
—”Absolutamente de acuerdo. Yo repito que el mundo visible tiene valor en tanto que es reflejo del otro mundo, el mundo
invisible, el verdadero. Es lo que expresa el mito platónico de la
caverna. Es también un camino que nos conduce hacia ese mundo
invisible, ese mundo interior más real que el mundo exterior.
Pero depende de nosotros que ese mundo sea un camino hacia el
mundo invisible y no un muro que nos cierre el mundo invisible” n
.
Gilbert reflexionó seguidamente:
—Y no es tan fácil como parece, “todos seguimos cada día
—a menos que nos aguijoneemos continuamente hacia la gratitud
y la humildad— viendo cada vez menos el sentido del cielo y de
las piedras” 10
.
El francés hizo prueba de su bondad al justificar a los que
se olvidaban del sentido simbólico de las cosas.
—”El mundo sensible no es más que apariencia, advierte
la vieja sabiduría. La frase posee un doble sentido. Se emplea
en el sentido de revelación (¿qué sabríamos de las cosas si no
se nos mostraran, si no se nos aparecieran?) y en el de ilusión y
mentira (entonces apariencia se opone a realidad). Todo depende
de nuestra mirada: cuando la visión interior se añade a la que
aportan los sentidos, vemos la realidad invisible al mismo tiempo
que la apariencia sensible: la apariencia se transforma en aparición. Es el secreto de los poetas y de los místicos: la unidad del
mímelo sensible y del mundo espiritual. No se trata de la negación,
sino ele la redención de la materia y del tiempo” n
.
El Gordo tenía una expresión soñadora cuando agregó:
—”Esto es lo que siento ahora… tóelas las horas del día.
Todas las cosas buenas son una cosa. Puestas de sol, escuelas
filosóficas, niños, constelaciones, catedrales, óperas, montañas,
caballos, poemas —todos ellos no son más que disfraces—. Una
s Chesterton, G. K., The Artistic Side, en The Coloured Lands, London,
Sheed & Ward, p. 108.
9
Thibon, Gustave, Entre el amor y la muerte, Madrid, Rialp, 1977,
p. 44 y s.
1 0
Chesterton, G. K., Chesterton Essays…, p. 20.
1 1
Thibon, Gustave, Nuestra mirada ciega ante la luz, Madrid, RialpPatmos, 1973, p. 43.
— 139 t—
cosa se está paseando siempre entre nosotros en traje de máscara, con la capa gris de una iglesia o la capa verde de un prado.
El está siempre detrás. Su forma causa la esplendidez con que
caen los pliegues. Y esto es lo que adivinaron los salvajes hebreos
antiguos, y por esto su tosco dios tribal se ha erigido sobre lasruinas de todas las civilizaciones politeístas. Pues los griegos,
escandinavos y romanos vieron las guerras superficiales de la
naturaleza e hicieron un dios del sol, otro del mar, otro del
viento. No fueron estremecidos, como lo fue algún rudo israelita,
una noche en el desierto, por la súbita idea centelleante de que
todos eran el mismo Dios: idea digna de una novela detectivesca” r
-.
Me imaginé a Sherlock Holmes tratando de descubrir con una
lupa quién había sido el autor de todas las cosas. Pero el interlocutor de Gilbert siguió la idea. El druida siguió fumando plácidamente.
—”Así, la más humilde nube atravesada por los rayos del
sol reviste los colores del sueño y del infinito y vierte en nuestros ojos la nostalgia de la imposible belleza. Cuando el sol se
pone, ya no es más que una mancha oscura y vana en el cielo…
Y en realidad es cierto que el brillo de la nube era una pura,
ilusión, ¡pero el resplandor del sol era verdadero! Hemos de
evitar la confusión idolátrica de los objetos iluminados con la
luz que los inunda, porque, al término de nuestras decepciones,,
llegaríamos a la negación de la luz misma”13
.
Afuera llovía torrencialmente y las ventanas de la Posada,
estaban cubiertas de gotas que se deslizaban hacia abajo, dejando’
un camino zigzagueante detrás de sí.
Gilbert miró hacia afuera con ojos apreciativos.
—Por mi parte —dijo—, amo estas tempestades y la lluvia
que las acompaña, “pues efectivamente, esta es una de las bellezas del tiempo lluvioso, que mientras liabitualmente la cantidad
de luz original y directa decrece, incuestionablemente la cantidad de cosas que reflejan luz aumentan. Hay menos luz del sol;
pero hay más cosas brillantes, cosas hermosamente brillantes
como charcos e impermeables. Es como si nos moviéramos en un
mundo de espejos…” 14
.
Se hizo una pausa mientras todos contemplábamos la tormenta, absortos por nuestros pensamientos. El Gordo continuomonologando :
12 Carta a Francés (1899), apud Maisie Ward en G. K. Chesterton,
Buenos Aires, Poseidón, 1947, p. 97.
1 3
Thibon, Gustave, Nuestra mirada ciega…, p. 25.
14 Chesterton Essays…, p. 76.
— 140 t—

—”No creo que haya nadie que encuentre tan fiero placer
como yo en que las cosas sean lo que son” 13
y así llego inclusive
“a una caja de fósforos. De vez en cuando enciendo uno, porque
el fuego es bello y te quema los dedos. Hay gente que cree que
esto es un desperdicio de fósforos; la misma gente que se opone
a la construcción de catedrales” 1G
.
“El galo retomó la palabra y en sus ojos había un brillo de
entusiasmo.
—”Para amar a un ser finito a pesar de su nada, .. .para
amarle más allá de sus límites, es preciso amarle como ‘mensajero’ de una realidad que lo sobrepasa” 17
.
—¡Eso es, sí, claro! —replicó Gilbert— “esto es lo que hace
a la vida a un tiempo tan espléndida y extraña. Estamos en un
mundo equivocado. .. Así el falso optimismo, la moderna felicidad
nos cansa porque nos dice que somos adecuados a este mundo.
La verdadera felicidad consiste en que no lo somos. Venimos de
alguna otra parte. Nos hemos extraviado en el camino” 18
.
—Desde luego. Por eso, “cuanto más largo es el camino de
nuestra existencia, más debe alejarnos de nosotros mismos” 10
.
Por primera vez, habló el druida, con lo que logró que prestáramos especial atención.
—”Dice Santo Tomás que Dios ha fijado al hombre un camino más largo que el del ángel, porque el hombre, en la jerarquía
de las naturalezas, está más alejado de Dios ‘propter maiorem
distantiam a Deo secundum ordinem naturarum’ ” 20
.
El Gordo tomó la palabra.
—Un “filósofo se cansaba de repetirme que yo estaba en mi
verdadero sitio, y a mí hasta esas aprobaciones me residtaban
depresivas. Pero averigüé, al fin, que estaba yo en el sitio ‘equivocado’, y entonces mi alma cantó siis regocijos como pájaro en
primavera… Y entonces sí que pude entender por qué… aún
estando en casa, venía a visitarme la nostalgia” 21
.
15 Carta a Francés (sin fecha), apud Maisie Ward en G. K. Chesterlon…, p. 96.
38 Apud Maisie Ward en G. K. Chesterton…, p. 86.
” Thibon, Gustave, Sobre el amor humano, Madrid, Rialp-Patmos,
1978, p. 198.
l s
Chesterton, G. K., Enormes minucias…, p. 1442.
19
Thibon, Gustave, El equilibrio…, p. 237.
20 Apud Pieper, Josef, Las virtudes fundamentales, Madrid, Rialp,
1976, p. 373. Remite al Comentario a las sentencias de Pedro Lombardo,
Libro II, distinción 23, cuestión 1^.
21 Chesterton, G. K., Ortodoxia, en Obras completas…, Tomo I,
p. 583 y s.
— 141 t—
El galo contempló con ojos admirados al Gordo y musitó:
—Esa, esa la actitud justa, “un dejo de la amargura del destierro unido a un germen de esperanza”
Súbitamente, se abrió la puerta y entró como tifón el viejo
Jack. Ya me parecía que no podía faltar a la reunión. Todos se
volvieron a recibirlo entusiastas y el británico se instaló al lado
del fuego, calentándose las manos con fruición. Dirigiéndose a la
mesa donde estábamos sentados, preguntó de qué hablábamos.
Mientras Gustave se lo explicaba, el inglés encendió su pipa,
atento.
—”Los seres y las cosas terrenas —todas y cada una de las
sombras de la Caverna— son a la vez reflejos de Dios y velos
que lo ocultan. En cuanto velos —es decir, en cuanto ídolos—,
sólo encierran vacío y maldad porque, al usurpar una adoración
debida únicamente a Dios, consiguen apartarnos totalmente de
nuestro fin… pero estas mismas apariencias forman una jerarquía en cuanto reflejos de Dios, participando desigualmente en la
plenitud y unidad de su fuente, y nos ofrecen medios más o menos seguros y directos para remontarnos hasta ella… siempre
con tina condición: que estos reflejos transparentes no se transformen en velos opacos” 23
.
Desde su puesto al lado del fuego Jack nos dijo con su rugiente voz:
—¡ Claro, sí, por supuesto! Pero debe Ud. tener en cuenta
que no se puede “ver a través de las cosas eternamente. Toda la
cuestión de ver a través de algo es ver algo a través de esto. Es
bueno que la ventana sea transparente, porque la calle o el jardín
más allá son opacos. ¿Qué pasaría si Ud. viera también a través
del jardín? Si Ud. ve a través de todo, entonces todo es transparente. Pero un mundo totalmente transparente es un mundo
invisible. Ver a través de todas las cosas es lo mismo que no ver” 2i
.
El Gordo habló ahora más entusiasmado que nunca.
—”Cuando (los místicos modernos) me dijeron que un poste
de madera era maravilloso (un punto sobre el cual estábamos todos
de acuerdo, creo) querían decir que ellos podían hacer de él algo
maravilloso pensando acerca de él. ‘Sueño; no hay verdad’, dijo
— Thibon, Gustave, Nuestra mirada ciega…, p. 15.
2 3
Ibidem, p. 49.
2 4
Lewis, C. S., The Abolition of Man, London, Collins, Fount Papertoacks, 1978, p. 48. Hay edición en castellano: La abolición del hombre,
.Buenos Aires, Fades, colección Estudios y Discusiones, 1983, con traducción,
prólogo y notas de Jorge N. Ferro, —vide p. 52—.
— 142 t—
Mr. Yeats, ‘salvo en tu -propio corazón’. El místico moderno buscaba el poste, no ajuera en el jardín, sino adentro en el espejo
de la mente. Pero la mente del místico moderno, como el cuarto
de vestir de un dandy, está hecho enteramente de espejos. Así
el vidrio repite al vidrio como puertas que abren hacia adentro
para siempre; hasta que uno apenas podría ver esa última y
recóndita recámara de irrealidad en donde el poste hizo su última
aparición. Y como los espejos de la mente del místico moderno
son en su mayor parte curvos, y muchos de ellos están agrietados,
el poste en su último reflejo se parece a toda suerte de cosas:
un surtidor, el árbol del conocimiento, la serpiente marina de pie,-
una oplumna retorcida de la nueva arquitectura naturalista, y
así sucesivamente. De aquí es que tenemos a Picasso y un millón
de puerilidades. Pero nunca estuve interesado en espejos, esto
es, nunca me interesaron primordialmente mi propia reflexión
—o reflexiones. Estoy interesado en el poste que de pie me espera
al lado de la puerta de mi casa y que me quiere pegar en la cabeza,
como el machete de un gigante en un cuento de hadas. Todas las
puertas de mi mente abren hacia afuera, hacia un mundo que
no he hecho. La última puerta de mi libertad se abre hacia un
mundo de sol y cosas sólidas, aventuras objetivas. El poste en
el jardín; la cosa que no podría crear ni esperar: la lisa y llana
luz del día sobre madera diera y de pie, es cosa hecha por el Señor,
y es maravilloso a nuestros ojos.
Cuando los místicos modernos dijeron que les gustaba ver un
poste, querían decir que les gustaba imaginarlo… Para mí el
poste es maravilloso porque está ahí. Allí, me guste o no” 25
.
Todos quedaron en silencio meditando lo que había dicho
Gilbert. Pero éste continuó impertérrito.
—”Hay dos medios de estar en casa: uno es permanecer en
ella; el otro es andar alrededor del mundo hasta que volvamos
al mismo lugar de donde salimos” 20
.
—Hasta que veamos el poste —agregó el druida, con una
sonrisa.
Gilbert miró por la ventana.
—Os diré lo que me sucedió en cierta oportunidad: “Uno,
que parecía ser un viajero, vino a mí y dijo:
—¿Cuál es el camino más corto de un lugar al mismo lugar?
25
Chesterton, G. K., Wonder and the Wooden Post, en The Coloured
Lands…, p. 160.
Chesterton, G. K., El hombre eterno en Obras completas…, Tomo
I, p. 1449.
— 143 t—
El sol estaba detrás de su cabeza de modo que su cara era
ilegible.
—Seguramente —dije— quedarse quieto.
—Ese no es ningún viaje —contestó—. El viaje más corto
de un lugar al mismo lugar es dando la vuelta al mundo” 27
.
*
?- *
Cuando llegué todo estaba en paz.
Me hice unos amargos y contemplé el atardecer que contrastaba con la tempestad de la Posada.
¡También! —pensé para mí— ¡el Gordo ése es una tempestad ambulante! ¡Cuánta cháchara sobre un viaje alrededor del
mundo!
Y me acordé de nuestro Martín Fierro.
“En la güella del querer, no liay animal que se pierda”.
GILBERT KEITH CHESTERTON
y GUSTAVE THIBON
(Por la copia, yo,
SEBASTIÁN RANDLE)
:r7
Chesterton, G. K., Homesick at Home, en The Coloured…, p. 233.
— 144 —
BIBLIOGRAFIA
ALFREDO SAENZ, In Persona Christi. La fisonomía espiritual del
sacerdote de Cristo, Ed. Mikael, Paraná, 1985, 471 pgs.
Estábamos en la iglesia abarrotada de seminaristas. Uno de los principales superiores del Seminario cumplía sus 25 años de sacerdocio. Como
era una especie de pitonisa de los “tercermundistas”, la mayoría escuchaba,
ávidamente, sus palabras. El oráculo sentenció: Todavía no está hecha
la teología del sacerdocio. .. No se sabe lo que es el sacerdote…”. Así
caían hecho añicos la carta, a los Hebreos, el tratado del sacerdocio de San
Juan Crisòstomo, la Regla Pastoral de San Gregorio Magno, varias obras
de Santo Tomás, de San Alfonso, los hermosos documentos papales desde
San Pío X hasta Pablo VI, etc. No sabía lo que era el sacerdote, pero tenía
(y tiene) la altísima responsabilidad de forma r sacerdotes. ¡Así andan las
cosas! En eso era coherente con el gran principio del progresismo, “la
incoherencia”; y la duda sobre la identidad sacerdotal era correlativa con
la duda sistemática respecto a verdades fundamentales de diversos tratados
teológicos, en especial, cristologia y eclesiología. Sí no se tiene certezas
sobre el misterio del Sumo y Eterno Sacerdote, no se las puede tener cuando
se trat a del sacerdocio ministerial.
De tales polvos, tales lodos. O si se quiere, bíblicamente, “quien siembra
vientos, cosecha tempestades”. Por eso no son de extrañar las espúreas
concepciones de un sacerdocio que, al no conocer, inventan; y por ser inventado, no es el de Cristo. La heteropraxis sacerdotal es consecuencia de
la heterodoxia en torno al misterio del sacerdocio. Los frutos nefastos
de la falta de identidad sacerdotal en muchos, del quedar prisioneros de la
mentalidad secularista en otros, de la ineptitud para el diálogo de la salvación, del considerar la renovación como principalmente exterior, e incluso
el abandono del ministerio, no hay que buscarlo en otra parte que allí. Estos
son los principales responsables de que, como afirmar a recientemente el
Card. Ratzinger, los frutos del Concilio Vaticano II parecieran “cruelmente
opuestos a las expectativas de todos… se ha llegado a un disentimiento
tal que ha parecido que pasábamos de la autocrítica a la autodestrucción. ..
tantos han terminado en el desaliento y en el aburrimiento. .. nos hemos
encontrado frente a un proceso progresivo de decadencia. .. el balance
parece, pues, negativo… es incontestable que este período ha sido decisivamente desfavorable para la Iglesia Católica”.
Si alguien afirma que “no sabe lo que es el sacerdote” es porque ese
tal ignora lo que es y quién es el Verbo encarnado. Digámoslo, brevemente,
les falta la vivencia y la experiencia de “Un solo Señor…” (cf. Ef. 4, 5).
— 145 t—

“Un…” Por olvidar esto están divididos y son siempre causa de división. Como hemos afirmado en muchas oportunidades, la esencia del progresismo es la incoherencia, la contradicción, lo cual lleva, por lógica paradoja,
a que el progresista nunca sea “signo de contradicción” (Le. 2, 34). Y así,
por ejemplo, “son del mundo”, pero no “están en el mundo”, debido a la
falta de sentido de la realidad que los aqueja por ser esclavos del capricho
subjetivo que campea en toda la filosofía moderna y, sobre todo, por la
falta de sentido común cristiano que no es otra cosa que “la santa familiaridad con el Verbo hecho carne” (Chesterton).
Por estar dividido interiormente, viviendo una suerte de espiritualidad
“hemipléjica”, que sólo sabe acentuar un aspecto de la realidad en detrimento —cuando no en negación— de otros, reviven formas de pensar y
de actuar claramente maniqueas y francamente jansenistas. Así, por ejemplo, nosotros que no pensamos como ellos porque obedecemos al Papa somos
“cismáticos” (sería la primera vez que se diese un cisma con el Papa a la
cabeza, que es como hablar de un círculo cuadrado), o sea que, al modo
de los maniqueos, sólo ellos son los buenos y nosotros los malos, y por eso
quieren nuestra muerte eclesial; y son jansenistas, porque están convenidísimos de que sólo ellos —y nadie más que ellos— conocen, viven y actúan
el Concilio Vaticano II.
Es a división del alma les hace odiar todo lo que huela a cristianismo
militante que sabe cuál es y donde está el enemigo. Le tienen tirria a “la
espada”, porque no tienen la ciencia de la cruz —”una espada de dolor
atravesará tu corazón” (Le. 2, 35)—, porque tienen miedo de “la espada
del espíritu, que es la palabra de Dios” (Ef. 6, 17), “espada de dos filos
que penetra hasta la división del alma y del espíritu” (Hebr. 4, 12), porque
son amantes de la falsa paz: “no he venido a trae r la paz sino la espada”
(Mt. 10, 34). No son militantes, son claudicantes, porque no creen seriamente en el Verbo encarnado que “par a esto apareció el Hijo de Dios,
para destruir las obras del diablo” (1 Jo. 3, 8). Con el diablo parece juegan
a “tortitas de manteca”.
Y por estar divididos, permanentemente dividen: las comunidades religiosas, las parroquias, los seminarios, los presbiterios, las diócesis. Laceran el Cuerpo Místico de Cristo. Si los nombran al frent e de una comunidad,
al poco tiempo la van a hacer girar en 180 grados, aunque la realidad
pastoral pida otra cosa, porque su ideología los domina, y así, pastoralmente,
son monos con navaj a y obtienen lo que un elefante en un bazar. A pesar
de que acusan a otros, son ellos, al querer innovar —es decir, inventar doctrinas nuevas e intentar imponerlas como si fueran doctrina de Cristo—,
son ellos los principales responsables de la ruptur a de la unidad en Ja
Iglesia. Los que rompen la unidad de la Iglesia no fueron San Ignacio, Santa
Teresa, San Juan de la Cruz, sino los iluminados, Lutero, Calvino, Zwinglio.. . Küng, Pohier.. . No saben, existencialmente, que hay “un solo
Señor”.. .
“…solo…” No viven para “un solo Señor”, sino que sirven a varios
señores. Tienen “otros dioses delante” del “soli Deo” (Deut. 32, 12). Idolatran el progreso, a Hegel o Marx, a las Conferencias Episcopales (que
consideran son el octavo sacramento, aun cuando en realidad éstas “no
tienen base teológica” [sic], como muy claramente lo acaba de recordar
el Card. Ratzinger), en fin, a su fe ideologizada.
De allí que sean insanablemente estériles —en conversiones y en vocaciones— y como la muje r estéril que se presentó a Salomón, buscan la
muerte de los hijos de los demás: “Ya que no puede ser mío, que no sea
tuyo”, parecieran pensar. Al aceptar la cultura moderna en bloque, como
ésta en gran parte es “cultura de la muerte”, son enemigos de la vida sobrenatural de las almas; por eso odian que se hable de que hay que salvar
— 146 t—
el alma (“tres palabras, tres herejías”, decía Evely), deforman la palabra
de Dios, tratan de acallar a los grandes predicadores buscando cegar las
fuentes de la vida, siguen a maestros de su gusto que les halagan los oídos,
ponen pueriles obstáculos a las vocaciones, dificultan la recepción de los
sacramentos (“rémoras de la Iglesia”, dijo un progresista), actúan contra
la devoción a la Virgen (“los santuarios marianos son focos de superstición
y hay que liquidarlos”, dijo otro), se burlan del Papa llamándolo, con
desprecio, “el polaco”, etc. La falt a de claridad respecto al fin, los hace
ser “pasteleros”, misticones y pseudo-teólogos. Pasteleros, porque mezclan
el bien y el mal, la gracia y la naturaleza, la Iglesia y el mundo; falsos
místicos, porque se la pasan hablando de caridad, que hay que adaptarse
a la realidad, que hay que ser dóciles a los signos de los tiempos, pero
inexorablemente hacen lo contrario, llevan adelante sus propósitos “a priori”,
contra viento y marea, no dándose cuenta de que hace rato los demás “les
vieron la pata de sota” (son “mariposones” de la ascética y turistas de la
mística) ; pseudo-teólogos, que confunden al Cardenal Cayetano con San
Cayetano de Thiers (¿será por pan y trabajo?), que ignoran que hay un
Unico Absoluto y que sólo en la subordinación a El alcanza el hombre
la plenitud de su humanidad, que sostienen que “lo central de nuestra f e es
que Cristo era judío”.. . y que lo que nos separa de los judíos “es el
Estado de Israel” (no saben que la divinidad del Verbo es lo que nos
separa y que por tenerla por blasfemia se terminó la Sinagoga en Caifás).
Por no confiar en “un solo Señor” son tristes y vergonzantes. Son
tristes, ya que no conocen la gran alegría de que Dios se haya hecho
hombre (cf. Le. 2, 10-11) y el gozo que produce la “prolongación” de
la Encarnación en toda la realidad. Y son vergonzantes, pues ignoran el
coraje de la f e que brota de saber que Jesucristo participó en la sangre
y en la carne “par a destruir por la muerte al que tenía el imperio de la
muerte, esto es, al diablo, y librar a aquellos que por el temor de la muerte
estaban toda la vida sujetos a servidumbre” (Hebr. 2, 14-15). Dice el Card.
Stefan Wyszynski: “Desde el momento que un obispo demuestra falta de
valor empieza su caída. ¿Puede seguir siendo un apóstol? Lo esencial de la
vocación apostólica es dar testimonio de la Verdad. Y esto exige valor”
(Diario de la cárcel, p. 310).
“…Señor”. Sólo la clara conciencia del señorío y majestad de Dios
abre al hombre a la trascendencia. La cerrazón a la misma es el castigo
que se autoinflige el progresista que se queda en el aquende de las cosas
porque no sabe liberarse del principio de la inmanencia que permea toda
la filosofía moderna.
Por eso no gozan de la certeza de la fe y siempre están cuestionándose.
Creen que son maduros y adultos porque dudan y cuanto más dudan se creen
más auténticos. Recuerdo que hace años un sacerdote que predicaba un
retiro el actual Padre R. B., previo a la ordenación sacerdotal de este
último, le preguntaba al acabar cada día: “¿Entraste en crisis?”, y para
provocarla le decía disparates sobre la fe, sobre la jerarquía, sobre la disciplina. Conocemos sacerdotes, que se creen grandes teólogos —como el de
la anécdota del comienzo de estas líneas—, que se pasan la vida estudiando
—es una manera de decir— “sin llegar nunca al conocimiento de la verdad”
(2 Tim. 3, 7). Basta oírlos predicar, sin principio, medio ni fin, son
“regaderas” interminables, blablistas consuetudinarios, babosos de la palabra. Al escucharlos se tiene la sensación de haber sido picados por la mosca
tse-tse. Les falta el ardor, la unción y el vigor que caracteriza al poseído
por la Verdad. No saben que la Verdad es viril y que atrapa sólo cuando
se la muestra rechazando el error y no con la cantilena de los escribas y
fariseos. Sólo atrae la certeza del que construye, inconmovible, como roca,
y del que se crucifica, en lo alto, con la Verdad.
— 147 t—
Por quedarse en la concreción de la inmanencia, no gozan de la seguridad de la esperanza, que es, esencialmente, de la vida eterna, la cual
ni pasa ni muere. De ahí que se instalen sólo en la horizontal, ocupándose
preferentemente de las cosas temporales y ocupándose mal, como aquel que
dijo que “la democracia es la primera prioridad para la Iglesia”, sin
advertir que, por la fuerza de las cosas, aceptar y trabaja r incondicionalmente en favor de la misma, era abrir las puertas a la dictadura de la
pornografía, a la legalización del divorcio y del aborto, al cercenamiento
de los derechos de la enseñanza católica, a la putrefacción de la enseñanza
oficial por la invasión del más crudo materialismo.
La falta de esperanza les hace vivir una pésima eclesiología, porque
el olvido de los bienes eternos lleva a preferir los bienes temporales, fundamentalmente, el placer, el tener y el poder, como lo expresa el documento de
Puebla. Así advertimos un decidido desprecio de la penitencia en todas sus
formas, una ansiosa búsqueda de ventajas temporales, un apego desmedido
a los “puestos altos”, que hace de ellos miembros de una nueva orden, la de
los “trepenses”. Y así se predica que “hay que obedecer al obispo, aunque
fuese Judas ” [sic], es decir, hay que estar dispuesto a vender a Cristo
por treinta monedas de plata. Quieren que nos ahoguemos, para que ellos
misericordiosamente, compren luego el Hacéldama, cuidando de no ponar
ese dinero de sangre en su cuenta bancaria. Si el obispo se va ral infierno,
ellos lo siguen dócilmente, detrás. Creen que los obispos no están obligados,
para que se les deba legítima obediencia, a estar “cum Petro et sub Petro”
(Ad gentes, 38). Los fermentos de división aún crecerán mientras no se
ponga en práctica la invitación apremiante del Papa a dejarse interpelar
“por la Palabra de Dios y, abandonando los propios puntos de vista subjetivos, busquemos la verdad donde quiere que se encuentre, o sea, en la
misma Palabra divina y en la interpretación auténtica que da de ella el
Magisterio de la Iglesia” (Reconciliatio et paenitentia, 25).
Finalmente, por 110 trascender y quedarse al nivel de lo sensible, :10
aman. Sólo “la caridad se complace en la verdad” (1 Cor. 13, 6). Sólo el
que ama, no declama sobre los pobres, sino que los socorre, en concreto, con
todo lo que tiene. ¿Quién hizo más por los pobres: Don Orioríé o Camilo
Torres, la Madre Teresa de Calcuta o la Pasionaria, Wyszynski o Ernesto
Cardenal, Castellani o. .. ?
Quienes no hacen carne en ellos aquella verdad de que hay “un solo
Señor”, por estar divididos, por carecer de un fin y por no trascender,
necesariamente han de perseguir a los que no piensan como ellos, al tiempo
que no cesan de proclamarse los grandes campeones del pluralismo! (otra
incoherencia más). Con lo cual, nos hacen un señalado favor, por el que
damos gracias a Dios, “de habernos hallado dignos de sufrir algo por su
nombre” (Act. 5, 41; cf. Gaudium et spes, 44). Nos hacen vivir la octava
bienaventuranza, sobre todo, cuando nos impiden llevar adelante las obras
de bien, poniendo por obra la profecía: “Os echarán de la sinagoga, pues
llega la hora en que todo el que os quite la vida pensará prestar un servicio
a Dios” (Jo. 16, 2).
Impresionante es la destrucción obrada por el progresismo. A pesar
de haber organizado miles de congresos de catequesis, los niños cada vez
conocen menos de Jesús; a pesar de tantas jornadas de liturgia, los fieles
han olvidado el sentido de lo sacro; a pesar de todos los cursos de exégesis
y los consiguientes análisis con lupa de los textos sagrados, ellos y los que
los siguen perdieron el amor a la Escritura; a pesar de quedarse afónicos
vociferando que hay que dialogar, le ganan a Torquemada en intolerancia;
a pesar de todos sus optimistas pronósticos sobre el “hombre nuevo”, aniquilaron la formación católica en escuelas, universidades y seminarios; a
pesar de caminar miles de kilómetros sólo hacen prosélitos dos veces más
dignos que ellos de la gehenna. Así como del Rey Midas se decía: “Todo
— 148 t—
lo que toca lo hace oro”, de éstos se puede decir: “Todo lo que tocan lo
hacen trizas”. Son como los caballos de Atila, “donde pasan no crece más
el pasto”.
Este tipo de sacerdote ya hizo cuanto se le ocurrió, no quedándole tontera por hacer ni cosa sagrada por manosear. Ahora ya están decrépitos.
Su ciclo ha terminado. El camino de falsa renovación concluyó en un
callejón sin salida. Será menester que en adelante dejen paso a los jóvenes
sacerdotes, a quienes consideran con el Papa que “estar al día” no es otra
cosa que la santidad (cf. la Carta del Jueves Santo de 1979). Que es lo
que el A. de este libro trasunt a en cada página. En fin, toda la farándula
progresista, a pesar de todas las apariencias, no pesa lo que una tela de
araña y es tan consistente como una burbuja de jabón.
El mismo pueblo de Dios es el que reclama y exige sacerdotes que sean
sal, no sacarina; luz, no oscuridad; espada, no cortapluma mellada; fuegu
que ilumina, no ceniza que “calienta”; roca, no flan; padre, no funcionario;
pastor, no mercenario ni lobo; y “cuando el pastor se vuelve lobo, toca al
rebaño defenderse”, decía San Agustín.
Nos pareció conveniente esta larga introducción ya que el presente
libro es la antítesis y el correlativo de las desviaciones a que antes nos
hemos referido. El A. presenta la imagen del verdadero sacerdote, prolongación de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, personificación de aquel que
quiere hacer de él un “alter Christus”, o como lo indica en el subtítulo, “la
fisonomía espiritual del sacerdote de Cristo”. Es decir que lo que presenta
no es ya la imagen de aquel sacerdote decrépito, agostado y “superado” al
que hemos aludido, sino del sacerdote nuevo, santo y lleno de empuje —sacerdotes todo fuego— que es lo que hoy espera el pueblo cristiano. Queremos destacar particularmente el capítulo titulado “Las virtudes del sacerdote”, donde el A. va recorriendo las diversas virtudes teologales y
cardinales, procurando descubrir la manera específica como el sacerdote
que quiere ser santo deberá practicarlas en nuestro tiempo. Analiza asimismo
en otros capítulos el apostolado del sacerdote, tratando especialmente de la
relación entre la contemplación y la acción, sobre el telón de fondo de
la espiritualidad del Buen Pastor. Llama la atención la permanente atención
del A. sobre el Santo Sacrificio de la Misa, lugar fontal de la santidad del
sacerdocio católico, así como sobre la Santísima Virgen, madre del sacerdote
y espejo de sus virtudes.
Este libro es fruto de largos años en la docencia de la materia y en la
práctica de la dirección espiritual a innumerables sacerdotes y seminaristas
que el P. Alfredo Sáenz realizó incansablemente en el Seminario de Paraná,
bajo la guía sabia de su santo arzobispo, Mons. Adolfo S. Tortolo, quien
a todos nosotros, desde su lecho de dolor, nos está dejando un admirable
ejemplo de comunión con Cristo crucificado; por haberlo querido y alentado, hará sin duda fecunda la lectura de este libro, bendecido con su
sufrimiento. Buena razón tiene pues el A. para dedicar la presente obra
no sólo al Santo Padre, en el que nutre tantas de sus enseñanzas, sino
también a Mons. Tortolo, quien hace catorce años lo invitara a colaborar
en su Seminario, del cual recientemente ha debido retirarse.
Creemos que estamos ante un libro que no morirá fácilmente porque
desentraña la esencia del único sacerdocio de Jesucristo que “ya no muere
más ” (Rom. 6, 9) y que es el Unico que “tiene palabras de vida eterna”
(Jo. 6, 68).
P . CARLOS MIGUEL BUELA
— 149 —
RAUL O. LEGUIZAMON, Fósiles Polémicos, Ed. Esclarecimieto y
Difusión, Laguna Larga, Córdoba, 1984.
¿Insólito sería el adjetivo correcto… ? …Ta l vez.. . Porque el hecho
de que en idioma castellano (y muy bueno dicho sea de paso) se publique
un “análisis crítico sobre la evidencia fósil del origen del hombre”, es realmente desacostumbrado. Que el autor sea un argentino, joven, médico biólogo especializado en renombrados institutos de los Estados Unidos, mucho
más inusual aún. Que se aparte del remanido dogma evolucionista, apoyado
en sólida erudición y aguda capacidad de juicio, es ya decididamente excepcional. ¿Y qué podríamos añadir a esas notas si, encima, la obra conjugara la profundidad científica con la amenidad del relato, al punto de poder
leerla de un solo tirón… ? Pero el Dr. Raúl O. Leguizamón —que es el
autor de quien tratamos— no parece conformarse con todos esos títulos
obvios, objetivos, tangibles, de su labor, sino que, además se presenta con
la mayor modestia, diciendo de sí que es sólo un aficionado no especializado.
Esto es asombroso; escapa a toda mensura en nuestro ámbito intelectual,
donde cualquier indocto divulgador de empalagosos refritos trasnochados
comienza por sacar patente de “sabio”. Leer Fósiles Polémicos es algo reconfortante par a el espíritu humano. Es darse un banquete intelectual, propinarse un acto de higiene mental, recuperar la fe en el talento argentino,, y
felicitarse por la circunstancia de poder ser contemporáneo de este brillantísimo científico cordobés. No hay hipérbole en mis afirmaciones. No es
un elogio de compromiso. No lo digo por la notoria afinidad de nuestras
mutuas conclusiones. Aunque no lo conociera; aunque los resultados de sus
investigaciones difirieran considerablemente de las mías (éstas sí producto
de la mera afición), lo mismo me vería obligado a asentar similares constancias laudatorias. Porque, señores, el autor y su obra han marcado un
hito en los anales de la cuestión biológica, cuando menos, en Jos ámbitos
académicos hispanoparlantes.
Cuando una pieza de tela está redondamente cosida no se la puede
deshilvanar par a analizar sus retazos. Del trabajo que comentamos tampoco
se pueden tomar fracciones par a efectuar una reseña. Hay que leerlo todo
nomás. Me limitaré, pues, a exhibir algunos botones de muestra par a incitar
a esa necesaria lectura del original. Comienza Leguizamón por llamar las
cosas por su nombre: o el hombre desciende de sí mismo o desciende del
mono. Mono, sí, con cuatro letras. No el indefinido y equívoco “ancestro
común” a ambas especies, toda vez que “este supuesto antecesor común no
es ni puede ser otra cosa que un mono” (p. 9). Los famosos “homínidos”,
“prehomínidos”, etc., etc., como dice G. G. Simpson son “ciertamente monos. .. Es pusilánime si no deshonesto decir otra cosa”. Y es lícito conjeturar
con cualquiera de las dos hipótesis de trabajo, siempre que se admita que
ambas son “necesariamente extracientíficas”. Esos postulados no son del
orden de las ciencias biológicas, sino de las históricas, y de prueba indirecta o circunstancial. Esto es así porque, como lo expone Leguizamón,
existe imposibilidad absoluta de probar la relación genética —no ya semejanza ósea sino parentesco—• entre organismos a base de los hallazgos
fósiles, y porque el hombre no se define morfológicamente, sin contar con la
inteligencia, cuyo rastro no se conserva. Dentro de ese esquema de relatividades, Leguizamón estudia los fragmentos fósiles más polémicos.
El primero es el Hombre de Neanderthal, raza humana extinguida que,
al moverse en circunstancias climáticas y alimenticias adversas, padeció
de algunas regresiones en sus rasgos secundarios. Sin embargo, como el
— 150 t—
“homo sapiens moderno” es más antiguo que esta variedad arcaica, tales,
aberraciones —que no alcanzan a la capacidad craneal que es mayor que1
la del hombre “moderno”— carecen de significación par a la filogénesis. De
ahí que se lo haya dejado de lado en las divulgaciones evolucionistas recientes. “¡Pobre H. de Neanderthal! —dice Leguizamón-—, antes se lo calumnió,,
ahora se lo silencia” (p. 23).
Tampoco subsiste mayor entusiasmo con el segundo caso: el del Pithecanthropus erectus de Dubois. Acá el problema residía en la asociación de
una calota y unas muelas simiescas con un fémur humano. La moderna solución evolucionista consiste en suprimir o restar importancia al fémur. Pero,,
como indica el autor: “Si al P. E. le sacamos el fémur, literalmente se
viene al suelo. Es decir, se derrumba como caso, ya que deja de ser erecto”‘
(p. 25). Como en la misma capa geológica (en Wadjack) Dubois había
hallado dos cráneos enteros perfectamente humanos, el P.E. no servía comointermediario, porque ¿”cómo podría un antepasado coexistir con su descendiente?” (p. 28). La solución correcta la produjo el propio Dubois en
1935 al confesar que su P. E. “no era nada más que un gibón de gra n
tamaño”.
El eslabón “perdido” (que científicamente debió denominarse “faltante”,.
puesto que lo primero por demostrar es que había existido) es, en verdad,
el Sinanthropus Pekinensis. Es así, afirma Leguizamón, ya que efectivamente, se ha perdido”. Ha desaparecido por completo todo el supuesto material fósil situado en Choukoutien. En cuanto a los modelados a pasta, nocoincide su capacidad craneal (1200 c.c.) con su descripción: “pequeña
capacidad craneal”. Est a discrepancia, anota el autor, configura un verdadero milagro: no sólo se transforma a un mono en un hombre sino que
además se transforma “un fósil de un mono en un fósil de un hombre. Lo
cual supera ciertamente todas las expectativas” (p. 31). “Nelly”, el cráneo
modelado, resulta así ser “una verdadera hija de la evolución”, un tanto
idealizada por sus fabricantes.
Respecto de los Australopitecos, el autor recuerda la morfología simiesca
de ellos, en particular de los dedos del pie, que les impedían el bipedismo.
Con el análisis por computadora del astràgalo efectuado por Oxnard se
comprueba su abierta separación de la bipedalidad humana, y su semejanza
con el orangután. En cuanto a la atribución a su pequeña capacidad craneal
de un complejo sistema nervioso, apunta Leguizamón: “Este argumento
es obviamente irrefutable, por exactamente la misma razón de que es indemostrable. . . y así como el H. de Neanderthal poseía un cerebro grande
pero estúpido (por mucho contenido “fibroso”), los australopitecos habrían
tenido un cerebro chico pero inteligente (por muchos ‘circuitos neuronales’) ”
(p. 48). Y sus caninos e incisivos pequeños son como los del mono babuino
Gelada, que, no por eso, es “menos mono que sus congéneres”. En suma: que
son simplemente monos con dientes pequeños y nada más (p. 52).
Después se ocupa de Lucy, el hallazgo de Johanson, una variedad de
australopiteco, con cuyo fémur “severamente aplastado” se elabora una
teoría bipedista. También se manipulea una pelvis destruida y reconstruida.
“A este paso —comenta Leguizamón— cuando terminen la ‘reconstrucción’, Lucy va a salir caminando del museo” (p. 57). A continuación pasa
revista al Hombre de Piltdown, que viene a ser el eslabón intermedio realmente “encontrado”. Glosando el estudio de S. J. Gould, el autor pone en
claro que el principal estafador científico del sonado fraude fue el Rvdo.
P. Teilhard de Chardin, quien trajo desde Túnez el diente de elefante y el
canino faltant e par a cubrir las apariencias de antigüedad. Más adelante
trat a a los Fósiles Prohibidos: el cráneo de Castenedolo, la mandíbula de
Abbeville, la de Foxhall, el cráneo de Bald Hill, el de Olmo, los esqueletos
de Galley Hill, Swanscombe y Fontechevade, hasta llegar a los más recien-
— 151 t—

tes de Laetolil (1976, Africa, Leakey) y Glen Rose (1939, Texas, Bird),
todos ellos “sapiens” más antiguos que los “homínidos” de los evolucionistas.
Estos han sido desechados por no encajar en el esquema preconcebido.
De todo lo cual Raúl O. Leguizamón extrae varias “consideraciones finales”. Una, es que: “No existe ningún argumento científico que pueda
probar, demostrar, comprobar esta hipótesis del origen evolutivo del hombre”. La otra es que se está frent e a una cosmovisión extracientífica materialista, convertida en doctrina del “establishment”, ante la cual a la gente
común sólo le queda desarrollar su sentido crítico (pp. 72-74). Par a esa
“alternativa crítica” el aporte del Dr. Leguizamón es francamente indispensable. Como dije al principio, y lo reitero, la ciencia —y no ya la
mitología— se ha apuntado un sobresaliente tanto con la publicación de
•esta obra. De ahí, pues, que recomendemos calurosamente su lectura.
ENRIQUE DÍAZ ARAUJO
— 152 —
CARLOS IGNACIO MASSINI, El Renacer de las Ideologías, Idearium, Mendoza, 1984,
126 pgs.
Siempre me costó entender con
precisión el sentido de la palabra
“ideología”, quedándome la impresión
de que cada uno de los que la empleaban estaban refiriéndose a cosas
diferentes. Y, como decía Julien
Freund, “cuando un nombre puede
significar todo, no significa ya nada”.
La expresión recubre normalmente
un matiz peyorativo, pero queda en
la penumbra su posible alternativa.
La lectura de la presente obra me ha
resultado altamente esclarecedora.
Se ha hablado últimamente de un
“crepúsculo de las ideologías”, que
habrían dejado paso a ideas más concretas, proporcionadas sobre todo por
las ciencias sociológicas. El A., en
este libro —verdadera obra maestr a en su género—, se aplicará no
sólo a determinar el auténtico concepto de “ideología” sino también a
mostrar la supervivencia de lo que
llama “la mentalidad ideológica”,
tentación permanente para el espíritu del hombre occidental ya desde
los comienzos del Evo Moderno. No
por nada el inventor del término fu e
el filósofo empirista francés Antoine
Destutt de Tracy, quien la empleó
por vez primera en 1796, en el marco
de la Ilustración y la Revolución
Francesa.
1. Características de las ideologías
Tras un capítulo dedicado a “la
semántica de las ideologías”, el A.
emprende el análisis del término, teniendo en cuenta las características
acusadas de los diversos sistemas
ideológicos, sus formulaciones originarias o más extremas, no “contaminadas ” con ideas tradicionales. La
primera característica es el racionalismo, o sea la pretensión, surgida al
comienzo de la modernidad, de lograr
tin conocimiento puramente racional,
en nada deudor de la revelación ni
de la experiencia, conforme al método de las matemáticas; tal pretensión supone la confianza en la capacidad del hombre para configurar
racionalmente su vida política usando como método el arquetipo científico-matemático. Se trat a de una
verdadera inversión metodológica,
muy propia del pensamiento moderno, que ya no parte de la experiencia sino de una concepción
abstracta de la vida política, cuya
concreción intenta luego en la realidad social. Así, por ejemplo, Rousseau, partiendo de un postulado desautorizado por los hechos —el de la
bondad e igualdad radical de todos
los hombres—, elaboró lina construcción “ideal” de la sociedad gobernada
por la voluntad general; Marx, partiendo del dogma de la economía como
causa de todos los fenómenos sociales, pretendió ofrecer una explicación total de la historia.
• La segunda característica de las
ideologías es el monismo, es decir,
su propensión a explicar la totalidad
de los hechos políticos mediante una
razón única y exclusiva, una fórmula
perfecta para la resolución de las
aporías políticas, mal que le pese a
la realidad, por multifacética y mudable que sea. Una sola sería asimismo la causa de todos los males
sociales, de cuya eliminación depende
la felicidad de los pueblos: para el
comunismo, la propiedad privada;
para el liberalismo, las limitaciones
de la libertad individual.
El maniqueísmo es, según el A., la
tercera nota del pensamiento ideológico, lógica consecuencia de su monismo. Si hay un solo elemento que
causa todo el mal social, su opuesto
pasa a ser necesariamente bueno.
Aparecen así las binas: liberación o
dependencia, libertad o estatismo, revolución o reacción, etc. La sociedad
queda dividida en réprobos y elegidos, sin matices intermedios.
La cuarta característica es el optimismo en torno al hombre, ya qiie
toda ideología funda sus esperanzas
de perfección social en una visión
optimista de la naturaleza humana.
La presencia del mal en el mundo
—y por tanto de los males políticos
y sociales— no tiene su origen en la
voluntad del hombre, en alguna falt a
suya, sino en una “estructura” perversa del mundo y de la sociedad,

— 153 —

que es preciso hacer saltar. Y así
sería suficiente un cambio estructural par a alcanzar la perfección del
hombre y de la sociedad, sin previo
esfuerzo personal, ni ascesis alguna
individual.
La última nota de la ideología la
constituye lo que el A. llama el milenavismo, entendiendo por ello una
soteriología intramundana, la pretensión de lograr el paraíso en la
tierra. Esta nota se expresa de manera acabada en el marxismo, con su
proyecto de una sociedad feliz, sin
clases y sin estado.
Tras este análisis, Massini intenta
una síntesis, definiendo la ideología
como “un conjunto de ideas acerca
de la vida social de los hombres, estructurado sistemáticamente en un
esfuerzo exclusivament e racional,
simplista y maniqueo, que propone
a los hombres un proyecto de salvación colectiva y absoluta, a realizarse
íntegramente en esta tierra, aquende
la muerte” (pp. 50-51).
2. Historia de las ideologías
Señala bien el A. q. la ideología,
tal cual ha sido descrita, no es algo
que emerge de la naturaleza del hombre, sino un fenómeno típicamente
moderno. “Esto significa que el hecho ideológico es un fenómeno no universal sino histórico, que no es algo
que se siga necesariamente del modo
de ser del hombre, sino que se tra –
ta de una construcción de la mente
humana, que caracteriza a una determinada etapa de la historia de occidente” (p. 54).
Par a algunos pensadores, el ideologismo nace en el siglo xvin. Pero
el A. va más allá, encontrando el
origen más remoto de la actitud ideológica en el siglo xiv, con Marsilio
de Padua y sobre todo Ockham. Este
último, más que un contemplador de
la verdad, como pudiera hacerlo presumir su condición de religioso, es
una especie de ingeniero de la realidad, proponiendo un modelo mental
para obrar según él. El nacimiento
del ideologismo está en proporción
directa con la decadencia de la contemplación.
Sobre la vía abierta por Ockham
se establece el racionalismo “constructivista”, es decir, un intento da
la razón para construir sus propios
contenidos independientemente de la.
experiencia. En esta nueva orientación se adivina el papel decisivo de
Descartes, para quien “razón” es.
“razón técnica”, elaboración de proyectos de acción, al modo matemático, que parten de lo abstracto y
desembocan en lo concreto. “No se
dieron cuenta— escribe Leo Strauss—
de que lo concreto a lo que eventualmente se puede llegar por este camino no es lo verdaderamente concreto, sino una abstracción más”. Así
Rousseau, tomando como base una.
idea que no provenía de la experiencia, cual es la de una situación de
igualdad y libertad absoluta de todos
los hombres en un presunto “estado
de naturaleza”, desembocó en la de –
mocracia universal como única forma
legítima de gobierno, deduciendo de
allí que toda sujeción era injusta,
que la cultura, en la medida en que
distingue a las personas, resultaba
intrínsecamente perversa, y que la.
educación limitaba la libertad originaria.
Agudamente advierte el A. en todo
este proceso al influjo del gnosticismo, según el cual el mal que hay en el
mundo —también el mal político o.
social— no tiene su origen en la voluntad del hombre sino en una defectuosa estructura del cosmos y de^
la sociedad, en una suerte de “maldad,
cósmica”; se añade a ello un optimismo antropológico, por el que el
hombre aparece como un ser inmaculado, víctima inocente de las estructuras que lo oprimen. En las versiones originarias del gnosticismo, la.
caída cósmica se atribuia a una degradación progresiva del universo oal pecado de uno de los eones que rodeaban a la divinidad; en las versiones más recientes se la achaca a
motivos más pedestres, como el uso.
de los medios de producción o la propiedad privada de la tierra. Este
hombre impoluto, prisionero de la
sociedad opresiva, tiene un medio,
para salvarse, y es el conocimiento.
—la gnosis—, un saber total y absoluto, obtenido racionalmente, que le
dará la clave del sentido del universo y de la historia. La redención
— 154 t—
por la gnosis culminará en un reino
final intrahistórieo, un cielo en la
tierra. Se advierte aquí el influjo
•de Joaquín de Fiore, con su división de la historia en tres períodos,
•correspondientes a las tres personas
de la Trinidad; estas tres edades se
reiteran, a su modo, en Rousseau,
Hegel, Marx y Comte, que racionalizan el mensaje revelado —naturaleza, caída, redención—, si bien
vuelven a darle una impostación religiosa, aunque siempre racionalista.
Son las grandes religiones seculares.
“El proceso de la desacralización de la
existencia humana —dice Mircea
Eliade— ha desembocado más de una
vez en formas híbridas de magia ínfima y de religiosidad simiesca”.
Observa el A. que hay un elemento
que distancia el ideologismo de las
otras expresiones del modo gnóstico
de pensamiento: la consideración de
la ciencia como fundamento de verdad de la construcción racional, haciéndola salir del terreno en que ella
está; es el cientificismo, que pretende develar todo, incluso el misterio
del hombre y de su historia. Asimismo anota que no hay que confundir
ideología con utopía; la utopía suprime una situación conflictiva pero
sólo en la imaginación, con total
prescindencia tanto de la historia
como de la geografía (“u-topía” quiere decir: “en ningún lugar”) ; los
ideólogos, en cambio, están convencidos de que su sueño se cumplirá, e
indefectiblemente, por el progreso
indefinido.
De este espíritu brota el llamado
hombre burgués, que aparece como
la condición cuasi-necesaria del desenvolvimiento de la ideología. La
concepción economicista del mundo,
tan propia de la burguesía en ascenso,
es la que creará el campo propicio
para la aparición de esas escatologías secularizadas que son las ideologías. La mentalidad económica mira
decididamente a los bienes de este
mundo, se afinca en esta tierra, y
espera de las riquezas la salvación
en el aquende. Sin la preeminencia
del espíritu burgués, las elaboraciones de Ockham, Descartes, Rousseau,
etc., hubieran quedado circunscriptas
a un cenáculo de intelectuales.
El liberalismo, sobre todo en su
vertiente democratista, que brota del
pensamiento de Rousseau, es. la primera gran corriente ideológica de la
historia. El liberalismo originario
registra todos los caracteres antes
señalados: construye su doctrina político-social recurriendo tan sólo a
la razón, sin atender a los datos de la
revelación ; levanta la bandera de una
única causa determinante de la perfección humana: la libertad individual, echando la culpa de todas las
desgracias a un solo mal: los grupos
intermedios o corporaciones; muestra
un evidente optimismo acerca del
hombre, a quien considera naturalmente bueno; reconoce una tierra
prometida: la sociedad libre de los
hombres libres; su gnosis propia es
la de la “filosofía de las luces”, sobre la base “científica” de la idea
del “progreso”, entendido como una
férrea ley necesaria de perfección
progresiva del hombre y por ende
de la sociedad. Sin embargo, como
bien anota Massini, el liberalismo no
lleva hasta el extremo todas las características de la ideología: su optimismo no es total, dado que admite la
posibilidad de algunos pocos hombres perversos; ni el paraíso terrenal
será tan perfecto, ya que no se elimina el trabajo ni la muerte.
Tal radicalización del espíritu ideológico será mérito del marxismo, hijo
del liberalismo. El marxismo busca
con la misma ansia que los hombres
del siglo XVlll la felicidad terrena
par a el hombre, sueña como los enciclopedistas en la reconquista del paraíso perdido, continúa la actitud
“científica” del siglo xvm con su materialismo “científico”, su economía
“científica”, etc. Hay una línea directa que va de Rousseau a Marx
pasando por Hegel. Según Alain Besançon “el extraordinario hallazgo de
Marx está en volver a pensar, sobre
el antiguo espíritu del Jacobinismo,
a la luz de la filosofía alemana; propone, pues, una nueva y definitiva
Revolución Francesa, pero ensanchada por Hegel a las dimensiones
del Cosmos…” .
El marxismo, como nueva versión
gnóstica, parte de un decidido optimismo acerca del hombre, que habría
— 155 t—
conocido una sociedad inicial paradisíaca con un feliz comunismo originario; tal hombre sufrió una caída
estructural, haciendo indispensable la
propiedad privada y por ende la sociedad de clases; ahora el comunismo,
mediante un redentor que es el proletariado, el siervo sufriente, que
carga sobre sus hombros las desventuras de la humanidad, logrará para
él la redención y lo llevará a la gloria.
Cúmplense en el marxismo como en
ningún otro lugar las notas de la
ideología. Así el carácter puramente
racional, secular y “científico”, que
da respuestas infalibles a todas las
cuestiones del hombre. Otro tanto
puede decirse de su sistema monista
de pensamiento, que todo lo explica
por las relaciones de producción económica, de donde dependen la política,
el derecho, la cultura y la religión. Y
si nos referimos al maniqueísmo, nada
más maniqueo que la división tajant e
que establece entre la clase opresora
y la oprimida —los malos y los buenos—, cuya lucha constituye el “motor ” de la historia. Finalmente el
elemento escatológico no está ausente,’ con su idea del paraíso en la
tierra. “Queda evidente que la obra
de Marx y sus discípulos resulta ser
una especie de compendio de todos los
‘lugares’ propios de las ideologías”
(p. 94).
3. Crítica, del pensamiiento ideológico
Tras la exposición de las ideologías anteriores, el A. emprende una
crítica de las mismas.
Ante todo, dice, intentan racionalizar lo irracionalizable. Par a los
ideólogos, la inmensa variedad de
reacciones humanas, la mutabilidad
y complejidad extrema de las situaciones particulares, aparecen como
elementos que deben ser eliminados
en aras de la construcción mental;
eliminarlos mentalmente y obrar
como si no existieran. La marcha
del razonamiento ideológico es inversa a la del razonamiento intelectual verdadero ya que, al revés
de éste, parte de una construcción
ideológica a priori, haciendo abstracción de todos los datos de la
realidad que pueden perturbar el sistema. “La realidad política no es
susceptible de una racionalización
de ese tipo, sencillamente por tra –
tarse de un tipo de realidad distinto
de la que corresponde a los objetos
matemáticos o de la técnica en sentido moderno” (p. 99).
La segunda de las pretensiones
de la ideología consiste en determinar lo indeterminable. El esquema
que proyecta tiene para ella un valor
permanente y cristaliza para el fu –
turo una solución intangible. Sin
embargo la realidad no cristaliza, el
hombre va evolucionando, ninguna
situación política o social es igual
que otra, y por tanto no hay recetas
fijas. Los pensadores clásicos sostenían que las decisiones políticas no
eran objeto de ciencia, sino de prudencia. Y así los ideólogos, antes
revolucionarios, una vez en el poder
se hacen inmovilistas. Tal quietismo
ideológico implica la negación de la
libertad del hombre en aras de la planificación total, como lo querría la
tecnocracia y los métodos educativos
al estilo del de Skinner.
La ideología intenta asimismo absolutizar lo limitado. Se acepte o no
el hecho del pecado original, es evidente que hay en el hombre una
distorsión, una malformación que
establece límites infranqueables a la
perfección por él alcanzable. Tales
límites condicionan las posibilidades
de la acción política, cosa que se
resisten a aceptar los ideólogos. “Por
el contrario, para el pensamiento
político clásico, el objetivo fundamental de la actividad política no es
sino el logro de la mejor sociedad
posible, en unas circunstancias dadas
y con todas las limitaciones que impone la condición humana” (p. 107).
Finalmente el ideólogo pretende
secularizar lo trascendente. Las ideologías se apropian de conceptos del
orden religioso y los transfieren al
nivel social, introduciendo en ese ámbito una cuota de exaltación y
pseudo-misticismo. El ideólogo exige
una fe en la historia, una esperanza
en el progreso indefinido y una caridad horizontalizada. Es el Estado
totalitario, que busca apoderarse de
todo el hombre, cuerpo y alma.
Será menester un retorno a la
ciencia política clásica, concluye el
— 156 t—
A. Una ciencia que sea eminentemente práctica, en contacto directo
con la experiencia, un modo realista
de considerar la cosa pública, como
lo pensó Santo Tomás, Vitoria y
tantos otros, sin cifrar esperanzas
desmedidas, más allá de las fronteras
que permiten las posibilidades reales
de un hombre herido por el pecado de
origen. La prudencia será siempre la virtud intelectual propia del
político. El pensamiento clásico realista es asimismo consciente de su limitación a los asuntos de este mundo,
a la felicidad temporal de los hombres
que integran la sociedad, dejando a
la Iglesia —e incluso facilitándoselo-— el trabajo en pro de su salvación final. “La tarea que la ciencia
política clásica atribuye al hombre
de estado, al político, es mucho menos grandiosa que aquella que las
ideologías asignan al profeta o al
caudillo, pero tiene sobre esta última
una gran ventaja : se trat a de una
tarea posible, que se encuentra en el
mareo de las potencialidades reales
de la naturaleza humana y de las circunstancias que la rodean y condicionan” (p. 119). La tarea del político
realista aparece sin duda mucho menos deslumbrante y descomunal que
la que alardea el ideólogo. Pero esta
humildad es precisamente su virtud,
su adecuación a la realidad y a la
verdad.
Hagamos aquí al A. una humilde
observación: nos parece que, a fuerza
de rechazar las falsas “ideas” o el
“ideologismo” de los ideólogos, a veces puede parecer que la auténtica
política debiera prescindir de la idea.
No creemos que sea nocivo hablar
de una “teoría de la política”, si se
entiende bien la expresión. No hay
praxis sin teoría. La prudencia tiene
un momento contemplativo —la consideración de los principios—- y un
momento activo. Sabemos que el A.
conoce esto, pero quizás quedó poco
explicitado en su libro.
En fin, una obra verdaderamente
magnífica. Felicitamos a su A. y lo
exhortamos a seguir honrando la cultur a argentina con trabajos tan excelentes como el que nos ha ocupado.
P . ALFREDO SÁENZ
RUBEN CALDERON BOUCHET, Pax Romana, Huemul,
Buenos Aires, 1984, 224 pgs.
Cuando en el año 1970, tra s defender en Roma mi tesis para el doctorado en teología, me aprestaba a
regresar a la Argentina, no olvidé:
cumplir un rito simpáticamente supersticioso que me enseñaron los
romanos: ir a la fuente de Trevi,.
ponerme de espaldas y tira r una monada al agua. Tal rito me ofrecia
la garantía del retorno a la Urbe.
Lo hice casi por chiste, pensando
que jamás ello sería posible. Y ahora,,
por circunstancias que me trascienden y mis amigos conocen, debo volver a la Ciudad —”ad Romam ibis”—
por la que siempre experimenté una
enorme nostalgia. Ya con las valijas
hechas, cayó a mis manos el presente
libro y pensé que al tiempo que me
serviría para reintroducirme en el
espíritu de la Roma inmortal, me
ofrecía materia para un comentario
bibliográfico.
La grandeza de Roma, empieza por
destacar el A… grandeza basada en
una trilogía: la soberanía político–
religiosa, la fuerza militar y la administración de bienes materiales, es
una grandeza que nace de la tierra,
no de utopías etéreas. “Este origen
campesino —escribe— mantiene su.
sello a lo largo de toda la historia
romana, y cada vez que el giro de los
sucesos los llevó a pensar que decaían su primer movimiento de restauración fue hacia el campo, hacia
la tierra.. . La casa romana conservó
su origen agrícola. Tenía un gran
patio donde se recibía el agua de las
lluvias y que tanto recordaba a un
corral.. . “Alternaba [el romano] la.
azada y el pico con la lanza y la espada, y adquiría en el trato con esos:
instrumentos una consistencia férrea..
y una paciencia de labriego” (p. 32).
La familia fue la base social de la.
Roma primitiva. Según lo señala Fustel de Coulanges en su excelente libro <
“La Ciudad Antigua”, y lo recuerda
acá el A., la vida de la familia se
organizaba en torno al “hogar”, don—
— 157 t—
de nunca dejaba de arder la llama
•votiva de Vesta. E incluso la ciudad
fue concebida como una proyección
de la familia. No en vano admiramos
aún hoy en el Foro Romano el elegante templete de Vesta y junto a él
la casa de las Vestales, especie de
monasterio de vírgenes consagradas
•que velaban sobre la gran familia
romana; allí ardía el fuego sagrado
•de la Ciudad, y si por descuido se
apagaba, la virgen responsable era
ejecutada. “En la familia y en el
•culto del hogar se formó el temple del
romano.. . La solidaridad con el
grupo comunitario recibió el nombre
de ‘pietas’ o patriotismo. Cuando se
formó la Urbe, los miembros de las
familias fundadoras extendieron su
‘pietas’ a toda la ciudad” (pp. 31-32).
Con razón recurre el A. al testimo-
•nio de Plutarco sobre Catón, figura
quizás excesivamente severa, pero
•que nos ofrece una idea de lo que ha
de haber sido la educación en la Roma
tradicional. “Narr a Plutarco que Catón enseñó a sus vástagos las primera s letras, porque no quería que
los niños tuviesen que agradecer a
un esclavo tan excelente enseñanza.
Luego les dio a conocer las leyes de
la ciudad y los adiestró en el mando
de las armas, los curtió en los ejercicios para que pudieran resistir el
frío y el calor y vencieran a nado
las corrientes de los ríos. Con su propia mano escribió la historia de Roma
y señaló en ella los hechos más salientes para que crecieran en la emulación de las grandes hazañas” (pp.
35). La educación familiar exaltaba
las virtudes tradicionales, sobre todo
las de la propia familia, de modo que
cada una de las grandes casas romanas tenía una especie de estilo de
vida que los hijos debían encarnar.
La Ciudad romana se caracterizó
por su culto al derecho. En este campo el uso precedió a la codificación,
comenzando aquél, como todos los
aspectos de la vida romana, también
en la familia. Las costumbres y usos
de las familias que habitaban Roma
tenían el vigor de un derecho. Sobre
ese culto al derecho Roma fundarí a
su grandeza, porque si bien los romanos confiaron en el argumento de
l a espada supieron con toda lucidez
que la clave del dominio verdadero
era la ley.
El A. exalta con razón la fuerza del
idioma. “El latín clásico, en la organización de sus frases, tiene la
brevedad concisa de un parte militar
y en esta parquedad expresiva participó tanto el temperamento como
la voluntad. Si César, en una demasiado célebre oportunidad, escribió:
‘Veni, vidi, vici’, no debemos hacernos muchas ilusiones sobre la espontaneidad de esa locución. Hubo mucho cálculo en su laconismo y tal vez
la premonición de que establa hablando para el mármol. Con todo reconocemos que el latín prestaba su
genio a este tipo de frases. Había
en él una predisposición natural a la
expresión breve y clara” (p. 40).
Esta lengua severa era apta también -—como lo es el italiano actual,
su heredero más directo— par a expresar la vena satírica del hombre, lo
que muestra la complejidad de la psicología del romano.
Calderón Bouchet va desarrollando
la historia de Roma, recorriendo sus
jalones más importantes. Lo realiza
con la maestría que lo caracteriza,
haciendo revivir a sus personajes, que
parecieran salir de sus bustos hieráticos y hacerse reconocibles como
seres verdaderamente humanos, llenos de grandezas y de miserias. Quisiéramos destacar la excelente pintur a de la dulce Cartago, la feroz
adversaria de Roma.
Juzgamos que los momentos más
salientes del presente libro son los
que describen la Roma fundacional,
a la que nos hemos referido hasta acá
principalmente, y la Roma imperial.
El A. analiza magistralmente el siglo
de Augusto, con su carácter racional,
frío y reflexivo, en que Roma impuso
a tantos pueblos su señorío. Al leer
esas páginas no pudimos dejar de
recordar el magnífico monumento romano que lleva por nombre “Ar a
Pacis”, edificado precisamente en ese
momento glorioso y opulento de la
vida de Roma. El A. sostiene que el
Imperium es un triunfo de la razón
de Estado más que el fruto de una
pasión religiosa. Roma sería siempre
la Roma del derecho. “El instru-
— 158 t—
mentó racional de ese triunfo fue, sin
lugar a dudas, la nueva idea del
derecho que los romanos supieron
imponer a las viejas fórmulas de
convivencia… Religión, artes y costumbres quedaron impregnadas de ritualismo jurídico… La trayectoria
política de Augusto, desde que asumió
la herencia de César, hasta su muerte, tiene el carácter reflexivo, lógico
e implacable de una frí a y metódica
inteligencia política” (p. 162-163).
Siempre el romano sería un hombre
de acción, que despreciaría las “vanidades” de la filosofía.
Quisiéramos destacar un interesante aserto del A. Suele decirse que
si bien Roma fue la gran conquistadora, Grecia vencida venció al vencedor. Sin embargo hay que notar
que la clase dirigente romana, gobernada por un campesinado pragmático, poco amigo de las bellas
posturas y gestos heroicos, no era
un hombre propiamente estético, capaz de dejarse imbuir por el espíritu
griego. “Esta disposición del ánimo
romano explica la diferencia entre la
‘gravitas’ latina y la ‘sofrosine’ griega. La ‘gravitas’ impone reservas en
las expresiones temperamentales por
razones de comando. Nace del arte de
mandar, de la guerra si se quiere,
no del teatro. La ‘gravitas’ está muy
lejos de ser cómica, pero tampoco
es trágica. No se presta para la risa,
pero no impone ese terror sagrado
que emana del héroe griego acosado
por ‘ibris’ de su propia desmesura.
La ‘gravitas’ es simplemente la posesión de sí mismo que debe tener siempre el jefe frent e a sus subalternos.
En la tragedia griega el que pierde
el control de las fuerzas demoníacas
que conmueven al espíritu entra en
el terreno tenebroso de la violencia
trágica y convoca contra él las potencias ciegas del destino. El que pierde
la gravedad del talante que conviene
a un jefe en una situación de peligro
sólo provoca un efecto cómico. Esto
quizás pueda explicar por qué razón
la comedia tuvo más éxito que la tragedia en el teatro romano” (pp. 187-
188). Al drama de Orestes y Clitemnestra prefirieron los asuntos que
tenían relación directa con la vida
romana.
El dios Janus, que cuidaba de las
puertas de las casas, era un dios
bifronte. Su doble mirada simboliza
el carácter de la política romana,
que nunca supo contemplar el futuro
sin perder de vista el pasado. Augusto
jamás se presentó como un innovador
sino como un restaurador, que devolvería a Roma el esplendor perdido. Ignoramos por qué el A. cree
entrever cierta “hipocresía” en la
actitud restauradora de Augusto, si
bien afirma que ulteriormente su
sinceridad la evacuó de su vida.
Roma no fue sólo una “urbe”
—urbs— sino una gran “ciudad”
—civitas—. San Pablo, nacido a miles de kilómetros de la capital imperial, no vaciló en decir: “Civis romanus sum”. Roma supo integrar a sí
un vasto imperio, respetando las tra –
diciones locales de los pueblos vencidos; lejos de aplastar con el peso de
su poder las costumbres vernáculas,
supo establecer con esos pueblos una
red de alianzas, vasallajes, asociaciones y subordinaciones que sólo pudo
imaginar una mente tan práctica
como la suya. Tal fue la Pax Romana.
La voz poética de Virgilio ofreció
a la intuición política de Augusto
el cauce del lirismo. No en vano el
Verbo de Dios elegiría tomar carne
durante el reinado de Augusto. La
“plenitud de los tiempos” históricos
coincidió entonces con el momento
culminante de la soteriología universal.
P . ALFREDO SÁENZ
MONS. VICTORIO M. BONAMIN, Eucaristía,. Enfoques pedagógicos y catequéticos, Ed. del A., Rosario, 1984,
85 pgs.
Mons. Bonamín ha escrito este libro
a modo de homenaje a Cristo Sacramentado, en el cincuentenario del
Congreso Eucaristico Internacional
de Buenos Aires, y con motivo de su
conmemoración el año pasado, par a
que catequistas y educadores tengan
materia de enseñanza en colegios y
parroquias. Creemos que el resultado
— 159 t—

del trabajo excede esa loable intención, ya que se trat a de un libro pletòrico de hallazgos y observaciones
de un nivel muy superior al de la
simple didáctica escolar. Aun cuando,
si se entienden bien las cosas, las
enseñanzas del A. no pueden no estar
en el telón de íondo de toda genuina
y actualizada docencia sobre el sacramento del altar. En cuatro imágenes
plásticas de aquel Congreso: la gigantesca cruz de Palermo, la Custodia
con el Santísimo, la comunión de los
ciento siete mil niños y la noche de
los hombres, el A. encuentra simbolizadas las grandes realidades eucaristías: el Sacrificio, la Presencia
real, la pureza que exige el sacramento, la conversión de los pecadores.
Cuatro puntos cardinales par a una
atinada catequesis. “Sobre la realidad
dogmática del tríptico unitario —la
Eucaristía Sacramento, Sacrificio,
Presencia— el regalo de sus frutos
inmediatos: la inocencia conservada,
la amistad de Dios recuperada”
(p. 5).
A lo largo de estas páginas el A.
vuelve una y otra vez sobre el valor
educativo de la, Sagrada Eucaristía.
Sacramento sublime, sacramento del
éxtasis, pero que a la vez da sentido
a la dudosa temporalidad del hombre,
ilumina la desoladora problematicidad
cotidiana, educa en el “otium” de la
contemplación. “Exaltar la Misa —escribía Chesterton— es entrar en un
plano magnífico de ideas metafísicas
que iluminan todas las relaciones de
mente y materia, de carne y espíritu,
de las más impersonales abstracciones
tanto como de los más personales
afectos” (cit. p. 23). Tal el poder de
la Eucaristía “cuyo sobrenatural valor educativo —enseñaba Pío XII—
jamás podrá ser apreciado debidamente” (cit. p. 33). Así educó la
Edad Media, no a través de libros,
sino ante todo de la liturgia (arquitectura, pintura, escultura, música,
poesía). Tales eran en aquel tiempo
aquello que nuestros contemporáneos
han dado en llamar, con horrible
expresión, “los medios de comunicación masiva”.
Toda la educación cristiana debe
culminar en la Eucaristía o, como
dice el A., “el catecismo, hoy, es
para la Eucaristía” (p. 9). Sólo dos
son las cosas necesarias: un libro y
un cáliz. Son precisamente los dos
elementos que simbolizan las dos partes de la Misa: la Palabra y la Eucaristía. A Cristo hay que “estudiarlo”
y “comerlo”. La doctrina cristiana ha
de conducirnos a la vida eucarística,
como a su desembocadura natural; ya
lo decía San Agustín: “Somos embebidos y alimentados por la verdad”
(cit. p. 21).
El A., que conoce bien el mundo
porque ha sufrido en carne propia sus
persecuciones, tanto del mundo extraeclesiástico como del que se anida en
el interior mismo de la Iglesia, tiene
páginas inspiradas para caracterizar
la situación del hombre contemporáneo tan visceralmente “mundalizado”.
El Occidente cristiano —o mejor, lo
que resta de ese Occidente— ha sufrido las invasiones de los nuevos
bárbaros. “El corcel de Atila está
siempre ensillado”, decía Pemán. Y
en nuestro tiempo, a galope tendido,
desbocado. El hombre de hoy, víctima
de tales invasiones, vive sumido en
una hipertrofia de emotividad y sexo,
presa del irracionalismo, sin cabeza
por lo que necesita como nunca ser
“recapitulado” (volver a encontrar
su cabeza) en quien es la Cabeza de
la Iglesia. El presente siglo recuerda
al A. aquellos otros que enmarcan la
liquidación de grandes civilizaciones;
el hombre de hoy es un hombre masificado, sin doctrina, que ha inventado los medios de su propia destrucción ; aquel loco que tiene a su alcance
el botón que hace explotar la bomba
final. Un hombre signado por el naturalismo, el materialismo, el antiascetismo (con la victoria social de
las bienaventuranzas al revés: Bienaventurados los ricos, los que ríen, los
aplaudidos. . .), el ilusionismo ingenuo, la antisacralidad, el ateísmo más
radical. Un hombre viciado, que padece la “evisceratio mentís” (un desparramarse de la mente), que sabe
todo menos una cosa, la única necesaria: de dónde viene y a dónde
va. El mundo de nuestra época no
siempre se ha empeñado en que los
hombres sean malos, contentándose a
veces con que sean imbéciles.
Pues bien, este hombre agónico ne-
— 160 t—
cesita como nadie del “remedium
immortalitatis”, como San Ignacio de
Antioquía llamaba a la Eucaristía.
De ahí el desastre de la escuela laica
e incluso de aquellos colegios sedicentes “católicos” que no tibican a la
Eucaristía en el centro de su enseñanza. Sin la Eucaristía, el hombre
frustr a su destino sobrenatural. Bien
decía Santo Tomás que la Eucaristía es el sacramento que perfecciona
al hombre. Lo perfecciona porque lo
une con Cristo.
La Santa Misa constituye un mudo
pero eficaz correctivo para todos los
males de nuestro tiempo. Frente a un
mundo signado por el ruido, la Eucaristía educa en el silencio; nos referimos sobre todo al que sigue a la
comunión, que permite un diálogo
entre dos abismos: el de la munificencia de Dios y el de la indigencia
humana. Frente a un mundo angustiado, la Eucaristía educa en la serenidad. Frente a un mundo que pareciera elevar altares a la fealdad, la
•Eucaristía, al hacer presente al más
hermoso de los hijos de los hombres,
se ve necesitada a rodearse de belleza
cultual. Frente a un mundo sumerso
en la tristeza, la Eucaristía es fuente
de gozo espiritual. Es claro que todo
esto es así cuando no se tergiversa la
liturgia eucarística, cuando sus responsables no la reducen a un barullo
ensordecedor, convirtiéndose, como
dice el A., en “martilieros de lo
divino”; cuando no la visten de fealdad, contra aquello que decía Platón
de que “la fealdad no puede armonizar con nada que sea divino”, tanto
en la música, como en la pintura y
arquitectura. “Por nuestra parte
—afirma el A.—, creemos firmemente, con el verdadero pueblo argentino, que ni el Cenáculo, ni mucho menos el Calvario —ambos intrínsecamente conectados— tuvieron
aires de pic-nic; hubo que llegar al
olvido —¿o a la opinión heretical?—
de que la Eucaristía no es Sacrificio,
para darle contornos, a veces grotescos, de ‘romería’ o ‘camping’… Allí
no hay pedagogía que valga; allí hay
solamente bellaquería” (pp. 43-44).
El mundo moderno es víctima del
mysterium iniquitatis, el único de los
misterios del mundo creado explícitamente mencionado en la Escritura.
Frente a él, observa el A., no nos
queda sino oponer el mysterium fidei.
“Al demonio, suelto por la tierra,
cuasi encarnado en las distintas muecas del poder destructor, opongamos
la presencia real de Cristo en la tierra, oculto en todas las hostias consagradas del mundo. Nos lo dejó
dicho Pío XII, de gloriosa memoria,
en las palabras puestas como acápite
de este capítulo: ‘Cuando tiembla la
tierra . . ¿qué nos queda sino dirigir
una mirada al Dios de nuestros tabernáculos?”‘ (p. 53).
A partir de la Eucaristía •—lugar
de la victoria del atleta divino sobre
Satanás— habremos de partir a la
reconquista de este mundo apóstata,
de esta gran oveja descarriada que
es el mundo de nuestro tiempo. Los
•diversos elementos de la riquísima
simbología que envuelve con velos el
rito esencial del Santísimo Sacramento, deberán ir imbuyendo -—merced a la gracia de Dios y a la inteligencia de los pastores— los diversos
estratos de la sociedad y sus distintas
actividades, como acaeció en épocas
más felices. Sólo entonces la Eucaristía volverá a ser “el sacramento
de la educación católica” (p. 4). Sólo
así será verdadero aquello de que
“educar es eucaristizar” (p. 28).
Hermoso aporte el de Mons. Bonamín. En pocas páginas nos ha dicho
muchas cosas.
P . ALFREDO SÁENZ
JOSE M. CASCIARO RAMIREZ, Exégesis bíblica, hermenéutica y teología, Ed. Universidad de Navarra, Pamplona, 1983, 312 pgs.
Hemos encontrado una aguja en
un pajar.. . y creo que no exageramos. Entre tanta paj a seca como la
que acumula la actual inflación de
autores “peritos” en la materia, el
libro que tenemos entre manos es
el primero que nos deja con relativa
tranquilidad.
Fruto de dos décadas de trabajo,
la obra se impone por su objetividad
— 161 t—
y espíritu “científico”. El A. basa
sus conclusiones donde debe fundarlas: en la Pe católica, el Magisterio,
los Santos Padres y una ardua investigación sobre el instrumental y los
métodos. Mientras lo íbamos leyendo
no pudimos menos de recordar las
recientes declaraciones del Prefecto
de la Congregación par a la Doctrina de la Fe, el Card. Joseph Ratzinger: “La ligazón entre Biblia e Iglesia se ha cortado [. . . ] La última
palabra sobre la Palabra de Dios no
corresponde más, así, a los legítimos
pastores, al Magisterio, sino al experto, al profesor, a sus hipótesis
siempre mudables. Debemos comenzar
a ver los límites de una exégesis que
se presenta con la mágica etiqueta
de ‘científica’, pero en realidad, es
también ella una lectura condicionada
por prejuicios filosóficos, precomprensiones ideológicas, y no hace más
que sustituir una filosofía a la otra.[. . . ] Las hipótesis de éstos pueden
ser útiles para entender la génesis de
los libros de la Escritura, pero es un
prejuicio de derivación evolucionista
el que se entienda el texto solamente
estudiando cómo se ha desarrollado y
creado. La regla de fe, hoy como
ayer, no está constituida por los descubrimientos sobre las fuentes o estratos bíblicos, sino por la Biblia como
es y como siempre fue leída en la
Iglesia, desde los Padres a hoy”.
Creemos que se trat a de una palabra
suficientemente autorizada.. .
Algo semejante encontramos expresado en el A.: “Se está llegado en no
pocos casos —dice— a enfrentarse
con orientaciones o tendencias que
contrastan con la fe tradicional. La
renovación bíblica señalada por el
Concilio Vaticano II está dando fru –
tos, aunque, al mismo tiempo se producen, incluso en el ámbito católico,
polarizaciones incompatibles con la
fe ” 19).
El desprecio “práctico” —o en la
práctica— del Magisterio y la Tradición que manifiestan no pocos exégeta s recuerda extrañamente la posición
protestante de la sola Scriptura. “Los
exégetas católicos •—escribe el A.—
debemos cuidadosamente reflexionar
sobre hasta qué punto el principio
protestante de la sola Scriptura no
se está deslizando, al menos en la
práctica, en muchos de nuestros trabajos ” (p. 283). Y en otro lugar:
“¿Puede acaso existir una verdadera
teología bíblica independiente de la
universa Theologial La ‘ Teología
Bíblica’ católica ¿no constituye en el
fondo un cierto mimetismo de la posición confesional protestante? En
otras palabras, la teología bíblica en
uso actualmente entre los teólogos católicos, ¿no presenta de algún modo
un olvido del principio fundamental
hermenéutico de que la Biblia no
puede ser cabalmente captada e interpretada fuer a del seno de la Tradición de la Iglesia?” (p. 288). Recordemos lo que sobre estas cuestiones nos dice la instrucción “Sancta
Mater Ecclesia” (1964), que resume
admirablemente las grandes Encíclicas de los últimos Papas acerca de ios
estudios bíblicos, especialmente la
“Providentissimus Deus” (1893) de
León XIII y la “Divino Afilant e
Spiritu” (1943) de Pío XII: “Que
el e^égeta católico, bajo la guía del
Magisterio eclesiástico, aprovech e
todos los resultados conseguidos por
los exegetas que le han precedido, especialmente por los Santos Padres y
Doctores de la Iglesia, sobre la inteligencia del Texto Sagrado, y se
dedique a proseguir su obra” (n. 1,
AAS 56 (1964) 713).
Nuestro libro se divide en tres partes: exégesis, hermenéutica y teología. En la primera de ellas se aborda
el tema del instrumental racional y
de la metodología. Es sobremanera
importante y valioso por la corrección
del tratamiento y las conclusiones a
que arriba, sobre todo acerca de los
métodos de la “Formgeschichte” y
de la “Redaktionsgeschichte”, entre
otros, respecto de los cuales se deja
bien en claro los riesgos que implican
tanto por la “hipertrofia de su uso”
como por el “falso valor que se les
atribuye” (p. 20). El peligro radica
también en la indebida exaltación del
método histórico “como juez supremo del texto sagrado en cuanto a
éste se le rebaja a la condición de un
documento meramente humano, ya
sea por convencimiento de que así
lo es —pérdida de fe—, bien sea
porque se considera que metodológicamente sólo es ‘científico’ un trata –
— 162 t—
miento crítico que haga abstracción
del carácter sobrenatural” (p. 21).
Más adelante agrega que “el problema se agrava par a el exegeta, pues
cada método, además de su propia
técnica de trabajo, está con frecuencia condicionado por una teoría tendiente a explicar la totalidad desde
un solo ángulo de visión” (p. 24).
Transcribamos las conclusiones a
las que el A. llega al final de esta
primera parte : “1) Todos los métodos, aunque en muy diversa medida,
aportan algo a la investigación racional del sentido de los textos
sagrados. 2) Ningún método es totalmente inocente y aséptico: todos
tienen alguna vinculación y depen*-
dencia, mayor o menor, con las opciones filosóficas, sociológicas, confesionales, etc. 3) Cada método contempla el texto solamente desde una
perspectiva parcial; por tanto, ningún método, por sí sólo, es suficiente
para abordar el inmenso campo de la
Exégesis Bíblica. 4) Es posible extraer de cada método algo provechoso
que se preste a ser conjugable con
las aportaciones de los otros métodos:
cada método en general va por su
camino. Sin embargo, una especie
de sinfonía de los diversos métodos
se presenta como tarea obligada par a
el exegeta, aunque salvando el riesgo
de caer en un eclecticismo. 5) Por
otro lado, es muy difícil trabaja r empleando a fondo y en todas sus consecuencias varios métodos a la vez: la
razón estriba en que, como ya hemos
dicho, ningún método es totalmente
inocente, pues depende de los postulados e instancias filosóficas que lo
crearon. 6) Los métodos que contemplan el texto con visión diacrónica
deben ser por lo general completados
con los que se basan en una visión
sincrónica. 7) Los métodos deben
ser valorados sólo como un instrumental de trabajo al servicio de
la Exégesis, la cual debe mantenerse
siempre por encima de aquéllos, utilizándolos con independencia y juzgándolos paso a paso, no sólo en
cuanto a sus postulados de base, sino
también en cada tramo del iter de su
empleo” (pp. 107-108). Esta nos parece ser la parte más importante y
“novedosa” del libro. Quisiéramos
además destacar la correcta exégesis
de la Instrucción “Sancta Mater
Ecclesia” de la P. C. B., pues “en
definitiva, la inteligencia de las Escrituras, por muy ingeniosos que sean
los métodos hermenéuticos que se empleen, no es accesible sino a la luz
de la fe ” (p. 80).
Sobre la segunda parte transcribiremos simplemente un resumen
hecho por el mismo autor, que deja
entrever claramente las orientaciones correctísimas que inspiran su
trabajo. “1) La Exégesis Bíblica ha
de aunar, no separar viviseccionándolos, los dos polos de la Hermenéutica,
a saber, los criterios racionales y
teológicos. 2) La Exégesis es una
verdadera scientia y, por tanto, no
puede dejar de operar mediante el
uso de la í’azón y de las técnicas de
análisis crítico de los textos. Pero
es sobre todo una sapientia: quiero
decir que, en definitiva, la Hermenéutica Bíblica y su concreción, la
Exégesis, son ramas ante todo del
saber teológico, más allá y por encima de las ciencias históricas, literarias y lingüísticas, sociológicas,
psicológicas, etc. 3) Por todo ello, es
la ratio theologica la que debe juzgar
en todo momento acerca de las demás
razones históricas, literarias, de las
ciencias del hombre, etc., y de sus
respectivos métodos y técnicas de investigación, par a ver si son idóneas
en su aplicación al estudio de la Sagrada Escritura. 4) El acceso al sentido del texto, y aún más allá de éste,
a las realidades que expresan
mediante los significantes, en una
palabra, el acceso a la verdad que
dice el texto, no puede hacerse sin
que el exegeta se inserte profundamente en el movimiento de circularidad de la Tradición que rodea al
texto sagrado antes, durante y después de su momento de redacción. 5)
Cada texto de la Escritura no es un
verso suelto, sino que forma parte
de ese gran poema que es toda la
Biblia y aun toda la Revelación divina: por ello, la consideración de la
unidad de la Escritura se alza como
principio hermenéuico insoslayable
para la penetración en la verdad, si
se quiere traspasar el sentido de superficie de los textos. 6) De estas
y otras conclusiones emerge la trascendencia de la Tradición como prin-
— 163 t—
cipio básico de una Hermenéutica
válida de la Escritura y, por consecuencia, la necesidad suprema de
operar la Exégesis in sinu Ecclesiae”
(p. 15-16).
En la tercera parte se presentan
tres artículos anteriormente editados
en otras publicaciones, en los que se
recalcan ideas ya esbozadas en las
dos primeras partes. Queremos destacar aquello de que la Sagrada Escritura es y debe ser alma de toda
la teología y por lo tanto no puede
haber verdadera teología bíblica si no
va inserta en toda la teología (cf.
pp. 288 ss.).
Por todo lo arriba expuesto el presente libro nos parece altamente recomendable. Quiera Dios sea asimilado y aplicado en todos los campos
de los estudios bíblicos contemporáneos.
JESÚS MARÍA PAZ
FULVIO RAMOS, La iglesia
y la democracia, Buenos Aires,
Colección de Ensayos Literarios, Martín Fierro Editores,
1984, 203 págs.
Esta nueva obra de Fulvio Ramos,
desgrana y conceptualiza con precisión, aspectos de notoria trascendencia en el orden de la Doctrina Social
de la Iglesia.
Como toda obra que se refiere al
ámbito social, comienza por analizarla naturaleza del hombre, punto de
partida que nos lleva, como de la mano, a analizar la naturaleza de la
sociedad. En esta primera part e no
se detiene más que lo suficiente par a
efectuar las precisiones que el trabajo requiere, apoyándose, como lo
har á en el resto del ensayo, en la
autoridad suprema de los pontífices
de los que, con acierto, muestra la
continuidad de un pensamiento secular.
Sqbre esa base define a la sociedad como: “…un a unidad de orden
en la cual sus componentes deben,
par a responder a las exigencias de
su naturaleza, armonizar libremente
sus conductas con el fin del todo”.
De esa definición que el autor utiliza
a guisa de introducción par a el primero de los grandes temas en los
que señalará cuál es la doctrina de
la Iglesia: Fundamento de la Autoridad. Allí destaca lo indispensable
que resulta asegurar la cohesión entre los seres humanos para que la
sociedad no se destruya. Ese elemento
unificador es la autoridad, causa formal de la sociedad, pues es ella la
que le da forma, la que la constituye en lo que es, es decir, tranforma
un conglomerado amorfo de individuos en una comunidad. No hay comunidad sin autoridad.
La obra de la autoridad es la unidad, nos recalca el autor, esa unidad
no excluye la diversidad que se dará
en un sano pluralismo en el que se
“admita la realidad de los distintos
grupos sociales, concediéndoles la debida autonomía en el marco de sus
competencias, pero sin olvidar su ordenación al bien del conjunto o bien
común de toda la sociedad”. Excluye
así al falso pluralismo que se agota
en la consideración de lo diverso y
que lleva a la disgregación de la
sociedad.
Pasa revista, luego el Dr. Ramos
a las diversas teorías sobre el origen
de la autoridad enfrentándolas con
la clara concepción católica de origen
divino de ella y precisando en apretada síntesis cuál resulta a su juicio
la tesis más adecuada con el magisterio eclesiástico respecto a la forma
en que dicha autoridad es trasmitida
a los gobernantes. Par a ello analiza
y critica la teoría de la traslación
(Suárez) y la teoría de la colación
inmediata, pasando revista a diversos
documentos pontificios desde León
XIII hasta nuestros días y espigando
el pensamiento de nuestros obispos
a través de los documentos de la
Conferencia Episcopal.
En el capítulo de las formas de
gobierno, nos recuerda la clásica clasificación de éstas, y nos refresca
los juicios del Doctor Angélico sobre
cada una de dichas formas, conclu-
— 164 t—
yendo con la postura de la Iglesia:
“.. . cualquier forma de gobierno es
lícita y aceptable siempre y cuando
esté ordenada a la procuración del
fin de la sociedad política, o sea al
bien común”.
La conclusión arriba destacada,
lleva al autor en un adecuado sustento lógico a pormenorizar la doctrina de la Iglesia sobre la legitimidad de la democracia, a su licitud y a
la necesidad de la participación de
los ciudadanos en el gobierno de la
cosa pública.
Luego efectúa el autor una reafirmación doctrinaria de la postura de
la Iglesia, analiza, a la luz de los
principios antedichos, la democracia
moderna que en su concepción liberal es la más difundida en nuestros
días. Demostrando la falacia que
surge de asentar al fundamento de
la autoridad en la voluntad general
popular con una clarísima cita de
Cicerón quien en De Legibus ya decía: “Si el derecho se fundar a en la
libertad de los pueblos, en los decretos de los príncipes o en las sentencias de los jueces, entonces sería
derecho el latrocinio, derecho el adulterio, derecho la confección de testamentos falsos, con tal que estos
actos recibieran los sufragios o la
aprobación de la masa. Pues si tanto
poder tiene la opinión o la voluntad
de los insensatos, como par a poder,
por sus votos, trastornar la naturaleza de las cosas, ¿por qué no habrían
de decidir que lo que es malo y dañino se tuviere por bueno y saludable? ¿O peor aún ya que la ley podría
asimismo crear el bien con aquello
que es el mal? En cuanto a nosotros,
no es imposible distinguir la ley
buena de la mala de otro modo que
con la naturaleza como norma… ”
“.. . pensar que todo esto se funda
en la opinión y no en la naturaleza,
es propio de un demente”.
A la que completa otra de León
XIII quien en la Encíclica “Diutrunum Illud”, advertía a los católicos
” En cuanto a la tesis de que el poder político depende del arbitrio de
la muchedumbre, en primer lugar, se
equivocan al opinar así. Y, en segundo lugar, dejan la soberanía asentada
sobre un cimiento demasiado endeble
e inconsistente. Porque las pasiones
populares, estimuladas con estas opiniones como con otros tantos acicates, se alzan con mayor insolencia
y con gran daño de la república se
precipitan, y por una fácil pendiente,
en movimientos clandestinos y abiertas sediciones”.
Dichos principios que sustenta la
democracia moderna, se encuentran
asentados sobre un individualismo
recalcitrante, que afirma que no hay
otra autoridad que la del individuo
mismo, la única forma posible de
autoridad política será la que surj a
de la suma de las voluntades individuales, o sea la voluntad general,
cuyo poder absoluto constituye el
fundamento del principio de la soberanía popular. Aquella, será la única
forma de tomar decisiones que no
afecten esa libertad absoluta y originaria de los individuos.
Este carácter individualista, es profundamente anticristiano —nos señala el ensayista— no sólo por su raíz
filosófica de exaltación de la autonomía individual por encima de todo
orden divino, sino porque afecta directamente un principio básico de la
filosofía social cristiana, cual es el
de la naturaleza social del hombre.
Es con base en esa perspectiva que
pasa a analizar el sufragio universal
y los partidos políticos señalando
cuándo y en qué supuesto ambos pueden armonizar con los principios de
la doctrina de la Iglesia.
Con clarísimas citas de Pío XII
principalmente de “Benignitas et
humanitas”, de Jua n XXIII y Paulo
VI expresa la postura de la Iglesia
frent e a la democracia moderna principalmente la diferencia existente
entre pueblo y masa y cuáles son las
características de una sana democracia fundada sobre los inmutables
principios de la ley natural y de las
verdades reveladas, es decir debe esta r inspirada en una concepción cristiana del hombre y de la sociedad
e informada por los principios rectores contenidos en el Evangelio y en
la Ley natural establecida por Dios.
— 165 t—
La participación en la vida política de la sociedad es también una
obligación ineludible del cristiano
que debe dirigirse a la búsqueda de
la instauración de aquellos principios. La Iglesia no da fórmulas concretas de participación política pero
señala como no es suficiente la emisión periódica de un voto sino que
es necesario la participación de las
sociedades intermedias que forman
la trama del tejido social.
Es papel de los laicos el buscar
las formas de participación más justas y adecuadas al orden natural, en
esa dirección, el autor nos señala
cuales son, a su criterio, los lineamientos básicos que deben seguirse
en la búsqueda de la participación.
Una obra, en síntesis, que resulta
de incalculable valor esclarecedor
par a todos los católicos que buscan
adecuar su pensamiento y su obrar
al magisterio eclesiástico.
I. M. C.
SOR M. PASCALINA LEHNERT, Al servicio de Pío XII.
Madrid, BAC popular, 1984,
Cuarenta años de recuerdos,
221 págs.
Vierte la autora en este libro los
40 años que le tocó vivir junto a
Pío XII desde el año 1918 cuando
Eugenio Pacelli era Nuncio Apostólico en Alemania, cuando era Cardenal Secretario de Estado y luego
cuando en el año 1939 fuer a elevado
a la Cátedra de Pedro; hasta su
muerte el 9 de octubre de 1958.
No pretende hacer una descripción
minuciosa, como ella misma lo reconoce varios años después diciendo
que “todavía hoy tengo conciencia
de lo fragmentaria s que siguen siendo estas páginas” (p. 9), porque
según dice es una “descripción sencilla de lo que me tocó vivir” (p. 9).
Pero ios grandes hombres siempre
tienen algo que no se puede imitar,
y Pacelli es uno de ellos (p. 35).
Nos muestra a través de sus páginas
al hombre admirado siendo Nuncio,
por católicos y no católicos: “Angelus, no nuntius” le llamaba un protestante (p. 95), Churchill comentó
que no se había encontrado en su
vida con un personaje de su talla (p.
69) ; admirado siendo Cardenal “Si
hoy muriera el Papa, mañana habría
otro, porque la Iglesia es perpetua
y seguirá siempre adelante. Pero si
hoy muriera el Cardenal Pacelli, sería una calamidad porque Pacelli
solo hay uno” (S.S. Pío XI, p. 63).
Admirado siendo Papa : “El Magníficat es el himno de la humildad y
en mi vida he visto una persona más
humilde”, respondió el Cardenal Tardini cuando se le preguntó porqué
había entonado este himno en el lecho
de muerte (p. 37). Admirado por
todos por su “vila sencilla, fruga l y
laboriosa” (p. 150) ; porque “se consumió en holocausto en ara s del servicio a DIOS, a la Iglesia y a las
almas” (p. 104) ; porque no mintió
cuando dijo que un Papa “en este
mundo sólo tiene que servir o dimitir ” (p. 205) y lo cumplió en carne
propia muriendo de agotamiento.
Porque a todos les hablaba en su
propio idioma, lo que hizo exclamar
muchas veces, “Santidad, si no supiera que su oficio es ser Papa diría
que ha ejercido nuestra profesión.. . ”
(p. 165) ; porque no temía la muerte
cuando sus ovejas lo necesitaban, como en los terribles días de guerra
que le tocó vivir, andando entre los
escombros de la destruida ciudad,
respondiendo a los que le decían que
corría peligro: “…si otra vez bombardean la ciudad, otra vez har é lo
mismo” (p. 137) ; porque no vaciló
en ofrecer su propio auto al que lo
necesitaba (p. 128).. .
Nos muestra el Papa de la devoción Mariana, basta decir que es el
Papa del dogma de la Asunción de
la Santísima Virgen, aunque esto le
atrajer a cruces, porque “Ella hace
lo mismo, exactamente lo mismo que
su Divino HIJO. Todo lo que planea
y se realiza par a honrarla, lo premia con enfermedades, dolores, sacrificios, desengaños, abnegaciones
— 166 —

” (p. 178); el Papa que se entregó con toda su alma a su Iglesia, “su amantísima madre” (p. 182).
En fin, oportuno libro par a conocer aún más a este gran Pastor de
almas, ejemplo par a todo tiempo y
lugar, pero especialmente par a nuestro tiempo tan aliado de la mediocridad, de la tibieza. Lectura recomendable par a todos pero en especial
par a los que DIOS ha llamado a un
contacto más íntimo con las almas y
que no tienen miedo de consumirse
por CRISTO y por su Iglesia.
RICARDO LUIS NORIEGA
SAN LUIS MARIA GRIGNION DE MONTFORT, Obras,
La Editorial Católica S.A.,
Biblioteca de Autores Cristianos, 1984, 822 págs.
¡Por fin!, la reedición en la B.A.C.
de las Obras de San Luis María.
Hace ya muchos años que se había
agotado la primera de 1954 y se hacía notar la falt a de una nueva edición, a pesar, de varias y valiosas
ediciones de alguna obra en particular.
Más aún ahora, que el Papa, felizmente reinante, no sólo es devotísimo de la Virgen sino que esa vivida
devoción la aprendió de San Luis de
Montfort. A nivel planetario ya es
célebre el lema: “TOTUS TUUS” ,
del escudo episcopal de Karol Wojtyla, que sacó de las obras de San
Luis, como lo señala Czeslaw Drazek, s.j., del Tratado de la Verdadera
Devoción a la Santísima Virgen,
capítulo VII, artículo IV, n. 26; pollo menos, en dos lugares más cita
San Luis esta fras e de San Buenaventura: cap. VIII, art. 1, N<? 232
y cap. IX, N9 266 – y además en la
oración de la “coronilla” en honor de
la Santísima Virgen). Comentando
esas palabras el día de su entrada
como Arzobispo de Cracovia, el 8 de
marzo de 1964 dijo: “Hace ya mucho
tiempo que tengo la convicción de
que sin Ella es sumamente difícil
entrar en la obra de Cristo” (L’Osservatore Romano, 6 de diciembre de
1981, pág. 20). Es nuestra profunda
convicción que Jua n Pablo II es.
uno de aquellos apóstoles de los últimos tiempos formados por María
y profetizados por Montfort “que
superarán en santidad a la mayoría
de los otros santos cuando los cedros
del Líbano exceden a los arbustos”
(Tratado de la verdadera Devoción,
n<? 47).
En sus diálogos con André Frossard refiriéndose a la lectura del
Tratado de la Verdadera Devoción
confesó: “La lectura de este libro
supuso un viraje decisivo en mi vida.
Digo viraje, aunque, en realidad, se
trat a de un largo camino interior
que coincidió con mi preparación
clandestina par a el sacerdocio. Fue
entonces cuando cayó en mis manos
este libro, tratado singular, uno
de esos libros que no basta “haberleído”. Recuerdo que lo llevé mucho
tiempo en el bolsillo, incluso en la
fábrica de soda, y que sus hermosas,
tapas se mancharon de cal. Releía
una y otra vez algunos de sus pasajes. Pronto advertí que, independientemente de la forma barroca del
libro, allí se trataba de algo fundamental. Entonces ocurrió que la devoción de mi niñez e, incluso, de mi
adolescencia hacia la madre de Cristo
cedió paso a una actitud nueva, una
devoción que procedía de lo más profundo de mi fe, como del mismo corazón de la realidad trinitaria y
cristológica.
“Si antes me contenía por temor
a que la devoción mariana tomara
la delantera a la de Cristo, en lugar de cederle el paso, al leer el tra –
tado de Grignion de Montfort comprendí que, en realidad, ocurría algo
muy distinto. Nuestra relación interior con la Madre de Dios dimana
orgánicamente de nuestra vinculación
al misterio de Cristo. Por tanto, es
imposible que se estorben entre sí. . .
“Cuanto más se ha centrado en la
realidad de la Redención mi vida
interior, más claro he visto que la
entrega a María tal como la presenta San Luis Grignion de Montfort
— 167 t—
•es el mejor medio de participar con
provecho y eficacia de esta realidad
par a extraer de ella y compartir con
los demás unas riquezas inefables”.
No es de extrañar entonces, que según un trascendido el Papa haya
querido declarar Doctor de la Iglesia a este gran santo. Cosa que esperamos —y por ello rezamos— pueda concretarse algún día.
De la importancia insustituible del
Santo de Montfort brota la urgencia y necesidad por las que se exige
que los seminarios formen a los futuros sacerdotes en la teología y devoción marianas al estilo de San Luis
Grignion: “Un seminario no debe
retroceder ante el problema de dar
a sus alumnos, por los medios tradicionales de la Iglesia, un sentido
del misterio mariano auténtico y una
verdadera devoción interior, tal como los santos la han vivido y tal como
San Luis María Grignion de Montfort la ha presentado, como un
“secreto” de salvación.” (Sagrada
Congregación par a la Educación Católica, Carta sobre la formación espiritual de los futuros sacerdotes,
I I, 4).
También nos ha llenado de alegría
esta edición, por su feliz coincidencia
•con la entronización en la Basílica
de Luján —en la capilla de San Vicente de Paul, primera a la derecha
del deambulatorio, frent e a la escalera de acceso al camarín— de un
medallón del Santo realizado por el
artista Amado Armas en cemento
blanco sobre mármol de lunel. Réplicas del mismo hay en las parroquias
de Ntra . Sra. del Rosario de Villa
Progreso (Bs. As.) y Ntra . Sra. de
l a Visitación de Capital Federal y
en la capilla de la Anunciación en
“Villa de Luján” de El Cañaral,
en San Rafael (Mendoza).
Lo lamentable de esta edición, a
nuestro modo de ver son dos cosas:
primero, no lleva los valiosos comentarios de ese gran devoto de la Virgen que fu e el Rvdo. P. Nazario
Pérez, s.j.; y lo segundo es la abominable introducción general que
hace Louis Pérouas, monfortiano. Un
hombre de fuego, como San Luis, no
puede ser entendido por un frío tecnócrata de la fe. Con sus categorías
mentales de fichero, San Grignion
lo desborda por todas partes. Y no
puede ser de otra manera : un ratón
de biblioteca jamás podrá entender
al León de La Vandée. La sutil acusación de fanatismo que le hace se
debe a que su mediocridad de burócrata le incapacita par a comprender
que “. . .nunca hubo, ni nunca puede
haber una Cristiandad que no sea
frenética”, o sea, que haga resonar
“la vieja voz de la fe alegre y colérica, salvaje como las gárgolas del
catolicismo, par a que no pueda equivocársele por una filosofía” (G. K.
Chesterton, Herejes, Plaza y Janés,
1967, p. 366).
En fin, una oportunidad más par a
leer o volver a leer a este gran Santo
que a medida que nos vamos acercando al fin de los tiempos se hace
más actual, más grande y más incomprensible a la inextinguible raza
de pigmeos espirituales.
Pbro . CARLOS MIGUEL BUELA
ENRIQUE DEL ACEBO IBASÏEZ, La idea del Hombre,
Buenos Aires, Editorial Macchi, 1983, 45 pâgs.
Obra breve, pero densa, es la que
nos ofrece el autor de este libro.
Imposible compendiar mejor y en
menor espacio el núcleo de la Antropología Filosófica. El lector no
iniciado en estos temas tiene aquí
una segura y fiel guía par a introducirse en este campo apasionante
del conocimiento. El ya iniciado, a
su vez, puede encontrar la síntesis
elaborada y prolija que le permita
la visión unitaria del tema.
Del Acebo Ibáñez no se limita,
desde luego, a una simple enumeración
de las distintas corrientes y teorías
que hoy disputan en el terreno antropológico. Si bien pasa revista a
todas ellas, reuniéndolas en pocas y
grandes visiones, su revisión tiene
un carácter crítico y —nos animamos
a decir— comprometido. En rigor,
— 168 —
comprometido con la verdad acerca
•de la naturaleza humana y con el
destino del hombre. No escapa al autor la importancia decisiva que tiene
la cuestión antropológica, particularmente en nuestro tiempo. “Según
sea la concepción del hombre de la
cual se part a —escribe en la Introducción—, muy distintas habrán de
ser las conclusiones a que se llegue
respecto de sus necesidades más propias y específicas, así como de su
obrar ético, social y político… Una
visión errónea de la naturaleza humana puede llevar, pues, aún sin
proponérselo, a situaciones de inhumanidad” (página 4). Clara definición, sin duda, que traduce la singular situación de la moderna Antropología. Hoy como nunca la pregunta
por el hombre se ha vuelto prioritaria; el hombre se ha constituido a
sí mismo en el centro no solamente
de la especulación filosófica sino,
además, de las preocupaciones esenciales de las diversas ciencias particulares. Mas tan extensa e intensa
dedicación al hombre no ha traído
aparejada, necesariamente, una cabal comprensión de su objeto. Al contrario, lo que se constata es que, a
despecho de tant a “antropolosiización” de la ciencia y de la cultura
en general, éstas jamás han estado
tan lejos de una auténtica theoria
del hombre, entendida como una visión, una mirada capaz de develar
—hasta donde ello es posible— el
misterio de la creatura humana. De
otra manera no se explica cómo a
una progresiva —v hasta abusiva—
antropologización de todo el conocimiento se correspondan en los hechos, situaciones cada vez más generalizadas e insostenibles de inhumanidad.
El autor recorre en sucesivos apartados las vertientes principales y
mayores de la Antropología: Homo
sapiens, Homo faber, Idea judeocristiana del hombre e Idea existencia-lista del hombre, titula los respectivos acápites en los cuales con lenguaje claro y conciso va exponiendo
ante el lector las ideas directrices
y los puntos básicos de aquellas vertientes, de suerte que al final de la
lectura se tiene ante sí un panorama
amplio y completo. El acápite final
incluye una serie de definiciones “per
propria”, a saber: el hombre es un
ser social; el hombre es un animal
simbólico; el hombre es un ser histórico; el hombre es un ser que “habita”; el hombre es un ser libre;
el hombre es un ser ético; el hombre
es un ser responsable; el hombre es
un ser infinito; el hombre, homo
religiosus; el hombre, homo patiens.
Tales definiciones constituyen, a
nuestro juicio, lo más logrado de este
trabajo pues en ellas el autor alcanza, en muy breves trazos, el perfil
auténtico del hombre, perfil que pone
de manifiesto la condición plural y
a la vez unitaria de la creatura humana.
Un trabajo como el que comentamos resulta muy necesario y oportuno en un medio cultural como el
nuestro. Pues si algo necesita, con
urgencia, nuestra Cultura —tan
asediada— es reencontrar las raíces
de la divina filiación del hombre tanto como su misteriosa condición creatural. Por haber quebrado su religación con el Absoluto, esta creatura
extrañamente amada por Dios hasta
el fin, se encuentra hoy en una de
las mayores encrucijadas de la Historia. Después de todo le cabe a nuestro siglo el triste privilegio de haber
levantado los estandartes de la desesperanza y del nihilismo. Pero es
también, paradojalmente, el siglo en
el que el corazón humano ha elevado
sus más desgarrantes llamados a la
Esperanza. Y este clamor por la Esperanza no puede hallar otra respuesta que el retorno desde el Exilio
del Desierto al Reino de Dios.
La obra de Del Acebo es una valiosa contribución a este gran tema.
Recomendamos vivamente su lectura
y estudio.
MARIO CAPONNETTO
JULIUS EVOLA, II fascismo
visto dalla destra, con note
sutil III Reich, Roma, Giovanni Volpe, 1979, 227 págs.
— 169 t—

Recién hoy llega a nuestras manos
este interesante trabajo del destacado
escritor tradicionalista y “pagano”
Julius Evola y atento el interés y
originalidad del contenido no podemos menos que dedicarle unas líneas.
Ya en la etapa del texto en cuestión se nos aclara que “el valor intrínseco de una idea o de un sistema
debe ser juzgado en sí, prescindiendo
de todo aquello que pertenece al mundo de lo contingente”. Est a es la
intención del autor cuando se interroga sobre las esencias del fascismo
desde una posición eminentemente
tradicionalista o usando el tan malgastado y superado término “desde
la derecha”. Sobre el particular, el
mismo Evola señala en las primeras
páginas el absurdo que significa
identificar la derecha política con la
económica —tema tan conocido en
nuestros días en la Argentina— y
agrega que “no sólo no existe identidad, sino que precisamente son antitesis” (p. 7).
Luego nos resguarda sobre la mitificación o idealización del tema en
análisis, aclarando que debe separarse cuidadosamente lo positivo de
lo negativo, no solamente por razones
meramente teóricas, sino, fundamentalmente, como una orientación práctica par a una posible lucha política.
Tra s señalar que existe demasiada
bibliografía sobre el fascismo (Renzo
De Felice no ha mucho ha publicado
una copiosa bibliografía crítica)
destaca que éste realizó en Italia
la idea del Estado enérgico, afirmando los principios de autoridad y
soberanía política, esenciales a la
existencia de un estado (en este aspecto nos encontraríamos con una
verdadera revolución conservadora
en lo político, junto a un socialismo en
lo social).
Evola recuerda que par a el fascismo Roma se convirtió en una idea
fuerza y ya en 1922 Mussolini exclamaba : “Roma es nuestro punto
de partida y de referencia; es nuestro símbolo, es nuestro mito”.
Más adelante el autor nos señala
que el poder no puede limitarse a
los aspectos administrativo y social,
sino que necesariamente requiere
—como en el mundo clásico— ser
sacralizado. El mismo Mussolini,
era consciente de ello al aclarar
que “el Estado no es una teología,
pero es una moral” (cit. p. 31).
En este aspecto Evola rescata del
fascismo la concepción organicista
del Estado y su realidad trascendente; aspectos —que según el autor—- se ven más claramente en
el misticismo del rumano Cornelio
Codreanu. “El estado tradicional es
orgánico, pero no totalitario” (p. 36)
y en el momento en que se convirtió
en totalitario abandonó los principios que lo sustentaban y condujo a
su desviación y decadencia.
Evola defiende la Cámara Corporativa en contra del abstracto individualismo liberal, afirmando que
ello asegura por part e del funcionario un conocimiento de la temática
que administra y convierte a la Cámar a en un verdadero lugar de tra –
bajo y no de mera discusión inútil.
El autor —desde su posición de
derecha— señala que no existe un
“socialismo nacional”, concepto que
considera verdadero “caballo de Troy a ” porque ataca la jerarquía y los
valores que son el sustento del estado
y conduce indefectiblemente a un socialismo a secas.
En su análisis del mundo contemporáneo agrega que el “homo economicus” es una abstracción, pero
ésta puede convertirse en una realidad —como toda abstracción— a
través de la hipertrofización o la absolutización de una de sus partes.
Evola afirma que Mussolini opuso a
este concepto el de “hombre integral”,
pues —según él-— “la política ha
dominado y siempre dominará a la
economía” (cit. p. 9).
Posteriormente analiza el concepto
de Raza —al que Mussolini identifica con Nación—, entendido no como un grupo originario sino más
bien como grupo formado en una
civilización y tradición tendiente a
crear un “nuevo modo de vida” (un
Nuevo Orden). El autor considera
— 170 t—
que fracasó como proyecto al no saber forma r un número suficiente de
hombres identificados con esas altas
•exigencias.
Tampoco esquiva Evola los temas
conflictivos del fascismo y así escribe los horrores racistas: “E nota
una propaganda organizzata in proporzioni senza precedenti per presentare, soprattutto con riferimento
alla Germania, unicamente come un
insieme di storture, di abiezioni e di
•orrori tutto ciò che avvenne nel precedente periodo, in prima linea stando
naturalmente la Gestapo o l’Ovra,
i campi di concentramento e cosi
via, con tutte le esagerazioni, le abusive generalizzazioni e talvolta anche
le pure invenzioni utili allo scopo.
Non pensiamo affatto di affermar e
•che ieri tutto sia stato in ordine, che
varie cose non siano state meritevoli
di severa condanna e di deprecazione.
Ma non vi é revoluzione o guerra
che non abbia avuto i suoi lati d’ombra , a non si vede perché si debba rinfacciare solo al Terzo Reich quel che,
•da part e interessata, volentieri si
tace nei riguardi, mettiamo, delle
guerre di religione europee, della Risoluzione Francese o de quella bolsce-
“vica col corrinspondente regime sovietico. Il metodo di ascrivere, poi, agli
avversari ogni orrore o crimine nascondendo o negando i propri, é ben
noto e mai é stato cosi sistematicamente e sfacciatamente applicato
come durante e dopo la secunda guer r a mondiale” (p. 127-28).
Más adelante se refiere a la politica exterior del fascismo cuyo objetivo, sostiene, era “quebrar la espina
dorsal de Rusia soviética”, hecho que
hubiera conducido a la crisis del comunismo; humillado a los Estados
Unidos eliminándolo de la política
europea, evitando la comunización
de la China por medio del Japón e
impedido el fin de la hegemonía europea por la insurrección de los “pueblos de color”.
En el significativo capítulo XIII
el autor sintetiza su opinión sobre
•qué se entiende por la derecha y
.afirma que la democracia, por la libertad de opinión, debe admitir las
ideas anti-democráticas (a la vez que
recuerda que, por otra parte, no debe olvidarse, que tanto Mussolini como Hitler ascedieron al poder por la
vía democrática).
Señala también que la lucha “anti-fascista” debe precisarse nítidamente: “Ma quando la legislazione
in discorso si é proposta non solo di
reprimere certe manifestazioni esteriori (saluto fascista, camicia nera,
inni fascisti, ecc.) ma anche di punire come un crimine “l’apologia del
fascismo”, si é avuto l’assurdo giuridico di fissare delle pene senza
prima definire rigorosamente i termini del reato —nel nostro caso: di
definire rigorosamente, anzitutto, ciò
che si deve intendere per “fascismo”
e per “fascista” (p. 132). Como bien
decía un destacado pensador “nada
nuevo bajo el sol”. Y tra s afirma r
que lo contrario es totalitarismo concluye que “así se combate a la derecha y se sucumbe bajo la izquierda”.
Evola finaliza este trabajo afirmando que “Il vero Stato sarà, poi,
orientato contro il capitalismo che
contro il comunismo. Al centro di
esso staranno un principio di autorità e un simbolo trascendente di
sovranità. L’incatnazione più naturale di tale simbolo é la monarchia.
L’esigenza, di conferire un crisma
a detta trascendenza, é di valore
fondamentale” (p. 137). “No es de
contractualismo ni de votos de obediencia y fidelidad, sino de libre
subordinación y de honor que está
hecha la base del Estado” (p. 138).
La segunda parte del libro reproduce las “Note sul Terzo Reich” del
mismo Evola (págs. 145-277). Allí
realiza un examen suscinto del nacionalsocialismo, limitándose a algunos aspectos —básicamente ideológicos— que considera diferenciales.
El autor analiza el término “Tercer Reich” y la influencia que en
concepción tuvo la corriente conservadora liderada por Moller van der
Bruck (1923) en un contexto milenarista, par a pasar más adelante al
— 171 —
aporte de Ernest Jünger —el utopista contemporáneo— cuyo “realismo histórico” y el “nuevo tipo humano
dentro del espíritu prusiano” también influyeron en el esquema hitlerista. Resulta igualmente interesante
el aporte de la corriente socialista,
popularización del prusianismo —según Evola— que condujo al “VolkStaat”, concepto étnico-racial identificado con “estirpe” y que dio pie
a las especulaciones y divagaciones
raciales del Fiihrer.
Agrega el autor que par a Hitler
“el estado no es el fin, solo un medio” (p. 182) tendiente a consolidar
la estirpe, crear el Orden Nuevo y
el nuevo “tipo humano” par a el milenio.
Luego Evola analiza el anti-judaísmo de Hitler, quien acusaba a los
judíos de ser los creadores del marxismo y el bolchevismo; circunstancia que, según el autor, favoreció
la “mala prensa” apriori de Hitler,
jior parte de las agencias internacionales de información dominadas por
judíos. También nos recuerda que el
“problema judío” no fu e únicamente
alemán y que toda Europa creía en
la necesidad de reubicarlos, concediéndoles nuevas tierras.
La “Weltanscgauung” de Hitler
—continúa el autor—- se halla desarrollada en “El mito del siglo xx”
del Alfred Rosenberg y consiste en
un naturalismo que negaba toda posibilidad de trascendencia.
Evola estudia el papel de los S.S.
concebidos como una élite racial —en
su intención, no en la contingencia—
que mezclaba en la formación el espíritu espartano con la disciplina
prusiana y aún el reglamento de los
jesuítas. Himmler —su jefe— no
vaciló en considerarlos como los nuevos Caballeros Teutónicos destinados
a defender la civilización occidental
o europea frente a la Rusia comunista
(“las hordas asiáticas”).
Finalmente “l’aspetto piú’negativo
dell’ hitlerismo é constituito dalla
•parte fondamentale e esiziale che in
esso ebbe il radicalisme de un nazionalismo etnico irredentistico. Essoin Hitler f u una vera idea fissa elo spinse in avventure che in un primo
tempo ebbero fortuna ma che alla
fine, per lamancanza di un senso
dei Limiti e delle possibilità reali,
portó alla catastrofe. Ad ogni prezzo
titti i Tedeschi dovevano essere riuniti in un unico Reich, nel Terzo
Reich, e sotto un unico Führer, Hitler credeva che questa fosse addirittur a una missione affidatagli dalla
Providenza” (p. 219).
Estas interesantes, aunque algo
desordenadas reflexiones de Evola
merecen ser leídas cuidadosamentey sopesadas en el contexto histórico
par a eliminar una serie de mitos y
fantasmas que se han ido tejiendo
sobre temas que hacen a la ideologización del mundo contemporáneo,
pero que no pueden ser negadas ni’
ocultadas por quienes pretenden —enpleno siglo de la objetividad histórica— ser defensores de la Verdad.
Prof . FLORENCIO HUBEÑÁK
Mar del Plata, marzo de 1985.
JOSEF PIEPER, Antologia,
Barcelona, Herder, 1984, 250
págs.
No es, ciertamente, el género Antología uno que despierte entusiasmoy delirio divino. Si a Ud. le gusta
Pieper, pues, ya tiene o ha leído
sus libros. Y si no le gusta.. . no
está leyendo esta recensión. De modo
que mi trabajo consiste en convencer al “pieperiano” medio de la conveniencia de leer este libro.
Manos a la obra, entonces. Primero, y antes que nada, hay que
anotar aquí que el trabajo de compilación fu e efectuado por el propio’
Autor, que es como decir que quiere
que uno lea los textos en el orden
seleccionados. Luego, conviene tomarnota de que algunos de los artículos
aparecen por primera vez en castellano. Por último, que las ideas desarrolladas por el A. en esta Anto-
— 172 t—
logia son las esenciales a su modo
de ver.
Y entonces, se pone uno a leer
esta Antología como si fuer a un libro
con unidad temática y uniformidad
de estilo. Lo absolutamente sorprendente es que las tiene. Y no parece
un mérito menor de Pieper haber
logrado esto con textos escritos a
lo largo de medio siglo de reflexión
en condiciones diversas y ante ideologías que cambian de parecer cada
diez años. Desde el problema que
planteó en su momento una cosmovisión pagana en los años ’30 hasta
los últimos efectos del progresismo
post-conciliar de los ’70, ha corrido
mucha agua bajo el puente.
La reflexión de nuestro A. se nutre desde un mirador más alto que
las procelosas aguas del siglo XX
y es así que, instalado firmemente
sobre ese puente sereno y de formidable arquitectura que es el pensamiento de Tomás de Aquino, Josef
Pieper contempla las modas pasajer a s sin caerse al río. Nos apresuramos sin embargo a admitir que alguna vez se ha dejado salpicar por
las modas, como resulta patente en
sus desmedidos elogios de Teilhard
de Chardin (pp. 144 y 163). Pero
ha de convenirse en que dicha moda
pasó de moda (Deo Gratías) y que no
se advierte en el pensamiento de
Pieper ningún sequitur de su extraña
admiración por el francés. Tanto es
así que invariablemente sorprende al
lector encontrar intercalada una cita
de Teilhard en sus escritos. Son citas
malas, incongruentes y —en el me –
jor de los casos— innecesarias. (Admitimos esta falencia en nuestrohéroe por pur a convicción de que
los “anti-pieperianos” no leerán estas líneas).
Le perdonamos esto (y mucho
más) al A. por la sencilla razón deque ha demosrtado mejor que nadie que el pensamiento escolástico del
siglo XIII no murió, dándole vuelo
a la noción misma de filosofía pe –
renne. Es gracias a Pieper que miles y miles de estudiantes de filosofía encuentran en Santo Tomás
el renovado y valiosísimo placer de
descubrir que los antiguos sabíanmás que nosotros y que los modernos somos verdaderamente ignorantes por haber despreciado el legadode nuestros mayores.
Comienza nuestro A. su “Antología” afirmando, precisamente, queTomás de Aquino es el “postrer gran
maestro de la cristiandad occidental
aún no dividida” (p. 15).
El gran maestro, Josef Pieper,
contribuye de manera decisiva a evit a r la destrucción total de la cristiandad dividida, porque, como él
mismo afirma : “la gran esperanza
sólo puede llegar a consumarse si
uno ha sido previamente iniciado en
los misterios” (p. 33).
Por su contribución, Herr Josef,.
danke.
SEBASTIÁN RANDLE
— 173 t—
E N LO S PROXIMO S NUMERO S
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P. Alfredo Sáenz
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humana y otros capítulos)
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