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GtAPIUS
Director: Rafael Luis Breide Obeid
Consejo Consultor: Roberto J. Brie, Alberto Caturelli, Enrique . Díaz Araujo,””
Alfredo Di Pietro, José María Gallardo, Carlos Ignacio Massini, Fermín Raúl Merchante, Juan Carlos Montiel, Carmelo
Palumbo, Patricio Randle.
— Los artículos que llevan firma no comprometen necesariamente el pensamiento de la Revista y son de responsabilidad de quien firma. ¡ ;
— No se devuelven los originales no publicados. j
Distribución y Correspondencia: Revista Gladius
Casilla de Correo 376
1000 – Correo Central
BUENOS AIRES —REPUBLICA ARGENTINA
Impreso en R. J. Pellegrinl e hijo Impresiones
San Blas 4027 – Capital Federal
GLAPIUS
I ij
L
Año 3-N ? 7
Navidad de 1986
REGISTRO DE LA PROPIEDAD INTELECTUAL 30807 2
INDIC E
Rafael Luis Breide Obeid
Card. Agnelo Rossi
Juan Oscar Ponferrada
P. Alfredo Meyer
P. Carlos Biestro
P. Guillermo A. Spirito
Giuseppe Vattuone .
Louis Salieron
Héctor Juan Piccinali
Alberto Caturelli
Alberto Caturelli
Kempis, J. Hernández, Sta. Teresa, S. Juan de la Cruz, Platón,
Isaías y otros
Inés de Cassagne
Libros recibidos
Bibliografía
Editorial: Rex Regum … . 3
Verdades, errores y peligros\ en la
Teología de la Liberación .. . 5
Esquiú y la fragua de su santidad 31
Canto a Stella Maris … . 44
Donde no hay casualidad (La historia del ‘Titanic’) 47
Semblanza de San Juan de Capistrano 59
La enfermedad del hombre moderno 67
La religión política … . 81
San Martín y el liberalismo . . 89
Fray Alberto García Vieyra, O.P.
(In memoriam) 113
La obra del Padre Alfredo Sáenz,
S.J 121
Diálogos en la Posada del Fin del
Mundo. Clave secreta … . 151
Umberto Eco, II nome de la rosa 178
178
179
J
EDITOEIA L
REX REGUM
“El inicuo siga en su iniquidad,
y el sucio ensúciese más,
y el santo santifíquese más.
He aquí que vengo pronto
para recompensar a cada uno según su obra.
Yo soy el Alfa y el Omega,
el primero y el último, el Principio y el Fin.
Dichosos los que lavan sus vestiduras para
tener derecho al árbol de la vida…
Fuera los perros, los hechiceros, los fornicarios,
los homicidas, los idólatras y todo el que ama
y obra mentira.
Yo soy la estrella matutina.”
(Ap. 22-11)
Jesucristo es el rey del universo por haberlo creado, por haberlo
redimido y porque lo va a juzgar.
El tema central de la meditación de la Iglesia en el tiempo de Adviento es la Espera del Señor en un doble aspecto: la Espera del Antiguo
Testamento que culmina en Belén y la Espera del Nuevo Testamento
que culmina en la Parusía o Segunda Venida.
Dios Creador
Jesucristo es Rey porque es el principio del universo: “Por el verbo
todas las cosas fueron hechas”. Dios creó al mundo de la nada. Cada
cosa de la naturaleza creada por Dios tiene sentido, tiene belleza, tiene
bondad. Este sentido, que hace que las cosas sean inteligibles, es la
huella de Dios y es al mismo tiempo la ley de Dios.
Dios, en un acto pleno de amor, creó al hombre y lo creó inteligente y libre. La inteligencia humana debe descubrir la luz del sentido
admirable de la Creación, reflejo de la inteligencia divina, y vivir
conforme a la ley natural. La libertad humana, libertad de creatura
y no de Creador, no es absoluta, está limitada por la Verdad., la
Bondad y la Belleza que reinan en el Universo.
El hombre rechazó a Dios, pretendiendo una libertad omnímoda
sobre su propio destino y sobre las cosas.
Las cosas separadas de la Inteligencia Divina perecen. El hombre al apartarse soberbiamente de la fuente de la vida y de la luz
trajo la muerte y la oscuridad sobre él y sobre el mundo.
La Estrella de Belén
Jesucristo es Rey porque redimió al mundo. Desde el fondo de la
noche de su desdicha la humanidad esperaba un Redentor.

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Dos libros la guiaban en la noche: uno la Biblia, la Palabra de
Dios; el otro la Creación, la obra y la huella de Dios.
“He aquí que unos Magos vinieron de Oriente a Jerusalem diciendo: ¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Porque viraos
su estrella en el Oriente y venimos a adorarle.”
Los que supieron leer el prodigio en la naturaleza encontraron al
Rey y se alegraron, en cambio, Herodes y los príncipes de los sacerdotes y los escribas del pueblo, a pesar de tener la revelación superior
de las escrituras, no quisieron reconocerlo y se turbaron.
Los padres de la Iglesia enseñan que esta Estrella es el camino
y el camino es Cristo; pues por el Misterio de la Encarnación Cristo
es nuestra estrella, el astro brillante de la mañana que ilumina nuestras almas, del cual se ven privados los Magos apenas se dirigen a
los malvados; pero que vuelve a aparecer allí donde está el Salvador
y enseña el camino.
Jesucristo al asumir la naturaleza humana y volver al Padre redime a la humanidad y con ella a toda la Creación.
La estrella matutina
Jesucristo es Rey porque es la causa final del Universo.
El reino de Cristo no es de este mundo, porque no proviene de
este mundo, proviene de lo alto; pero es sobre este mundo.
Jesucristo es él rey universal, rey de reyes, rey de las naciones,
de los pueblos, de las instituciones, del orden político y privado.
Al mundo originariamente bueno creado por Dios, pervertido luego
por el pecado del hombre y redimido por la sangre de Cristo en la
plenitud de los tiempos; le sigue el mundo moderno, especialmente
perverso, porque reniega de los siglos cristianos en una universal
apostasía.
El mundo moderno pretende una ciencia sin verdad, un arte sin
belleza, y una moral individual y política sin bien. En definitiva, un
universo sin sentido.
La lucha entre el bien y el mal, entre la verdad y la mentira,
entre la vida y la muerte, irá subiendo en tremenda tensión hasta la
explosión final de la historia en la Segunda Venida de N. S. Jesucristo en que las tinieblas serán disipadas definitivamente por “la
estrella matutina” precursora del Día Eterno.
“Dios todopoderoso aviva en nosotros, el deseo de salir al encuentro de Cristo, acompañados por las buenas obras, para que colocados
un día a su derecha, merezcamos poseer el reino eterno” (colecta).
¡Cristo vence!
¡Feliz Navidad!
RAFAEL LUIS BREIDE OBEID
Navidad de 1986
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VERDADES, ERRORES Y PELIGROS
EN LA TEOLOGIA DE LA LIBERACION
¡ El Autor del presente artículo, Mons. Agnelo Rossi,
obispo brasileño, hecho Cardenal en 1965, reside desde
hace varios años en Roma, integrando diversos Dicasterios Pontificios. Con motivo de la primera Instrucción
de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la
Fe acerca de la teología de la liberación, escribió el
presente artículo que ha hecho llegar a nuestra mesa de
redacción. Si bien el Autor se refiere especialmente a
la situación de la Iglesia en su Patria, sin embargo
sus reflexiones son analógicamente aplicables a los
otros países del Continente. La Revista GLADIUS, que
se siente honrada por tan eminente colaboración, agradece al Card. Rossi su deferencia. (N. de la R.)
INTRODUCCION
La pavorosa miseria de nuestros hermanos de América Latina suscitó el nacimiento (1960-70) y posterior desarrollo de
la teología de la liberación, recibida con mucho entusiasmo, pasión y hasta fanatismo por personas de buena voluntad que creen
haber descubierto el rostro verdadero del cristianismo, el camino
de la verdadera redención de la humanidad.
Si la causa es justa, necesaria y urgente, el camino elegido
por los seguidores de la teología de la liberación es peligroso y
equivocado. Puede tener terribles consecuencias para la fe cristiana y la humanidad. A esto se refiere el documento de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe sobre la teología
de la liberación.
En verdad, la pasión es casi siempre mala consejera. No
obstante la intención recta y la buena voluntad empleadas en
la difusión e implantación de la teología de la liberación, se comete el error —grave, sin duda— de reducir la teología a los problemas sociales y políticos. Esto no sólo se opone a la realidad

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y a la verdad (como consecuencia, también a la justicia), sino
que perjudica el mismo objetivo deseado, esto es, la consecución
de la liberación de la miseria. A la vez, distorsiona notablemente
la fe cristiana.
Para comprobar lo que hemos dicho hasta ahora, conviene
que consultemos a la historia, maestra de la vida. Ella registra
numerosas religiones, denominaciones y sectas que, por fijarse
en una dimensión verdadera, pero no única, de la realidad, y, de
ese modo, al basarse en una verdad aparente, forjada en la ambigüedad, han obtenido, gracias a un proselitismo bien organizado (sobre todo en ambientes de escasa formación doctrinalreligiosa), la adhesión y el apoyo de muchos. Incluso buenos católicos se han dejado engañar, y confiesan hoy que ya no
pertenecen a la Iglesia Católica, pues han renegado de su doctrina
y autoridad (cosa que sucede con muchos que han recibido el
lavado de cerebro de la teología de la liberación).
Pero vayamos a los hechos de la historia. Antes de la existencia del cristianismo, el judaismo profesaba verdades, como
el monoteísmo, la creencia en un libro sagrado (el Antiguo Testamento), la esperanza del Mesías y de la salvación. Se apegaron
de tal modo los judíos al Antiguo Testamento y al pacto de Dios
con su pueblo, que no reconocieron a Cristo como el Mesías anunciado, ni tampoco el Nuevo Testamento, perfeccionamiento y
plenitud del Antiguo, que debe predicarse a todos los pueblos.
Nosotros, católicos, aceptamos el Antiguo Testamento y el pacto
de Dios con el pueblo de Israel como hechos verdaderos, pero
no únicos, porque fueron una preparación para la completa y
más perfecta revelación del Hijo de Dios hecho hombre.
Es preciso, entonces, no convertir en verdades absolutas
aquellas cosas que lo son parcialmente, porque ninguna realidad solamente humana puede realizar lo Absoluto, que es Dios.
Vaya el siguiente ejemplo. Si digo: “Antonio es buen estudiante”, afirmo algo que puede ser verdadero. Cuando, en cambio, digo: “Solamente Antonio es buen estudiante”, hago una
restricción, con exclusión de otros, cosa que puede ser falsa.
En el caso: la opción por los pobres e incluso la opción preferencia! por los pobres es una afirmación verdadera. La opción
por los pobres, con exclusión de otros hombres, es ya una actitud
equivocada por lo restrictiva.
Prosigamos con la historia. Los ortodoxos conservan doctrinas genuinamente cristianas, pero cristalizadas de tal modo en
sus tradiciones y ritos, que reducen la Iglesia a las dimensiones

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nacionales (restricción de la catolicidad) y, como consecuencia,
toman también una coloración política.
Las ideas de la “fe ” en Lutero, de “predestinación” para
Calvino, tomadas en sentido distinto del bíblico (gracias al libre
examen), hicieron nacer el luteranismo y el calvinismo, con los
diversos matices que introdujeron sus sucesores.
Lo mismo puede decirse de las sectas. Toman una base
bíblica, como el “bautismo de los adultos” para los bautistas, el
“sábado” para los adventistas del séptimo día, el “juicio final”
para los testigos de Jehová, y sobre esa base única construyen
después sus sistemas de creencias. Pero ninguna de estas sectas
se considera católica; todo lo contrario, se dicen anticatólicas.
No sucede lo mismo, sin embargo, con los teólogos de la liberación. Aunque subviertan las verdades reveladas, quieren ser
considerados católicos genuinos, hijos de la verdadera Iglesia
de Cristo.
Es menester diferenciar. Como los hongos, unos son comestibles y otros venenosos.
Quienes defienden una liberación integral, colocando la raíz
de todo mal en el pecado, y exigen la conversión del corazón
para que sea posible, de ese modo, construir una sociedad justa,
propugnando la opción preferencial por los pobres, dentro del
legítimo pluralismo teológico, se mantienen totalmente en el
campo católico. Muchos de ellos, tal vez por modas pasajeras,
emplean, desgraciadamente, expresiones ambiguas que sería mejor evitar.
Son peligrosos los que, aunque propugnen una legítima liberación sociopolítica de la miseria, y una pobreza más honrada,
echan la culpa de todos los males a algunas estructuras sociales
y políticas, y descargan su ira contra el funesto pecado social
de los demás. Recurren a estratagemas ambiguas para justificar
su tesis en la Biblia, y acaban én el análisis marxista, que envenena inmediatamente toda prétensión de liberación.
La teología de la liberación hace más sociología y política
que teología. Igual que los marxistas, consideran que la economía es la norma suprema de la humanidad. Así sacrifican a la
teología, que se ve despojada de su carácter espiritual para vestir el overol proletario. La teología luchará, entonces, contra
el capitalismo y, al dejar las armas de la fe, asumirá las del marxismo, que acaba por erigir el capitalismo del Estado, o mejor,
de la clase dominante, disfrazado en las famosas e ilusorias “democracias populares”.

-— 7—>

El jurista brasileño Sobral Pinto, que ha estudiado durante
más de cincuenta años, con mucha seriedad, el marxismo, se
sintió obligado a alzar su voz de fiel católico, movido por el
canon 212 § 3 del Código de Derecho Canónico (que vale, con
mayor razón, para mí), para advertir que la teología de la liberación, que tiene mucha fuerza en el Brasil, pretende injertar
el materialismo marxista en la fe cristiana.
Me pareció útil, entre tanto, para ayudar mejor a discernir
la teología de la liberación, exponer de manera sencilla las verdades, los errores y los peligros de la teología de la liberación,
junto con el análisis marxista de que habla el documento de la
Santa Sede.
Advertimos que no se puede dejar de reconocer el vivo y
sincero deseo de muchos teólogos de la liberación, de resolver el
problema de la miseria en América Latina, de forma actual y
eficiente, de acuerdo con el Concilio Vaticano II y la Conferencia
de Puebla. Pero no basta la buena, voluntad y la intención recta,
principalmente si son aliadas de la ingenuidad, para resolver
todos los aspectos de una realidad compleja.
Por eso, el Concilio Vaticano II requiere la interpretación
de los “signos de los tiempos”, a la luz del Evangelio. Porque
el Evangelio es la revelación de Dios traída a la tierra por Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre, y transmitida a su Iglesia.
Los problemas del hombre, su dignidad, su destino, están
en manos de Dios, que creó al hombre libre, para que hiciera
uso bueno y meritorio de esa libertad.
Veremos cómo para la teología de la liberación, en general,
no bastan la revelación de Dios y la experiencia milenaria de la
Iglesia. En virtud de un “aggiornamento” mal entendido, quiere
innovar, recorrer nuevos caminos, encontrar nuevas fuentes de
verdad, ya que, en último análisis, para los teólogos de la liberación la experiencia de la Iglesia en América Latina ha fracasado, por no haber resuelto el problema de la miseria.
Es necesario, entonces, cambiar el Evangelio, sus métodos
y su espíritu, por las ciencias humanas.
Puede parecer que exageramos, que pintamos un monstruo,
para poder combatirlo más fácilmente. Ojalá fuera así, ojalá
estuviéramos soñando. En esta exposición que no abarca ni agota
todos los aspectos de este tema, nos referiremos a los siguientes
puntos

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I. VERDADES:
1. Situación de miseria en América Latina, concretamente
en Brasil.
2. La necesidad de una teología actualizada que corresponda
a la índole cultural del pueblo.
3. Frutos de la teología de la liberación.
4. Ambigüedades de la teología de la liberación.
5. La instrucción de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe sobre “algunos aspectos de la teología de
la liberación”.
II. ERRORES:
1. Pluralismo de esta corriente y reinterpretación de la
“opción por los pobres” tal como aparece en el Evangelio
y en el documento de Puebla.
2. La politización partidaria de las comunidades eclesiales
de base.
3. La interpretación marxista de la historia y de la religión.
4. La liberación en el paraíso socialista.
III. PELIGROS:
1. Lavado de cerebro.
2. Abusos pastorales muy difundidos en Brasil.
3. Iglesia Popular.
I. VERDADES:
1. Situación de miseria en América Latina, concretamente en
Brasil
Es desolador e inquietante el espectáculo que ofrecen el
hambre y la miseria en América Latina, continente lleno de
posibilidades y recursos naturales. Y si nos detenemos en el caso
de Brasil, país privilegiado, con tierras fértiles y abundantes,
la verdad es que en ese país la miseria y el hambre no debieran
existir.
Faltan dirigentes bien formados, que sepan encaminar el
aprovechamiento de los recursos naturales a la consecución del
bien común. Mas aún, muchos gobernantes y personas asociadas
a ellos se enriquecen desenfrenadamente, defraudando los derechos y aspiraciones legítimas de sus subordinados.

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Sin ninguna duda, hay estructuras injustas que deben corregirse, tanto en la vida interna del país como en el campo
internacional de las relaciones con naciones más ricas y desarrolladas económicamente y que hacen sentir el peso del capitalismo desenfrenado en la sociedad latinoamericana.
De lo dicho se desprende que es una cuestión de educación,
que para nosotros es evangelización (la Iglesia ha de empeñarse
seriamente en esto), y no de guerrillas o revolución.
Son muy útiles para la evangelización las enseñanzas de la
Doctrina Social de la Iglesia, de la justicia social, la libertad y
la dignidad de la persona humana. Los Papas claman con insistencia en favor de los oprimidos, y reclaman un orden más justo.
No hay que olvidar que, además de aprobar y establecer innumerables obras de beneficiencia, la Santa Sede dedica un Dicasterio
a la “Justicia y Paz”.
Los teólogos de la liberación consideran que la Doctrina
Social de la Iglesia es sólo un reformismo, y por eso no les gusta.
Fijan sus objetivos de lucha y reivindicaciones en contra del “pecado social” que oprime a los más pobres y desheredados. No
insisten en el papel decisivo que juega el pecado personal. Ignoran que peca tanto el dirigente que abusa de su poder como los
subordinados que, sin razón para ello, no producen más y mejor
y no tratan o no saben ahorrar.
Puede aducirse que las condiciones climáticas (el clima del
Brasil, por ejemplo, es excesivamente caluroso) no estimulan al
trabajo, pero no olvidemos que, a su vez, los brasileños son los
mejores preparados para soportar el clima de su país.
Con todo, es impresionante estudiar la historia de los inmigrantes en nuestros países y regiones. Llegaron casi todos en
situación de miseria, pero se dieron generosa y heroicamente
al trabajo y al ahorro… y hoy resulta casi imposible encontrar
un descendiente de inmigrantes en la miseria. Como vemos, no
todo depende de las estructuras públicas.
Hay situaciones extraordinarias de sequías, inundaciones, u
otras calamidades (guerrilla, etc.) que pueden favorecer la miseria y el hambre. Es muy doloroso el problema del desempleo,
hoy tan extendido en casi todas partes, y su consecuencia necesaria, el éxodo rural.
Pero también es menester recordar que hay, en algunos,
indolencia, pereza, abandono de las tierras, alcoholismo y gastos
desenfrenados como los de los habitantes de las favelas en el carnaval. •
— 10 —
Es fácil atribuir toda la culpa del mal a estructuras injustas
y pecaminosas. En ellas, tanto como en la vida individual, la raíz
de todos los males es el pecado.
El pecado introdujo y mantiene todos los males del mundo.
Por eso, una verdadera, sana y legítima Teología de la Liberación debe, inspirada en el Evangelio, atacar esa raíz de todos
los problemas, con la formación y la práctica de la vida cristiana.
Tal Teología de la Liberación sería, entonces, una parte de la
Doctrina Social de la Iglesia, y no, como es concebida en nuestro
medio, una reinterpretación de toda la religión cristiana.
El discurso de Juan Pablo II en Puebla trazó las coordenadas de la Teología de la Liberación auténtica: verdad sobre la
Iglesia, verdad sobre Jesucristo y verdad sobre el hombre. En
esa perspectiva recibe su verdadero significado la opción preferencial por los pobres, de raíz evangélica. La única Teología de
la Liberación laudable es la implantación de la “civilización del
amor”, tan reclamada por Paulo VI y Juan Pablo II.
Desgraciadamente, no es esto último lo que suele entenderse
por teología de la liberación en Brasil y en toda América Latina.
Rechaza, finalmente, dicha teología la Doctrina Social de la
Iglesia, porque considera que se opone al capitalismo sólo teóricamente, pero en la práctica refuerza el sistema dominante. Por
eso, se la considera insuficiente, y se afirma que debe ser enriquecida con métodos más modernos, eficaces y científicos, que
son los del análisis marxista.
Es justa, repetimos, necesaria y loable la defensa de los pobres, también desde el punto de vista sobrenatural. Pero el modo
de actuar de la teología de la liberación no es evangélico, porque
el amor al prójimo, norma social suprema del Evangelio, sólo
puede aceptarse por convicción y no por imposición. El proceso
evangélico será mucho más lento, pero es más humano y definitivo, como el operado en el mundo pagano y bárbaro.
2. La necesidad de una teología actualizada que corresponda a
la índole y cultura del pueblo
El Concilio Vaticano II, deseado por Juan XXII I y confirmado por Pablo VI, quiere mantener la fidelidad al depósito de
la verdad revelada para enfrentar las nuevas condiciones y formas de vida introducidas en el mundo actual.
Este era el famoso “aggiornamento” (actualización), querido
por Juan XXIII, y la “inculturación”, auspiciada por Pablo VI,
con el fin de presentar a los pueblos, de un modo acentuadamente
pastoral, la doctrina de la Iglesia.
— 11 —
Se hacía también un llamado a la iniciativa de los teólogos
para encontrar expresiones más adecuadas a la vida cristiana de
nuestros días.
El Consejo Episcopal Latinoamericano, en la Conferencia
General del Episcopado en Puebla, respondió seria y valientemente a ese desafío, basando sus análisis en una amplia red de
consultas y estudios de toda la Iglesia en Latinoamérica.
Llama la atención que los teólogos de la liberación intentaron
boicotear Puebla. “Puebla no es el pueblo”, decían. Pero, en realidad, en Puebla hablaba “el pueblo de Dios”.
Organizaron, durante la Asamblea, una Conferencia paralela (anti-Puebla), de la cual participaron algunos miembros
del Episcopado. Pero lo más curioso del asunto es que los participantes de esta conferencia paralela son los mismos que ahora
se juzgan, en virtud de vaya uno a saber qué lectura prefabricada,
los verdaderos protagonistas y ejecutores de Puebla.
Para gran alegría de los teólogos de la liberación, pudieron
luego cantar victoria por la aplicación concreta de sus ideas en
la Nicaragua sandinista, con sus ministros-sacerdotes y su Iglesia
Popular.
“Aggiornamento” de la Iglesia no es sinónimo de cambio
sustancial. Es vivir el día actual de la Iglesia, fundada por Jesucristo y que debe atravesar los siglos, inmutable en la verdad
revelada, asistida por el Espíritu Santo, pero con los pies en la
tierra, tanto cuando camina por la playa, como por las montañas o el asfalto. Es la misma Iglesia peregrina en este mundo,
que salva a los hombres, adaptándose, sin dejar de ser lo que:
es, a las circunstancias del tiempo y del lugar.
La actualización debe ser, también, inculturación, esto es,
capacidad de transmitir el mensaje salvador de Cristo a los diversos pueblos, encontrando las expresiones más adecuadas para
ser mejor comprendido por los hombres, que viven en situaciones
y en ambientes tan diversos.
No se nos escapa que estos dos conceptos (actualización e
inculturación) referidos a la Iglesia fueron interpretados por
algunos teólogos como una liberación de la teología tradicional.
Pensaron estos teólogos que podrían adoptar, sin ninguna restricción, fórmulas nuevas de mayor apertura ante las realidades
terrenas, si utilizaban las ciencias humanas (psicología, pedagogía, interpretación marxista de la historia, etc.). Así promovieron una revolución que destruía el pasado, considerado como
superado, y fabricaba formas modernas, ajenas a la teología, y
— 12 —

por tanto, reclamaban una nueva interpretación del Evangelio
de Cristo.
Nosotros, católicos, creemos en la divinidad de Cristo en su
verdadera y definitiva revelación pública. Por eso, no podemos
aceptar ni las interpretaciones del Corán ni las de Marx, por más
que se las presente como más eficaces y actualizadas.
8
Asimismo, cuando no se rechaza el pasado y se quiere perfeccionar el patrimonio cultural o artístico, es de mal gusto hacerlo
desfigurando sus más bellas expresiones; es como si, para mejorar una pintura clásica, se usasen garabatos y borrones de arte
moderno.
Si la actualización y la inculturación así entendidas producen tan lamentables efectos en una obra de arte, con cuánta mayor razón lo producirán para la Iglesia, que no es invención de
los hombres, sino obra de Dios, Creador y Redentor.
3. Frutos de la teología de la liberación
No sé cómo se pueda, honestamente, negar la existencia del
árbol de la teología de la liberación, en su especie más salvaje,
violenta, áspera y radical, cuando sus frutos aparecen ya abundantes ante nuestros ojos, al menos en Brasil.
Nos referimos aquí sólo a algunos de esos frutos, pues hay
muchos otros en materia de liturgia, vida religiosa, etc.
Son evidentes e innegables: la decadencia de la teología, rebajada a sociología y política, la falta de espiritualidad (reemplazada por un activismo de claro matiz político), las ansiedades
-y problemas íntimos de los futuros sacerdotes manifestados agresivamente en las Universidades y ¡hasta en las invitaciones para
ía ordenación!, la casi desaparición del apostolado cultural y de
las élites, y el verdadero lavado de cerebro a que son sometidos
innumerables seminaristas (no todos, felizmente). ¿Qué se puede
esperar de esos futuros —y pobres— sacerdotes? ¿Qué podrán
hacer con esa “teología de la alzada”, que carece por completo
de la exposición sistemática y orgánica de las verdades de nuestra fe? ¿Predicaciones sólidas y doctrinarias? Ya escasean tales
prácticas en una Iglesia donde la constante es la reivindicación
amarga e irritante de la justicia social, entendida al modo socialista. Como si nuestro pueblo no tuviera el derecho de saciar su
“hambre y sed de Dios” con la Palabra divina en el culto sagrado que es algo muy distinto de reuniones comiteriles.
No deja de asombrarnos que los mismos que niegan el pan
del Evangelio a los fieles, sean precisamente quienes acusen a
— 13 —
organismos o a países extranjeros de ser los culpables del crecimiento de las sectas y de otras formas de religión.
Frutos de la teología de la liberación son los periódicos, revistas y editoriales católicas que sólo tocan, para satisfacción de
políticos izquierdizantes, la misma tecla reivindicativa, a la vez
que silencian la voz del Papa, cuando aclara y corrige las desviaciones y errores de la teología de la liberación.
Ya está en marcha el proceso de burla, descrédito y marginación de figuras respetables del clero, fieles a la Iglesia y al
Santo Padre. Se los considera conservadores, retrógrados y superados.
Crece el sentimiento antirromano, anti-papal, anti-Iglesia
institucional, de rebeldía a la autoridad constituida, cuando sigue
otra línea pastoral. La teología de la liberación más radical se
da en el Brasil.
Un fruto genuino de la teología de la liberación es la publicación de la “Historia de la Iglesia en América Latina”, de
CEHILA (Comisión de Historia Eclesiástica para América Latina), dirigida por Enrique Dussel. No es historia, sino hipótesis de historia, prefabricada en el materialismo histórico, en
los moldes “científicos” de la lucha de clases, tomados acríticamente. Es penoso ver cómo esa historia destruye la misma historia, como abundantemente la demostró Américo J. Lacombe
en “La Obra Histórica del P. Hoornaert”, en lo que se refiere
al Brasil.
Muchos teólogos de la liberación destruyen la teología en
nombre de la teología. En última instancia, para muchos, teología de la liberación es liberación de la teología. Podrán responderme que realmente es la liberación de la teología tradicional.
Ellos, en verdad tienen un concepto propio de la teología, que
sería la reflexión crítica de la praxis, porque dice Marx: “El
fundamento de la crítica religiosa es este: el hombre hace la
religión; no es la religión la que hace al hombre”. Y la teología
de la liberación ofrece a las comunidades eclesiales de base este
poder creador de la religión y de la Iglesia.
4. Ambigüedades de la teología de la liberación
Pescar en aguas turbias es táctica de la teología de la liberación, gracias a las ambigüedades empleadas tanto en la “opción por los pobres” como en las “comunidades eclesiales de
base”. i; f^-ifl ^
La genuina “opción por los pobres” y las verdaderas “comunidades eclesiales de base” están en el corazón de la Iglesia, aun-
— 14 —
que de forma muy diversa a como lo entiende la teología de la
liberación.
Por eso, cuando se rechaza esa relectura facciosa, los teólogos de la liberación nos llaman enemigos de los pobres, de la
democracia y del pueblo oprimido, a la vez que nos colocan entre los aliados de los capitalistas y de los Estados Unidos.
La ambigüedad puede ser útil para los prestidigitadores,
pero nunca puede serlo para quienes deben exponer la doctrina
. cristiana, sin admitir las confusiones, afirmando, negando o distinguiendo, según corresponda hacerlo.
El ataque realizado contra la escolástica de Santo Tomás
de Aquino comienza porque el Santo Doctor de la Iglesia exigía,
antes de tratar cualquier asunto, la definición de los térmi-1
nos, esto es, la delimitación clara y precisa del sentido en que
iban a tomarse.
Jamás la claridad y la exactitud de las expresiones hicieron mal a los buenos. ¿Cómo podrá promoverse la justicia, sin
claridad ni exactitud?
La utilización de ambigüedades y subterfugios y, a veces,
hasta de mentiras, no ofrece ninguna garantía de credibilidad. El
hombre honesto no lo acepta.
5. La instrucción de la Sagrada Congregación para la Doctrina
de la Fe
Quien conozca el modo de proceder paciente y discreto de
la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, sabrá que
no actuó en vano, ni desinformada, digan lo que dijeren aquellos
que han difundido caricaturas de ella.
Como es usual en dicha Sagrada Congregación, el documento fue precedido por un estudio serio, sereno y prolongado,
que contó con el asesoramiento de especialistas de diversas partes del mundo. Si alguna crítica se puede hacer al documento
es que si este esclarecimiento se hubiese producido algunos años
antes, nos hubiéramos librado de no pocas calamidades.
A pesar de las declaraciones en contrario de algunos prelados locales, es evidente que en América Latina (también en
Brasil), existe, en su forma más radical, la teología de la liberación. Si no hubiese pruebas tan abundantes de esto, no se
hubiera publicado el documento a que nos referimos.
El documento de la Santa Sede es muy claro y explícito,
y constituye una clara advertencia para toda la Iglesia en Amé-
— 15 —
rica Latina. Fue acompañado por un resumen para ser divulgado
por la prensa. Con el pretexto de que el documento era demasiado largo, no tuvo divulgación en la prensa católica y se omitió dar mayor publicidad al resumen, justamente porque la teología de la liberación recriminada no existiría simplemente en
el Brasil. Sería suficiente decir al pueblo que aguardaba el pronunciamiento de la Santa Sede, que después de todo el alboroto
que se produjo, el documento apoyaba la “opción por los pobres”
y, por tanto, no aludía a la teología de la liberación tal como
la conocemos aquí, porque no precisamos de ese análisis marxista (molino de viento soñado por el Card. Ratzinger) y el Papa
corregiría pronto el error cometido por el antiguo Santo Oficio. En todo caso, el Papa sería teólogo de la liberación (aprendiz de los maestros brasileños), y el Card. Ratzinger, un conservador intransigente, al menos desde que vive en Roma. Por
eso, sería mejor no tomar conocimiento de ese documento y esperar el otro prometido, verdaderamente positivo, sin la malhadada crítica de “algunos aspectos de la teología de la liberación”.
Hoy esta explicación resulta absurda para quienes sabemos
que nada publica la Sagrada Congregación para la Doctrina
de la Fe sin la aprobación explícita del Santo Padre. Además, el propio Juan Pablo II, tanto en Roma (alocución a los
cardenales en 1984, y a los obispos de Perú), como en sus recientes viajes a los países de América Latina, se pronunció explícitamente sobre este tema. Estas declaraciones de Su Santidad
son censuradas, no por el gobierno, sino por los teólogos de la
liberación.
Pese a lo que puedan decir algunos, la sanción del documento
ya comenzó a producir algunos frutos, como la declaración de
los Obispos del Perú y la atención al documento de la reunión
plenaria de la Conferencia Nacional de los Obispos del Brasil.
Ya es algo la recomendación del presidente de la Conferencia
Nacional de Obispos del Brasil de dejar a los laicos el campo
político y cuidar la formación religiosa integral de los mismos
laicos.
Será útil recordar algunas orientaciones finales del Documento de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe,
en su capítulo XI.
Hace un llamado a la fidelidad en la tarea primordial de
la Iglesia: la evangelización y consiguiente promoción humana,
que sólo podrá realizarse en comunión con la Jerarquía.
Invita a los teólogos que colaboren lealmente, con espíritu
de diálogo, con el Magisterio de la Iglesia, y reciban su palabra
con respeto.
— 16 —
La promoción humana y la auténtica liberación deben ser
comprendidas a partir de una evangelización integral, en una
Iglesia de los pobres (entendida en sentido universal y no como
clase o casta).
La verdad sobre el hombre, la lucha por los derechos humanos, debe ser realizada de acuerdo con la dignidad humana,
rechazando toda clase de violencia y teniendo en cuenta que
la injusticia tiene su raíz en el corazón de los hombres. Debe
y. recurrirse, entonces, a las capacidades éticas de la persona para
– que ella se convierta. Es ilusión vana (y mortal) aceptar que
el “hombre nuevo” nace con los cambios de estructura (peor
todavía si esos cambios se hacen a través de la violencia revolucionaria pues se acaba, como lo demuestra la historia, en la
esclavitud que implican los regímenes totalitarios).
Debe dejarse de lado el mito de la lucha de clases como salvadora.
Pero no ha de olvidarse (el resumen del documento lo se9 ñala) el grave deber que tenemos los cristianos de trabajar en
pro de esa conquista de la justicia social, que es la aspiración
de los pueblos pobres a las condiciones de vida económicas, sociales y políticas que estén de acuerdo con la dignidad humana. Debe
rechazarse la pecaminosa indiferencia frente a los problemas
dramáticos de la pobreza, la miseria y la injusticia, y reprobarse, por lo tanto, a los que contribuyen en mantener la miseria de muchos pueblos. Esta fue la posición de Puebla.
Otras expresiones son ambiguas, y otras representan un grave peligro para la fe, la vida sobrenatural y la moral de los
cristianos.
La teología de la liberación comprende todas estas formas
diversas y es divulgada a través de libros, folletos, artículos,
predicaciones, y por eso, la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe no cita nombres, para evitar que los autores
que no apareciesen nombrados pudieran afirmar que no han
sido ellos condenados por el documento.
Luego de desarrollar el tema de la liberación de acuerdo
con la Biblia, y de sentar las bases para la elaboración de una
genuina teología de la liberación, el documento se refiere a los
que ofrecen una forma de teología de la liberación gravemente
desviada, con errores perjudiciales para la fe. Señala el documento que esta teología de la liberación yerra, porque utiliza
elementos del análisis marxista, a la vez que toma cosas de las
diversas corrientes actuales del marxismo, y enseña que es totalmente contraria a los principios evangélicos.
— 17 —
II. ERRORES
1. Pluralismo de la teología de la liberación y reinterpretación
de la “opción por los pobres” tal como aparece en el Evangelio y en Puebla
El pluralismo teológico y la relectura de la Biblia y de las
enseñanzas del Magisterio son exigencias de la teología de la liberación.
El pluralismo es usado como pasaporte para ingresar en el
campo teológico (es la luz verde que estimula la investigación
teológica). La relectura, a su vez, redimensiona la teología, de
acuerdo con los deseos del “teólogo”.
El pluralismo teológico habría sido enseñado por el último
Concilio, y la relectura o reinterpretación parece más bien una
reedición del libre examen protestante.
Pero el pluralismo de los teólogos de la liberación no sólo
es contradictorio, sino que es duro y totalitario con los que piensan distinto. Es por eso que se impide, en nombre del propio
pluralismo, la divulgación de escritos de autores que no se identifican con la corriente a la que nos referimos, al cerrarles las
puertas de las editoriales católicas, a fin de que la teología de
la liberación domine, tranquila y exclusivamente, el campo reservado a las discusiones teológicas. Algo semejante ocurre con los
comunistas, los maestros del análisis marxista: antes de tomar
el poder exaltan y exasperan la oposición al gobierno, pero
cuando están en el poder tratan de silenciar las oposiciones al
gobierno, hasta con procedimientos” dignos de la mafia.
Con el campo libre, será fácil a estos autores aplicar su
lectura de la Sagrada Escritura y de los documentos del Magisterio e imponer su “línea pastoral”, que debe ser seguida.
El Concilio se refiere al pluralismo político, que es considerado como la múltiple y libre expresión de las formas sociales,
a las que el Estado reconoce autonomía en el orden a su contribución para el bien común: los deberes y derechos de las
personas, familias y grupos deben ser reconocidos, respetados y
promovidos.
En una sociedad pluralista se debe garantizar la libertad
de la Iglesia en la comunidad política, a la vez que se distinguirán siempre las acciones de los fieles, realizadas individualmente o en grupos, como ciudadanos corrientes, libres y responsables, guiados por su conciencia de cristianos, de las acciones
que se realicen en nombre de la Iglesia.
— 1 8 —
En última instancia, ni el Estado ni la Iglesia son supremos, pues sólo Dios lo es, pero sus miembros son criaturas y
pueden contribuir a mejorar la situación de la comunidad, respetando siempre los derechos inalienables y supremos de Dios.
Un ejemplo sencillo puede facilitarnos la comprensión del
pluralismo. Dice el proverbio popular: “Todos los caminos conducen a Roma”. Otrora se llegaba a Roma a pie, a caballo, en
carruaje o en barco. Pero normalmente no se venía de muy lejos. Con el progreso de las comunicaciones hoy se puede llegar
desde regiones distantes, en automóvil, en tren o en avión. Sería
inconcebible e injusto imitar la libertad de locomoción, o de la
elección de caminos y medios disponibles para llegar a Roma.
Pero la finalidad debe ser respetada por todos: llegar a Roma
y no a Washington o Moscú. Aquel que, debiendo acompañar a
alguien a Roma, lo conduce a otra parte, erró el camino, ya sea
por incompetencia o por maldad.
El pluralismo de las escuelas teológicas puede tomar diversos caminos, pero todos ellos deben conducir a la reafirmación
de la fe católica.
El punto de partida de la teología de la liberación es, como
se afirma solemnemente, la “opción preferencial por los pobres”.
Desde sus orígenes, es tradicional en la Iglesia la opción por
los pobres, y en lo que hace a América Latina fue reafirmada
por Puebla, que le da prioridad, junto con los problemas de la
juventud. Esa “opción preferencial por los pobres”, de sentido
evangélico y eclesial, reclama un mayor empeño conjunto del
Episcopado latinoamericano para la educación y orientación de
los fieles con los hermanos más necesitados, no sólo material,
sino también espiritualmente.
El Señor proclama bienaventurados a los “pobres de espíritu” o “pobres de corazón”, que son aquellas personas despegadas de los bienes materiales, independientemente de su posición social o económica (aunque resulte más fácil al pobre
despegarse de lo poco que tiene, que al rico de sus muchos bienes). Como el Señor es Salvador de todos los hombres —pobres
y ricos—, quiere verlos unidos en su amor y entre sí, como hermanos, hijos del mismo Padre celestial. Por eso amó a pobres
y ricos.
Entonces, nunca la “opción preferencial por los pobres”
puede transformarse en “opción exclusiva por los pobres”. La
primera es afirmación verdadera. La segunda es una exclusión
injusta y falsa.
Los teólogos de la liberación toman a los pobres en sentido

19 —

clasista, como los oprimidos que, según Marx, formarían el proletariado. Toman un avión secuestrado.
Según la tesis marxista (y así entramos ya en el análisis
marxista), la historia se reduce a la lucha de clases: de los opresores contra los oprimidos. Y llegó la hora en que los oprimidos
proclaman su liberación, con el grito de combate: “Proletarios
de todo el mundo, unios”.
Es, sin duda, fascinante a los ojos de jóvenes inexpertos,
impetuosos, deseosos de realizar la justicia social, entrar en esta
lucha del lado de los oprimidos. Respetamos y apreciamos su
entusiasmo por la justicia social, pero pedimos que empleen su
inteligencia y su espíritu crítico para no embarcarse en una empresa ilusoria y falsa. Que les sirva de aviso la señal de que
están dejando el camino de Cristo, que es de amor, comprensión fraterna; es un camino más largo, por cierto, pero basado
en la persuasión, en el diálogo, en el respeto a la dignidad humana.
No fue con violencia, no fue destilando aversión, lucha u
odio entre las clases, no fue con revolución que Cristo, sus
Apóstoles y su Iglesia lograron la abolición de la esclavitud, al
mostrar que el esclavo es nuestro hermano en Cristo.
Si nos embarcamos en un avión secuestrado por el análisis
marxista, corremos el peligro, comprobado repetidas veces por
la historia, pese a todas las promesas de liberación, de aterrizar
en una dictadura del proletariado que es realmente dictadura
sobre el proletariado, o, como está en boga ahora, en una “democracia popular”, paraíso terrestre, donde los teólogos de la liberación prefieren no vivir.. .
En todo caso, la base bíblica de la “opción por los pobres”,
en la relectura de cuño marxista que hacen los teólogos de la
liberación, es arena movediza sobre la cual es imposible construir
sólidamente el edificio de una sociedad justa y feliz.
2. La politización partidaria de las comunidades eclesiales de
base
Las comunidades eclesiales de base que actúan en los diversos ambientes y lugares, con espíritu de evangelización, y,
por lo tanto, en unión con sus legítimos pastores, son una bendición extraordinaria para países como el Brasil, o en especiales
circunstancias, para la atención espiritual del Pueblo de Dios.
Incluso antes del Concilio Vaticano II, fui uno de los pioneros, en el ámbito diocesano, en la diócesis de Barra do Piraí, en
— 20 —
la introducción de estas comunidades, entonces muy rudimentarias todavía, pero ricas en religiosidad y catequesis popular, dejando organizados cerca de 570 de esos núcleos, con gran eficacia
pastoral.
El error comienza cuando se hace política partidaria en
esas comunidades eclesiales de base. La formación política de los
laicos es necesaria, de acuerdo con la fórmula del bien común,
fuera y por encima de las luchas partidistas, y en ese sentido,
se imprimieron Cartillas Políticas. Pero algunas de ellas pretenden formar una clase social en lucha contra las instituciones
civiles y hasta eclesiásticas. Estas son. las que incitan a la base
a rebelarse contra la cúpula, a través del apoyo a partidos
políticos que sostienen la lucha de clases. Así las comunidades
eclesiales de base pasan a ser una fuente prolífera de acción
partidaria, con la pretensión de representar “el pueblo” en el
engranaje sociopolítico.
Son tan exaltadas algunas comunidades eclesiales de base
que se consideran fuentes de revelación y de inspiración, las más
genuinas para mostrar concretamente la encarnación de la Iglesia en la realidad del pueblo sufrido y angustiado. Dentro del
clima de lucha, no es raro que hablen a estas comunidades hombres sin fe y hasta en contra de la fe, en nombre de la Iglesia,
como lobos disfrazados de corderos. Es de admirar, entonces, el
engañamiento de clérigos en esta tarea.
Al referirnos a esto, hace su aparición el tema de la “Iglesia Popular”, creada por el “pueblo” o comunidades eclesiales
de base, contaminadas por la lucha de clases, en oposición a la
Iglesia tradicional, esto es, la Iglesia de la cúpula dominante.
Consecuencia lógica de todo esto es el ataque y el combate
a la autoridad, como opresora o aliada de la opresión, así como
a la Curia Romana y al mismo Papa. Mañana la oposición será
contra el Obispo y el Párroco.
Según los teólogos de la liberación, las comunidades eclesiales de base son la fuente de la democracia, pues todo en ellas
se hace democráticamente. Eso piensan y dicen, pero, en realidad, en ella actúan los líderes y los medios de desinformación.
3. La interpretación marxista de la historia y de la religión
Procuremos explicar brevemente lo que significa el análisis
marxista, tal como fue condenado por el documento de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, indicando cómo
actúa en la historia y en la religión. Los teólogos de la liberación
nos dicen que toman el análisis marxista como un método sin
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suscribir la ideología marxista. Sólo podremos admitir la sinceridad de sus propósitos si no disponen de la capacidad intelectual
necesaria para valorar las consecuencias de ese análisis, considerado acríticamente como “científico”.
El análisis marxista reduce toda la historia a la lucha de
clases. Los teólogos de la liberación, basados en el valor “científico” del análisis marxista, sostienen que en él se hallan los
elementos útiles y eficaces para eliminar la injusticia social y que el
uso de esos elementos es una conquista del progreso y, repetimos,
no implica necesariamente la aceptación de la ideología marxista,
que ellos mismos condenan por considerarla visceralmente atea.
Otros niegan simplemente el uso del análisis marxista, pues
de él no tenemos necesidad los católicos. Nos basta el método
de Cardijn: “ver, juzgar, obrar”, olvidando que, en la Acción
Católica, esos tres momentos se realizaban a la luz del Evangelio.
Según el análisis marxista, la dialéctica de la historia de la
humanidad, esencialmente consistente en la lucha de clases, conduce a la victoria del socialismo, que es visto como el orden ideal
de la sociedad y de la economía. La teología de la liberación cree
efectivamente en una sociedad perfecta, que se dará en el futuro,
pero es muy vaga y genérica cuando habla de esa futura sociedad
socialista, porque seguramente no ignore el hecho, evidente, de que
el marxismo, dondequiera que haya tomado el poder, no condujo
a la liberación del hombre, sino a la supresión de su libertad.
El Papa, en su encíclica sobre el trabajo humano, afirma
que un capitalismo que maneje al hombre como instrumento del
capital es contrario a la dignidad humana, pero también lo es
el colectivismo marxista, donde el Estado controla totalmente la
economía y el poder político y militar, a la vez que monopoliza la
cultura y la propaganda. La libertad de los trabajadores está
mejor garantizada en un orden económico con millones de patrones y sindicatos libres, que en un sistema en que el Estado es el
único patrón y los sindicatos son instrumentos del Estado.
Nos interesa ahora mostrar los efectos del análisis marxista
en la religión.
La teología de la liberación, al dar a la economía un carácter
decisivo en la sociedad (como consecuencia de aceptar el análisis
marxista), amenaza con limitar unilateralmente la historia y la
actuación de la Iglesia a la dimensión económica, como si se tratase de una acción política, errada en el pasado y en el presente,
pues habría estado siemre del lado de los opresores; deberá pues
redimirse y comprender que el “amor universal” que debe cons-
— 22 —
I
truir entre los hombres, se encarna exclusivamente en la revoI lución para conseguir la liberación de los oprimidos.
La Iglesia, para estos autores, comenzó siendo revolucionaria,
ya en su fundador, Jesucristo, considerado peligroso y subversivo
por Poncio Pilato, pero, desde el período constantiniano, uniéndose
al poder y a los poderosos, se tornó cómplice de la explotación.
Sólo con la reforma de las estructuras y el compromiso sociopolítico, la Iglesia devendrá libertadora. Las violencias no son
consideradas ideales, pero si fuere preciso “matar por amor”, debemos recurrir a la fuerza cuando nos falta otro camino. Esto es
un gran error: el camino de la violencia, de la lucha, del odio,
no es ni puede ser camino de Cristo (que es el único Camino, Verdad y Vida).
Para justificar sus posiciones, la teología de la liberación
precisa reformar el cristianismo. Las consecuencias que esto trae
son, principalmente, las siguientes:
1. Se parte de la suposición, admitida acríticamente, como
verdad científica, de que toda la historia de la humanidad debe
interpretarse en clave de lucha, lucha de los opresores contra los
oprimidos, y que los oprimidos, despertados y sacudidos por esta
injusticia social, se deben liberar.
Es evidentemente una exageración: la economía influye mucho en la historia, pero no la decide. El cristianismo jamás predicó la lucha de clases. Cristo encareció la fraternidad y el amor
entre los hombres. La mayor transformación social operada en
la humanidad se debe al cristianismo. Cristo, en otras palabras,
no fue un revolucionario libertador de pobres y esclavos, sino el
Salvador de todos los hombres sin distinción de situación social
o económica. No armó a los esclavos contra los señores, sino que
enseñó que el esclavo es nuestro hermano, no sólo por ser hombre, sino por hijo adoptivo de Dios.
Un ejemplo desastroso de ese análisis marxista de la historia de la Iglesia nos lo ofrece la CEHILA, con su Historia de
la Iglesia en América Latina, a la que ya nos’ referimos. Hay evidente mala voluntad en distorsionar los hechos y las personas,
junto con ignorancia de nuestras tradiciones religiosas. Así, la
Iglesia habría sido, en el Brasil, la opresora de los pobres, mientras que (¿en homenaje al ecumenismo?) los invasores protestantes holandeses y franceses habrían sido los héroes de la libe1 ración de nuestra Patria.
Los teólogos de la liberación le quitan a Jesucristo su carácter de Hijo de Dios hecho hombre, para considerarlo un simple
i
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hombre, “un tal Jesús”, fabricado en los moldes secularizantesde la teología de la liberación. Cuando denuncié el programa
radiofónico llamado precisamente así, que se dirigía a las comunidades eclesiales de base, fui tachado de exagerado y hasta dedelirante.
2. Esta concepción de la historia y de la realidad presente
se refleja no sólo en Cristo, sino también en la Iglesia, a la que
se divide en Iglesia de los pobres (Iglesia Popular, típicamente
clasista) e Iglesia de los ricos (la Iglesia Institucional que se
compromete con los ricos para ejercer una actitud paternalista
con los pobres).
Exige una nueva línea pastoral, lo que lleva a oponerse no
sólo a los ricos, enemigos de la clase proletaria, sino a las propias
exigencias de la autoridad eclesiástica que no concuerda con la
tesis de la teología de la liberación.
Vale, para ellos, la palabra del Papa cuando habla de “opción preferencial por los pobres”. No vale, empero, y debe ser
boicoteada, cuando no valora el “pecado social” de las estructuras, o cuando denuncia los errores y abusos de la teología
de la liberación radical.
3. La Iglesia de los pobres es típicamente clasista: es la
Iglesia Popular, fundada en las comunidades de base, que representan al pueblo oprimido. Para ser un instrumento eficiente
de la liberación, debe ser la voz de la justicia y de la verdad,
interpretando de este modo nuevo y “científico” la Cristología
y la Eclesiología tradicional. Será, pues, la praxis revolucionaria, la manera de actuar en este movimiento de liberación, la
fuente de la verdad y del bien.
4. Así, dejando de lado la Doctrina Social de la Iglesia,
debe releerse, desde el punto de vista político, la Sagrada Escritura (sobre todo el Exodo y el Magníficat). Esto lleva a la secularización del Reino de Dios, y a interpretaciones erróneas de
las enseñanzas del Magisterio y de la Tradición.
Es por esto que el documento de la Sagrada Congregación
para la Doctrina de la Fe afirma que esa teología de la liberación abarca todo el conjunto de la doctrina cristiana. Por ejemplo: la Misa es la oportunidad, en una reunión social, de tratar
y discutir los asuntos referidos a la liberación; ni llama la atención que las procesiones de Corpus Christi no sean, para estos
teólogos, la alabanza de Cristo presente en la Eucaristía, sino
una excelente ocasión para una manifestación política en favor
de la liberación.
— 24—

.4. La liberación en el paraíso socialista
•; . ‘ v
Los teólogos de la liberación hablan poco de la sociedad
futura, aunque depositan sus esperanzas en un socialismo democrático del cual, si pedimos un ejemplo, nos dirían: “Nicaragua”. Es verdad que no dirían “La Unión Soviética y sus
satélites”. Piensan que, pese a haberse embarcado en el análisis
marxista, podrán descender del autobús en movimiento, antes
de la llegada al punto final. Así pensaba un prelado vietnamita,
® ilustre pero ingenuo, que fue devorado por los trágicos acontecimientos de su país, y hoy debe lamentarse de la esclavitud y
del infierno en que se encuentran él y sus “liberados”.
“Pero en Nicaragua la situación en diferente” dirán algunos que viajan allá con demasiada frecuencia (¿tal vez a costa
de la “opción por los pobres”?). Otros llegan a endosar, alegremente, las divisas militares sandinistas (¡ellos, precisamente,
que sienten horror por los militares!). Nicaragua es propuesta
como un nuevo y feliz mensaje de liberación para toda América
Latina.
Entre el Papa y los sandinistas, prefieren lógicamente a
estos últimos. No desaprovechan ninguna oportunidad para exteriorizar su apoyo a los sacerdotes que participan en el gobierno
sandinista, aunque desobedezcan abiertamente las leyes canónicas.
Es comprensible que, en la difícil circunstancia que es el
sometimiento a un régimen injusto, con la consiguiente esperanza de liberarse de él, algunos miembros de la Jerarquía católica hayan apoyado al sandinismo. Pero que todavía hoy, caída
ya la máscara que ocultaba el verdadero rostro del actual régimen nicaragüense, y cuando es evidente su oposición a Roma, y
su aceptación y fomento de la “Iglesia Popular”, haya prelados
que apoyen el sandinismo, no puede acaecer sin que asuman una
gravísima responsabilidad ante Dios y ante el pueblo fiel, al
que deberían guiar por el buen camino.
(i Frente al mito del paraíso proletario y la liberación marxista (si fuesen tales, no necesitarían campos de concentración),
se ve a las claras que estos luchadores por la liberación de los
pobres no son amigos de la libertad de los individuos. Los derechos personales, empezando por la libertad religiosa, no tienen
vigencia en los países dominados por el comunismo (punto final
del análisis marxista).
i Es una seria advertencia la que hacemos a los teólogos de
la liberación: ¡No quieran destruir, con métodos tomados del
marxismo, las aspiraciones justas y verdaderas que han animado sus intenciones y su lucha!
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En verdad, defender la ortodoxia es defender a los pobres,,
con la fuerza cristiana del amor.
III. PELIGROS
1. Lavado de cerebro
Imagino la tristeza de una madre que formó cariñosamente
a su hijo en la sólida doctrina cristiana y en las virtudes, al
oírlo, después de un período en el Seminario, agresivo y rebelde
contra todo y contra todos los que le habían enseñado el cristianismo. Tras su deformación personal, el joven seminarista
piensa ahora que el cristianismo tradicional es algo superado
y, además, viciado, corrupto. Semejante lavado de cerebro no se
realizó en un campo de concentración nazi o comunista, sino
en una institución mantenida por la caridad cristiana y hasta
con sacrificios de los fieles. Los modelos, para estos jóvenes equivocados, son Camilo Torres o el “Che” Guevara.
Con el pretexto de la liberación de la clase oprimida, silenciará este muchacho el mensaje evangélico del amor cristiano y
del corazón abierto a todos los hombres. A la vez, crecen en él
el odio y el espíritu de lucha, exactamente lo contrario que se
debe esperar de un ministro del Señor: que sea un lazo de unión
entre pobres y ricos.
El pobre joven contrajo la enfermedad de la rebelión contra las estructuras y contra los demás que no piensen como él
(ellos están del lado de los opresores). Esta enfermedad, incluso cuando todavía no ha llegado a ser mortal, debilita su apostolado y puede llevarlo al abandono de su ministerio sacerdotal,,
como ya ocurrió con tantos otros.
Cuando la enfermedad se propaga, podemos llegar a la epidemia. Entonces se apesta todo el ambiente y, para bien de la
salud pública, es mejor eliminar el mal, los focos de infección,
como lo hace el cirujano.
Francamente preferiría estar engañado, creyendo que sería
suficiente admitir apenas una poda en algunos institutos y seminarios del Brasil, para que el árbol de la formación sacerdotal
pueda producir abundantes frutos, donde quiera que se prepare
un futuro sacerdote.
2. Abusos pastorales muy difundidos en Brasil
En el periódico “Arquidiocesano” de Mariana del 21/X/8 4
encontré una síntesis clara, escrita por Dom Edualdo Goncalves
de Amaral, obispo de Parnaiba, en el Piauí, que consta de cuatro
puntos, presentada por este obispo en un encuentro de las co-
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rmunidades eclesiales de base de su diócesis y que, por la precisión y simplicidad de su lenguaje, merece ser transcripta
íntegramente:
“Hay una línea de pastoral en la Iglesia, lamentablemente
muy difundida hoy en el Brasil, que exhibe cararterísticas inaceptables desde el punto de vista de la auténtica doctrina cristiana y de la recta praxis pastoral.
Son ellas:
1. Un exagerado horizontalismo, que olvida la dimensión
sobrenatural del hombre y omite, voluntaria y sistemáticamente,
toda referencia al destino eterno y al sentido escatológico de
la vida humana.
2. Un pronunciado clasismo, que fomenta la lucha de clases, la viva oposición entre pobres y ricos, una exagerada justificación del pobre (que, para estos autores, sería bueno por
el solo hecho de ser pobre), llegando a una verdadera guerra a
los ricos; de ahí imaginan una dicotomía irreconciliable dentro
de la propia Iglesia, que se divide en Iglesia Jerárquica e Iglesia
Popular, Iglesia de los opresores versus Iglesia de los oprimidos.
3. Un reduccionismo en la interpretación de la palabra de .
Dios, que selecciona sólo lo que conviene a su ideología. Se aceptan las enseñanzas de Juan Pablo II sólo si corroboran sus propios puntos de vista, cuando no llegan al extremo de acusar al
PaDa de colaborador del imperialismo americano y de activista
político contra el socialismo soviético.
4. Una politización partidista cada vez más activa, acompañada de una inocultable aspiración política. Disfrazan muchas
veces sus ansias de poder con la defensa de los derechos de la
Iglesia o con la protección de los pobres y marginados. Como
consecuencia de esto, se cae en una actitud crítica constante,
irrazonable, sistemática y exagerada a todos los actos del gobierno civil”.
3. Iglesia Popular
Se ha escrito mucho sobre este tema.
Parece imposible que se instale en el Brasil una Iglesia Popular, no sólo por el respeto y fidelidad de nuestro pueblo al
Santo Padre, sino también por los escasos frutos que dio la malhadada Iglesia Brasileña, fundada hace más de 50 años por el
obispo de Maura, Dom Carlos Duarte Costa, que se rebeló contra el Papa.

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Por eso mismo, los teólogos de la liberación afirman que
no pretenden establecer una nueva Iglesia, sino una nueva teología, viva, real, aplicada al pueblo oprimido, pero siempre dentro de la Iglesia Católica. ¿Será una táctica de estos teólogos
para no ahuyentar al pueblo?
Entretanto, van minando los fundamentos de la Iglesia Católica y colocando otras piedras para sustituir las que puso la
Iglesia, fiel a Pedro y a Cristo, su fundador.
La Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe es el
órgano de la Iglesia destinado a conservar y defender la integridad de la fe. No oírla, despreciarla, negarle validez y autoridad, o disociarla del Papa, es temeridad, agresividad, lucha, que
por más aplausos que reciba de cierta prensa, puede terminar
mal.
No queremos continuar con estas consideraciones.
A un buen hijo le basta la advertencia de una madre amorosa, que sólo le desea el bien y la felicidad. Puede haber otras
voces que aconsejen a este hijo que se libere de la esclavitud de
sus padres, como ocurrió con el hijo pródigo.
El orgullo, la popularidad, el aplauso, junto con la solidaridad y hasta los gritos de los teólogos de la liberación, para no
enumerar otros factores, son voces tentadoras y pésimas consejeras, mientras la humildad de los siervos de Dios dirá con
confianza, como María: “Hágase en mí según tu voluntad”, revelada por Dios y transmitida por la Iglesia.
CONCLUSION
Si la teología de la liberación sirve para que se comprendan
y solucionen las graves situaciones de injusticia social, a la vez
que orienta su línea pastoral hacia una educación religiosa sólida
que posibilite un acrecentamiento del amor cristiano y de la
fraternidad humana, sólo cabe alegrarse con ese despertar de
los cristianos dirigido a una más efectiva vivencia de la fe que
se profesa.
Pero si la teología de la liberación quiere obtener la justicia
social a través de la lucha de clases, por más que se escude detrás de una mal entendida “opción preferencial por los pobres”,
el espíritu cristiano advierte a esos teólogos que el análisis marxista (dogmático e ideológico, y bastante poco “científico”) es
un camino ilusorio y errado. Esta es la enseñanza, ésta es la
advertencia sabia y prudente del Magisterio de la Iglesia, madre
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y maestra autorizada y asistida por Dios, que tiene una experiencia de veinte siglos.
Es prudente y cristiano oír dócilmente su voz y sus consejos, repetidos solemnemente por el documento de la Sagrada
Congregación para la Doctrina de la Fe. Por lo tanto, si alguien
tiene la desgracia de encontrarse en ese rumbo equivocado, es
mejor que retroceda. Es mejor que, humilde y confiadamente,
como lo hizo el hijo pródigo, regrese a la casa paterna,’ con la
seguridad de que obtendrá la reconciliación y el perdón de la misericordia divina.
Si, a pesar de todo, quiere continuar en el’ camino de la
teología de la liberación, es verdad que en la Iglesia no habrá
policía que lo conduzca a la cárcel o al manicomio. Si, a través
del mal uso de la libertad que Dios le dio, consigue ver triunfante alguna vez, por maniobras astutas ó incluso por la violencia, la tan ansiada liberación del proletariado, desembarcará en
una sociedad totalmente distinta del paraíso terrenal que soñó
y verificará, entonces, que fue peor el remedio que la enfermedad. Esto es lo menos que se puede decir a quien insista en ese
error, si se conoce la verdadera historia de los pueblos.
¡ Qué lástima que los teólogos de la liberación no hayan querido oír, durante su vida de sacerdotes o de fieles corrientes, al
Padre amoroso que viste los lirios del campo y sustenta los pájaros del cielo! ¡Qué pena que no hayan querido oír la voz de
la Iglesia que el Padre celestial ha fundado para conducir a los
hombres a su salvación eterna!
Menospreciada la advertencia de la Iglesia prefirieron oír
otras voces y enseñanzas, como nuestros primeros padres en el
paraíso, para hacerse iguales a Dios.
¿Fueron tentados estos autores por causa del orgullo o por
el ansia de popularidad? No sabría decirlo. Me limito, simplemente, a registrar el hecho, con espíritu de fe y de docilidad a
la cátedra de Pedro y a manifestar mi tristeza, al ver cómo
hombres de talento, por la teología de la liberación dieron grandes pasos, pero fuera del camino…
CARD. AGNELO ROSSI
Roma

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ESQUIU Y LA FRAGUA DE SU SANTIDAD
Hace ya varias décadas, fue iniciado en Roma el proceso
de canonización del Padre Esquiú. El 18 de noviembre de 1982,
las autoridades de la Comisión Nacional de Homenaje al ilustre franciscano, se interesaron ante el entonces Postulador de
la Causa, R.P. Fray Antonio Cairoli, por conocer las características actuales del proceso. El religioso informante recordó
que el proceso de Mamerto Esquiú ha seguido la vieja vía jurídica, porque la ley actual fue dada el 19 de marzo de 1969, y
la causa de Esquiú es anterior, concluyendo en que el proceso
se hallaba en etapa de Introducción de la Causa, esto es, el pasaje
de la jurisdicción del Obispo a la de la Santa Sede, estudio en el
que debe quedar probada la fama de santidad y la heroicidad
de las virtudes singulares, Fe, Esperanza y Caridad; trabajo
éste que, al parecer, estaba muy adelantado en la fecha de la
consulta.
Todo parece indicar que en la actualidad se hallan salvas
la mayor parte de las exigencias importantes para la beatificación y canonización, de modo que la proclamación del nuevo
santo de la Iglesia puede considerarse próxima. A ello y a la
necesidad de intensificar la veneración pública por Fray Mamerto Esquiú, obedece el presente ensayo.
AUGURIOS BIOGRAFICOS
Según el padre franciscano Luis Córdoba * —uno de los biógrafos de Fray Mamerto—, el nacimiento de este siervo de Dios
estuvo precedido por signos augurales que algunos atribuyen
a la superchería de la gente beata, pero que se cumplieron casi
al pie de la letra.
Por ejemplo: la madre del insigne varón, doña María de
las Nieves Medina (que tenía 20 años cuando su cortejante,
Santiago Esquiú, le propuso casarse) no estaba plenamente de-
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$> ¡
cidida a la boda, pero la convencieron los consejos de su íntima
amiga, Juliana Vega, quien —entre otras razones— le insinuaba
que de ese matrimonio podía nacer un ser llamado al sacerdocio “que diera mucha gloria a Dios Nuestro Señor”. La boda
se celebró poco después, el 9 de diciembre de 1822. El primer
hijo fue una niña, Rosa, y el varón primogénito, que vio la luz
al año subsiguiente, fue justamente nuestro santificable Fray
Mamerto.
También hace notar el P. Córdoba que el franciscano de
apellido Cortez (párroco, a la sazón, de Piedra Blanca y conocido por sus virtudes personales como por los certeros vaticinios
que hacía) al enterarse de que doña Nieves esperaba un nuevo
hijo para el 10 de mayo, pronosticó que iba a ser varón y que
sería, con el tiempo, arzobispo, como San Antonino de Florencia,
cuyo onomástico se celebraba en tal fecha. Pero el infante no
nació el día 10, sino el 11 de mayo. El vaticinador rectificó
su augurio: “No será —dijo— arzobispo como San Antonio, pero
sí obispo, como fue San Mamerto de Francia que nació un 11 de
mayo”. Y así el P. Cortez lo bautizó imponiéndole el nombre de
Mamerto de la Ascensión que, también ese año, caía el 11 de mayo.
Asociando a lo histórico tales datos domésticos, no olvidemos. que Esquiú renunció de manera irrevocable a su puesto, el
primero de la terna para el arzobispado que dejaba vacante
Mons. Escalada en 1870 y, en cambio, sí fue después obispo de
Córdoba, acatando un deseo, trasmitido, del Papa.
Aunque todo esto sólo pueda tomarse con alcance anécdotico, lo cierto es que —considerada la vida y las virtudes de
Esquiú— aquellas florecillas adquieren el prestigio misterioso
de la premonición.
De la escuelita de la villa local, en que aprendió a leer, el
pequeño Mamerto pasó más tarde a la de San Francisco, pero
ya a los cinco años había sido vestido por su madre, a modo de
promesa, con el sayal franciscano que nunca había de abandonar.
LOS AÑOS ESCOLARES
Esquiú fue así a la Escuela de San Francisco, colegio de
primera importancia en todo el noroeste del país. Allí fue maestro suyo Fray Wenceslao Achával, gran figura de la Orden.
El le enseñó el latín al comenzar y, más tarde, Filosofía y Teología. Tenía ocho años cuando lo inscribieron. No vivió, de
principio, en el Convento sino en casa de un sastre amigo de sus
padres. Según éste le dijo a don Santiago Esquiú, el niño era
poco aplicado en sus comienzos. Pero su inteligencia excepcional
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le permitía marchar al ritmo de los otros educandos con sólo
leer las lecciones diarias mientras hacía el trayecto de su casa
al colegio o bien allí, en clase, mientras sus compañeros recitaban al frente su lección.
Al perder a su madre (1836) fue incorporado como alumno
pupilo. Ya desde los cinco años, como dijimos, venía vistiendo
el hábito franciscano debido a una promesa de su madre, for –
mulada a raíz de la salud endeble del pequeño. Su padre era un
modesto labrador y al fallecer su esposa —quizá cumpliendo su
última voluntad— pone al niño al amparo de la Orden Franciscana que había de lanzarlo por el camino de la santidad y a
la cual honraría, andando el tiempo, con el modelo de su vida
ejemplar.
A fines de 1837, Mamerto ha terminado sus estudios de humanidades y latinidad e inicia el curso de Filosofía. Tiene en- I
tonces 12 años. Concluirá su instrucción en tal rama en 1840 y
en los tres años inmediatos hará su Teología y su Derecho Canónigo, impregnando la clara inteligencia de que estaba dotado,
con los conocimientos de la Dogmática, la Moral, los Cánones y
la Historia Eclesiástica.
Concluye su carrera, sobresaliente en todas las materias,
cuando aún no tiene 18 años de edad. Su profesión solemne
(única por entonces, con arreglo a los cánones vigentes) data
de julio de 1842. Pero debe esperar cinco años más —que habrían sido siete a no mediar una especial dispensa— antes de
recibir las órdenes sagradas. Esos cinco años de ansiedad apostólica, de ardiente expectativa misional; esa especie sui generis
de vela de armas, como podría llamarse a la vigilia espiritual
que le impone su edad insuficiente, son empleados por Mamerto
en favor de su perfeccionamiento. Al mismo tiempo que la ciencia eclesiástica, cultiva en ese lapso ciencias exactas, ciencias
naturales y Derecho Civil. Lo hace privadamente, encerrado en
su celda, o fuera del convento con profesores que le prestan
apoyo. El Pbro. Luis Gabriel Segura, que más tarde será obispo
de Paraná, lo asiste en matemáticas.
Por otra parte, ejerce la docencia siguiendo indicaciones
de las autoridades de la Orden, como Maestro de Niños en la
escuelita donde él mismo estudiara, y como catedrático de Filosofía en los cursos del Diaconado.
Para esto último, consagrando su tesis en una oposición, el
Capítulo lo ha designado ya “Lector de Artes”, función que
ejercerá en el mismo convento franciscano, donde también dictará Teología.
Cinco años median entre su ordenación sacerdotal y el fa-
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moso sermón que lo revela como orador insigne. En ese lapso,
breve por lo demás, su fama de hombre justo, la aureola de su
talento y el aroma de sus virtudes, trascendiendo del ámbito
del claustro y de la intimidad de la Orden franciscana, han ganado la calle y se difunden por todos los rincones de su terruño
y provincias vecinas. Se habla del P. Esquiú por todas partes.
Un sentimiento de respeto profundo, de admiración y reconocimiento casi supersticioso envuelve al sacerdote franciscano. Su
confesionario es como un nuevo manantial de la Fe, como una
nueva pila bautismal. De su voz y sus manos, la caridad se expande como un aura de purificación, como una inenarrable
unción consoladora. “El santo padre Esquiú” dicen tanto los
pobres como los ricos. Y muchos desdichados sujetos a la pena
capital piden por confesor, en su instante supremo, a Fray Mamerto.
VENERACION POPULAR
Sobre el particular, las crónicas registran, por ejemplo, el
ajusticiamiento de un homicida de apellido Castro, en 1857, y
evocan la figura del P. Esquiú trepándose al patíbulo para dar
su palabra confortadora al reo después de confesarlo a su reclamo **.
Manuel Gálvez, en su biografía del P. Esquiú, recuerda lo
ocurrido a Desiderio Báez, homicida también, cuyo ajusticiamiento se suspendió en el momento mismo en que debía cumplirse y conmutado luego por mediación —se ha dicho— del
denodado y siempre humilde varón. “Al encontrarse el criminal
—dice Gálvez— en el banquillo, con los ojos vendados, preguntáronle si deseaba algo. Pidió una guitarra, se la trajeron (el
último deseo del condenado a muerte debía ser escuchado) y
ante el público de hombres, mujeres y muchachos, improvisó
once cuartetas que el pueblo todavía recuerda…” El escritor
transcribe las siguientes coplas:
El otro día, de mañana,
antes de salir el sol,
el Padre Esquiú se presenta
pues era mi confesor.
“Acúsate hijo querido
que en seguida mueres vos;
preparóte a bien morir
y encomienda tu alma a Dios…”
** Manuel Soria, Fechas catamarquenas, Tip. “Propaganda”,. Catamarca, 1920,
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Terminó —dice la página de Gálvez— con la voz temblorosa
de llanto:
Adiós mundo engañador
que me has estado agobiando,
pasando tan mala vida
y en malas cosas pensando…
Adiós, Catamarca hermosa!
Adiós Iglesia matriz!
Adiós Virgen soberana
yo me despido de ti…!”
“La despedida de la Virgen del Valle —concluye el autor
citado— enterneció a la concurrencia. Todos lloraban. La ejecución —sin duda por pedido de Esquiú— se suspendió.” Más
tarde aquella pena fue conmutada.
Como Santo Domingo de Silos, como San Millán de la Cogolla, como San Lorenzo mártir y otras figuras de la hagiografía, Fray Mamerto, ya en vida, había entrado al reino del cantar
popular.
LA PREDESTINACION Y LA FRAGUA DEL ALMA
Ahora, a más de un siglo de su ausencia física, una interpretación serena y objetiva de su vida apostólica, de su conducta
pública y privada, de sus escritos y de su luminosa caridad evangélica, conducen de manera concluyente a la evidencia de un
destino que acaso ya debía estar inscripto en lo que llamaríamos
el LIBRO DE LA PREDESTINACION.
Este libro (y empleo el sustantivo sólo como una imagen)
sería el Libro Mayor del registro de Dios, en el que la omnisciente cosmovisión divina tiene, diríamos, contabilizado el destino de todos y cada uno de los seres humanos, con su HABER
y su DEBE. Estarían en él inscriptos, desde siempre , y para
siempre,- predestinados y precitos, esto es: los bienaventurados
y los malaventurados. Digamos —continuando nuestra imagen—,
que es el más reservado de los libros del Cielo porque, si bien
toda alma está asentada en él, nadie puede saber anticipadamente
—salvo Dios, por supuesto— si figura en el DEBE o el HABER.
El principio de PREDESTINACION, tan difícil de conciliar con el de LIBRE ALBEDRIO, en los comienzos de la teología, fue el tema de una pieza teatral de Tirso de Molina, cuando
aquellos conceptos parecían entablar una contradicción o paradoja y los teólogos se veían en apuros para explicar al vulgo
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él hecho de que í)ios pudiera en su Justicia premiar a unos y
castigar a otros anticipadamente siendo que todos tienen la posibilidad de conquistar la bienaventuranza.
Esa obra, que Tirso intituló “El condenado por desconfiado”,
muestra el drama de Paulo, virtuoso penitente a quien obsede
la ansiedad de estar cierto de su destino sobrenatural, es decir:
de saber si figura entre los elegidos o si, por el contrario está
entre los que integran la legión de los reprobos. Tanto insiste
este monje en sus súplicas diarias para obtener de Dios una
media palabra, un signo, una señal que dé tranquilidad a su conciencia, que esa ansiedad concluye por convertirse en duda. Y
como el diablo sabe que la duda es el principio de la desconfianza,
el demonio decide sacar partido de ella tentando al desconfiado.
Se le aparece con figura de ángel y le dice:
En vista de tu aflicción
Paulo, el cielo te ha escuchado
y esta misión me ha confiado:
Me ha encargado que te saque
de fu ciega confusión
porque la vana ilusión
de tu contrario se aplaque.
Ve a Ñapóles y en la Puerta
—que llaman allá— Del Mar
(que es por donde tú has de entrar
a ver tu ventura cierta
o tu desdicha) verás
—escúchame atento— un hombre
que Enrico tiene por nombre:
No puedo decirte más.
Allá, nada has de indagar;
sólo una cosa has de hacer:
verle, observarle y callar
reparando en sus acciones
conforme se puedan ver.
Dios quiere que en él repares
y que con él te compares
porque así podrás saber
cual es el fin que te espera
ya que el fin que aquél tuviera
ese fin has de tener…
Paulo parte en busca del hombre que le permitirá conocer
su destino. No bien llegado a Nápoles, sabe que el tan Enrico,
pese a su buena cuna, es —por su vida— un truhán de la peor
especie: Ha comenzado por robar a su padre para jugarlo todo
hasta quedar sumido en la miseria de la que sale al fin hacién-
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dose ladrón, asesino y rufián; en suma: el más pulido candidato
al infierno. Seguro como está de que un ángel de Dios es quien
le ha dado la evidencia de su condenación, Paulo sigue, a partir
de ese momento, los pasos del siniestro modelo y se entrega a
la vida disoluta y al crimen pensando así vengarse de lo que
considera una flagrante injusticia del cielo.
Señor: —dice— perdona
si injustamente me vengo.
Tú me has condenado ya;
tu palabra es caso cierto
que atrás no puede volver
y, siendo así, sólo quiero
darme buena vida aquí
pues tan triste fin espero.
El desconfiado personaje se hace, pues, un bandido y muere,
tras un episodio turbio, reclamando el infierno que Dios probablemente no le hubiera impartido pero que él —el hombre—
se ha ganado por sí; mientras que Enrico, el mal sujeto, el funesto personaje de Nápoles, apresado y condenado a muerte,
se convierte poco antes de subir al patíbulo. A instancia de su
padre pide el perdón de Dios en medio del dolor y el arrepentimiento y salva así su alma.
Tal es, en síntesis, la pieza teatral, esta comedia trágica
(que así podría ser clasificada) de Tirso de Molina.
Apelo a este curioso antecedente dramático inspirado en el
misterio de la predestinación para —contrario sensu— relacionarlo con la vida de Esquiú, porque la mayor parte de sus biógrafos lo señalan como un predestinado. Y esto tiene que ver
con nuestra presunción de que la santidad, como el acero, se
logra —con la ayuda de Dios— en una fragua.
Claro: a la luz de su biografía, no cuesta creer que Fray Mamerto fuera un predestinado. Pero habría que ver si tenía ganada su predestinación por antojo de Dios pura y sencillamente
o porque al mismo tiempo supo hacer de su vida un reaseguro
de ella.
La teología nos dice que, así como los actos del hombre son
del hombre porque conciernen a su voluntad en libertad de obrar
o de no obrar, de obrar bien u obrar mal; la PREDESTINACION es privativa de Dios únicamente, presumida por El desde
el principio para sus propios fines, los que no excluyen para
nadie, por cierto, la posibilidad de salvación conforme a la conciencia y en el grado de los merecimientos.
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Los teólogos dicen, además, que Dios acuerda su predilección a quien El mismo quiere, y en un acto de amor, porque
mira la vida de los seres aun antes de que nacen, en todo su pasado y porvenir, como en un tiempo único, presente; y también,
por un acto de justicia, los juzga de la misma manera. Es de
suponer, pues, que en esa dilección (más exacto es decir predilección) no podría estar excluida ninguna vida sabia, justa,
piadosa y noble, a menos que pudiera estar picada, inaparentemente, por el gusano ciego de la soberbia. Pues el estar seguro
de ser santo puede ser, para el hombre, tan peligroso (y lo es)
como dudar de la Justicia de Dios (como sucede en Paulo, el de
la obra de Tirso). Esa seguridad entraña una jactancia; es una
forma de la vanidad.
El Padre Esquió, de formación agustiniana y tomista en todo
aquello en que ambas fuentes coinciden, poco habla en sus escritos (creo que nada) acerca de la predestinación. No cesa, en
cambio, de aludir con vehemencia a los valores de la santidad
como primera y última aspiración de su alma. Santidad —aclaremos— que no espera conseguir de sí propio sino de la exclusiva caridad del Creador.
Es todo lo contrario del recordado personaje de Tirso pues
tiene puesta en Dios únicamente su confianza sin límites y sólo
desconfía de sí propio, de las flaquezas de su voluntad o de sus
sorpresivas negligencias. No era un predestinado en el sentido
que dan los fatalistas a ese término creyendo que los seres elegidos nada tienen que hacer sino dejarse estar en las manos divinas para que Dios les haga su trabajo. Si Fray Mamerto era
un predestinado, podríamos decir (aunque sea un absurdo metafórico) que se lo fue ganando día por día, hora por hora, instante
por instante, a fuerza de cuidarse para Dios destruyendo en sí
mismo lo que podía no llevarlo hacia El. Esa fue su virtud y su
virtualidad esencialísima. Todo cuanto podía hacer de sí estuvo
consagrado a Dios y a los hijos de Dios por el renunciamiento
de sí mismo y por la caridad; por el esfuerzo y la oración; por la
humildad y la obediencia; que son algunos de los elementos indispensables en la fragua del santo.
SUS APRENSIONES CONTRA LA VANIDAD
Pero de aquella misma vocación que lo llevaba hacia la santidad había de surgir para Mamerto Esquiú un problema moral
incisivo y tenaz, de apariencia insoluble: el de la vanidad precisamente ; el de la vanidad que, como forma primaria del orgullo,
que suele crecer cerca de las virtudes —como la mala hierba
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crece entre las rosas— para mostrarlas luego (a las virtudes)
no como frutos de la caridad gratisdata de Dios, sino como ganancias personales del hombre.
Ser santo, entre otras cosas, es —según se nos dice por voz
autorizada— vivir la inocencia. Y vivir la inocencia es ignorar el
mal. Pero ignorarlo no es desconocerlo. Los que de tal manera
lo ignoran son los tontos. Los santos tienen la intuición del mal;
saben que existe pero no lo perciben de modo sensorial —si cabe
la expresión— porque están defendidos de ello por sus virtudes.
De tal manera, la inocencia está lejos de ser lo que llamamos
ignorancia. Por el contrario, es una de las formas de la sabiduría y quizá la más alta porque es como un reflejo de la Sabiduría
verdadera que es Dios, o que está en El y solamente en El.
Mas el saber es, de hecho, un don intelectual, el que más
puede conducir al hombre a los deslices de la vanagloria. Tal era
el riesgo que Mamerto Esquiú debió enfrentar (y lo enfrentó
a diario) cuando la obligación sacerdotal de la predicación o las
necesidades de orden público le imponían tareas relacionadas con
el intelecto.
Sus dotes de orador creaban en su entorno el natural elogio
de cofrades y amigos; el juicio ponderativo de los doctos; las loas
del periodismo; el asombro de la feligresía; la admiración unánime del pueblo y aun el eco lejano de su fama creciente en toda
la República. Sin duda esto era justo y merecido, pero creaba
en su entorno esa especie de asedio rumoroso que suele despertar y remover el envanecimiento en todo ser humano. Y este era
el gran problema, el único problema de carácter moral que obsesionó al preclaro franciscano.
El deber lo llevaba al ejercicio de la elocuencia para fines
muy altos pero que, de algún modo, conspiraban, dentro de su
conciencia, contra su voto de humildad y por lo tanto contra un
derecho irrenunciable de su alma. En su Diario de Recuerdos
se lee: “Una cosa siento que es mala y sin embargo no la remedio (pero puedo hacerlo con la ayuda de Dios) y es el orgullo
que en todo se muestra en la pintura de este abominable YO”.. .
Este es un testimonio irrecusable (porque está en unas páginas equivalentes a una confesión cuyo destinatario era el P.
Reinoso Juan Bautista, a quien dedica su primer cuaderno), un
testimonio elocuente de que el más obsesivo temor del P. Esquiú
era el de la soberbia. Su lucha sin desmayo, su lucha épica, contra el demonio de la vanidad, está documentada en muchas paginas de ese Diario íntimo; y no sólo en él sino también en su
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correspondencia. Además se percibe a través de sus actos más
significativos, aquellos en que triunfa su humildad sobre la tentación de los honores, aun los más legítimos, merecidos y justos.
Menciono a este respecto, su voluntaria reclusión en Tarija por
la que logra aislarse del mundo que ha querido retenerlo (este
es su pensamiento) en las redes del éxito, de la notoriedad y de
las honras. Aludo también a su renuncia a la encumbrada jerarquía eclesiástica —el arzobispado de Buenos Aires— que rehusa
en 1872 y también a la del obispado de Córdoba que elude en 1879,
decisión de la cual debe desistir más tarde, en acto de obediencia, cuando el Nuncio Apostólico le informa que “es voluntad
del Papa que el P. Esquió sea obispo”.
En todos estos gestos puede verse de manera palmaria las
agallas de santo —si cabe la expresión— que tenía el humilde
franciscano para huir de las glorias de este mundo y silenciar
él mismo, con su ausencia, los ecos de la fama que lo estaba
cercando.
Pero donde culmina su proceso de purificación por la humildad, por el renunciamiento o la auto-privación, es en su decisión
de desterrarse de una vez para siempre del mundo intelectual
en que su fama —luego de haber cubierto la República y trascendido a los países de América y el Viejo Continente— refluía
hacia él como marea amenazando destruir los baluartes fundamentales de la salvación y anegar los caminos que podían conducirlo hacia la santidad.
Renuncia a la oratoria que era su más visible condición natural, una aptitud ingénita, y —a los ojos del mundo— el sello
de su personalidad, el signo por el cual se destacaba en el conglomerado social de primer plano.
Este renunciamiento no es, como puede suponerse, el más
fácil. Por el contrario, es la más dura prueba a que podía someterse un hombre que parecía nacido precisamente para la elocuencia.
La oratoria es un arte ubicable en el linde que separa las
artes del actor de las del escritor. Fray Luis Córdoba que era
también un orador y escritor empeñoso dice —ocupándose de
Esquiú justamente— que la elocuencia “es uno de los más grandes
dones que Dios concede, en el orden natural, a la criatura humana”. Manuel Gálvez, en cambio, y como él muchos otros, habla de
la oratoria como de un género muy secundario. Sin embargo
Bossuet (con quien ha sido comparado Esquiú) sobrevive en
la historia gracias a sus discursos. Como quiera que fuere, la
oratoria es una forma de expresión literaria por la que el pen-
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Sarniento puede alcanzar resonancia inmediata. Necesita, eso sí,
del espacio y la acústica para esplender y persuadir encantando.
Esquiú tenía ese don. Y no puede dudarse de que debía sentir placer en cultivarlo. Pero precisamente por esta circunstancia
(porque le complacía, porque era fuente de placer en sí misma)
la oratoria entrañaba para Mamerto Esquiú —o podía entrañar— gérmenes conducentes a la delectación y, por ella, al orgullo
personal y a los engaños de la vanidad.
Sus escrúpulos eran extremados, sin duda, pero un discípulo
de Francisco de Asís no iba a andarse preocupando de pequeños
escrúpulos cuando de salvar su alma se trataba. Y sobre todo
cuando se trataba de merecer a Dios. Su determinación de prescindir de la oratoria clásica sacrificando el don de la elocuencia
que nutría su íntima proclividad al arte, debió significar un gran
desgarramiento dentro de su pasión y su conciencia. No tanto
porque ello indicara prescindir de las satisfacciones exteriores
del éxito, cuanto porque traía aparejada una profunda amputación interna: la de las facultades creadoras de que estaba dotado para el arte de hablar.
EL PEREGRINO DE LA SANTIDAD
Ya se había revelado Fray Mamerto como un gran orador
a través del sermón predicado en 1851 en honor del seráfico patriarca San Francisco, cuando el gobernador de Catamarca, don
Pedro Segura, le pide que pronuncie un panegírico de la Constitución que el Congreso reunido en Santa Fe acababa de dictar.
Por dos veces rehusa el sacerdote ese honor que se le acuerda
en plena juventud (tiene 27 años), pero frente a un tercer requerimiento, en que median amigos personales, y acaso el mismo
Guardián de su Convento, Fray Mamerto resuelve pronunciar el
sermón en la Iglesia Matriz de la provincia al culminar los actos
celebratorios del 9 de julio de 1853.
Es presumible que la negativa inicial se debiera a la humildad que le caracteriza. Pero también es dable colegir que
gravitara en ella su resistencia natural a asumir tal responsabilidad en un procedimiento de carácter político. Se trataba,
además, de una Constitución de corte liberal que establecía la
libertad de cultos aun cuando en su Art. 2? establecía taxativamente: “El gobierno federal sostiene el Culto Católico Apostólico Romano”.
No sabemos si estaba el P, Esquiú totalmente informado
de los entretelones que precedieron a la aprobación de nuestra
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Carta magna. Pero se sabe, sí, que los sucesos de la guerra civil
afligían hondamente su corazón piadoso ligándolo al dolor de
los hogares que visitaba a diario y que, desde pequeño, había
visto angustiados por las alternativas de ese luctuoso despedazamiento. Tal debió ser el primer acicate para la aceptación
de un encargo como el que se le hacía y que él juzgaba acaso
superior a sus fuerzas. Fue en todo caso su contribución de patriota y religioso, a una necesidad urgente de la Patria: la causa
de la pacificación.
Por cierto que en su estado de conciencia, de conciencia
sumida en la humildad, ni siquiera podía imaginar que a raíz
de sus palabras habrían de consagrarlo ulteriormente con un
título augusto; el de Orador de la Constitución.
Dentro del marco de estas reflexiones sería ocioso el análisis de aquella excepcional pieza oratoria. De ella han hablado
cientos de autoridades críticas. Sólo he de referirme al último
discurso de carácter político que pronunciara Esquiú el 8 de
diciembre de 1880. Con tal sermón cerraba Juan Mamerto el
periplo de su predicación como orador. Se celebra ese día la capitalización de Buenos Aires y la unidad política del país en un
común cuerpo federativo.
Es un cuarto de siglo el que ha pasado desde aquel su famoso panegírico de la Constitución, y es ésta su última peroración de carácter patriótico. Otro Esquiú es el que habla. Su
oratoria aparece despojada de las frondosidades literarias que
habían enjoyado sus piezas anteriores. Pero es más límpida en
su simplicidad. Este cambio responde —nos parece— a su deliberada intención de omitir adornos prescindibles dando su pensamiento como una gota de agua, claro, puro, desnudo y transparente. Porque, entre tanto, un cambio muy profundo se había
producido en su mundo interior.
En efecto, dos décadas atrás, había recogido su humildad
y se había marchado al ya citado pueblo de Bolivia como un
proscripto huyendo de la gloria del éxito (cosa por lo demás
que nunca había buscado) para entregarse a la predicación del
evangelio, a la meditación y a la plegaria.
Allí —en Tarija— está solo con su soledad. Nadie sabe
quién es, excepción hecha del guardián del convento a quien
pide guardar su identidad en reserva. De tanto en tanto, cuando
llega su turno, sale de aquel refugio con paredes de adobe (donde el silencio es lo único que se oye, donde la soledad es como
un páramo asistido de lejos por Dios y por los astros) y se va
a revelar, entre una reducción de indios matacos, la palabra
de Cristo.
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Esta predicación, despojada de todo ornamento verbal, simple, clara y dichosa como el rumor del agua entre los riscos,
es la que sale ahora de sus labios. El orador de la Constitución
ha arrojado de sí toda grandilocuencia. Queda en él solamente
el orador confidencial de Dios.
Cuando en 1874 le llega en forma de cédula oficial la comunicación del gobierno argentino ofreciéndole el cargo de arzobispo a fin de proponerlo ante la Santa Sede, pide un término
para responder. Al cabo de dos meses contesta agradeciendo tan
noble distinción pero “haciendo formal, deliberada e irrevocable
renuncia de la alta dignidad que se le ofrece” y expresando que
ha tomado esa resolución “por amor bien entendido a su patria
y por sus deberes con Dios y con su Iglesia”.
La forja ha concluido. La humildad ha triunfado. La santidad lo espera. En adelante, nada logrará modificar un alma
así templada y un día morirá como los santos de que nos habla la Leyenda Dorada, predicando el amor de Jesucristo, la
verdad de la Verdadera Vida, en un humilde rancho de la Posta
del Suncho.
Es difícil hallar un caso análogo en la Iglesia de nuestro
Continente. Difícil encontrar una ofrenda más íntima y preclara de virtud personal; una más acabada donación, que la
de este varón americano que renuncia a sí propio, a su recogimiento, a un aislamiento que le es imprescindible, para darse
en presencia y en obra a su país y que después renuncia a su
presencia para que otros también puedan darse a su vez.
Toda la vida de Mamerto Esquió es ese ejemplo de abnegación constante: un huir obstinado de la gloria del mundo a
fin de que la gloria de Dios esplenda sola y única; o a fin de
que su patria sea reflejo de la gloria de Dios.
Tal fue la fragua de la santidad en Fray Mamerto Esquiú
cuya causa de beatificación continúa en los estrados de la Iglesia
de Roma.
JUAN OSCAR PONFERRADA
* Fray Luis Córdoba, El Padre Esquiú (vida, virtudes y fama de
santidad y milagros del siervo de Dios), Ed. Inst. Gráfico Pereyra, Córdoba, 1926.
*** Manuel Gálvez, La vida de Fray Mamerto Esquiú, Edic. Argentinas “Cóndor”, Bs. As., 1933.
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CANTO A STELLA MARIS
/
Al principio del mundo se cernía
el aliento de Dios sobre las aguas
para infundir su soplo a la materia
y dar forma a la sombra de la nada.
La tierra estaba envuelta en sus pañales:
la mar inmensa, acariciante y plácida;
Dios la vistió de un manto policromo
y a la mar convirtió en una esmeralda;
y mandó florecer el firmamento
de innumerables margaritas pálidas,
que se deshojan sin cesar, quedando
con sus corolas trémulas intactas.
Puso entre todas una estrella hermosa
que presidiera el mar: es la más blanca,
lirio del cielo y de la mar estrella,
perla de luz, pimpollo de fragancia.
Para Ella es el arrullo de los mares
de terciopelo con las brisas mansas,
y por Ella florecen de magnolias,
cuando los riza juguetona el aura;
y, si chasquea el látigo del rayo
sobre su lomo arqueado en las borrascas,
¡para la Reina fúlgida del cielo
son una fiera, que a su modo canta!
II
Antes que florecieran las estrellas
y entreabriera sus párpados el alba
de la creación, y su primer latido
— 44 —
diera el mar con sus olas en la playa,
en la mente de Dios estuvo Ella
como un mensaje de la, luz increada:
Flor que nos diera su divino fruto
sin dejar de ser flor, la más gallarda;
pródiga estrella, que acaricia siempre
con materna pupila, y siempre intacta;
y, al marchitarse las constelaciones,
que cual jazmines sacudidos caigan,
sobre la tierra nueva y nuevo cielo,
y sobre el mar eterno de las almas
la Stella Maris brillará más bella,
trocada en realidades la esperanza!
III
Madre de la Luz increada,
que la recibes de ella,
y por túnica sagrada
vistes el sol, coronada
con diadema de una estrella;
las olas besan tus plantas,
—pedestal de inquieta espuma—,
y juntas las manos santas,
y en las pupilas levantas
la oración que se rezuma;
para cantarte me allego
al arrullo de tus olas,
de la tierra me despego,
y mar adentro navego
con ansias de barcarolas.
(La media luna se llega
al horizonte marino
como vela, que navega,
y en tímidas luces riega
la indecisión del camino…)
Así en medio de tus mares,
que los astros acribillan,
te consagro mis cantares
como al pie de tus altares,
donde mil luces te brillan.
Y a tu luz siento un sosiego
tan profundo como el mar,
y a la placidez me entrego
de mirar, mientras navego,
— 45 —
revuelto un mundo estelar;
y por momentos vacilo,
muriendo en Ti mi desvelo,
y gozando de tu asilo,
si navego en mar traquilo,
¡o navego por el cielo!
IV
—Pleglaria simple.—
Madre y estrella de marinos,
que con tu manso reverbero
das el seguro derrotero
a donde acaban los caminos;
voy entre tristes peregrinos
hacia la paz de tu Lucero,
donde está todo lo que espero
de lo terreno y lo divino.
Dame tu amparo en la tormenta,
y pon el fin a ese desvelo,
que el corazón experimenta
hasta que cumpla con su anhelo
sobre esa cruz, que en nuestro cielo
de clavos de oro se sustenta.
P . ALFREDO MEYER
\
DONDE NO HAY CASUALIDAD
(La historia del ‘Titanic’)
A Emilio y Beatriz Cura,
con gratitud y estima
Belfast recibió con excitación y orgullo el anuncio de que la
“White Star Line” había elegido los talleres de una empresa local, la “Harland & Wolft”, para la construcción del Titanic.
Ello significaba que el bastión protestante de Irlanda tendría
el privilegio de contar como obra propia la más preciosa joya
de la ingeniería naval de ese tiempo: con su casco de 269 m. y
un desplazamiento de 66.000 ton. el navio sería, con mucho, el
de mayor porte, y también el más veloz, seguro ganador de la
“Cinta Azul”, que anualmente premiaba el cruce más rápido del
Atlántico.
Al hacerse público el proyecto se supo que los constructores
pensaban dar tal lujo y refinamiento a la primera clase que se
convertiría en seguro foco de atracción para cuantos brillaban
en el gran mundo por su riqueza y distinción. Pero había algo
más, y lo más importante: el buque sería insumergible. Un sistema de compartimientos estancos, dieciséis en total, le permitiría continuar a flote aunque el casco sufriese serias averías.
Una nave insumergible llenaba de secreta complacencia a los
hombres de entonces y expresaba magníficamente el alma y las
aspiraciones de la época, la “belle époque”, satisfecha y segura
de sí misma, y firmemente persuadida de que el hombre había
tomado por fin las riendas de la naturaleza y de la historia y
era entonces posible prescindir de Dios. Este había sido justamente el lema de la Exposición Universal de París: “Podemos
prescindir de Dios”, y esta convicción había decidido a los propietarios de la “White Star” a imponer el nombre Titanic & 1 coloso de acero. Según narra el mito, los gigantescos Titanes,
rebeldes, insolentes y confiados en sus propias fuerzas, se ha-
— 47 —

cosas no han cambiado) sometida a un régimen de humillación y rigor. Para exasperar a los
trabajadores católicos, los reformados comenzaron a pintar en
el casco del buque inscripciones que hacían burla de la Iglesia
y el Papa. Con gran regocijo, ateos y anarquistas entraron en
el juego y extendieron a Dios y a Cristo el alcance de las blasfemias. Poco tiempo después los flancos del gigante insumergible lucían, de uno a otro extremo, leyendas como “Ni el mismo
Cristo lo hunde”, “Ni la tierra ni el mar pueden engullirlo”,
“Ni Dios ni patrón”, y en caracteres gigantescos, sobre la línea
de flotación, “Ni Dios ni Papa”. Como se ve, variaciones sobre
un mismo tema.
Por fin, el 31 de mayo de 1911 fue el momento de botar la
nave. La multitud entusiasta y arrobada que asistió a la ceremonia pudo observar que la última capa de pintura no había
logrado cubrir las leyendas burlescas y desafiantes. Pero muy
pocos consideraron esto como un signo de mal agüero, pues el
ambiente era de seguridad y confianza.
Un cuarto de siglo más tarde, el novelista y dramaturgo
inglés J. B. Priestley asistió a la botadura de otro gigante del
mar, el Queen Mary, y bajo el influjo del climax emocional escribió un ensayo en que compara la construcción de estos colosos
de acero con la edificación de las catedrales del Medioevo: ambas empresas ponen en juego la inteligencia y el esfuerzo de la
comunidad y ambas producen nobles creaturas en las que cada
época se puede reconocer. El escritor inglés concluye que podemos sentirnos orgullosos de tales logros triunfales de la ingeniería y de los hombres que los saben llevar a cabo. Pero luego,
en su drama Llega un Inspector mostró la desesperación en el
alma de nuestros contemporáneos, orgullosos de sí mismos y
de las obras de sus manos, que el Dios de las catedrales manda
no adorar. Hay evidentemente algo flojo, algún punto débil, en
el razonamiento del británico, y si damos con él tendremos una
— 48 —
visión del Titania que escapó completamente a la multitud ganada por la euforia y la admiración aquel ya lejano 31 de mayo.
Es cierto que ambas empresas, la edificación de las catedrales y la producción de los colosos metálicos, son menos obras
de personas aisladas que de una comunidad cuya alma expresan.
Mas la valoración última de cualquier acto humano surge teniendo en cuenta la finalidad que dirige esa acción, y es claro
que el fin de quienes construyeron aquellos templos es diametralmente opuesto al que provoca nuestras grandes realizaciones
técnicas. El impulso ascencional de las catedrales proclama la
voluntad de glorificar a Dios, mientras que estas obras modernas sirven a la exaltación del hombre.
Y ya que el fin es la más importante de las causas, la diferencia de finalidad necesariamente afectará a la calidad misma
de la obra. Esto puede ser constatado en el presente caso. Las
catedrales fueron edificadas por hombres que no sólo intentaban glorificar a Dios sino que también eran capaces de percibir
el juego fuerte y suave de la Sabiduría Divina en lo creado.
Por ello el gótico no se impone a quien lo contempla como algo
gigantesco y poderoso, antes bien salta a la vista un cierto carácter etéreo de la obra a la vez vigorosa y ágil, sólida y flexible.
Los ingleses han acuñado la expresión exacta para designar
esta peculiaridad de los templos medievales: “frozen music”.
Las duras piedras han sido adelgazadas hasta límites inverosímiles porque el artista no intentó mostrar ante todo el dominio
rígido de una masa enorme, sino que el soporte material fue
utilizado para sugerir la luz inteligible y dinámica que con su
incesante juego sostiene y gobierna todo lo real.
Esto se halla necesariamente ausente de las obras modernas: quien no quiere glorificar al Artífice debe cerrarse al reconocimiento de su plan en la obra y rechazar siempre la idea
directriz y principio de unidad que hace de la realidad un cosmos en lugar de un caos. Los artefactos que llenan de orgullo
a nuestros contemporáneos no nacen de la contemplación sino
de su opuesto, la ceguera sistemática ante cualquier orden y ritmo de las cosas. Y por ello la construcción de tales obras exige
la aplicación violenta de un esquema rígido, a priori, que sofoca
y ahoga todo dinamismo natural.
El hombre está sin duda alguna llamado a avanzar en el
dominio de la naturaleza. El mandato del Génesis: “Creced,
multiplicaos y señoread la tierra”, lo obliga gravemente a la creatividad. Pero ésta es colaboración con el Creador: San Pablo
nos advierte que somos coooperadores de Dios y nuestro trabajo
sólo puede ser fecundo y producir obras magnas y duraderas
— 49 —
si sabemos sintonizar con la Sabiduría que estaba presente “cuando Dios asentó los cielos y trazó un círculo sobre la faz del
abismo”. Nada de esto sucede con los “triunfales logros” de
nuestra tecnología; ellos son cada vez mayores, más potentes
y veloces, pero su crecimiento es unidimensional; el avance siempre se da en el plano ele la cantidad. La falta de perspicacia de
sus artífices los convierte en gigantes con pies de barro porque
nadie puede impunemente ignorar los ritmos, armonías y elementos activos que constituyen la delicada trama de lo real.
En el ensayo arriba mencionado, el escritor inglés asevera
que los colosos de nuestra ingeniería parecen hechos por seres
mayores y mejores que nosotros y entonces resulta difícil imaginar que uno podrá reservar pasaje y cruzar el Océano en esas
ciudades flotantes. La verdad nos obliga a decir lo contrario: ese
universo de maquinarias y artefactos concreta las aspiraciones
del hombre que quiere por sus solas fuerzas romper sus límites
y ser más que hombre, superhombre. Esta pretensión es la fatal
desmesura, la “hybris” de la tragedia griega, que lanza a la
ruina a quien había pretendido alzarse contra Dios y “ser como
Dios”.
La muchedumbre que aquel día de primavera de 1911 saludó
el nacimiento de la “noble creatura” plasmada en los astilleros
de “Harland & Wolft” como el símbolo de la exaltación humana,
prestaba muy poca atención al desenlace de la historia de los
Titanes: sus fuerzas se mostraron insuficientes y en castigo a
su insolencia y rebeldía resultaron precipitados en el abismo. Los
protestantes, que tanto se jactan de conocer la Sagrada Escritura, tendrían que haber advertido que los Titanes son el equivalente pagano de los Gigantes bíblicos cuyo sino trágico expone
el Profeta Baruc: “Perecieron por falta de sabiduría, por su
locura perecieron” (Bar. 3: 28).
Cumplidas las pruebas en agua, el buque zarpó de Southampton el 10 de abril de 1912 rumbo a Nueva York, con escalas en
Cherburgo (Francia) y en Cobh (Queenstown, Irlanda). Llenos de satisfacción, los directivos de la “White Star” proclamaban
que la jugada comercial había sido fantástica: un pasaje de ida
en la más lujosa suite de primera costaba 50.000 dólares de
hoy, y con todo la primera estaba atestada por altos funcionarios
del gobierno, miembros del Parlamento, magnates de la industria y el comercio (entre ellos, el famosísimo millonario yankee
John Jacob Astor), artistas de renombre, estrellas del deporte,
conocidos periodistas: cuantos “debían” estar allí, allí estaban.
Había también otros que no tenían más remedio que encontrarse
a bordo, los irlandeses que, amontonados en tercera, dejaban
— 50 —
su país pauperizado por el amo inglés con la esperanza de una
vida mejor en el Nuevo Mundo.
En la noche del 14 de abril, bajo un cielo estrellado, el
Atlántico mostraba una calma total. De pronto, a las 23:40, el
vigía Frederick Fleet divisó un iceberg en la ruta del buque. Inmediatamente dio aviso y el oficial de turno mandó girar al máximo el timón y poner el retroceso. Cuando la colisión parecía
inevitable, el Titanic torció el rumbo y su estribor rozó la masa
de hielo. Los pasajeros apenas percibieron un ligero temblor
que en absoluto alteró la vida a bordo: la orquesta continuó la
ejecución de un vals de Lehar, otros siguieron jugando al bridge
en el salón de fumar, y los más ni siquiera alcanzaron a despertarse.
Nadie, como vemos, concedió demasiada importancia a esa
leve sacudida, pero la fortuna había jugado una mortal pasada
al orgullo de la “White Star”: la masa de hielo había desgarrado la banda del buque a lo largo de 90 m., con lo que sus
cinco compartimientos delanteros comenzaron a inundarse. Fleet
con su advertencia había condenado al Titanic pues si el hielo
hubiese sido embestido de frente, a pesar del tremendo impacto,
sólo una o dos secciones delanteras habrían sido inundadas,
y el navio estaba preparado para soportar la inundación de tres
y tal vez de cuatro compartimientos. Pero aquel desgarrón de
casi 100 m. había sido justo demasiado, y así un ingeniero de
la compañía constructora avisó al capitán Edward J. Smith que
el buque estada perdido pues el iceberg había sido tomado en el
peor ángulo posible.
Mala suerte… Shakespeare hace decir a uno de sus personajes que las desgracias nunca vienen aisladas sino en batallones. Aquella tragedia registró una larga y sorprendente lista de
nefastas “casualidades” y “coincidencias”. Veamos sólo algunas.
Cuando fue el momento de decidir el plan de construcción,
los ingenieros eligieron no emplear el sistema de doble espesor
para el casco, aunque la seguridad exigía la prolongación del
doble fondo a los laterales: tanto confiaban en la estanqueidad
de los compartimientos que consideraron el doble espesor un gasto
innecesario.
Tal mentalidad llevó a mirar los botes salvavidas como un
aditamento del todo prescindible y así, a desgano, consintieron
en poner veinte botes y lanchas, que alcanzaban para menos dela mitad del pasaje y la tripulación. Botado el navio, jamás
llegó a realizarse un ensayo de salvamento. Si ni Dios lo hundiría, ¿para qué perder tiempo?
— 51 —
En las horas previas a la colisión varios buques alertaron
al Titanio sobre la presencia de hielos en la zona. Pero el radiotelegrafista Jack Phillip se limitó a amontonar esos mensajes
en el ángulo de su mesa de trabajo sin hacerlos llegar al capitán.
Es que en aquellos días la comunicación inalámbrica era una
novedad y el pasaje de primera hacía llegar a la cabina de transmisión oleadas arrobadoras de salutaciones a parientes y amigos
en América y Europa, y Phillip, al límite de sus fuerzas, pensaba
únicamente en terminar su trabajo. La última advertencia provino del Californian, a muy pocas millas del nuevo trasatlántico,
pero fue una advertencia inútil pues el operador del buque alertado respondió bruscamente: “¡ No interrumpa!” y continuó mandando besos, abrazos y cordiales apretones de mano “a la Marconi”. Cuando por fin advirtió la necesidad de dejar a un lado
los mensajes triviales y pasar a sustanciales pedidos de auxilio
(creemos que tuvo el fatal privilegio de emitir por vez primera
la señal “S.O.S.”) el Californian no captó el mensaje: su radiotelegrafista, picado por la descortés respuesta del Titanio, se
había recostado sobre una litera a leer y el aparato quedó entonces en manos de un aficionado inexperto, quien no atinó a
dar cuerda al mecanismo de relojería indispensable para el funcionamiento de la radio.
Otro error decisivo fue el del navegante del buque. Equivocadamente había calculado la velocidad en veintiún nudos y así
durante mucho tiempo el radiotelegrafista estuvo proporcionando
una posición falsa. Producido el impacto varios buques se dirigieron a toda máquina al sitio indicado y, por supuesto, no dieron con la nave en peligro. Poco después de la medianoche, el
Titanio y el Californian llegaron a avistar cada uno las luces del
otro. Si este último hubiese acudido, todos se habrían salvado,
pero como la distancia entre ambos era, según la información
errónea, demasiado grande como para que pudieran verse, en
cada buque se pensó que el otro era un “navio misterioso” y el
Californian siguió su curso. Más tarde, cuando el Titanio lanzó
bengalas, el otro buque no reconoció la señal como un pedido de
auxilio.
Sí, las adversidades constituían un verdadero batallón y nadie tenía muy en claro cómo salir del atolladero. La orquesta, dirigida por el Maestro William Hartley, hacía cuanto podía para
mantener en alto los espíritus, y con irrealidad delirante dejaba
oír. alegres y bulliciosos rags. Si bien les sobraba empeño, los
músicos no conseguían su propósito porque el pasaje en absoluto
hacía caso de ellos; al contrario, se multiplicaban las escenas
de locura y horror.
— 52 —
Sin dejarse ganar por la desesperación general, oficiales y
marineros supieron mantener la cabeza fría y mostraron así un
criterio de admisión a los botes muy en consonancia con el espíritu del coloso: los viajeros de primera clase tuvieron prioridad
absoluta. El “mujeres y niños primero” no valió para los sufridos irlandeses y los dos tercios de estos niños encontró su tumba
en el mar. Los negocios son los negocios. Claro que no a todos
sirvió habérselas ingeniado para hacer pesar en su favor al
poderoso caballero Don Dinero: mientras se dirigía hacia una
de las lanchas de salvamento, un cable que acababa de cortarse
dio de lleno con gran fuerza sobre John J. Astor. Días después,
su cuerpo, horriblemente desfigurado, fue hallado flotando en
el lugar.
Cuando se hizo evidente que el fin se acercaba, la orquesta
abandonó el repertorio bullicioso y pasó a ejecutar los acordes
del himno “Más cerca, oh Dios, de Ti”. A las 2:20 de la madrugada se produjo un estruendo formidable; por un momento la
popa se alzó a una altura fantástica, e inmediatamente después
el gigante insumergible se clavó de proa en el abismo arrastrando
consigo 1.522 víctimas.
Uno de los afortunados sobrevivientes, Lawrence Beesley,
afirmó que la catástrofe excedía el alcance de nuestra comprensión. Que aquella obra maestra del ingenio humano hubiese
causado la muerte de tantos en su primera travesía a conse-
¡ cuencia de una seguidilla de adversidades, no entraba en la mente
de esos hombres que esperaban todo de la superioridad tecnológica y ponían en ella ilimitada confianza. Nos parece sin embargo que el significado de la tragedia es harto claro: una vez
más las fuerzas de los Titanes resultaron insuficientes y el castigo fue también en este caso la estrepitosa caída en el abismo.
Quienes atribuyeron el desenlace trágico a la ciega concatenación de los hechos dejaron de ver que esa concatenación no fue
en modo alguno ciega, pues detrás de toda “casualidad” está la
causalidad de la Primera Causa, que nuestro tiempo no quiere
tomar en cuenta. La gracia del poeta es decir más de lo que razona, y algo de esto intuyó José Hernández cuando, por boca del
gaucho y con la sabiduría del cristiano viejo, da la explicación
última de tantas cosas que nos parecen inexplicables: “Para
esplicar el misterio – Es muy escasa mi cencía – Lo castigó, en
mi concencia, – Su Divina Magestá. – Donde no hay casualidá –
Suele estar la Providencia.”
Y, es curioso, el mismo Marx, que nada tiene de cristiano
viejo y sí mucho de viejo odio a todo lo cristiano, afirma en sus
escritos que quien pretende levantarse desafiante hasta el cielo
—53 —
cae por su propio peso y se hunde en la ruina. En el poema “Invocación de un desesperado” blasfema: “Quiero construir mi trono
en las alturas”, parafraseando un pasaje de Isaías (14: 13), donde
el Profeta descubre los pensamientos del ángel rebelde. Pero
en “Oulanem” Marx proclama su voluntad de romper en mil
pedazos a fuerza de maldiciones este mundo para lanzarse de
cabeza al abismo. Apetece la nada, se deja ganar por la mística
de la disolución, porque en la ausencia absoluta de ser, espera
ser “libre”, librarse de Dios.
Misericordiosamente la Providencia castigó al buque blasfemo para plantarnos delante de los ojos que la ciega confianza
en las propias fuerzas vuelve al hombre ciego, y el ciego por
fuerza va a parar al pozo, como nos advirtió con toda claridad
el Señor : el 1 de setiembre del pasado año una expedición francoyankee a bordo del buque oceanogràfico Knorr pudo fotografiar
por medio de un robot, a cuatrocientas millas de la Terranova,
el casco del Tüanic y descubrió que está partido en dos a 4.000
m. de profundidad. Reflotarlo costaría una suma equivalente a
la necesaria para poner un hombre en la luna.
La lista de las coincidencias de aquella noche malhadada
quedaría gravemente incompleta si no atendiésemos a este llamativo hecho: el himno que cantó la agonía del coloso de acero
se deja hoy escuchar en nuestros templos. ¿Simple fruto del
azar, o también esto tiene, como tantas otras “casualidades”
en la presente historia, una precisa significación?
Si bien miramos, toda la música ejecutada durante estos
sucesos fue muy sugestiva. Cuando la nave rozó el iceberg, la
orquesta embriagaba a sus oyentes con el vals “Hora exquisita
que nos exalta”. El vals vienés, superficial, burbujeante y hedonista, había triunfado en la ya mencionada exposición parisina
que había levantado como lema su voluntad de prescindir de Dios.
Por supuesto, nada necesita de Dios, y menos de un Dios crucificado, quien goza de “vino, mujeres y canto”.
Los alegres y ruidosos ragtimes con que William Hartley
intentó evitar el pánico a bordo son un privilegiado indicio de
Ja conexión entre la falsa y ruidosa alegría exterior que nos
envuelve y la angustia y tristeza que sin cesar se levanta del
turbio fondo del alma moderna. Pero sin duda lo más sugestivo,
lo que más impresionó y quedó grabado en la memoria que nuestro tiempo conserva de ese hecho, es el himno religioso que
flotó en un ambiente cargado de tragedia, cuando muy poco
faltaba para que el gigante y la mayor parte de su tripulación
y pasaje fuesen devorados por el abismo. Hoy el “Más cerca, oh
Dios, de Ti” resulta familiar a cuantos asisten a la celebración
— 54 —
de la Santa Misa, y de este modo muchos, aún sin saberlo, hacen
eco con su canto a los acordes de aquella noche.
La letra del himno es correcta, pero no es a causa de la
letra sino de su música que se ha convertido en un favorito de
quienes dirigen el canto litúrgico: esa música se pega porque es
pegajosa, melaza pura. Es un testimonio más de la marea rosa
que nos invade, de la tendencia a disolver la fe en la sensiblería.
Dios dotó al hombre de sensibilidad y ésta tiene un papel
muy grande en la vida religiosa del viador. Nuestro Papa Juan
Pablo II ha dicho con razón que cada uno vale lo que vale su
corazón. La aceptación intelectual y volitiva de los dogmas no
extirpa esa zona intermedia en que la vida religiosa se hace
afectiva, cordial. Sin esto la fe no toma posesión de todo el
hombre y entonces no es posible “hacer la verdad”, dejar que
la verdad de la fe pase a través de la propia existencia para concretarse en obras por las que nuestra vida de gracia irradia
hacia el prójimo.
En el Evangelio y los escritos de los grandes místicos hallamos un empleo maravilloso de las imágenes, símbolos proyectados al infinito, capaces de entreabrir las profundidades del
misterio. Y la sensibilidad pudo ser potenciada hasta tales niveles precisamente porque fue negada, quebrantada por la penitencia. La extraordinaria delgadez de las piedras góticas significa el ascetismo cristiano; el impulso ascencional, la mística:
ambas van juntas.
Mas cuando el espíritu es sofocado por la carne, entonces
ya no hay misterio ni infinito al que aludir; quedan sólo el
hombre y el mundo, el hombre que con sus propias fuerzas, y
nada más que con ellas, intenta construir su reino en el mundo.
Este paso del asentimiento al sentimiento es la atmósfera
en que prospera el modernismo religioso, hoy llamado progresismo : esta pseudoteología enseña que la fe surge del sentimiento
religioso y cualquier dogma es sólo una formulación provisoria
de esta emoción primordial. Pero no nos dejemos engañar. Vacía todos los dogmas para introducir un nuevo contenido, la
adoración del hombre. Por simple exigencia de sus principios
el modernismo progresista es aliado del intento prometeico de
la modernidad. Esta es, nos parece, la razón por la cual aquel
himno se deja hoy escuchar en templos donde con frecuencia
sobra ruido y falta sacralidad.
A quien piense que forzamos la conclusión, simplemente
recordaremos lo ocurrido el 28 de enero del presente año con el
trasbordador espacial “Challenger”. Aquí también nos encontramos con una obra destinada a marcar un hito en el avance
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tecnológico, a la que también se dio un nombre de rebeldía (“Challenger” significa “Desafiante”), el fin fue igualmente ruinoso’
y otra vez el abismo devoró restos humanos y metal retorcido,
que se precipitaron en el mar tras una caída libre de 15 km.
Poco tiempo después del desastre, un sacerdote católico, un rabino y un pastor protestante de cierto tipo exhortaron, durante
el curso de una ceremonia religiosa, a los directores del programa
espacial a llevar adelante el proyecto “Challenger” para que en
el éxito de tal empresa fructificase el sacrificio de los infortunados tripulantes del trasbordador: un bello ejemplo de la religión
empeñada ante todo en promover la edificación de la ciudad
terrena.
Los que bendicen la construcción de la Torre de Babel sostienen que no podemos encastillarnos en el aislamiento; tenemos
que ser fieles al Señor, que vino por todos los hombres y no
rehusó tratar con publícanos y pecadores. Entonces nuestro lugar es junto al mundo, compartiendo sus angustias y aventuras.
Así es: Cristo se nos hizo prójimo por la Encarnación y quiso
nacer en un establo para indicar que no hacía ascos a nacer en
nuestros corazones manchados por el pecado. Sin embargo el
Señor jamás aceptó hacerse cómplice de nuestra suficiencia y
rebeldía ni nos estimuló a seguir por el camino ancho que lleva
a la perdición. El médico vino por los enfermos para sanarlos,
no para asegurarles que gozaban de perfecta salud. Y la Iglesia
continúa la obra de Cristo: ella corre hacia todos los hombres,
siembra a manos llenas, enjuga todas las lágrimas. Incluso acepta
gozosa la persecución porque sabe que entonces más que nunca
los ríos de gracia que proceden del Señor penetran la tierra para
transformarla y renovarla. Pero el Fuego de Amor que la urge
es también Espíritu de Verdad, y la Iglesia no deja de confesar
que sólo en Cristo el mundo puede encontrar equilibrio y los
hombres salvación. La Esposa del Señor se hace todo a todos precisamente porque sabe que cuanto no entronca con Dios hecho
hombre se derrumba.
El modernismo progresista tiene otro estilo. Ya no habla de
la necesidad de la conversión ni piensa que las solas fuerzas
humanas son insuficientes y no consiguen detener el torrente
de odio y destrucción que cae sobre el hombre cuando el hombre
se fía sólo de sí mismo. Por el contrario justifican y estimulan
los proyectos de los que pretenden romper su condición de creaturas. Y lo hacen, por supuesto, en nombre de su gran sensibilidad y compromiso con los hombres.
No alcanzamos a entender la misericordia de los que son
más misericordiosos que Cristo, ni la prudencia de los que se
— 56 —
tienen por más listos y sagaces que el Señor, aunque’ concedemos
que este procedimiento tiene sus ventajas: el progresismo permite obtener fácilmente el perdón del mundo y gana para sus
seguidores las treinta monedas de una vida burguesa.
El desenlace de empresas como las del Titanic y el “Challenger” nos advierte cuál ha de ser el fin de una civilización
que se levanta sobre el odio y la negación de Dios, y además
deja entrever cómo acabará la aventura teológica de los ideólogos de la Torre de Babel. También estos conocerán por experiencia propia que el ciego va a parar al hoyo.
Será una nueva “coincidencia”. Mas debemos atender a una
diferencia decisiva: no habrá esperanza de reflote para esta herejía y sus secuaces, porque el abismo que les está reservado es
mucho más profundo y oscuro que el sepulcro marino donde
yace quebrado el gigante rebelde al que ni Dios mismo podía
hundir.
P . CARLOS BIESTRO
San Rafael, Mendoza

— 57 —

SEMBLANZA
DE SAN JUAN DE CAPISTRANO
Homenaje a! Santo
en el VI centenario de su nacimiento
1. “MILICIA ES LA VIDA DEL HOMBRE…”
Ciertamente, los planes de Dios no son los planes de los
hombres. La broma que una vez el Papa Nicolás V le dirigió a
Fr. Juan durante el proceso de canonización de S. Bernardino
de Siena: “¿Quién se ocupará un día de tu canonización?”, suena
como un presentimiento de las no comunes dificultades con las
cuales debería luchar la canonización de Juan de Capistrano.
Mientras el proceso de S. Bernardino, gracias al incansable celo
del Capistonense —su dialecto amigo y compañero—, fue llevado a término muy pronto, hubo que aguardar 234 años para
la glorificación de nuestro Fray Juan! Intrigas, difamaciones,
críticas y calumnias demoraron la canonización. Hasta que Alejandro VIII, el 16 de octubre de 1690, lo enumeró entre los Santos. En verdad, aquel Pontífice mostró tener firme decisión y
recto discernimiento sobrenatural para proclamar Santo a un
Fraile que fue “signo de contradicción” como su Divino Maestro.
El Papa, con valor, hizo uso de su infalibilidad y lo colocó en la
gloria de los altares. Sin embargo, creemos que respecto al Capistranense, Juan Pablo II ha mostrado una devoción, si cabe, mayor
y más audaz: cuando el 10 de Febrero de 1984, con el Breve
Apostólico “Servandus Quidem”, proclama a San Juan de Capistrano celestial y universal Patrono de los Capellanes Militares
de todo el mundo, la noticia produjo estupor. ¿Es que alguien
todavía quiere ocuparse de las almás castrenses?! ¿Tiene algo
que ver el Cristianismo con la Milicia? Aun cuando no fuese el
Papa quien respondiese, ya lo hizo Nuestro Señor, hace 20 siglos, al comentar con admiración la actitud del Centurión Romano: “Jesús se maravilló de él, y volviéndose

— 59 —

le seguía, dijo: Os digo que ni en Israel he encontrado una fe
semejante” (Le 7, 1-10).
Hoy, tantos siglos más tarde, en la Santa Iglesia sigue
habiendo imitadores de Cristo en su amor por el Centurión del
Evangelio. Y el Sumo Pontífice les quiso dar un Protector Celestial: un espejo en el cual mirarse, un guía, un maestro, un
consolador, un aliado. Cuando el Santo Padre publicó la Constitución Apostólica “Spiritali Militum Curae”, del 21 de julio
de 1986, elevando a la altura de las Diócesis los Vicariatos Castrenses, el estupor que mencionábamos ha de haber llegado
a su culmen. No es la primera vez, ni será la última, en que un
aluvión de prejuicios, de escándalos farisaicos procesados por
inteligencias embotadas en un sentimentalismo pacifista, y desviaciones aún peores, levanten semejante polvareda. La Barca
de San Pedro no naufragará por ello
1.
Vale mucho más el parecer del extinto Card. Wyszynski,
Primado de Polonia: “Tenemos como verdaderamente feliz la
propuesta, y pensamos que S. Juan de Capistrano, fúlgido ejemplo de amor patrio, héroe legendario de la fe, heraldo de justicia
y de caridad también en tierras de Polonia, figura noble de soldado, Sacerdote y Caudillo Santo, puede ser guía segura, modelo
de santidad y de fortaleza, para todos los Capellanes Militares de
todo tiempo y de todo lugar”
2.
No es este el sitio para intentar una biografía. Recordemos
únicamente un par de hechos. La vida entera de Fray Juan tuvo
un único afán: la salvación de la Cristiandad en peligro. Desde
1386 hasta 1456, vive para enfrentar los peligros internos de
resquebrajamiento de la vida evangélica tanto en el pueblo como
en el clero, los brotes crecientes de herejía y de cisma, y las
continuas discordias intestinas entre los Príncipes Cristianos.
Peligro externo también: la ola expansiva del Islam, cuyos ejércitos hacen caer Constantinopla en 1453, cerniéndose amenazadoramente sobre Europa.
Ante los peligros interiores, decide junto con S. Bernardino,
reformar la Orden Franciscana, y en el Nombre de Jesús recorre
media Europa predicando intensas misiones populares, cumpliendo simultáneamente delicadas misiones políticas y diplomáticas de parte de Pontífices y Reyes.
1 Cf. A. Sáenz, S.J. La Caballería, Bs. As. 1982; E. Innocenti, “Vida
militar y Catolicismo”, Gladius 4, p. 85.
2 Cf. Di Vico, San Giovanni eia Capestrano. Profilo Storico, Roma,
1986, p. 44.
— 60 —
Italia, Austria, Alemania, Hungría, Bohemia, Francia, Flandes, Polonia y Tierra Santa, vibran al escuchar su voz. Se
condensan en él, como alguien ha dicho, los carismas de Sta. Catalina de Siena, de S. Vicente Ferrer y de S. Pedro de Alcántara.
Frente al Islam, predicará y conducirá una Cruzada. En
ello nos detendremos luego.
2. “GAUDETE IN DOMINO SEMPER. . .”
¿ Cómo era este Frailecito, para lograr conmocionar Europa ?
Físicamente, era de figura ascética: pequeño, magro, enjuto, consumido, con una expresión perennemente juvenil en el
rostro y de natural alegre.
Sus compañeros resaltan explícitamente su invariable serenidad. “No he visto nunca un hombre más alegre que él”, atestigua Jerónimo de Udine, “ninguno lo ha visto nunca triste;
siempre la misma expresión en el rostro… sereno, y de una
laboriosidad incansable”.
Evidentemente, lo ayudaba una feliz disposición natural.
Desde el vamos, era poco susceptible a los sentimientos melancólicos. No que le faltaran horas de abatimiento, pero se sobreponía con rapidez. Se mantuvo siempre como el hombre alegre
a ultranza, al cual ni la resistencia ni los fracasos fueron capaces de abatir, sino que por el contrario, acrecentaban su energía.
Sus compañeros más íntimos admiraban en él la diligente
utilización del tiempo, no menos que el trabajo tranquilo, ordenado, con pleno dominio de sí. Juzgaba de la mayor o menor
importancia de los trabajos, como escribe Jerónimo de Udine,
no sobre la impresión del momento, sino sobre una clara reflexión, manteniendo una impasible tranquilidad. Su correspondencia epistolar nos atestigua cómo sabía conservar la paz interior
en medio de grandes marejadas de trabajo. Siempre continuó
dedicado a escribir y polemizar, llevando sus obras más de 1S
volúmenes.
A despecho de bien amargas experiencias, creía más gustosamente en el éxito que en el fracaso. Algo semejante dicen
los contemporáneos de su amigo S. Bernardino de Siena. Ambos
poseían la bella herencia del Seráfico Padre San Francisco de
Asís: la santa alegría de los hijos de Dios (“la perfecta alegría”
— 61 —
franciscana). De Bernardino se dice que era siempre bromista y
reía con facilidad.
Hasta en el púlpito estos serios predicadores moralistas no
desdeñaban asumir en ocasiones un tono asaz gracioso. Cristóbal de Várese juzgaba que el rostro radiante de Capistrano
y la vivacidad de su espíritu hacían sus prédicas muy atrayentes.
Ni faltaba a veces el chispeante escozor de la ironía y la mordacidad. Nada más ajeno a él que el lúgubre rigorismo del jansenista o del puritano. Era, sin duda, exigente y severo desde el
púlpito, pero evitando los rasgos de una inútil dureza. Luego,
en el trato individual con cada alma, se mostraba suave y profundamente misericordioso.
No es maravilla que una naturaleza dotada de tal temperamento, hecha para la lucha y la acción, no escapase al reproche
de quienes lo consideraban irascible e impetuoso. Sin embargo,
nadie lo pudo acusar seriamente de aspereza. Su biógrafo no
deja de tener razón cuando dice que “Juan, el justo y misericordioso, montaba en cólera a la manera de los Profetas y de
los Apóstoles”.
Con la benevolencia y contento que siempre irradiaba de
su semblante —testimonio fiel de la paz de su conciencia—, fácilmente conquistaba el aprecio de todos, y sin dificultad se captaba la benevolencia y afecto de los que entraban en contacto
con él. Nadie le superaba en la intimidad y gozo con que trataba con sus Hermanos y acompañantes.
Era amable con todos y a su vez bien querido por todos,
excepto por los herejes, los usureros judíos y los enemigos de la
Iglesia, a los que, sin embargo, amonestaba y exhortaba caritativamente a la penitencia y a la conversión.
Tenía el don de lágrimas. En sus viajes misioneros más
allá de los Alpes, eran los enfermos quienes, junto a la predicación cotidiana, ocupaban la mayor parte de su tiempo. Todos
los días, una o dos veces, visitaba la larga serie de lechos portátiles, llegados de todas partes para oírle y demandar su bendición. Para los condenados a muerte reservaba toda la compasión
de su corazón. Su sola correspondencia es suficiente para desmantelar por siempre la Leyenda Negra urdida en torno a él
acusándolo de ser “un Santo de corazón de piedra”.
Siempre encontraba tiempo para el Breviario, y para dedicarse intensamente a la oración y la piedad hacia Nuestra Señora. Según la entusiasta descripción de su amigo y biógrafo
Nicolás de Fara, de todo el exterior de este hombre irradiaba
un alma santa, plena de alegría espiritual, tan visiblemente, que
— 62 —
en medio de una fila de frailes cualquiera hubiera sido capaz
de reconocer sin esfuerzo, cuál de ellos fuese Juan de Capistrano,
aunque no lo hubiese visto nunca3.
Hagamos aquí una breve disgresión sobre el humor, citando
un texto del P. Alberto Ezcurra: “Tener sentido del humor es un
buen signo de salud mental. Porque el humor, del que brota
la sana ironía, la risa fresca, la alegre carcajada, implica la percepción de lo absurdo, de lo contradictorio, de lo desproporcionado, de lo deforme. Y es condición imprescindible para esta
percepción el ser dueño de un intelecto sano, capaz de contemplar y comprender el ser en su armonía y en el resplandor de su
belleza (…) .
Dios se ríe del impío, dice la Escritura. Quien combate el
buen combate de la Verdad, necesita del humor como de un ingrediente imprescindible para la salvaguarda de su equilibrio intelectual, psíquico e incluso hepático (…) . Todo lo que es falso
y pecaminoso lleva el sello de lo satánico y, por lo mismo, participa irremediablemente de su carácter simiesco (…) . En el
buen combate es menester combatir con alegría (… ) serena y
profunda, propia de quien lleva en su alma como una semilla la
incoación de la gloria, la paz y el gozo de la victoria final”
4.
Esta luz, riente y amable, hace resplandecer la misma santidad, y resulta patente en el alma magnánima y desbordante
de oración inflamada de S. Juan de Capistrano. Es también el
caso, magnífico y cautivante, del espíritu teresiano, con su gracia, su donaire, su humorismo. Sta. Teresa introduce el humor,
con gracejo y atrevimiento, en el mismo ámbito de su trato con
Dios
B. S. Felipe Neri “escandalizó” a Roma con sus salidas ocurrentes. ¡Qué necesitada está nuestra generación —anegada en
tristeza, asfixiada de desesperación, prisionera de lo absurdo—
de esa ráfaga diáfana y purificadora, de esa libertad y jovialidad de espíritu que los Juglares de Dios, al estilo de San Francisco de Asís, vinieron a esparcir por el mundo! ¿Acaso es otra
cosa la fina y simpática ironía de un Chesterton o de un Castellani? ¡Es parte del oficio de ser “sal de la tierra”! No nos ha
de extrañar, entonces, que el Capistranense haya sido un imán,
cautivando con su personalidad ascética y jovial.
3 Cf. Hoffer, Giovanni da Capestrano, L’Aquila, 1955, pp. 367-370 y
533-540. Es la mejor obra, y casi exhaustiva, publicada hasta el presente.
4 A. Ezcurra, “Sobre el Humor”, Mikael 27, p. 80.
5 Cf. Humor y espiritualidad, Ed. Monte Carmelo, Burgos, 1982.
«=- 63
3. “¡DIOS LO QUIERE. ..! ”
Toda esta rica potencialidad, humana y divina, la volcaría
en su última y mayor empresa, la que labra definitivamente su
corona de gloria: La Cruzada.
Cuando en 1453, gracias a los boquetes abiertos por la artillería en el imponente lienzo de murallas de Constantinopla, cae
la Capital del viejo Imperio Bizantino, toda la Cristiandad comprendió que había perdido mucho más que una plaza fortificada.
“Desde el Danubio hasta el Litoral norteafricano, el corvo alfanje
de la Media Luna se enrojecía de sangre y amenazaba a la misma
cabeza de la cristiandad”
G.
Consciente del peligro, el valeroso Papa Calixto III publicó
una Bula que encendió en Occidente el antiguo entusiasmo de
las cruzadas. San Juan toma la decisión de predicar la Cruzada,
reclutando por ciudades y pueblos una legión de combatientes
y deshaciendo las enemistades entre los Caudilos cristianos. Tras
reunirse con el Legado Papal, el Cardenal español Juan de Carvajal, y con el Comandante húngaro Juan de Hunyades, cifró
todas sus ilusiones en marchar con el ejército cristiano al encuentro de los infieles, con la disposición de sacrificar en la lucha
si fuera preciso, su propia vida.
Ante Belgrado, el Sultán Mahomet II reúne 100.000 hombres y un parque de artillería de 300 cañones. La situación es
absolutamente desventajosa para los cristianos. Resulta fascinante el relato que hace de la batalla Fray Juan de Tagliocozzo, uno de los compañeros del Santo y testigo personal del
suceso: “Dominado el Santo por una confianza sobrenatural en
la victoria, condujo a la batalla a los cruzados con ardor y coraje
sobrehumanos. Cuenta el cronista allí presente cómo, durante
la acción naval, ganó el fraile capitán una altura visible a todos los combatientes, y desplegando la bandera cruzada y agitando la cruz, vuelto el semblante al cielo, gritaba sin descanso
el Nombre de Jesús, que era el lema de sus cruzados. Y cómo,
durante los días de asedio, vivía en el campamento con los suyos, sosteniendo su espíritu religioso como única moral de
guerra. Y cómo, al fin, en el asalto de la ciudadela, corría de una
a otra parte de la muralla, cuando la infantería turca escalaba
ya el foso, gritando él a lo más granado de los defensores:
‘Valientes húngaros, ayudad a la Cristiandad’ (… ) El y sus
frailes celebraban a diario la Misa y predicaban, y los combatientes, en gran número, recibían los sacramentos. ‘Tenemos por
6 García Villoslada, Historia de la Iglesia Católica, t. III, BAC, Madrid, 1967, p. 369.
— 64 —
Capitán un Santo y no podemos hacer cosa mal hecha’, decí

entre sí sus gentes. ‘Si pensamos en el botín y en la rapiña seremos vencidos’. Y todos le obedecían ‘como novicios’. El fraile
tenía sobre sus cruzados, al decir de los testigos, mayor poder
que el que hubiera tenido el propio rey de Hungría”
7.
Todo cuanto él hacía, quiso que lo hicieran a su vez los
12 Frailes Menores, que llamó en su seguimiento para que lo
ayudasen durante la batalla de Belgrado. He aquí el “decálogo”
que formuló para ellos
8.
— Amor a la Patria.
— Predicar el coraje y la resistencia.
— No tomar las armas contra el enemigo9.
— Curar a los heridos.
— Salvar las almas.
— Sepultar a los muertos.
— Calmar y componer las discordias.
— Espíritu de oración.
— Aceptar todo sacrificio por la causa justa.
— Actuar las obras de misericordia.
Muere poco después de la espléndida victoria de Belgrado,
contagiado por la peste al socorrer a los heridos del campo de
batalla. Era el 23 de octubre de 1456. Había ganado una victoria
más alta: había conquistado el Paraíso. Calixto III, en recuerdo
de la victoria, instituyó la fiesta litúrgica de la Transfiguración
del Señor (6 de agosto).
CONCLUSION: “SED IMITADORES MIOS COMO YO
LO SOY DE CRISTO…”
El 24 de junio de 1986 comenzaron en Italia los festejos
del VI Centenario del nacimiento de nuestro Santo. Excepto
alguna rara excepción, en la Argentina no se le ha dado la conveniente trascendencia al acontecimiento. Una mención o un
breve artículo en alguna revista y poco más.
En la Capilla del Colegio Militar de la Nación se celebró
una Misa solemne el 24 de junio. Apenas si con esto “se cubrió
el cargo”, como se dice en la jerga castrense. Y nos duele. Especialmente porque la figura del Capistranense es de notoria actualidad 10. Son tiempos muy recios, donde se necesitan “siervos
7 Año Cristiano, I, BAC, Madrid, 1966, pp. 643-44.
8 F. Di Vico, o.c., p. 40.
9 Cf. la idéntica doctrina de Santo Tomás en 2-2, 7.64, a.4. Se refiere
exclusivamente a los clérigos.
10 Mons. Graber, L’Apóstol d’Europa. S. Giovanni da Capestrano e tí
nostro tempo, L’Aquila, 1974.
— 65 —
I <
muy siervos de Dios”, y ya que El “tiene pocos amigos, que los
que tenga sean buenos”, como decía Sta. Teresa de Jesús.
Estamos enrolados tras el Estandarte de Cristo Rey, por el
bautismo y la confirmación. Y El nos invita a seguirlo hasta lo
más duro del combate, para luego acompañarlo a la gloria, nos
dice S. Ignacio de Loyola.
Tiempos recios, que lo serán más aún. El Arma Secreta a
nuestro alcance —repiten a tiempo y a destiempo S. Domingo,
S. Luis María, el P. Pió y Mons. Tortolo— es el Santísimo Rosario de Nuestra Señora: Lepanto y Viena, Lourdes, Fátima y
Pompeya nos lo demuestran.
La lucha seguirá, por la Iglesia y por la Patria, hasta que
veamos aparecer aquel Signo —por el cual venció Constantino—,
y el Hijo del Hombre vuelva en el esplendor de su Gloria (la
Gloria transparentada en la Transfiguración) a juzgar a vivos
y muertos. Entonces su Reino no tendrá fin.
Hasta ese Día —o hasta que la muerte nos dé el reposo—,
sin vacilaciones ni amarguras, debemos seguir adelante, oyendo
la voz de San Juan de Capistrano que nos grita, con el rostro radiante y nimbado de gloria: “¡Avanzad con seguridaxl en el Nombre de Jesús!”.
P . GUILLERMO A . SPIRITO
Capellán Auxiliar
Colegio Militar de la Nación

LA ENFERMEDAD DEL HOMBRE
MODERNO
El autor de las presentes reflexiones, Giuseppe Vattuone,
es un profesional dedicado a la neuropsiquiatría, residente
en Roma. Laureado en medicina en Génova, ocupó el cargo
de asistente en la clínica de enfermedades nerviosas y mentales de la Universidad de Roma, especializándose luego en
electroencefalografía en la Nervenklinik de Friburgo en
Breisgau (Alemania). Es perito de oficio en la Sacra Romana Rota. Autor de numerosos libros y artículos sobre su
especialidad, ha accedido gentilmente a responder diversas
preguntas que el P. Alfredo Sáenz, durante su estadía en
Roma, le dirigiera, en forma de reportaje [N. de la J2.] 1. Quizás nunca la libertad haya sido tan exaltada como en
nuestra época. ¿Cree Ud. que el hombre de nuestro tiempo
entiende bien lo que es la libertad?
R. No me resulta fácil contestar en pocas palabras una pregunta que requeriría extensas consideraciones. Trataré de responder, desde el punto de vista que es el mío, a saber, desde
el dato científico experimental, sintiéndome absolutamente libre
de toda coacción, proveniente del materialismo que ahora domina.
Un análisis experimental de lo que es el hombre descubre en
él una cierta infinitud. Y en este sentido me animo a decir que el
hombre es un ser infinito. Para evitar equívocos, expliquemos
lo que aquí entendemos por “infinito”.
Infinito es, por cierto, uno solo: Dios. Sin embargo, constatamos que en el hombre se da una velocidad inconmensurable
tanto en el pensamiento como en otros campos. Frente a tales
inconmensurabilidades, que superan los límites extremos habitualmente concebibles, no sabríamos cómo especificar mejor los
fenómenos excepcionales, que caracterizan al hombre, fenómenos
— 67 —
extraños a la materia y sostenidos por el espíritu, si no con el
término, analógicamente entendido, de infinito 1.
En el marco de la actual guerra mundial que conduce el
cientificismo materialista contra todo intento de afirmar la espiritualidad y trascendencia del hombre, creemos necesario recurrir al uso de los. términos finito e infinito, para facilitar la
comprensión científica del hombre, de su libertad y responsabilidad.
El hombre se nos muestra como una unidad libre, en colaboración y jerarquía, de cuerpo, espíritu, pensamiento y ambiente. Nace totalmente ignorante (no existe herencia mental
o de ideas), y sólo a partir de su nacimiento, en virtud del
espíritu, va construyendo el propio pensamiento personal, uno
y único, abierto al infinito y libre, en colaboración y jerarquía,
que se expresa con la “palabra” (pensada, oral, escrita, obras, acciones y silencios), y que trabaja a velocidad infinita y en contemporaneidad de infinito.
Para colmar su continua y siempre nueva ignorancia, el
hombre va adquiriendo, mediante el pensamiento, la -propia natural conciencia de ser grande al infinito así como se hace consciente de su infinito deseo de conocimiento; por lo cual su vida
es un continuo movimiento de conquista de conocimiento desde
sí hacia el ambiente, y un continuo acto de libertad desde sí, al
infinito, provocando de este modo un ininterrumpido movimiento
del ambiente hacia él.
Mediante este complejo flujo y reflujo de movimientos, incesantemente el hombre va acrecentando el caudal de su conocimiento, se va haciendo juez libre de sí y del ambiente, al tiempo
que determina las leyes para vivir en el ambiente, en total
correspondencia con el plano vivo de Dios de conservación y acrecentamiento del hombre, manifestado en el instinto de la propia
existencia. En esta tarea, incluso la aparición de elementos negativos con relación a la propia existencia no deja de ser útil.
1 Para mejor entender la calificación de “infinito” que el Autor en
diversos lugares atribuye al hombre o al pensamiento del hombre, de modo
que no se dé lugar a confusión alguna, podríamos decir, recurriendo al lenguaje de la escolástica, que el hombre es infinito en potencia —a diferencia
de Dios que es infinito en acto—, en el sentido de que ha sido llamado a
cierta infinitud, llamado a participar en la vida divina. Dios ha puesto en
el hombre una “potencia obediencial” merced a la cual éste se ha hecho capaz
de no tender en vano a alturas a las cuales de por sí jamás hubiera podido
acceder. El Autor recurre a la palabra “infinito” para expresar la inefabilidad y trascendencia del hombre y de sus potencias; la emplea principalmente para afirmar la inconmensurabilidad, la infinitud del hombre en Dios
sobre el plano científico experimental, desenmascarando así la falsedad de
la “ciencia” materialista (N. de la R.).
— 68 —
Cuando el ambiente exterior llega al hombre mediante el
pensamiento infinito de otro hombre, entonces hay un encuentro
recíproco de infinitos, una impactante conmoción (de cum-movere: mover juntamente) : el uno va hacia el otro, en un don
recíproco de conocimiento.
¡Tengo lo que he dado!, decía el poeta.
En síntesis, el hombre es una continua libertad y conciencia
de sí mismo en conquista de amor, libertad que le permite establecer su siempre nueva unidad libre consigo mismo, con ios
hombres, con el universo, con Dios. Incluso la propia ignorancia
es vista con amor, cual invitación al conocimiento.
Sólo en la enfermedad mental, el hombre pierde su conciencia de grandeza infinita, la libertad de su pensamiento respecto
de sí mismo se cierra en sí, en la negación de sí, en el miedo de
sí y del ambiente, disociándose de sí y del ambiente.
Frente a esta naturaleza del hombre libre y liberado de sí
mismo, naturalmente orientado hacia los demás, según la enseñanza de Jesús crucificado, el hombre “moderno”, desde Lutero
en adelante, consideró que el ambiente era más grande que él
mismo, tuvo miedo y, consecuentemente, entendió la propia libertad únicamente como libertad respecto de los demás, para
defenderse de los demás.
Baste recordar el difundido error científico de la vida concebida como lucha por la existencia, como si la vida no hubiese
nacido y no naciese, siempre, de la colaboración del amor2.
De aquí, la libertad entendido como libertad de Roma, del
Papa, del Rey, del Noble, del trabajo, de los tabúes…, de Dios.
Así se ha llegado a sancionar, incluso por ley del Estado,
la libertad de la mujer de matar al propio hijo que ha concebido,
considerado enemigo mortal. Se ha llegado al Estado laico, que
se libera de Cristo, de Dios, eludiendo la responsabilidad del
amor hacia los ciudadanos.
Por eso el hombre vive contra natura, con el miedo de dar
al infinito, con el miedo de Dios, que le pide amar. Y a este
miedo y a esta fuga llama libertad.
A través de contradicciones, que sería largo enumerar, en
el curso de cinco siglos, el hombre ya no sabe lo que es la verdadera libertad, la libertad de sí mismo, al infinito, en Dios.
2 Cf. G. Vattuone, Un falso scientifico, Ed. del Centro di Comparazione
e Sintesi, Rivista Responsabilità del Sapere, voi. LI-LII, Roma, julio-dic.
1957, pp. 269-274.
— 69 —
2. ¿Entonces, para Ud., el hombre moderno tiene alma de esclavo, es un hombre servil?
R. Exactamente, como el mismo hombre moderno pareciera
pretenderlo.
El hombre que pretende ser materialista, de hecho, según
la naturaleza de la materia limitada y determinada, estará necesariamente sujeto al límite material; no puede jamás ser infinito, no podrá tener libertad.
Y ello tanto más cuanto que la ciencia experimental materialista, con sus sedicentes grandes descubrimientos, que no son,
en realidad, sino errores científicos, ha dado su aval al límite
material del hombre:
a) La herencia psicológica, mediante la cual se quería hacer al hombre —que nace sin pensamiento y constituye su pensamiento después de nacer— esclavo del pensamiento de los padres;
b) la evolución, que lo hace esclavo de un proceso material;
c) el determinismo del ambiente, material y de pensamiento,
que coacciona la conciencia y el comportamiento del hombre;
d) la vida como lucha por la existencia, en el férreo ciclo
del odio (lucha individual, del liberalismo; lucha de clases, del
marxismo, etc.) ;
e) el inconsciente, que hace del hombre un títere en manos
de un misterioso titiritero;
f ) el determinismo de los instintos, sobre todo del instinto
sexual, para justificar su anulación en la masa (Marx), etc.
Tenazmente, el hombre materialista ha sugerido a la filosofía y a las otras ciencias, las técnicas del límite, de la lucha
y de la muerte, transportando al plano individual las viejas luchas entre reinos y pueblos: cada hombre enemigo del otro, en
las revoluciones, en los asesinatos, incluso de los propios hijos.
Por esta buscada esclavitud científica, el hombre, con lógica coherencia, se sirvió de su inferioridad para negar la propia
directa responsabilidad y para justificarse por aquello que no
hace.
Si un estudiante, por ejemplo, es bochado en el colegio, la
culpa será de los padres o de los maestros; si es esclavo de la
droga, la culpa será de la sociedad; si se enferma de la cabeza,
la culpa será de los otros, etc.
Al mismo tiempo, para poner otro ejemplo, al gestionar el
seguro total de su salud, se autodefine incapaz (en los casos
normales) de arreglarse por sí mismo.
— 70 —
Este hombre moderno, esclavo y gozador de la propia esclavitud, vive en continuo estado de defensa, por miedo al ambiente
y a su propia responsabilidad.
El miedo de sí es la gran enfermedad del hombre moderno.
La mayor ofensa que se le puede inferir al hombre moderno
es decirle: “¡Eres grande al infinito!”. Porque de allí proviene
su infinita responsabilidad.
3. Parece extraño, pero el gusto libertario moderno ¿no le parece que tiene alguna semejanza con el grito del pecado angélico:
Non serviam! y es un dramático y colectivo consenso a la tentación demoníaca: Eritis sicut dii?
R. Su pregunta, después de haber puesto sobre el tapete el tema de la “libertad”, como síntoma, nos hace entrar en el campo
de los “por qué”.
Los ángeles, en verdad, fueron las primeras “creaturas libres”: espíritus puros inmortales, sabios, que vivían en paz,
en la luz infinita de Dios, Padre amoroso.
Uno de ellos era su Jefe, el Príncipe de la Luz, Lucifer. Tratemos de penetrar en su interioridad.
Lucifer había vivido libremente en la propia filiación, en la
propia cualidad de creatura libre de Dios, tanto que jamás había tenido la menor duda sobre su grandeza infinita en Dios,
jamás había tenido necesidad de proyectos, viviendo bajo el ojo
omnisciente de Dios, jamás había tenido nada que esconder de
Dios, no tenía miedo de Dios.
i J
Sólo que un día, en su inteligencia infinita, Lucifer se dio
cuenta de que él, creatura libre, no tenía una ciencia exhaustiva
del universo creado, ni de los “por qué” de lo creado, de que no
sabía todo sobre su propio ser, sobre su nacimiento, sobre Dios.
En el discurso íntimo de la palabra pensada, a velocidad
infinita y en contemporaneidad de infinito, Lucifer, no sólo libérrimo sino también sapientísimo gracias a la sabiduría infusa,
se reconoció, con injusto dolor (era creatura y, como tal, era
natural que fuese ignorante) infinitamente ignorante, y tal que
jamás habría podido “comprender” (de “comprehendere” = contener) a Dios.
No fue Dios quien buscó la confrontación, fue Lucifer.
Lucifér fue presa del miedo de la propia ignorancia, miedo
injusto, porque era creatura, le faltó el deseo infinito de conocer
a Dios y, por primera vez, se sintió creatura libre disociada del
— 71 —
Padre (-primera disociación de la historia de una creatura libre).
Había mirado al Padre desde fuera, ya no era unidad en comunión con el Padre.
Y, naturalmente, quedó aterrorizado por la perenne presencia del Padre omnisciente en su conciencia. También el Padre,
por primera vez, parecía mirarlo desde fuera, disociado de él.
Y sintió, inmediatamente, un nuevo miedo: el miedo de Dios,
ahora que se experimentaba extraño al Padre.
Sin más, su ignorancia infinita de creatura y su miedo de
creatura, hicieron que considerase al Padre como culpable de haberle dado la libertad infinita de la ignorancia infinita.
La libertad, don de Dios, se convirtió en la persecución del
Dios omnisciente, y su miedo de Dios creció hasta transformarse
en terror al Dios omnisciente.
Lucifer, en su lúcida conciencia de hijo de Dios, de creatura libre de Dios, de creatura sabia de Dios, hubiera podido
arrodillarse y pedir perdón a Dios; pero no era ya libre de ser
grande al infinito en Dios, en la primera incomunicabilidad de
la historia de las creaturas libres.
De ahora en adelante, ya no era iluminado sino enceguecido
por la luz del Dios inescrutable; no podía ya liberarse del miedo
de la propia ignorancia infinita ni del miedo de Dios. Lucifer
fue el primer esclavo de si mismo en la historia de las creaturas
libres.
Entonces se encontró solo, con la conciencia de la propia
ignorancia y del miedo de la propia ignorancia, ciego al conocimiento de su realidad de creatura libre, y a velocidad infinita
y en contemporaneidad de infinito, en el discurso íntimo de la
palabra pensada, se cerró en la contemplación de su propia inteligencia infinita, que lo persuadió a ser autónomo, haciéndose
regla de la verdad, en confrontación con Dios. Y se puso la máscara de Dios: non serviam!
Lucifer, ya vuelto Satanás, quiso tener alguien sobre el cual
prevalecer, para poder perderlo, y fue así que repropuso a Adán
y Eva, sapientísimos, inmortales, conciencias pacíficas de creaturas libres en Dios, su mismo iter maldito: su comprobada ignorancia de creatura, su miedo de la propia ignorancia de creatura,
el deseo innatural a una creatura de colmar su ignorancia de
creatura: eritis sicut dii!
Adán y Eva conocieron así lo que ignoraban: la disociación
de Dios, la ignorancia total, el dolor, la muerte. Gracias a Dios
intercedió la Redención.
— 72 —
Sin embargo el hombre moderno ha querido prescindir de
la Redención. Como apóstata que es, consciente de su propia infinitud en Dios por la revelación de Cristo, dolorosamente penetrado por la omnisciencia de Dios, mientras más avanza en la
conquista del conocimiento de la materia limitada y determinada,
más ignorante se descubre y su deseo infinito de conocimientos
se convierte en su tormento y su condena. Nunca más tendrá
alegría. Como si él tuviera que crear, no teniendo sino que descubrir las leyes de lo creado.
Satanás se le presenta con su mismo proceso, lo hace resplandecer ante su propia inteligencia infinita y logra que se
enamore, como Narciso, de sí mismo, de sus inventos técnicos,
maravillosos por cierto, si bien continuamente superados por él
mismo en su carrera contra la ignorancia, lo encierra en el límite
de la materia (hedonismo y poder material), de modo que se
engañe creyendo no ver más su propia ignorancia y, por fin, le
ofrece la corona, para que él, con sus propias manos, se la ponga
en la cabeza: “Yo como Dios”.
A semejanza de Satanás, el hombre moderno odia al Dios
omnisciente. El hombre moderno es el esclavo de Satanás, que ríe.
h. En el contexto de lo que Ud. me está diciendo, recuerdo ahora
que Marcel afirmaba que la “libertad de pensamiento” no era
sino una expresión de la soberbia
R. El “libre pensamiento” supondría un hombre capaz de
inteligencia infinita y de libertad infinita, al punto de ser autor
y juez de sus propias leyes, gobernando así de manera autónoma
su propia existencia.
En este caso, el hombre debería conocer todo el bien y todo
el mal, para poder, automáticamente, en cada instante, a velocidad
infinita y en contemporaneidad de infinito, elegir sólo el bien para
su existencia, en respuesta al instinto u orden vital de la conservación de la propia existencia. El hombre, para gozar del “libre
pensamiento” debería ser omnisciente.
Pero, según ya hemos visto, el hombre recién nacido es totalmente ignorante, como lo muestra la experiencia, y debe modelar
su pensamiento, propio y personal, uno y único y, como tal, diferente de hombre a hombre. Además, un hombre ignora el pensamiento de otro hombre.
Nacido ignorante, mientras más estudia, el hombre ve crecer
la propia ignorancia. De la ignorancia, el error del hombre:
errare humanum est!
— 73 —

Por eso el hombre tiene necesidad de cambiar frecuentemente sus propias leyes, porque al hacerlas a menudo se equivoca. Sólo Dios no ha tenido necesidad de modificar las leyes
del universo ni los mandamientos.
La afirmación, por tanto, del “libre pensamiento” es una
afirmación contra la naturaleza del hombre ignorante, una máscara vara cubrir la -propia conciencia de ser ignorante y el propio
miedo de ser ignorante.
En realidad, el hombre, mediante su pensamiento libre y
abierto al infinito, se forma la conciencia natural de ser grande
al infinito en Dios, y nunca puede equivocarse engrandeciéndose
más y más, ya que no puede llegar a ser más que el infinito que
Dios ha destinado para él.
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El hombre puede equivocarse sólo haciéndose pequeño, inferior, como Satanás, por causa de la propia ignorancia, hasta
convertirse en esclavo del propio miedo de ser creatura libre e
ignorante.
Entonces, como hemos visto, se pone la máscara de la soberbia, del “libre pensamiento” : eritis sicut dii.
La llamada “soberbia” —así como el “libre pensamiento”—
es siempre la máscara que cubre el miedo del hombre ignorante.
El hombre que se sabe “grande” no tiene necesidad de jactarse de ello.
5. Entrando en un plano más histórico, ¿qué relación encuentra
TJd. entre la exaltación de la libertad y la protesta de Lutero?R. La exaltación de “libertad respecto de los otros”, propuesta
por el materialismo renacentista (“chi vuol esser lieto, sia: di
doman non v’é certezza!), conduce, como ya lo hemos dicho, al
error de la libertad de los esclavos.
Todos los “grandes” del Renacimiento eran católicos, que habían recibido de la Iglesia la enseñanza acerca de lo infinito y
de la libertad responsable del hombre, en base a la Suma Teológica
de Santo Tomás y a la Divina Comedia del Dante, obras ambas
que presentan a Dios como el último fin.
Pero poco a poco el hombre fue teniendo cada vez más miedo
del ascenso y de la ascesis, se fue creando el miedo de la propia
ignorancia, el miedo de sí, el miedo de Dios, como si razonara más
(¡él, que se estaba volviendo racionalista!), al punto de poner
sobre la propia ignorancia infinita la máscara de Dios, con ocasión del primer gran error moderno del “libre pensamiento”, que
— 74 —
Implica la abolición del concepto universal de jerarquía, la abo-
( lición de Dios.
Lutero, que en términos psicopatológicos ya vivía como esclavo del miedo de sí, para buscar una explicación y justificación
de su propia esclavitud de conciencia y de su propia incapacidad
para una verdadera ascesis, tomó al vuelo el “libre pensamiento”,
y endosando la máscara de grandeza, sostuvo la “libertad respecto
de los otros” (de Roma, del Papa, del Magisterio, etc.) y no resí pecto de sí mismo.
Lutero no ama, odia. Su misma vida privada es un derrumbe
progresivo de su señorío sobre sí mismo y de su libertad respecto
a sí mismo, de esa libertad que había jurado a Cristo, en la libre
elección de la Cruz.
Luego, en la ilusoria tentativa de excluir toda responsabilidad suya directa, inventó el segundo error fundamental del hombre
moderno: la negación del libre albedrío.
i Satanás había inventado el error del libre pensamiento; Lutero agrega el error del servo arbitrio, realizando la perfecta
contradicción entre el pretendido propio libre pensamiento y la
negación de la propia libertad.
Su negación de la propia libertad, su reconocimiento del propio miedo de no ser libre de sí, tal es la base psicológica de la
protesta de Lutero contra lo externo, contro los “otros”. De ahí
¡ que su protesta haya asumido conocidos perfiles políticos, ruinosos para Europa y para el hombre arrastrado por el error.
Los obispos y los teólogos católicos alemanes, que permanecieron fieles a Roma, consideraron personales y pretextuosas,
intrínsecas a su conciencia esclava, las motivaciones “externas”
de la protesta de Lutero. Tan alemanes como él, también ellos advertían los males del tiempo y de la Iglesia, pero los veían con
amor por el hombre, por la Iglesia, por Cristo, en la libertad de
sí mismos, en la visión única del amor de Cristo.
i La protesta de Lutero fue, por tanto, la manifestación de la
insuperable protesta contra sí mismo, de su no aceptación de sí
mismo, la máscara, para no verse a sí mismo.
6. También el proceso antropocéntrico de los últimos siglos, pasando por el Iluminismo y la Revolución Francesa, a pesar de
la aparente exaltación del hombre, parecería estar en relación
r con su degradación…
R. Exactamente. Aquí se cumple aquello de: Post hoc, ergo
propter hoc!
— 75 —
La reducción del hombre en el límite de la materia sufre de
una contradicción fundamental. El infinito, de hecho, contiene en
sí la libertad.
Se dice que el hombre es infinito y libre. Bastaría decir: el
hombre es infinito, abierto al infinito.
Por tanto, cuando se niega el infinito y Dios, no se puede
hablar de libertad del hombre, materia forzada y determinada
(“chi vuol esser lieto, sia: di doman non v’è certezza”).
La historia moderna —siguiendo el filón materialista que se
ha hecho predominante— es un error continuado en el error de
la libertad de los esclavos.
Como ya lo hemos dicho, la ciencia experimental materialista
se jacta de haber demostrado la total esclavitud del hombre (herencia psicológica, evolución, determinismo del ambiente, inconsciente, lucha por la existencia, democracia, Estado laico, exclusión del infinito, de Dios). Todos errores “científicos”.
Aquello que no alcanzó Lutero fue completado por Marx, que
anula al hombre en la masa (y anula a Dios), y por Freud,
que anula al hombre en el inconsciente (anulando a Dios, que es
conciencia).
7. Esta clausura del hombre en sí mismo, ¿no ha encontrado una
expresión en el ámbito de la psiquiatría?
R. La concepción materialista del hombre ha llevado a la
actual quiebra de casi todas las psiquiatrías y psicologías en
vigencia.
En efecto, la llamada “Psicología Clásica” hacía de la
“mente” o “psiche” o “pensamiento” un producto bioeléctrico,
bioquímico, del cerebro material, limitado y determinado, y dirigía al cerebro la cura de la enfermedad mental.
El Psicoanálisis y derivados por el estilo, sobre la misma
base materialista, reducen al hombre al inconsciente y al determinismo de los instintos, de la evolución, etc.
En realidad, la Psiquiatría, como rama de la medicina, desde
el punto de vista médico, no conoce la anatomía, la fisiología de la
llamada “psiche”. Repitamos: la anatomía y la fisiología de
la “psiche”.
El “gran” Jung escribía: “Nosotros no sabemos lo que es la
psiche más de lo que sabemos qué cosa es la vida. Se trata de
misterios, que se interpenetran mutuamente y nos dejan en una
incertidumbre absoluta respecto de la cuestión de hasta qué punto

— 76 —

yo soy el mundo y hasta qué punto el mundo soy yo”. Y prosigue:
“Todo científico libre de prejuicios admitirá que la psiche es una
estructura extremadamente compleja. En el grado en que se
puede estudiar desde un punto de vista biológico, tratando de explicarla en términos de factores orgánicos, se nos muestra circundada por otros infinitos enigmas, cuya solución tiene exigencias
que ninguna ciencia, singularmente tomada, como la biología, está
en condiciones de satisfacer”3.
Refiriéndonos a estas palabras hemos escrito: “Jung define
su ignorancia total acerca del misterio de la ‘psiche’. Nos preguntamos: ¿es científico proceder a llamados descubrimientos o inventos sobre el plano de la ignorancia? Adviértase bien que esta
ignorancia científica de Jung es la misma de Freud, de Adler y
de todo el mundo científico médico, que se interesaba por el hombre y la enfermedad mental”
4.
En consecuencia, como se comprende bien, la enfermedad
mental es la gran desconocida y su presunta curación es puramente empírica, según las varias interpretaciones, cual lo demuestra el fracaso mundial de casi todas las psiquiatrías.
No sólo, sino que tales psiquiatrías son también un continuo
sugerir al hombre interpretaciones de sí contra natura, con repercusiones sociales negativas, de alcance internacional incalculables.
Repitamos, pues, ¿ qué es la “psiche” o “mente” o “pensamiento” ? ¿Qué es la enfermedad mental? ¿Científicamente, experimentalmente?
8. Como psiquiatra, ¿piensa Ud. que el hombre moderno es un
hombre enfermo? Y, en tal caso, ¿cómo caracterizaría tal enfermedad? ¿Cuál sería su diagnóstico clínico?
R. El hombre moderno materialista, indudablemente, vive
en continua contradicción consigo mismo: por un lado, el límite
y el empeño de la materia, por el otro, el misterio de su “psiche”
o “mente” o “pensamiento”, que escapa a toda directa observación suya y que, sin embargo, es el testigo de su ignorancia infinita, al punto de que ya no puede huir más a sí mismo.
No han pasado tantos años desde que vimos cómo se diluía
la pretensión luciferina —yo como Dios— de los hombres a la
conquista de la luna, al tomar inmediata conciencia de los límites
del espacio. El mismo quehacer atómico parece convaldiar la nega8 Jung, Inconscio, occultismo e magia, Newton Compton, 1976, pp.
191-203.
4 G. Vattuone, II fumo di Jung, en Seminari e Teología 11 (1979) 42-54.
— 77 —
tiva de su poder satánico, que recae sobre él; su mismo poder
excepcional de infinito está contra él, contra el hombre moderno.
Por eso, el hombre moderno, hemos dicho, vive de miedo de
sí, miedo del límite que ha querido y que no querría, porque
tiene miedo de su infinitud. Y en el colmo de la vileza, se tapa
los ojos, para no verse.
En el año 1984, un gran neurólogo, catedrático, a una pregunta acerca del infinito, respondía:
—”¿ Y el infinito individual, la supervivencia, la eternidad?
—”No creo en estas cosas… pienso que todos hemos venido
de las estrellas y tornaremos a las estrellas. Es justo que, en un
determinado momento, cada uno de nosotros termine el ciclo de
una eternidad cósmica y colectiva”.
Esto significa no querer ver ni siquiera el infinito del propio pensamiento y reducirse a las estrellas, materia incandescente, limitada y determinada, sin querer preguntarse al menos
cómo y por qué.
En consecuencia, el hombre del límite, desesperado, intenta,
continua pero inútilmente, romper el límite con el alcohol, la droga, el deporte, la música aullada, el sexo, el dinero, el movimiento,
la velocidad, los rascacielos, el llamado éxito.
Al mismo tiempo, el hombre moderno, inseguro de sí, es el
hombre más asegurado de todos los tiempos, desde la cuna al
ataúd, pero de los “otros” (el revés de la libertad de los otros), del
Estado, reconociéndose incapaz de valerse por sí mismo, desde
la cuna al ataúd. El hombre moderno es el hombre de la “pensión”,
por lo cual, a los veinte años ha ya definido en el límite su mañana,
también económico y social.
Todo el mundo capitalístico asegurativo, comprendido el Estado, bajo el signo del progreso y de la libertad del miedo, vive
sobre el miedo del hombre, que es fomentado con cuidado: segurridad obligatoria, miedo obligatorio.
El hombre moderno tiene miedo del trabajo y lo elude, tiene
miedo de la propia casa, de la propia ciudad, se evade y muere
en automóvil… divirtiéndose.
El hombre moderno evita e ignora al prójimo; ni siquiera
cuando se topa con él le dice: “Buenos días”! Han pasado ya los
tiempos en que cuando dos se encontraban por la mañana se
daban un saludo simple, pero que rompía los límites de la tierra
y del cielo: “¡Alabado sea Jesucristo!”.
— 78 —
El hombre moderno tiene miedo del amor y se limita al sexo,
tiene miedo de los hijos y los mata en el seno.
El hombre moderno tiene miedo de sí y se declara inferior
a todos sus ignorantes antepasados, los cuales asumían por sí mismos la responsabilidad de toda la vida al infinito, y acaba por
suicidarse.
El hombre moderno tiene miedo de la verdad y responsabilidad del arte y se apacienta con lo abstracto, con la nada, como
con la nada de tantos “juguetes” técnicos que pronto tira.
El hombre moderno, clínicamente, es un disociado deprimido
en fuga, agravado por el hecho de que sabe que posee el infinito
que se quiere negar.
Pero su infinito, que es Dios, espera la revancha del hombre
sobre Satanás.
9. Finalmente, ¿cuáles son, a su juicio, los remedios a esta enfermedad social, que ha hundido sus raíces en el alma del
hombre de nuestro tiempo?
R. El remedio de fondo es evidente: volver a la realidad de
la conciencia del hombre.
El hombre debe reconquistar la verdadera conciencia de ser
grande al infinito y libre hasta Dios, para reconstruir su unidad
libre, en colaboración y jerarquía, consigo mismo, con los hombres,
con el universo, con Dios.
Desde el punto de vista médico, la ciencia experimental libre
de la coacción materialista debe llevar la guerra al seno mismo
de la ciencia materialista, para revelar la falsedad científica del
hombre “moderno”, la moderna falsificación del hombre.
El hombre debe retomar el coraje del infinito, en la alabanza
a Dios.
GIUSEPPE VATTUON

— 79 —

TIEMPO
El hombre es criatura de memoria y esperanza. Por
esos dos polos gira su mundo de tiempo. Por esos dos polos
se cierra el círculo del tiempo, símbolo de eternidad. La
Iglesia, peregrina, expresa sobre el acorde de la memoria
y la esperanza su palabra eterna: la palabra que dice el día
al día y el año al año. Ahora en Adviento, espera lo que
guarda en su memoria, conmemora lo que guarda en su
esperanza: anuncia el nacimiento de Cristo, que ha sido,
y recuerda la segunda venida, que será. Memoria y esperanza eficaces, que se abrazan como la misericordia y la
verdad, como la paz y la justicia; pasado y futuro intemporales, que expresan el presente; conmemoración y anuncio
que velan, que revelan la Presencia, en medio del Canon.
CARLOS A . SÁENZ
LA RELIGION POLITICA
Louis Salieron es una de las figuras más significativas del catolicismo francés contemporáneo. Su labor
intelectual ha sido y es intensa. Colaborador asiduo de
“La Pensée Catholique”, “Itinéraires”, “L’Aurore” y
otras publicaciones periódicas, ha escrito iambién varios libros sobre temas espirituales, políticos, económicos y sociales. Entre otros podemos citar: “La Terre
et le Travail”, “La France est-elle gouvernable?”,
“Autorité et commandement dans l’entreprise”, “Le
fondament du pouvoir dans l’entreprise”, “L’organisation du pouvoir dans l’entreprise”, “Libéralisme et
socialisme du XVIIIe
siècle à nos jours”, “La Nouvelle
Messe”, “Ce qu’est le mystère à l’intelligence”, “Foi…”
etc.
Es difícil poner título a un artículo en el que se propone
examinar una cuestión difícil y cuya dificultad radica precisamente en el hecho de que ningún vocablo puede precisarla ni
evocarla con exactitud. Lo que yo querría encarar ahora no me
resulta perfectamente claro. Se trata de la idea que como referencia suprema se impone a la acción política en el plano nacional
o internacional en un época dada, sea que esta época englobe décadas o siglos o hasta milenios. Se puede hablar de ella empleando la palabra “legitimidad”, como yo mismo lo he hecho con
anterioridad. Se puede decir también “religión”, como igualmente
ya lo he hecho. Podría recurrirse al lenguaje filosófico, recurriendo a los términos de “substancia”, “esencia”, “principio”,,
“impulso vital”, etc. O podría atenerse a la simple palabra “verdad”. La variedad del vocabulario disponible deriva del hecho
de que la cuestión puede ser abordada desde los ángulos más
diversos.
Mi punto de partida es una comprobación. Yo compruebo que
en Francia hay una idea que es tenida por la verdad política y
que se impone siempre en definitiva como legitimidad, es decir,
como regla superior del derecho nacional que el poder político
impone a su vez a todos los ciudadanos mediante el aparato de-
— 81 —
:sus instituciones. La referencia suprema que constituye esta
idea se encarna en una palabra que puede cambiar. Durante
mucho tiempo fue “república”, después “democracia”. “Socialismo” va tomando luego la delantera cada vez más. El paso de
una palabra a otra se atenúa mediante combinaciones. Se habla
de “democracia social”, de “socialismo democrático”, de “socialdemocracia”, de “república democrática y social”, etc.
¿Cuál es entonces esa idea?
¿ Cuál es la idea que está en el corazón de la república, de la
democracia, o del socialismo?
¿Cuál es esta idea que, en Francia, es, políticamente, constitutiva de la legitimidad?
Aparentemente, la respuesta a todas estas cuestiones debería encontrarse en la Constitución. Pero nosotros hemos tenido
ya no sé cuántas Constituciones, y su número mismo prueba que
ellas no han tenido otro objeto que adaptar a las circunstancias
un aparato institucional que no pusiese jamás en tela de juicio
la idea constitutiva de la legitimidad. Esta idea es la de la Revolución, es decir la que provocó la Revolución y que ésta proclamó
•en 1789.
La Constitución del 4 de octubre de 1958 declarólo en su
preámbulo: “El pueblo francés proclama solemnemente su adhesión a los Derechos del Hombre y a los principios de la soberanía nacional, tal como han sido definidos por la Declaración
de 1789, confirmada y completada por el preámbulo de la Constitución de 1946”. Un siglo antes, después del golpe, de Estado
-del 2 de diciembre de 1851, la Constitución del 14 de enero de
1852 declaraba:
“El Presidente de la República, considerando que el pueblo
francés ha sido llamado a pronunciarse sobre la resolución siguiente:
“El pueblo quiere el mantenimiento de la autoridad de
Luis-Napoleón-Bonaparte, y le confiere los poderes
necesarios para hacer una Constitución de acuerdo con
las bases establecidas en su proclama del 2 de diciembre” ;
“Considerando que el pueblo ha respondido afirmativamente
por siete millones quinientos mil sufragios,
‘”Promulga la Constitución cuyo tenor es el siguiente:
“Art. I 9 ) —L a Constitución reconoce, confirma y garantiza
los grandes principios proclamados en 1789, y que son la
base del derecho público de los franceses”.
— 82 —

En síntesis, la legitimidad nacional es “los grandes principios” de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, del 26 de agosto de 1789, ulteriormente puesta a la cabeza
de la Constitución del 3 de septiembre de 1791:
“Art. 1) —Lo s hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos (… )
“Art. 3)—E l principio de toda soberanía reside esencialmente en la Nación (…) .
“Art. 6) —L a Ley es la expresión de la voluntad general
(…)” , etc.
Más o menos modificados en su expresión con el curso de los
tiempos, estos grandes principios no han cambiado jamás en su
substancia. Desde 1789 el Poder es legítimo en Francia cuando
procede de los individuos por elección y reconoce los Derechos del
Hombre.
¿Entonces, dónde está la dificultad? En el plano constitucional no la hay, o sería insignificante. Pero nosotros advertimos bien, o mejor dicho sabemos, comprobamos que esta legitimidad constitucional no es la legitimidad suprema. No es sino
una legitimidad jurídica, la cual, en sí misma, depende de una
legitimidad superior, bien evocada, por lo demás, con los términos de “grandes principios”. Los grandes principios no se identifican con la Constitución, la fundamentan. Son de una naturaleza que no es constitucional o jurídica. Son de la naturaleza
de todo principio que sea “causa, origen o elemento constituyente” (Robert). Brevemente dicho, son de naturaleza filosófica,
metafísica, o religiosa.
Una palabra resume los principios constitutivos de nuestras
constituciones: la palabra Hombre. La legitimidad social radica
entera en esta proposición única: Todo poder viene del hombre.
Por cierto, una proposición tan general es ambigua y soporta
todas las exégesis posibles, pero su contexto histórico la hace
perfectamente clara. Hasta 1789, todo poder venía de Dios (omnis potestas a Deo) ; los “grandes principios” sustituyeron con
el Hombre a Dios como fundamento del Poder. La legitimidad
nueva fue radicalmente opuesta a la antigua. La democracia dejó
de ser una modalidad entre otras, tan legítima en sí como otras,
para la designación de los titulares del Poder; pasó a ser el gran
principio (filosófico, religioso) que fundamenta la legitimidad
del Poder1.
Cuando se tienen presentes en el espíritu estas consideracio1 Cf. “Las Dos Democracias”, de Jean Madiran (N.E.L.)
nes tan simples e incontestables, se comprende fácilmente la
historia de Francia desde 1789 a nuestros días.
Se la comprende ante todo en su vocabulario.
*
* *
p
Hemos dicho que la legitimidad se ha encarnado sucesivamente en la república, la democracia y el socialismo. Veamos
por qué:
1) La República — Políticamente, la Revolución de 1789
se manifiesta por el derrocamiento de la monarquía y la institución de la república. La palabra “república” encarna entonces
los grandes principios, que fundamentan la nueva legitimidad.
Frente a las restauraciones monárquicas y a los intervalos plebiscitarios que desequilibran más o menos el juego de dichos
grandes principios, la República es la palabra que congrega a
los que querrían fijar la legitimidad en las costumbres y en las
instituciones.
2) La Democracia — Consolidada por la victoria de 1918,
sin temer más a mayorías realistas en las elecciones. La República tiende a enraizar sus grandes principios en la Democracia
que es el vocablo aceptado por los anglosajones. La Sociedad de
las Naciones, nacida del tratado de paz, no podía vincular los
Derechos del Hombre y el régimen electoral a la República, con
lo que habría empezado por excluir a Gran Bretaña, su monarquía y su imperio. El mundo estaba maduro para la Democracia,
cualquiera fuese la denominación de los regímenes políticos que
se proclamasen. ¡Sea pues la Democracia! ¿La legitimidad francesa quería que se fuese republicano? Se lo será igualmente
siendo demócrata. A lo de “verdadero republicano” se añade lo
de “demócrata auténtico”.
3) El Socialismo — La derrota del nazismo en 1945 lW ó
al cénit el prestigio de los Estados Unidos y de la U.R.S.S., pero por múltiples razones, bastantes evidentes, fue la U.R.S.S. ia que más provecho obtuvo entre nosotros. El “socialismo” devino así la quintaesencia de la legitimidad republicana y democrática. Evocaba el “trabajo” más que la “ciudadanía” y corresponde, por otra parte, a una situación social en que los problemas -económicos dominaban sobre los problemas políticos. Un verdadero republicano, un demócrata auténtico no podía ser sino socialista.
4) La legitimidad — Si bien la República, la democracia y el socialismo encarnaron sucesiva y sintéticamente la legitimi-
— 84 —
dad, esta palabra dejó de ser usada durante un siglo y medio.
Al comienzo, la República no la necesitaba. Pasada la aventura
napoleónica, Talleyrand asoció la idea de legitimidad a la monarquía tradicional. La palabra quedó ligada al fenómeno dinástico. Sin embargo, como era necesario que el Poder y su ejercicio
fuesen legítimos, los republicanos inventaron la expresión “legalidad republicana”, que significa, exactamente, “legitimidad
republicana”. La expresión es curiosa pero perfectamente lógica.
Si “legitimidad” significa “conformidad con la ley”, la ley, a la
cual ella se refiere, tiene un carácter absoluto bajo el cual se
percibe cierta realidad ontològica más o menos trascendente, cosa
que no parecería conveniente a un verdadero republicano. La “legalidad”, al contrario, es la conformidad con la ley positiva. Pero
ley positiva es aquella que ha sido promulgada por el Poder
surgido de elección. No podría haber otra ley que la ley positiva
que emana del pueblo soberano. La legitimidad es y no podría
ser sino la legalidad republicana.
En 1940 el desmoronamiento de la Tercera República planteó la cuestión de la legitimidad. ¿La palabra fue entonces pronunciada? No lo recordamos. Pero el mariscal Petain se empeñaba
en que su gobierno no pudiese ser discutido y, así, de acuerdo
con la legalidad republicana, fue promulgada la ley constitucional del 10 de julio de 1940 cuyo artículo único quedó redactado
de esta manera: “La Asamblea Nacional confiere todo poder
al gobierno de la República, bajo la autoridad y la firma del
mariscal Petain, a los efectos de promulgar, mediante uno o más
actos, una nueva Constitución del Estado Francés. Esta Constitución deberá garantizar los Derechos del Trabajo, de la Familia y de la Patria. Será ratificada por la Nación y aplicada
por las Asambleas que ella misma habrá de crear”.
Sin embargo no fue, sino en 1944, durante la Liberación,
que reaparecieron simultáneamente, la idea y la palabra legitimidad. El general de Gaulle había sido plebiscitado realmente
antes de cualquier procedimiento jurídico, como lo había sido
cuatro años antes el mariscal Petain. ¿ Se consideraría él heredero
de los poderes del mariscal o de los de la Tercera República?
Eligió una tercera solución. Negando toda legitimidad al gobierno del mariscal Petain y considerando que la legitimidad de
la Tercera República había muerto con el advenimiento del mariscal, consideró que la legitimidad del Poder había estado encarnada en su sola persona a partir del 18 de junio de 1940 y
que no se podía hacer otra cosa que instituir una Cuarta República, conforme a los grandes principios: elecciones, Derechos
del Hombre, etc. Y es lo que hizo.
Se podría estudiar el sentido exacto que el general de Gaulle
— 85 —
daba a la palabra “legitimidad”, pero ello nos llevaría demasiado lejos. Por lo demás, lo que nos importa aquí es la palabra
misma y la restauración de su empleo contra la tradición republicana. Siguiendo al general, Don Miguel Debré la utilizó frecuentemente. Desde 1950, él precisó sus elementos constitutivos,
bastante alejados de los grandes principios
2.
Baste lo dicho en cuanto al vocabulario. Pero el vocabulario
no es todo; no es sino un poco, aunque esto poco sea revelador.
Para comprender la historia de Francia a partir de 1789, es
menester saber cuál es, más allá de las palabras, el fundamento
real de la legitimidad y cuáles son sus guardianes o sus intérpretes. La letra mata; el espíritu vivifica. ¿Cuál es el espíritu
de la legitimidad política en Francia, a partir de la Revolución?
*
* *
Henos aquí en plena filosofía, en plena metafísica. Digamos,
más exactamente, en plena religión. Pues la filosofía, aun en su
nivel metafísico, supone el recurso a la inteligencia y la razón.
Mientras que la fe es constitutiva de la religión. Y, estamos aquí
en el dominio de la fe, aunque ésta haya sido construida sobre la
filosofía.
Se podría pensar que todo Poder político designado mediante elección es legítimo. Lo es, en efecto, en el nivel constitucional, en el nivel jurídico, en el nivel de la letra. Pero no
es plenamente legítimo, es decir metafísica, espiritual, religiosamente legítimo sino cuando los guardianes de la legalidad republicana lo consideran tal. En realidad ellos lo consideran tal,
si en su ejercicio no se aparta demasiado del dogma; en caso
contrario lo echarán abajo en el momento oportuno para restablecer la armonía entre la letra y el espíritu de los grandes
principios.
¿Cuál es el espíritu? ¿Cuál es el dogma? El espíritu, el dogma, es que el Poder viene del hombre, en el sentido preciso de
que no viene de Dios. He aquí la religión, el objeto de fe. La consecuencia filosófica tal vez no sea necesaria, pero está históricamente determinada por el hecho de que el dogma fue proclamado en una Revolución que subvirtió, invirtió, dio vuelta, desde
sus cimientos hasta su cúpula, todo el orden social precedente, en
su teología, su filosofía, sus instituciones y sus tradiciones. El
Soberano no es ya la Nación o el pueblo, sino ese pueblo invi2 Cf. mi conferencia del 15 de abril de 1959 en C.E.P.E.C., sobre:
“Poder y Legitimidad” (incluida en mi libro: ¿Francia es, gobernable?).
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tado, condenado a ser él mismo tal como el dogma y la filosofía
lo hacen: soberano. Con ayuda de la demagogia no tendrá dificultad en hacerse cada vez más pueblo cobijándose constantemente bajo la Revolución que es su Revelación original y permanente.
La legitimidad política es así simplemente la religión que
se hace hombre, o el hombre que se hace Dios en la inmanencia
y el devenir de una biología colectiva que evoluciona bajo el
signo evidente del Progreso. La nueva fe está expresada por la
izquierda. El que no la profesa en su integralidad, pertenece a
la derecha3. Los católicos, si proclaman su catolicismo, o si, por
lo menos tácitamente, no lo repudian, no pueden ser verdaderos
republicanos, auténticos demócratas. Son, lo quieran o no, herejes. Son de la Derecha.
Toda la historia de Francia, desde 1789 a 1914 con evidencia, desde 1914 a 1940 de una manera más tamizada, ilustra
esta verdad elemental. Mil quinientos años de cristiandad, mil
años de monarquía, no se pueden abolir, sin embargo, en pocos
años. El pueblo francés permanece católico. Y hasta permanece
realista. ¿Cómo entonces puede soportar y aun elegir dirigentes
que son anticatólicos y republicanos? ¿Cómo estos últimos pueden volver al poder cuando por un tiempo lo pierden? ¿Y cómo
pueden ejercerlo en lo esencial, cuando aparentemente han sido
excluidos ?
Tenemos aquí uno de los más misteriosos o, al menos, de los
más difíciles problemas del fenómeno político. Para intentar
resolverlo sería menester analizar: 1) la evolución de las sociedades, las razones y los procesos de esta evolución, etc.; 2) la
psicología de las masas; 3) las relaciones entre la fuerza (que
forja la opinión) y la opinión (que forja la fuerza) ; 4) las relaciones entre el Poder y la Libertad; 5) el juego de las ideas y
de los intereses enfrentados, etc., etc. Lo que cabe afirmar es
que cualquier sociedad política que pretenda fundarse sobre la
libertad, es decir sobre el derecho de los ciudadanos para designar a los titulares del Poder, está condenada a una inestabilidad
generadora de auto-destrucción, a no ser que posea en su seno
un organismo más o menos oculto, capaz de mantenerla en su
unidad y en su permanencia. Dicho de otra manera, bajo el Poder oficial, elegido y revocable, debe existir un Poder invisible,
lo suficientemente coherente y poderoso para mantener en la vía
recta al Poder oficial.
A este Poder invisible Maurras lo identificó con lo que él
3 Ver: “La Derecha, y la Izquierda”, de Jean Madiran (N.E.L.)
— 87 —

llamaba los cuatro estamentos confederados: protestantes, judíos, franc-masones y metecos. Hoy en día diríase mejor la francmasonería, el comunismo y el capitalismo. Estas tres entidades
comprenden diversas corrientes de origen extranjero (U.R.S.S.,.
Norteamérica, judaismo, etc.), siendo paradojalmente la francmasonería, la entidad más dividida por ser la más antigua. Estas minorías gobiernan a Francia. La religión que ellas le imponen es el humanismo democrático, es decir, religiosamente un
humanismo medio-ateo, medio-deísta, y, políticamente un humanismo medio-liberal, medio-socialista. Todo lo que en Francia es
católico por tradición, es decir, el 80 % de los franceses, viven
bajo un régimen que los tolera, que se nutre de ellos, que devora
su substancia… pero cuyo juego de instituciones no permite
pensar que ese régimen desaparecerá sin la propia desaparición
de todos ellos. La conciencia que ellos tienen de este drama ha
sido admirablemente expresada por Jacques Perret en su prefacio al caballero Des Touches
4.
Este estado de cosas plantea dos cuestiones: 1) ¿Cómo un
país puede aceptar duraderamente un régimen que lo mata? 2)
¿Cómo podría salir de él?
Es de temblar la idea de que pudiera no haber respuesta.
Loui s SALLERON
(Versión castellana de Santiago de Estrada)
4 Itinéraires N° 228, diciembre de 1978.
— 88 —
SAN MARTIN Y EL LIBERALISMO *
P PARTE. SAN MARTIN ANTE EL LIBERALISMO
A los siete años de su vuelta a Buenos Aires, cuando elevó
su renuncia como General en Jefe del Ejército de los Andes, el
31 de julio de 1819, San Martín escribió: “Hallábame al servicio de España el año de 1811 con el empleo de Comandante de
Escuadrón en el Regimiento de Caballería de Borbón, cuando
tuve las primeras noticias del movimiento general de ambas
Américas; y que su objeto primitivo era su emancipación del
Gobierno Tiránico de la Península. Desde ese momento me decidí a emplear mis cortos servicios a cualquiera de los puntos
que se hallaban insurreccionados: preferí venirme a mi país
nativo,…”
1.
He aquí el pensamiento que conmovió al joven Teniente
Coronel de 33 años, que lo decidió a sacrificarlo todo. La Península Ibérica en su casi totalidad estaba bajo el yugo napoleónico
impío, duro y sangriento. Pero sabía, por sus padres y por propia experiencia de más de veinte años en el Ejército Español, del
despotismo y decadencia de la dinastía borbónica que había perdido a España.
En 1700, por un testamento y la fuerza de las armas, los
españoles tuvieron el primer rey Borbón, Felipe V, francés,
nieto de Luis XIV, el Rey Sol. Con los Borbones llegó a España
el absolutismo ilustrado, uno de los jalones del liberalismo, que
con el aumento del poder centralizante, se arrogó el derecho divino : “El rey recibe la autoridad regia directamente de Dios”
2
y puso el acento en “un ideal nuevo de ilustración, de negó-
* Este trabajo consta de cuatro partes: I?1, la que se expone aquí.
Il>: San Martín-contra el liberalismo. III?: Los liberales contra San Martín. IV?: San Martín se libró del liberalismo.
1 Archivo General de la Nación (AGN) X-30-3-1.
2 L. Castellani, Esencia del liberalismo, Bs. As., 1976, p. 140.
— 89 —
cios,… de explotación de los recursos naturales. Las Indias
dejaron de ser el escenario donde se realizaba un intento evangélico para convertirse en codiciable patrimonio”, explicó Ramiro de Maeztu 3. La masonería inglesa y portuguesa penetraron
hondamente en la corte española de Fernando VI y lograron la
consolidación de la usurpación portuguesa en vastos territorios
rioplatenses a expensas de las misiones jesuíticas guaraníes, y
en la Colonia del Sacramento, que dominaba el Plata, varias veces
conquistada por la sangre americana y perdida por el Gobierno
peninsular. Recordaban bien los rioplatenses el ignominioso tratado de Permuta de 1750 y el de París, que en 1763 detuvo el
arrollador avance del ilustre Teniente General Don Pedro de
Cevallos sobre Río de Janeiro, después de haber derrotado la
primera invasión inglesa (1763), destruidas las fuerzas portuguesas y reconquistado Río Grande.
Esto, San Martín lo sabía porque su padre Don Juan de
San Martín llegó de Teniente en 1765 al Río de la Plata, fue
instructor en el Ejército de Cevallos, estuvo en el sitio de la Colonia, y en la Guardia del Arroyo de las Víboras y de las Vacas,
en la Banda Oriental. Allí lo sorprendió el acontecimiento que
Menéndez y Pelayo consideró el hecho central y decisivo del
siglo xviii: la expulsión de los jesuítas, obra de la masonería
aceptada por Carlos III, quien no se dio cuenta que con su
gesto despótico desbarataba el antemural contra las usurpaciones portuguesas en América, con los ingleses detrás. La madre
de San Martín, Gregoria Matorras, llegó justamente a Buenos
Aires, ese año de 1767, en el séquito de su primo Gerónimo Matorras y su mujer Manuela de Larrazábal, que venía como Gobernador de Salta del Tucumán. Conoció a Don Juan en la Capital, y aquí se casaron en 1770, cuando pudieron superar la
taimada oposición del Gobernador Bucareli, enemigo de Matorras, como he relatado en otro trabajo4.
Ambos padres de San Martín fueron testigos de la indignación que la expulsión de los jesuítas produjo en las numerosas familias criollas, que la consideraron anticatólica, arbitraria
y tiránica, protestaron y fueron a la cárcel en Buenos Aires
(como Isidro José Balbastro, socio de Matorras y abuelo de Alvear, Warnes, Tagle y otros) por reclamar contra el fuerte golpe
para la evangelización, especialmente de los guaraníes, y por
considerarla antipatriótica, ya que facilitó las invasiones portuguesas sobre las misiones orientales del Río Uruguay, y la Banda
Oriental hasta Montevideo. A pesar de las necesidades militares
3 Ramiro de Maeztu, Defensa de la hispanidad, Bs. As., 1952, p. 28.
4 Cnl Héctor Juan Piceinali, “Viaje de los San Martín a N. S. de los
Reyes Magos de Yapeyú en 1775”, en Anales de la Academia del I.N.S., N? 9.
— 90
•que esta situación planteaba, muchos oficiales tuvieron que hacerse cargo de las propiedades de los jesuítas, como el ascendido
Ayudante Mayor Don Juan de San Martín quien debió dejar su
destino en la Asamblea de Infantería de Buenos Aires, para
dedicarse a administrar la Estancia de la Calera de las Yacas
(proximidades del actual Carmelo) donde nacieron los tres hermanos mayores de San Martín (María Elena, Manuel Tadeo y
Juan Fermín Rafael). Más tarde, en 1775, asumió como Teniente
de Gobernador de cuatro pueblos guaraníes de las misiones jesuíticas: Yapeyú, La Cruz, Santo Tomé y San Borja y sus vastísimas estancias que ocupaban gran parte de las Provincias de
Corrientes, Entre Ríos y la Banda Oriental.
La situación estratégica era tan grave para los dominios
españoles rioplatenses que provocó la guerra con Portugal, la
poderosa expedición de 9000 hombres y 116 barcos desde Cádiz
al mando del Teniente General Don Pedro de Cevallos en 1776,
y la creación del Virreinato del Río de la Plata, por inspiración
genial de este noble y brillante estadista y comandante de ejércitos, a quien todos admiraban, como su ex subordinado, el Ayudante Mayor Don Juan de San Martín, quien escribió desde
San Borja el 22 de abril de 1777 al Administrador de las Misiones Don Juan Angel de Lazcano: “Amigo dueño y señor: por
su apreciable de Vuesa Merced (Ymd) de 26 del próximo pasado
veo en el estado que el Exmo. Señor Don Pedro de Cevallos hizo
su desembarco en Santa Catalina. Y en posdata que la sigue de
su puño de Vmd me. avisa ele la rendición de aquella isla sin
ninguna oposición de aquellos naturales, por lo que doy a Vmd
repetidas gracias por tan buena noticia y espero no sea la última. En estos 4 Pueblos se celebró con Misa cantada y Tedeum
y su regocijo en acción de gracias…” 5 . El Ayudante Mayor
San Martín había instruido un buen batallón de 550 guaraníes
“en el ejercicio y manejo de las armas, evoluciones y fuegos…
que… ejerciten y maniobren, cual pudiera verificarlo la más
arreglada tropa de Europa. ..”, como certificó el Gobernador
Don Francisco Bruno de Zabalac
. Pero sus tareas administrativas le impidieron participar en las operaciones militares del
Ejército de Cevallos que reconquistó Río Grande, la Banda Oriental y la Colonia de Sacramento. En estas condiciones, Don Juan
•de San Martín recién pudo ascender a Capitán en 1779, alcanzando con este grado la nobleza y fundado el linaje americano
de los San Martín. Pero, “la pureza, celo y desinterés,… que
no ha perdonado fatiga, ni trabajo el más penoso… para llenar
6 Museo Mitre, Archivo del Grl ,San Martín.
e Doc. para la Historia del Libertador Grl San Martín, Tomo I,
p. 29.
— 91 —
el exacto cumplimiento…” 7 , en suma, su brillante actuación
en estas tierras, no le fue reconocido en la Corte de Madrid y
su carrera militar quedó trunca. No era por cierto el único, ya
que Ramiro de Maeztu sintetizó así la situación moral de los
españoles americanos: “El siglo xvm trajo la pretensión de que
se fundara la nobleza en los señoríos peninsulares…”, de tal
modo que “la aristocracia criolla se sintió relegada en segunda
término…”
8.
Frente al “derecho divino de los reyes” que proclamaba el
absolutismo ilustrado de los Borbones, del “gobierno tiránico
de la Península”, como lo llamó José de San Martín, los teólogos
españoles, encabezados por el P. Francisco Suárez, levantaron
la doctrina católica explicada por Santo Tomás de Aquino, quien
enseñó que la autoridad viene de Dios y reside “en el pueblo y
es comunicada o delegada al Rey por una especie de consentimiento siquiera sea implícito o meramente pasivo; que se puede
llamar ‘pacto’9. Los padres de San Martín pertenecían a la
Orden Tercera de “Santo Domingo de Guzmán. En un documento
de esta Orden puede verse la firma del Capitán Don Juan de
San Martín al lado de la de Don Domingo Belgrano y Peri, padre del benemérito General Belgrano. Eran, pues, católicos bien
devotos e instruidos. Sobre esto escribió el maestro de historiadores argentinos P. Guillermo Furlong S. J.: “…ciertamente
en todo el decurso de los siglos XVII y xvm, así como después
de 1767, fue Francisco Suárez el pensador europeo que más
influyó en el Río de la Plata, Tucumán, Cuyo y Paraguay…” 1 0 .
Sus ideas son las que conforman el pensamiento de la aristocracia
rioplatense, a la que pertenecían los padres de San Martín, y
éstas son pues las que en materia política pudo escuchar en
su casa de Málaga en la adolescencia. El pueblo español, en la
Península vivía apegado a la Religión Católica y a la monarquía,
mientras gobernaban masones aristócratas que se proponían,
especialmente en la segunda mitad del siglo xvm, dejar a España
sin religión, como escribió Ramiro de Maeztu.
En el año 1789, cuando San Martín ingresó como Cadete
en el 2? Batallón del Regimiento de Infantería de Murcia, a los
once años de edad, heredó el trono de España Carlos IV y se produjo la revolución francesa. El nuevo rey era la nulidad en persona; tenía 40 años, pero los que gobernaron hasta 1792 fueron
7 Ibidem N° 6, p. 44.
8 Ibidem N? 3, pp. 30 y 31.
9 Ibidem N° 2, p. 140.
10 G. Furlong, Nacimiento y desarrollo de la filosofía en el Río de la
Plata, Bs. As., 1952, p. 79.
— 92 —

el Conde de Floridablanca y el Conde de Aranda, los mismos
aristócratas masones que ejercieron el poder tiránico y absoluto
con su padre, Carlos III, el segundo de ellos responsable principal de la expulsión de los jesuítas. Mientras tanto, San Martín
hacía sus primeras experiencias militares en el Norte de Africa,
en Melilla y luego en Orán en 1791 y 1792 El Conde de Aranda, tan decidido contra la Iglesia Católica, se mantuvo vacilante
frente a la revolución francesa, y el 15 de noviembre de 1792
fue derribado por el favorito Manuel Godoy, de 25 años, que
ascendió al poder supremo para reinar conjuntamente con Carlos IV y su mujer María Luisa de Parma. En este mismo otoño
de 1792, el joven cadete José de San Martín, de 14 años, inició
con su Regimiento de Infantería de Murcia, una larga marcha
a pie, para unirse al Ejército de Aragón, atravesando toda la
península, desde Málaga a Zaragoza, unos 900 km de camino
serrano y de estepa.
Al ser decapitado el Rey Luis XVI por la Convención que
abolió la monarquía e instauró la república, España declaró la
guerra a ésta el 1? de febrero de 1798 y entró en la primera
coalición formada por Inglaterra, Austria, Rusia, Prusia, Portugal, Suecia, los Estados Alemanes, Cerdeña y Ñapóles. El 2?
Batallón del Regimiento de Infantería de Murcia marchó a Seo
de Urgel, donde San Martín alcanzó la categoría de Oficial a los
15 años de edad, al ascender a Segundo Subteniente el 19 de
junio de 1793. Después participó en la Campaña del Rosellón
con tal brillantez que en 1794 fue promovido a Primer Subteniente y en 1795 a Teniente Segundo, a los diecisiete años. Había
luchado y vencido en la montaña en numerosos combates contra
los franceses, combatió en la gran batalla victoriosa de Villalonga, y triunfó en los ataques a las plazas fuertes de la costa
después de largas marchas en la nieve de los Pirineos
12. Pero
en 1794, la situación cambió totalmente: el Ejército aliado del
Rhin fue derrotado, sobrepasado por el torrente de hombres y
elementos logrados por la gran leva de agosto de 1793 y las
requisiciones. Numerosos efectivos franceses se volcaron ahora
sobre el frente de los Pirineos, y los españoles, derrotados, tuvieron que capitular. El Segundo Teniente San Martín cayó prisionero, y firmada la paz, volvió con el Murcia a Málaga en 1795.
He aquí al joven oficial enfrentado a una expresión típica
del liberalismo, ya que podemos entender a éste en la definición
“descriptiva e histórica” que el grande escritor y teólogo argen11 Cnl. Héctor Juan Piccinali, Vida de San Martín en España, Bs.
As., 1978.
12 Ibidem N<? 11.
— 93 —
tino P. Leonardo Castellani formuló de este modo: “liberalismo
es un gran movimiento de rebelión antitradicionalista y reformista de la sociedad, que parte de los libros de los empiristas
y deístas ingleses, se formula en Rousseau, es divulgado por la
ilustración o el enciclopedismo francés, informa a la Revolución
Francesa a poco de comenzada…” 1 S . La definición sigue, porque la historia del liberalismo recién empezaba, pero sirve para
que entendamos a qué se había enfrentado con las armas en la
mano el Teniente San Martín quien, a pesar de su juventud,
era lo suficientemente sagaz y talentoso como para notar las
diferencias. La Religión Católica, Apostólica y Romana, que él
y sus hombres profesaban y practicaban, parecía ser algo que
la mayoría del enemigo odiaba o parecía haber olvidado. El Rey,
al que pertenecían los ejércitos, ya no existía en Francia, y en
su lugar la Convención, un conglomerado amorfo, adoptó el título inédito de “República”. Le habrá llamado la atención la
dispersión e indisciplina de los mal uniformados y equipados
bisoños enemigos que, aunque los superaban largamente en número, eran improvisados —producto de las levas de 1798, casi
ochocientos mil hombres—, su fuego carecía de eficacia, tampoco tenían poder de choque, mientras el 2? Batallón del Murcia
cargaba como un solo cuerpo compacto erizado de bayonetas;
pero aunque los franceses sufrían fuertes bajas volvían a insistir con tenacidad y espíritu de sacrificio. Era una novedad para
la época de ejércitos profesionales y de efectivos limitados; era
el “pueblo en armas”, ya que en las luchas internas y externas
“grandes masas se habituaron a la presencia física de las armas
y millones se habituaron a discutir los sucesos bélicos”
14. Tanto,
que la guerra llegó a ser, para millones de franceses, una forma
de vida.
Esta experiencia tuvo que haber chocado fuertemente al
joven San Martín, produciendo un sentimiento de rechazo y el
fortalecimiento de sus convicciones religiosas, políticas y militares. Veamos si no. Los testimonios y documentos que registran
sus prácticas católicas y las que impuso a sus subordinados en
el Regimiento de Granaderos a Caballo, florecen a lo largo de
su vida en Buenos Aires, que he registrado casi día por día en
mi libro sobre este tema15, recientemente editado. San Martín
nunca creyó en la República, de la que, a poco andar, a la de
Francia le quedaría sólo el nombre. A los sesenta y seis años
de edad, después de cincuenta años de experiencia, escribiría
13 Ibidem N<? 2, p. 137.
14 Ibidem N9 11.
15 Cnl. Héctor Juan Piceinali, Vida de San Martín en Buenos Aires,
Bs. As., 1984.
— 94 —
al General chileno F. A. Pinto, desde Grand Bourg (cerca de
; París), el 26 de septiembre de 1846, entre otras cosas lo siguiente: “Tiene Ud. razón: su afortunada Patria ha resuelto el problema (confieso mi error, yo no lo creí) de que se pueda ser
republicano hablando la lengua española;…”
16. De más está
citar sus convicciones sobre la necesidad imperiosa de la disciplina para formar ejércitos eficientes y su extremado celo por
la preparación de los oficiales, la instrucción militar en un
, adecuado cuartel, el orden interno, el cuidado y honor del uniforme, el aseo de los hombres, el minucioso mantenimiento de
las armas y caballos, etc.
En Francia, de los mitos irrealizables del liberalismo que
informaba a la revolución, habían surgido dos monstruos: “la
sedición perpetua” y “el despotismo”17. La rebelión contra la
Convención fue sofocada por el joven General Napoleón Bonaparte, pero ésta se disolvió y en 1795 se creó el Directorio (de
cinco miembros) que, aseguradas sus fronteras terrestres, necesitaba de una flota para luchar con Inglaterra y tuvo la fortuna
de contar con la debilidad y torpeza del trío que reinaba en
España, que cedió sus medios navales por el tratado de San Ildefonso (agosto de 1796), y se colocó en una situación de dependencia respecto de Francia, declarando la guerra a Inglaterra
(octubre de 1796). Esta guerra no será como las guerras limitadas de los siglos xvii y xvili, casi disputas entre reyes, sino
que definirá quien mandará en el mundo en el siglo xix. Si los
I franceses luchan para mandar en Europa, las miras inglesas
son más amplias: aspiran al dominio mundial y esto a expensas
de España. El liberalismo le prestará la ideología: nace la teoría
de “la libertad de religión”, inventada por el protestantismo
a fin de romper la unidad católica, “la libertad de comercio”
para conquistar los mercados y dar salida a los productos de la
revolución industrial, y —mientras Gran Bretaña careció del
dominio del mar y la mayor flota del mundo— la “libertad de
los mares”
17.
.i San Martín participó activamente en esta lucha en el mar
contra Inglaterra que, en 1797, era la única potencia que proseguía la guerra contra Francia y su aliada España. Como no
había operaciones terrestres, tropas de infantería eran embarcadas en la flota. El 2? Teniente San Martín, en junio de 1797,
estaba a bordo de la fragata Santa Dorotea, al frente de fracciones del Regimiento de Infantería de Murcia, reforzando la
i
io Museo Hist. Nac., San Martín: su correspondencia, Bs. As., 1911,
p. 191.
17 Ibidem N? 2, p. 141.
— 95 —
tripulación de ese barco de la Real Armada durante más de un
año, navegando en aguas del Mediterráneo los cuatro últimos
meses —como lo he relatado en detalle en mi libro “Vida de
San Martín en España”—, culminando el 15 de julio de 1798
con un combate naval donde la Santa Dorotea, fue destrozada
por el fuego del navio inglés “Lion”, de 64 cañones, que triplicaba el armamento de la fragata. San Martín, como los demás
oficiales prisioneros, fueron dejados en libertad bajo palabra
de honor de no tomar las armas contra los ingleses hasta el
término de esta guerra que finalizó con la paz de Amiens el 25
de marzo de 1802. Entretanto, la sujeción de España a Francia
se había afirmado cada vez más con la llegada al poder supremo
de Napoleón quien, de primer Cónsul en 1799, se hizo proclamar
Emperador en 1804. La tan proclamada “libertad” del liberalismo de la revolución francesa, terminó en el despotismo napoleónico que, asumiendo el absolutismo de los Borbones franceses, se
propuso la dominación de Europa mediante la guerra, con ejércitos siempre victoriosos, magníficamente dotados e instruidos,
pero que por el liberalismo, habían perdido su religión, conducidos por las sectas francmasónicas.
Dispuesto a invadir Inglaterra, Napoleón ordenó a las flotas unidas franco-españolas la conquista de la superioridad
naval. Así, al mediodía del 21 de octubre de 1805, en aguas de
Cádiz, cerca del cabo Trafalgar, se enfrentaron con la flota
inglesa al mando del Almirante Nelson. A las tres de la tarde,
la mayor parte de los buques de la escuadra napoleónica fueron
hundidos o aprisionados, y Nelson, aunque agonizaba de las heridas recibidas, había dado la victoria a Gran Bretaña, y con
ella el dominio de los mares y un inmenso abanico de posibilidades para llegar a la hegemonía mundial. Este hecho capital
en la historia, casi lo presenció el ya Capitán 2″? José de San
Martín, que estaba de guarnición en Cádiz o en la línea frente
a Gibraltar, con el Batallón de Infantería Ligera Voluntarios
de Campo Mayor. Los ingleses se propusieron conquistar América, especialmente el Virreinato del Río de la Plata, pero fueron
derrotados en las gloriosas jornadas de la Reconquista (12 de
agosto de 1806) y de la Defensa (5 de julio de 1807) de Buenos
Aires, donde surgió el Ejército Argentino.
La guerra terrestre llegó a la Península. Dos ejércitos, uno
francés y otro español, invadieron Portugal para cerrar el bloqueo continental, pero la Corte de Lisboa huyó a Brasil llevada
en buques ingleses, en noviembre de 1807. La tragedia de una
España descabezada por la ineptitud de sus reyes y de sus
príncipes, estaba llegando al desenlace: alentado por Napoleón,
el príncipe heredero Fernando conspiró contra sus padres y el
96 —
favorito Godoy en el palacio del Escorial, en octubre de 1807,
y fue procesado por alta traición, pero librado a instancias de
su madre, la Reina. En marzo de 1808, la facción del heredero
produjo en Aran juez, donde estaba la Corte, un motín de grandes proporciones, que terminó con la abdicación de Carlos IV,
la elevación al trono de Fernando VII y la prisión de todos en
Bayona, donde Napoleón, entre las bayonetas de su Guardia
Imperial, obligó a Fernando que le devolviera la corona a Carlos IV y a éste, que se la diera a él, quien, entonces, nombró como
nuevo Rey de España e Indias a su hermano José Bonaparte.
Dos ejércitos franceses habían ocupado Pamplona y Barcelona
para asegurar las comunicaciones a través de los Bajos Pirineos.
Así, de pronto, los españoles se dieron cuenta que el extranjero se estaba apoderando de su Nación. En Madrid, al ver
cómo se llevaban hasta a los infantes de la Casa Real, todo el
pueblo: chulos y chulas, majos y majas, se sublevó contra los
cuarenta mil franceses del Ejército de Murat, en gloriosas jornadas que dieron lugar a las matanzas indiscriminadas de los
madrileños fusilados en las calles el 2 y 3 de mayo de 1808, que
luego Goya inmortalizaría en sus patéticos cuadros “Los horrores de la guerra”. De inmediato empezó la lucha por la independencia española contra Napoleón, librada por las fuerzas regulares del Ejército Peninsular, y por todo el pueblo español en
guerra de guerrillas. El Capitán 2? José de San Martín se cubrió
de gloria en el combate de Arjonilla (23 de junio de 1808) al
este de Córdoba, mandando la punta montada de la Vanguardia
del Ejército de Andalucía, al derrotar sobre el camino real a los
famosos Dragones franceses que lo doblaban en número por lo
que fue ascendido a Capitán efectivo de Caballería18. Menos de
un mes más tarde se volvió a distinguir en la resonante victoria
de la batalla de Bailén (19 de julio de 1808), donde obtuvo una
medalla, el ascenso a Teniente Coronel graduado de Caballería
y la amistad imperecedera del General Malet, marqués de Coupigny.
El usurpador José I huyó. Tomado Madrid, la Junta Central del Reino, que gobernaba en nombre de Fernando VII, fracasó en unificar el comando de los ejércitos españoles, que poco
a poco fueron vencidos por Napoleón en persona, quien saturó
la Península con fuerzas superiores, conducidas por los mejores
mariscales del Imperio.
San Martín cayó gravemente enfermo, y durante nueve
meses, hasta principios de junio de 1809, estuvo agregado a la
18 Ibidem N° 11.
Junta Central que retrocedió hasta Sevilla. Una vez establecido, el Teniente Coronel San Martín se desempeñó como oficial de estado mayor en el Ejército de Cataluña, en la conducción
de operaciones de guerrillas y regulares, y desde principios de
1810 en Portugal, en las posiciones defensivas fuertemente organizadas a partir de Torres Vedras, por el General Wellesley,
más tarde duque de Wellington, como Ayudante de Campo del
marqués de Coupigny, en el alto comando de las fuerzas combinadas angloespañolas. Cuando su General asumió el Comando
del IV? Ejército en la isla de León y Cádiz, San Martín retomó
sus funciones anteriores, en Cádiz, en febrero de 1811. Allí estaban las Cortes y el Consejo de Regencia que había sustituido a la
Junta Central del Reino y pretendía ejercer la soberanía en América, en nombre de Fernando VII, pero en la Península sólo
controlaba una ínfima porción del territorio: en realidad allí
reinaba el Imperio napoleónico, tiránico, con la débil fachada
de José I, a quien el pueblo español repudiaba llamándolo Pepe
Botella, un borracho. En un informe del Comodoro inglés de
estación en el Plata William Bowles a su superior en Inglaterra,
después de haber conocido a San Martín en Buenos Aires en
1818, decía: “Abriga sentimientos de amistad hacia los ingleses,
tengo varios motivos para suponerlo con resentimiento hacia los
franceses, cuyas crueldades y odios en España, le he oído relatar
varias veces, exagerándolos en público”
19. Si Bowles hubiera visto
los dibujos de Goya, no habría pensado que eran exageraciones.
Para comprender el sentir de San Martín en este momento
de su vida ante la realidad del liberalismo, hay que volver al
primer párrafo de este trabajo, donde hemos visto cómo San
Martín explicó que volvía a su país nativo por adherir a la “emancipación del Gobierno Tiránico de la Península”, que no era otro
que el despotismo napoleónico, aunque el Consejo de Regencia
pretendía detentar el absolutismo ilustrado de los Borbones.
Era el mismo repudio que el Coronel Cornelio de Saavedra expresó en la entrevista de los Comandantes Militares de Buenos
Aires con el Virrey Cisneros, la noche del domingo 20 de mayo
de 1810: “—No, señor, no queremos seguir la suerte de España
ni ser dominados por los franceses; hemos resuelto reasumir
nuestros derechos y conservarnos por nosotros mismos”
20.
El P. Castellani, que ha estudiado a fondo la esencia del
liberalismo, nos da una buena clave para imaginar la posición
de San Martín en el momento crucial de su vida, cuando resol19 Ricardo Piccirilli, San Martín y la política de los pueblos, Bs. As.,
1957, p. 193.
2° Biblioteca de Mayo. Tomo II, p. 1052.
— 98 —
vió ir al Río de la Plata a luchar por la independencia de su
Patria: “Lo que había de bueno en el liberalismo de antaño,
consistía en una especie de ímpetu juvenil contra un montón
de cosas que tenían que morir; a saber, el absolutismo de los reyes, inventado por los reyes protestantes; el despotismo demasiado cerrado de los Gremios y Corporaciones medievales y una
decadencia de la Religión, que originó en Inglaterra el deísmo y
en Francia el filosofismo. Así que toda la juventud europea a
principios del siglo pasado se conmovía con ese grito de Libertad, y sabía lo que significaba para ellos esa palabra ambigua,
que no lo era para ellos; lo que no sabían era lo que estaba detrás. Se sentían apretados, estrechos y cansados y al decir
¡Libertad! decían “queremos salir de esto”21. El comentario de
Castellani sigue pero lo reservamos para más adelante, de acuerdo
con la cronología de la documentación sanmartiniana disponible.
La vuelta de San Martín a Buenos Aires después de veintiocho
años de ausencia ha sido descripta en detalle en mi reciente libro
“Vida de San Martín en Buenos Aires”, por lo que me referiré
sólo al tema del liberalismo. Aquí se encontró con un Triunvirato
dominado por un pequeño déspota, Rivadavia, que actuaba como
si fuera el Virrey, que intentaba perpetuarse en una parodia de
absolutismo ilustrado, destruir a Artigas que quería la independencia y la participación de las provincias en la soberanía del
Estado, al tiempo que ejercía una insensata e incompetente conducción de la guerra. Asombrosamente —tal como se titula el
Capítulo VII de mi citado libro—, “San Martín acaudilló el golpe
de estado del 8 de octubre de 1812”, a sólo siete meses de su
vuelta. Los motivos están bien explicitados en la representación
que se hizo al Cabildo para que eligiera nuevo Gobierno, que
transcribo en lo esencial: “El Gobierno… es reo de Lesa Patria
por haber atentado contra la libertad civil, por aspirar directamente a la tiranía,… por usurpar escandalosamente los derechos de los Pueblos confederados, y por haber quebrantado
todas aquellas reglas que se impuso con juramento y sancionó
la voluntad de las demás Provincias libres. La seguridad individual garantida de un modo público y solemne, no ha sido más
que un bello fantasma formado para lisonjear las almas libres.
La celebración de una Asamblea General, en las dos veces que
se ha celebrado, no ha servido sino para cubrir los crímenes del
Gobierno, o para sancionarlos. La confianza que el Pueblo ha
mostrado en sus mandatarios, no ha sido sino un estímulo para
que éstos desplieguen sus pasiones,… enarbolando por último
el estandarte de la facción y dando la señal de alarma contra
Ibidem N<? 2, p. 145.
— 99 —
todos los hombres capaces de sostener la independencia de la
Patria…”
22.
San Martín y la Logia Lautaro tenían razón, desde el punto
de vista patriótico. Pero lo que podemos leer en la representación extractada más arriba —y que he transcripto completa en
mi libro— contiene lo que el P. Castellani llama en su formidable síntesis, “los tres mitos del Liberalismo: la Soberanía del
Pueblo, la infalibilidad de la Voluntad General y el Gobierno
por Asambleas, Cámaras y Constituciones inventadas o artificiales. Pero en el fondo de esos mitos irrealizables residía el
huevo de dos monstruos realizables: la sedición perpetua, que
después se llamó ‘Revolución’ con mayúscula; y el despotismo
larvado, que después se llamó totalitarismo”
23.
El nuevo Triunvirato debía reunir una Asamblea General
para declarar la independencia y dictar una constitución. A pesar de los esfuerzos de San Martín para vindicar al gran caudillo oriental independista Artigas, el Gobierno, por obra de Alvear, continuó desconociendo su legítima representatividad y la
de las provincias del interior.” Los hermanos Paso y otros intentaron impedir la reunión de la Asamblea prevista para el 30 de
enero de 1813, siendo denunciados por el Coronel Francisco
Ortiz de Ocampo, Comandante del Regimiento de Infantería
N? 2, el Coronel San Martín, Comandante del Regimiento de
Granaderos a Caballo, y el Teniente Coronel Manuel Pinto, Comandante de la Artillería Volante, quienes el 21 de enero de
1813 elevaron una nota reservada que fue cabeza del sumario
que se instruyó y donde, entre otras cosas se decía: “Sabemos
a no dudarlo que Don Francisco Paso y Don José de Sosa son
el corifeo de esta empresa y que de acuerdo y en unión con los
mal contentos del partido antiliberal24 no dejan instante alguno
en que no amenazan la ruina y destrucción de la tranquilidad
que afortunadamente se ha empezado a establecer”
25. Los mencionados e Ildefonso Paso, fueron confinados en la Guardia de
Luján, y más tarde el Doctor Juan José Paso, uno de los triunviros, fue sustituido.
Mientras San Martín realizaba la Campaña de San Lorenzo,,
entre el 28 de enero y el 11 de febrero de 1813, donde venció
al enemigo descansado que lo doblaba en número, tras la marcha forzada de caballería más rápida de la Historia Militar,
22 AGN. Acuerdos del extinguido Cabildo de Buenos Aires, Serie IV,
p. 354.
23 Ibidem N° 2, p. 141.
24 Subrayado del autor.
23 AGN X-29-9-8.
— 100 —

Alvear se apoderó de la Asamblea, que se proclamó soberana,
\ aunque San Martín y Guido hicieron algunos esfuerzos para disputarle la mayoría con los diputados de Artigas, que resultaron
infructuosos porque éstos fueron rechazados con burdos pretextos. San Martín quiso influir a través de Guido, Secretario interino de Guerra, para reforzar a Belgrano en el frente Norte,
con la masa de las fuerzas, retirándolas de la Banda Oriental, que quedaría momentáneamente a cargo de Artigas, mientras
se destruía al adversario del Alto Perú. Pero al día siguiente
de impartir las órdenes, el 18 de marzo de 1813, Guido fue relevado por un oscuro Coronel Tomás Allende, traído de Córdoba.
La Asamblea del año XIII no proclamó ni la Constitución
ni la independencia, aunque eliminó el nombre de Fernando VII
de sus resoluciones. Como citó Cayetano Bruno, “los estudios
realizados por Julio V. González, dieron ‘con la sorprendente
novedad de que la instalación, declaraciones fundamentales y
leyes más importantes’ de la referida Asamblea, eran ‘una glosa
5 de iguales actos consumados por las Cortes generales y extraordinarias —las llamadas Cortes de Cádiz— que venían de clausurarse en la España revolucionaria’… Esta falta de originalidad y consiguiente afán imitativo regularon asimismo todas
las disposiciones de carácter religioso”
2C, substancialmente írritas. Decepcionado, San Martín se alejó del grupo influyente en
las decisiones, siendo desairado aun en las proposiciones de índole
técnico militar, renunciando dos veces al mando de las fuerzas
de la Capital, como se puede leer en detalle en mi libro ya citado.
Ante la presión de los comerciantes ingleses, la Asamblea repuso
la libertad de comercio irrestricta que arruinaba la producción
y a los comerciantes locales, que les había concedido Cisneros
en 1809, y que la misma Asamblea había derogado poco antes;
se echó atrás, cediendo vergonzosamente a sus dominadores británicos en contra de los intereses nacionales –
San Martín fue enviado a reforzar al Ejército del Alto Perú
en diciembre de 1813, del cual fue nombrado más tarde Comandante. La ausencia de San Martín de Buenos Aires tuvo gran importancia política, porque se oponía a un nuevo despotismo: el
que pronto ejercería Alvear. Pero lo que dejó hondas huellas
en la vida de San Martín fue su encuentro con el General Manuel Belgrano. Desde ese 18 de enero de 1814 en que se abrazaron por primera vez —no en Yatasto, como se supuso, sino
al Norte de la posta del Algarrobo, hacia el Río Juramento, con
¡r los pormenores que he detallado en mi libro “Vida de San Martín
20 Cayetano Bruno, Historia Argentina, p. 330.
27 Julio Irazusta, Breve Historiai de la Argentina, p. 76.
— 101 —
en Buenos Aires” 2 8— ambos proceres convivieron fraternalmente durante casi dos meses. San Martín supo apreciar la grandeza de alma, el talento y los conocimientos de Belgrano, quien
había hecho estudios superiores en Salamanca (España), donde
se graduó de abogado y en Madrid, entre 1787 y 1794. El mismo
año que intimó con San Martín, 1814, Belgrano escribió su autobiografía, donde explicó que “Como en la época de 1789 me
hallaba en España, y la revolución de la Francia hiciese también
la variación de ideas y particularmente en los hombres de létras
con quienes trataba, se apoderaron de mí las ideas de libertad,
igualdad, seguridad, propiedad, y sólo veía tiranos en los que
se oponían a que el hombre, fuese donde fuese, no disfrutase de
unos derechos que Dios y la naturaleza la habían concedido, y
aun las mismas sociedades habían acordado en su establecimiento
directa o indirectamente”29. Participaba, pues, de las ideas que
comúnmente se llamaban liberales, como San Martín y la mayoría de la juventud de las clases superiores, que, como señaló
con claridad el P. Castellani, querían salir de “eso”, del absolutismo ilustrado de los Borbones y del despotismo de Napoleón.
Pero Belgrano era hombre de mucha fe. Sabía bien que la Santísima Virgen en su advocación de Nuestra Señora de la Merced había escuchado sus ruegos y conducido ella misma la batalla de Tucumán el mismo día de su fiesta (24 de septiembre
de 1812), donde su forma había sido vista hasta por el enemigo
en el firmamento, ocurriendo asimismo sucesos extraordinarios:
un ciclón y una inmensa manga de langostas sobre el enemigo
que contribuyeron decisivamente al triunfo30.
El Gobierno quiso alejar a Belgrano del Ejército del Alto
Perú, San Martín resistió la medida escribiendo “que no encontraba un oficial de su suficiencia y actividad” [.. . ] “ni quien
me ayude a desempeñar las diferentes atenciones que me rodean
en el orden que las deseo, e instruir la oficialidad, que además
de ser ignorante y presuntuosa, se niega a todo lo que es aprender [. . .]”. “Después de esto yo me hallo en unos países cuyas
gentes, costumbres y relaciones me son absolutamente desconocidas, y cuya situación topográfica la ignoro; y siendo estos
conocimientos de absoluta necesidad para hacer la guerra, sólo
este individuo puede suplir su falta […] ; pues de todos los
demás oficiales de graduación que hay en el Ejército no encuentro otro de quien hacer confianza, ya por carecer de aquel juicio
y detención que son necesarios en tales casos, y ya porque no
28 Ibidem N<? 15, pp. 457, 458.
29 Biblioteca de Mayo, Tomo II, pp. 956.
30 Cayetano Bruno, Historia de la Iglesia en la Argentina, Tomo VIII,
pp. 166 a 172.
— 102 —
han tenido los motivos que él para tomar unos conocimientos
tan extensos e individuales como los que posee…” 3 1 ;
Belgrano había nombrado a la Virgen de la Merced Patrona y Generala del Ejército Argentino. “Belgrano, como vivía
apasionado de ella —escribió el gran historiador P. Cayetano
Bruno32— no tuvo empacho en recomendar su devoción y recordarla a extraños y conocidos.” Es por ello el creador de lo
que podemos llamar la escuela mercedaria en nuestro Ejército,
porque inculcó su amor a los militares, por ejemplo, a Eustaquio
Díaz Vélez, Rondeau, Ortiz de Ocampo, Arenales, Paz, French,
Lamadrid, Dorrego y Martín Gtiemes. Por amor y confianza,
extremó la exhortación a su amigo querido y talentoso José de
San Martín. El 6 de abril de 1814, apenas alejado de Tucumán,
desde Santiago del Estero le escribió, recomendándole: “[… ] La guerra, allí, no sólo la ha de hacer Ud. con las armas, sino
con la opinión, afianzándose siempre ésta en las virtudes morales, cristianas y religiosas, pues los enemigos nos la han hecho
llamándonos herejes, y sólo por este medio han atraído las gentes bárbaras a las armas, manifestándoles que atacábamos la
religión. Acaso se reirá alguno de este mi pensamiento, pero Ud.
no deje llevarse de opiniones exóticas, ni de hombres que no
conocen el país que pisan; además por ese medio conseguirá
Ud. tener el Ejército bien subordinado; pues él, al fin se compone de hombres educados en la Religión Católica que profesamos, y sus máximas no pueden ser más a propósito para el
orden [.. . ] He dicho a Ud. lo bastante; quisiera hablar más,
pero temo quitar a Ud. su precioso tiempo, y mis males tampoco
me dejan: añadiré únicamente que conserve la bandera que le
dejé; que la enarbole cuando todo el Ejército se forme; que no
deje de implorar a Nuestra Señora de Mercedes, nombrándola
siempre nuestra Generala, y no olvide los escapularios a la tropa:
deje Ud. que se ríen: los efectos le resarcirán a Ud. de la risa
de los mentecatos que ven las cosas por encima. Acuérdese Ud.
que es un General Cristiano, Apostólico Romano; cele Ud. de
que en nada, ni aun en las conversaciones más triviales se falte
al respeto de cuanto diga a nuestra Santa Religión; tenga presente no sólo a los Generales del pueblo de Israel, sino a los de
los gentiles, y al gran Julio César que jamás dejó de invocar a los
dioses inmortales, y por sus victorias en Roma se decretaban
rogativas: se lo dice a Ud. su verdadero y fiel amigo. (Fdo.)
Manuel Belgrano”
33.
31 Mario Belgrano. Belgrano, Bs. As., 1944, p. 275.
32 Ibidem N<? 30, p. 210.
33 Doc. para la Hist. del Libertador Grl San Martín, Tomo II,
p. 123.
— 103 —
Le escribe esto porque sabe que San Martín es un general
católico practicante, porque lo vio actuando, como lo vieron en
el Regimiento de Granaderos a Caballo en Buenos Aires, donde
hacía rezar el rosario diariamente a retreta, y celebrar la Santa
Misa en presencia de todos sus hombres, primero en la Iglesia
de N. S. del Socorro, luego en el campo de instrucción frente
al cuartel del Retiro y finalmente en el patio interior de éste,
preocupándose insistentemente para tener capellanes, tanto en
la Capital como en la expedición a Salta, como puede verse en
mi libro34.
La devoción mariana de San Martín que le inculcó Belgrano, concretada en la advocación mercedaria, pronto florecerá en un
momento culminante de su vida, cuando hizo bautizar a su única
hija —nacida el 29 de agosto de 1816—, su infanta mendocina,
como la llamó, con el nombre de Mercedes Tomasa, este último
por su suegra, pero el primero sólo por la Virgen de la Merced
ya que no hay ningún nombre igual en las genealogías de las
familias, tanto de San Martín como de María de los Remedios
de Escalada.
El 25 de abril de 1814, San Martín cayó gravemente enfermo de su “úlcera gástrica crónica”, diagnóstico deducido a la
perfección por el Doctor Federico Guillermo Cervera en su excelente trabajo “Las enfermedades en la trayectoria del Libertador”
35. He probado exhaustivamente que la enfermedad no fue
simulada, como lo quiso hacer creer la infame calumnia del Grl.
Paz, cuya bajeza y falta de escrúpulos dio cauce al odio que
sentía por el caballero cristiano sin tacha, porque éste había
lanzado su famoso anatema contra los traidores a la Patria, como también he expuesto en mi trabajo “El verdadero plan estratégico continental de San Martín no es el conocido, que surge
de una carta apócrifa”, título que se refiere a la carta inventada
por Vicente Fidel López y que nunca escribió San Martín36.
En Córdoba, el doctor Eduardo Pérez Bulnes, en cuya estancia de Saldán se hospedó durante su enfermedad (junio a
agosto de 1814), le regaló un cuadro de Nuestro Señora del Carmen: una Virgen hermosísima, sin toca, muy española, con una
cabellera larga y ondulada que, según el P. Grenón S.J.3T, San
Martín llevó consigo en sus campañas y finalmente regaló al
Grl Gregorio de Las Heras, lo que prueba que en su vida religiosa
34 Ibidem N<? 15, pp. 72, 73, 155, 156, 226, 227, Gráfico N<? 13, 369,
438 y 456.
35 Revista Universidad N<? 90, Santa Fe, 1978.
36 Revista Gladius.
37 P. Grenón S..J., San Martin y Córdoba, Córdoba, 1935.
— 104 —
íntima actuó también la advocación carmelita, según lo demostraría públicamente después.
Como buen cristiano, pues, San Martín amaba a Dios y
cumplía y hacía cumplir las leyes de Dios y los preceptos de
la Iglesia Católica fundada por Nuestro Señor Jesucristo. Simultáneamente, como Belgrano, quería la independencia del gobierno tiránico de la Península, pero de ningún modo la emancipación de Dios ni de su Iglesia, de que Cristo es la cabeza.
Esta concepción, que ellos llamaban liberal, en absoluto podía ser
condenable por la Iglesia, porque, como explicó Alberto Caturelli:
“La condena de la Iglesia, desde Gregorio XVI hasta Juan Pablo II, no ‘está referida a una particular interpretación del término’, pues, como enseña Juan Pablo II, ‘la enseñanza de la
Iglesia se mantiene sin cambios a través de los siglos, en el contexto de las diversas experiencias de la historia’. Dicho de otro
modo, las experiencias de la historia (que permiten clarificar,
condicionar, iluminar la misma doctrina) no cambian la esencia
de lo transmitido. Por eso, cuando la Iglesia condenó al liberalismo, tal como se dio y como se va dando en las diversas
experiencias históricas, condenó aquellos principios generales
(‘emancipación del orden político respecto del orden religioso’)
sin los cuales el liberalismo no existiría”
38.
Tal como hemos visto, la concepción política liberal en San i
Martín quedaba subordinada al orden sobrenatural que encarna
Cristo y la Iglesia por El fundada. Si se quiere ser fiel a la verdad histórica, no se puede sentenciar encasillando a San Martín
con la clasificación de “católico liberal”, como se ha pretendido.
Esa denominación sintetiza algo imposible: la unión del aceite
con el vinagre. Porque un católico que debe amar, obedecer y
seguir a Dios, sólo si es inconsciente podrá adherir a los principios del liberalismo que hace de la libertad un ídolo, la idolatría;
de un nuevo becerro de oro: “proclaman la independencia de las
cosas humanas de las divinas, la sustracción del ordenamiento
civil a la ley religiosa, la desarticulación del régimen de lo tem- í
poral del régimen que tiende hacia el fin último y supremo”39.
De nada de esto participaba San Martín, y no se le puede llamar arbitrariamente lo que no era.
Acentuada la convalescencia, lo visitaron prominentes cordobeses y durante las conversaciones, surgió el tema de los Comentarios Reales del Inca Garcilaso de la Vega, proponiendo
“el mismo San Martín lo útil e importante de abrir una sus38 Alberto Caturelli, “Examen crítico del liberalismo”, en Revista
Gladius N<? 3, p. 54.
39 Luis Billot, El error del liberalismo, Bs. As., 1978, p. 95.
— 105 —

cripción a efecto de reimprimirla”, lo que fue acordado a una
por los asistentes. Muchos pormenores más de esta reunión,
aunque interesantes, escapan al objeto de este trabajo, excepto
que el acta fue redactada por el Presbítero Miguel Calixto del
Corro, cordobés, doctor en teología por la Universidad de San
Carlos, quien, entre otras cosas, escribió: “Se acabó, gracias al
Cielo, ese tiempo fatal; la libertad acompañada de la justicia,
se dejó ver en América presidiendo todas sus deliberaciones. La
verdad auxiliada de la libertad, esparce ya sus luces, sin tener
que vencer óbice alguno; los derechos del hombre, bajo de un
sistema liberal, hallan en su constitución todo el amparo y protección que dicta la justicia; la tiranía y el despotismo cayeron
ya de su trono…” 40.
Estos conceptos, expresados por un sacerdote de la Iglesia
Católica, un universitario de Monserrat, que más tarde sería
diputado al Congreso de Tucumán, no diferían de las expresiones sanmartinianas. En oficio del 31 de marzo de 1815, del Gobernador Intendente de la Provincia de Cuyo, Coronel Mayor José
de San Martín, al Cabildo de Mendoza, escribió: “no cesan los
enemigos de nuestro liberal sistema, constantes en sostener el
de opresión y tiranía, de tocar cuantos medios caben en la esfera
de lo posible, para sofocar nuestros progresos, conquistar de
nuevo las Provincias Unidas y destruir el Gobierno que han
constituido”
41. Así caracterizó San Martín, igual que el P. del
Corro, a lo que llamó sistema liberal, como lo contrario de la
opresión y la tiranía peninsular, enfoque no teórico, sino eminentemente político, y de defensa nacional: se trataba, pues,
de evitar que las Provincias Unidas del Río de la Plata y su
Gobierno, volvieran a caer en manos del enemigo peninsular tiránico, no de sustraerse a la ley religiosa de Dios, para nada. En
síntesis, San Martín era católico sobre todas las cosas, y al patrimonio espiritual y nacional que defendía le llamó “sistema
liberal” por contraposición a la tiranía napoleónica y borbónica, como lo hacían sacerdotes católicos de buena doctrina. Si
queremos entendernos con claridad y caracterizar bien las convicciones de San Martín en este momento de su vida, debemos
respetar sus propias palabras y su conducta pública y privada.
Por lo tanto, nadie que no tenga afán de confundir podrá llamarlo “católico-liberal”, ya que este término, como hemos visto,
así dicho, de inmediato define un grave error lindante con la
herejía: la sustracción del orden temporal al dominio de Nuestro
40 Juan Carlos Zuretti, El Grl San Martín y la cultura, Bs. As., 1959,
p. 124. Subrayado del autor.

— 106 —
41 Ibidem N<? 33, p. 445. Subrayado del autor.
Señor Jesucristo y de la Santísima Trinidad, que de ningún
modo se propuso San Martín nunca.
Para que se declarara la independencia acaudilló San Martín el golpe de estado del 8 de octubre de 1812, pero Alvear se
apoderó de la Asamblea del año XIII, que sólo sirvió para sus
ambiciones despóticas, en contra de los ideales de San Martín
y Artigas. La traición de Alvear terminó con una sublevación
militar y su expulsión, en abril de 1815, noticia que comunicó
San Martín al Cabildo de Mendoza, el 25 de abril de 1815, con
estos términos: “En este momento acabo de recibir el adjunto
oficio del Jefe de los Orientales para Vuestra Señoría; e igualmente tengo el honor de acompañar el que me ha dirigido el
Exmo. Cabildo de la Capital de Buenos Aires manifestándome
de haber sido destruido el opresor de nuestra libertad, y haber
reasumido en sí el mando hasta tanto el pueblo libre nombra
quien lo rija…”
42. Y en oficio del 28 de abril de 1815, también
dirigido al Cabildo de Mendoza, caracteriza el hecho político que
lo alboroza como un “relevante servicio” de Dios que hay que
agradecerle como debe hacerlo un buen cristiano: “La destrucción del tirano Gobierno de la Capital exige demostraciones de
júbilo e igualmente de agradecimiento al Ser Supremo, por habernos dispensado su protección para evadirnos del coloso que
se había levantado para oprimir los sagrados derechos de los
pueblos. Es preciso pues que Vuestra Señoría para llenar este
deber se sirva disponer que para el domingo 30 haya en la Iglesia
Matriz una misa solemne con Tedeum a la que se servirá Vuesta
Señoría asistir a tributar las gracias debidas por tan relevante
servicio. Dios guarde a Vuestra Señoría muchos años. Mendoza
28 de abril de 1815. (Fdo) José de San Martín43.
Ese mismo domingo 30 de abril de 1815, en que se reverenció
y agradeció a Dios, San Martín reunió a los Comandantes Militares de Mendoza quienes convinieron en aceptar al Grl Rondeau como Director Supremo y al Coronel Alvarez Thomas
como suplente, bajo la condición de invitar inmediatamente a los
pueblos mandasen sus diputados para la celebración del Congreso a un punto céntrico. Además, por intermedio del Cabildo
Abierto que hizo convocar, los ciudadanos prestarían su conformidad haciendo “ver su opinión francamente”44.
Confirma aún más lo demostrado, que otros dos prestigiosos sacerdotes compartieran la posición política de San Martín.
Ambos hablaron en ese quinto aniversario de la Patria, el 25
42 Ibidem N° 33, p. 461.
43 Ibidem N9 33, p. 462.
44 Ibidem N<? 33, pp. 463 a 465.
— 107 —

de mayo de 1815, que ese año coincidió con la fiesta de Corpus
Christi. Uno, en la Catedral de Tucumán, en el centro geográfico
y cuna de la evangelización de las ahora Provincias Unidas del
Río de la Plata, el Presbítero Pedro Ignacio de Castro Barros,
cuyas expresiones más notables fueron: “Por siglos y eternidades, señores, sea feliz y afortunada la ínclita capital de Buenos Aires, por el virtuoso grito de libertad con que el 25 de mayo
del año 1810, despertó de su largo letargo todo el vasto Continente de la América del Sud, para que rompiese sus inveteradas cadenas, recuperase sus antiguos derechos y ocupase un
distinguido rango entre las naciones libres del mundo. Colegid
cuanto digno, justo y equitativo y saludable, es y será, para
nuestra América, que penetrada de la mayor gratitud a Dios,
se le consagre con perpetua aniversaria festividad, a su culto,
el privilegiado 25 de Mayo, en el que la Patria, por un golpe
magistral de su justicia y de su misericordia, ha reasumido su
antigua dignidad y derechos, y ha evadido los hostiles designios
del ambicioso Napoleón, que pretendía uncirla con las criminales
coyundas de nueva tiranía, despotismo e irreligión”
45.
El otro habló el mismo día, pero a más de trescientas leguas, en la Catedral de Buenos Aires, en el centro estratégico
y político de la argentinidad, y fue el célebre e indomable defensor de la Iglesia Católica, el P. Fray Francisco de Paula Castañeda, quien expresó que Mayo fue un acto heroico, “guardando
y defendiendo la tierra ya contra Napoleón y sus enemigos, ya
contra los mandones caducos e inertes; ya contra los europeos
comuneros y contra sus repetidas e injustas coaliciones; ya contra la misma España, que con su mal ejemplo y fuerza armada
nos quería forzar a que variásemos nuestro primer juramento,
para que fuésemos tan renegados, perjuros y rebeldes como ella.
Sí, señores; contra la misma España, que nos quería forzar a
reconocer sus Cortes ilegítimas; y últimamente nos halagaba
con una Constitución despilfarrada, nula, refractaria y atentadora de la autoridad real”. Y profetizando lo que pasaría en
América, anunció “que si el mal aconsejado Fernando no quiere
unirse con sus leales vasallos, él mismo es el que, cual otra Roboam, se ha dado a sí mismo la sentencia”
4e
. Esta no era otra
que la “emancipación del gobierno tiránico de la Península”,
que motivó la vuelta de San Martín a Buenos Aires en 1812,
después de veintiocho años de ausencia.
Una nueva oportunidad se abrió con el Congreso de Tucumán, en el que estarían representadas las ciudades y villas de
45 G. Furlong, Castro Barros, Bs. As., 1961, p. 76.
46 Fray Feo. de Paula Castañeda, Sermón Patriótico, Archivum.

— 108 —

las provincias en forma genuina, no como se había hecho antes,
que se eligieron en la Capital. San Martín, al transcribir al Cabildo de Mendoza el oficio del Director Supremo para la convocatoria, agregó: “Lo transcribo a Vuestra Señoría para que
acordando los antecedentes que se previenen por el Estatuto,
se proceda previo su sanción al nombramiento de diputados. La
brevedad que exige de este paso no se ocultará a Vuestra Señoría en mérito de su importancia, y de nuestras circunstancias
políticas. El orden, método y liberalidad para realizarlo traerán la conveniencia de su mejor éxito, y los benéficos resultados
de sus consiguientes. Yo vivo en la confianza de que Vuestra
Señoría redoblando su celo, actividad y prudencia se solemnizarán estos actos en conformidad con la benevolencia pública. Dios
guarde a V.S. muchos años. Mendoza, 1? de junio de 1815. (Fdo)
José de San Martín. Al Muy Ilustrísimo Cabildo Justicia y Regimiento de esta Capital”
47.
San Martín, aleccionado por el fracaso de 1813, iba a hacer ahora todos los esfuerzos posibles para asegurar la declaración de la independencia de la Península y de toda dominación
extranjera, la magna obra que se había impuesto como una misión, porque sabía que esa era la solución política del momento
para el bien común, ante las circunstancias creadas de larga
data, como hemos visto. Y así lo dijo con entusiasmo, sencillamente, pero también con solemnidad, por ejemplo, en este documento que firmó dirigido al Cabildo de Mendoza el 13 de octubre de 1815: “Hacia el Congreso Nacional va a fijar la vista
Sud-América. Grandes resultados lisonjean nuestra esperanza.
La conservación de sus miembros [se refiere a los diputados] forma nuestros primeros deberes. Procede Vuestra Señoría conforme a ellos, cuando destina de los propios el viático de los
representantes. Pocas veces este fondo público se ocupará de
mejor objeto”
48.
El jueves 19 de octubre de 1815 volvió a escribir al Cabildo
de Mendoza para urgir la inmediata salida de los diputados para
el Congreso de Tucumán, imponiéndoles el perentorio plazo de
48 horas sin falta: “Siendo demasiado urgente la reunión de la
Asamblea Nacional que ha de fijar la suerte de la América del
Sud, lo es también de que se pongan en marcha los Diputados
de.las Provincias al punto de su convocación; y no habiéndolo
realizado aún los de esta Capital espera este Gobierno que Vuestra Señoría les invite a que la verifiquen para el sábado próximo
« Ibidem N<? 33, p. 510.
48 Doc. para la historia del Libertador Grl San Martín, Tomo III,
p. 55.
— 109 —
sin falta alguna. Vuestra Señoría que conoce bien las ventajas
que resultarán al bien general de este paso, no omitirá cooperar
a tan sagrado objeto”
49.
El 29 de noviembre de 1815, el Ejército del Alto Perú a
las órdenes del Grl Rondeau fue derrotado en Sipe-Sipe, en
el portal de la Patria Grande. “Un furioso ataque de sangre,
y en su consecuencia una extrema debilidad, me han tenido
diecinueve días postrado en la cama”, escribió San Martín el 19
de enero de 1816 a Tomás Godoy Cruz, uno de los diputados al
Congreso, que era su amigo y su intérprete ante el Congreso,
a quien tranquilizó sobre la alta moral de los mendocinos y su
confianza en el triunfo en caso de invasión de los realistas de
Chile. Su preocupación dominante impulsaba a obrar: “¿Cuándo empiezan Uds. a reunirse? Por lo más sagrado les suplico,
hagan cuantos esfuerzos quepan en lo humano para asegurar
nuestra suerte. Todas las Provincias están en expectación esperando las decisiones de ese Congreso: él sólo puede cortar las
desavenencias (que según este correo) existen en las corporaciones de Buenos Aires”
50.
El mismo sábado 19 de enero de 1816, también le escribió
a su íntimo amigo Tomás Guido, que estaba en Buenos Aires,
como Oficial Mayor de la Secretaría de Guerra. Jovialmente
llamaba a Guido y a sí mismo, “lancero”, y en abierta confidencia, se explayaba: “Lancero amado: nada me admira la pérdida de Sipe Sipe, pero mucho de que Rondeau no haya dicho
al Gobierno me amolarán; yo no concibo este silencio y menos
no se a qué atribuirlo. Pero mi amigo ¿a qué atribuye Ud. estos
repetidos contrastes? Yo creo que en la confianza ilimitada o
por mejor decir, a nuestro orgullo.” Enseguida, le explicó en
detalle sus planes defensivos frente al enemigo de Chile, y terminó con estas optimistas frases: “¡Hay tranquilidad! Hay juicio, Dios nos ayude. Siempre será su amigo y 1er. Lancero.
San Martín”
61. Su confianza estaba puesta en Dios y en su buen
Pocos días después, San Martín volvió a escribir —que era
como una conversación fraternal— para contestar una carta
de Guido del 16 de enero de 1816: “Mendoza y enero 28 de 1816.
Mi Lancero amado: es lo más singular el silencio de Rondeau
que Ud. me dice en la suya del 16: hablemos claro mi amigo,
yo creo que estamos en una verdadera anarquía, o por lo menos
una cosa muy parecida a esto. ¡Carajo con nuestros paisanitos!
pensar y obrar.
Ibidem N? 48, p. 58.
50 B. Mitre, Historia de San Martín, Tomo IV, Bs. As., 1940, p. 245.
si AGN VII-16-1-1.
— 110 —
Toma liberalidad y con ella nos vamos al sepulcro. Lancero mío,
en tiempos de revolución no hay más medio para continuarla
que el que mande diga hágase, y que esto se ejecute tuerto o
derecho; lo general de los hombres tienen una tendencia a cansarse de lo que han emprendido, y si no hay para cada uno
de ellos un cañón de a 24 que les haga seguir el camino derecho
todo se pierde. Un curso me da cada vez que veo estas teorías
de libertad, seguridad individual, idem de propiedad, libertad
de imprenta, etc., etc., qué seguridad puede haber cuando me
falta el dinero para mantener mis atenciones y hombres para
hacer soldados. Cree Ud. que las respetan; estas bellezas sólo
están reservadas para los pueblos que tienen cimientos sólidos
y no para los que ni aún saben leer y escribir, ni gozan de la
tranquilidad que da la observancia de las leyes. No hay que cansarnos, cuantos gobiernen serán despreciados y removidos Ínterin los pueblos subsistan bajo tales bases: yo aseguro a Ud. (y
esto sin vanidad) que si yo no existiera en esta Provincia, ya
hubieran hecho los San bardos (sic) que las demás; pues todo
el mundo es París”
B2.
San Martín miró de frente las circunstancias en que vivía
y se dio cuenta que las teorías del liberalismo estaban en pugna
con la realidad. Con las libertades del liberalismo se caía en la
quiebra de la autoridad. San Martín había llegado pronto, con
lucidez, a la dura verdad que el P. Castellani sintetizó magistralmente: “Les dije también que el Liberalismo en vez de traer
la Máxima Autoridad con la Máxima Libertad —que es la solución
“optimum”— trajo lo contrario, un mínimun de las dos cosas,
mezcla increíble de Anarquía y Tiranía; lo cual en lenguaje vulgar
se llama simplemente Desgobierno…” 5 S . San Martín, por tanto, descubrió bien temprano que el Liberalismo importado no le
servía a la Patria para ser Nación. Pero todo esto y lo que
sigue, merecen capítulo aparte.
(Continuará en la II? Parte: San Martin contra el liberalismo.)
Coronel HÉCTOR JUAN PICCINALI
52 AGN VII-16-1-1. “Todo el mundo es París” es una “expresión
que se utiliza para disculpar el vicio o defecto que se pone en un determinado lugar, no siendo particular de él sino común a todas partes”. Cf. Diccionario Enciclopédico Hispanoamericano, ed. 1854, loe. mundo.
«3 Ibidem N<? 2, p. 148.
— 111 —
PUBLICACIONES GLADIUS
1. ¿DOCTRIN A SOCIA L D E L A IGLESI A O TEOLOGI A
D E L A LIBERACION? , Cardenal JOSEPH HÓFFNER,
1985, 77 págs.
La pluma magistral del Cardenal Hóffner, presidente de la Conferencia Episcopal Alemana, analiza la Teología de la Liberación
desde la Doctrina Social de la Iglesia, materia en la que es
experto. El libro está estructurado en tres capítulos: el primero
trata las siete proposiciones rectoras de la Doctrina Social de la
Iglesia; el segundo siete opciones de la Teología de la Liberación
y el tercero siete conclusiones.
A 2
2. FAMILIA , SOCIEDA D Y DIVORCIO, HÉCTOR H. HERNÁNDEZ, 1986, 144 págs. Prólogo del Arzobispo de Ro –
sario Monseñor Jorge López.
El A. es profesor universitario e investigador del CONICET.
Las tres partes del libro están dedicadas: 1?) Familia y sociedad según el orden natural y cristiano. Su disolución en la Argentina. 2?) La discusión sobre el divorcio, con sus terribles
consecuencias. 3?) Las leyes de divorcio productoras de divorcio.
El A. incluye notas sobre el proyecto de la Cámara de Diputados.
A 4
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FRAY ALBERTO GARCIA VIEYRA, O. P.
In memoriam
Ante la muerte de fray Alberto García Yieyra, me ha parecido oportuno recordar uno de los tantos testimonios vertidos,
en el proceso de canonización de su Padre Santo Domingo: EL
de fray Rodolfo de Faenza, quien dijo: “no quería que los frailes se preocupasen de los negocios temporales, ni del gobierno
de la casa, ni de la administración de las cosas temporales, excepto aquellos a quienes se les hubiera encomendado el cuidado
de la casa, sino que deseaba que siempre estuvieran dedicados
al estudio, a la oración y a la predicación”.
Desasimiento total de los negocios temporales; estudio permanente de las Escrituras, de los Padres y de su maestro Santo
Tomás de Aquino; oración constante de modo que también su
vida se haga oración y ofrenda, meditación y, sobre todo, contemplación; predicación, de palabra y de obra, como lógico resultado del estudio y de la oración. Tal ha sido la vida de fray
Alberto García Vieyra, que partió hacia la Casa del Padre el
20 de diciembre de 1985; comenzó su peregrinaje en la ciudad
cordobesa de Alta Gracia, el año de 1912. Estudió en el histórico Colegio de Monserrat e ingresó a la Facultad de Medicina;
cuando cursaba el tercer año, hacia 1932, fue atraído por el
Instituto Santo Tomás de Aquino de Córdoba, fruto de los desvelos de aquel hombre singular que fue el doctor Luis Guillermo
Martínez Villada; Jaime García Vieyra (que así era su nombre
en el siglo) fue una de las vocaciones sacerdotales surgidas de
aquel grupo de jóvenes católicos; las otras fueron fray Mario
Agustín Pinto y el P. Casarabilla Garzón, del clero secular.
En 1935 profesó en la Orden de Predicadores, estudiando
filosofía primero en Córdoba y luego en Buenos Aires; después
en el Angélico de Roma hasta su ordenación sacerdotal en 1939.
Tres años más tarde aprobó el examen para el doctorado con
su estudio sobre los dones del Espíritu Santo en San Alberto
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Magno. Regresó al país en 1943 y, desde entonces, enseñó filosofía y teología en las casas de Molinari (Córdoba), Buenos Aires, Mendoza, San Juan, Santa Fe, ciudad esta última donde
falleció. Durante un tiempo, enseñó también en la Univerisdad
Católica Argentina y en el Profesorado de Educación Católica
de Buenos Aires. Además de sus libros, diversas revistas publicaron sus escritos filosóficos y teológicos: Philosophia, Ortodoxia, Sapientia, Norte, Revisto.i de Teología, Estudios Teológicos y Filosóficos, Cruzada, Roma, Philosophica (Valparaíso),
Mikael, Cabildo y Gladius, sin contar algunos de sus artículos
en el diario Los Principios de Córdoba.
Estudio-oración-predicación: Estos han sido los caracteres
esenciales de la vocación de fray Alberto García Vieyra en su
pensamiento metafísico, en su crítica a la filosofía contemporánea,, en su notable obra pedagógica y, principalmente, en sus
meditaciones estrictamente teológicas y místicas, todas ellas expresivas de su propia vida espiritual. Este religioso modestísimo, completamente incólume a todos los ataques del “mundo”,
tenía la franqueza del niño, el limpio recato de sü vida virtuosa . y, a veces, cuando era necesaria, la contundencia de la
palabra de la Verdad pronunciada sin compromisos equívocos.
Por eso, seguramente, fue uno de los tantos proscriptos de los
“medios de (in) comunicación social”. Algunos de sus últimos
escritos, publicados en el Centro San Jerónimo por él organizado
en Santa Fe, son un modelo de impericia editorial y de pobreza
real y son, por eso mismo, dignos de veneración: “distribuidos”
casi de mano en mano, contienen, sin embargo, ricas reflexiones sobre la vida monacal, la espiritualidad y la mística, ellas
también proscriptas del mundo contemporáneo.
Sus escritos propiamente metafísicos datan de los años 1947
a 1953 y denotan la polémica con el existencialismo y el historicismo que hacían sentir su influencia por aquella época. Fray
Alberto estaba convencido que la raíz nominalista es la causa
de la insuficiencia noética de las ciencias actuales; es, pues,
Occam él verdadero fundador del pensamiento moderno basado
en la negación del universal in essendo y en la postulación de
una suerte de predicación accidental de individuos contingentes.
De ahí la anarquía de las ciencias y la necesidad de la restauración del realismo metafísico. Por un lado, todas las formas del
historicismo relativista perciben la exterioridad de la existencia
humana sólo recuperable por medio de la real distinción de esencia y existencia; por otro, el existencialismo se presenta como
“la filosofía del reprobo” pues sus temas claves (angustia, nada,
desesperación, caída, etc.) se corresponden a la perfección con
los que Santo Tomás estudia en las cuestiones sobre los ángeles

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caídos; esta filosofía es “la filosofía de la obstinación” en la
negación. De ahí que fray Alberto, en su esfuerzo por la restauración de la metafísica realista, insistiera en la distinción entre
el ser esencial y el ser existencial. En la línea de Cayetano, sostiene que el acto de existir (recibido) realmente se distingue
del sujeto sobre el cual recae y es acto de toda la sustancia ya
constituida de materia y forma; por eso, “la existencia es un
predicado real de la esencia” derivado de un principio extrínseco pero que afecta a la esencia ab intrínseco. De ahí que, a
diferencia de Heidegger, el ente finito reclama la Causa que le
confiere el ser. Hay, pues, una “filosofía tomista de la existencia”
y no un existencialismo tomista.
Estos principios iluminan su obra más extensa que es la
consagrada al problema de la educación. Ante todo, debe solucionarse el de la pedagogía como ciencia, tal como aparece en
su libro Ensayos sobre pedagogía (1944), pensada como “ciencia o arte de la educación”. Excluye enérgicamente todo voluntarismo desde que el acto pedagógico es siempre “un conocimiento especulativo de algo a hacer”, propio del entendimiento
práctico y, por eso, subordinado a la contemplación; si por un
lado las ciencias del obrar son activas y, por otro, factivas, la
pedagogía tiene ese doble carácter; a su vez, en cuanto se trata
de un obrar especial, se subordina a la Etica por razón del fin
(el Bien absoluto) ; respecto del último fin, debe formar hábitos
buenos o virtudes como principio quo de la operación siendo la
persona el principio quod (quien opera). De ese modo, García
Vieyra es crítico tenaz de todo psicologismo en pedagogía, ya
por falso, ya por insuficiente.
De este modo le era posible enfilar su crítica a toda pedagogía naturalista, utilizando sagazmente la distinción entre amor
de concupiscencia y amor de benevolencia, ambos superados por
la caridad. También sobre la base de la triple distinción entre
bien honesto, útil y deleitable, propuso los grados de interés en
pedagogía cuya culminación reside en el interés honesto. Caían
así bajo su crítica Herbart, Rousseau y todo el pragmatismo.
Según esta distinción, la educación supone la participación del
educando en los valores morales expresivos del orden y regularidad de la conducta, cayendo así por antipedagógicas, ciertas
didácticas permisivas y autonomistas, como el naturalismo, la
“escuela nueva” y otras direcciones que han proclamado la plena
autonomía del educando.
De todo lo cual se sigue que “lo esencial del problema educativo no es la técnica metodológica, sino ver con claridad los
principios que deben regir la actividad docente”. Esta conclusión que, hoy, es de trágica actualidad, proyecta el pensamiento

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de García Vieyra más allá de todo psicologismo (que apenas
se mueve en el ámbito de la causa material) hacia el supremo
principio ordenador que ha de buscarse en la Causa que le confiere el ser al mismo educando; de ahí que la dependencia del
hombre respecto de Dios sea esencial a la educación y, a su luz,
la pedagogía estudia las causas próximas de la educación (en
cuanto ciencia) y se interroga por las causas últimas del acto
educativo (en cuanto sabiduría). Y ni siquiera esto basta al P.
García Vieyra porque el hecho educativo debe ser contemplado
también en su dimensión teológica ; en efecto, si revelar es un modo
de obrar divino, de parte del hombre existe la obligación de escucharle en virtud de su dependencia ontològica; y como la Revelación es el contenido del magisterio divino, mediato y objetivo,
necesario y permanente, resulta de derecho natural la obligación de acatamiento al magisterio divino; dicho de otro modo,
la educación excluye el laicismo y no puede prescindir del conocimiento vital de la Revelación.
Era lógico que esta doctrina iluminara su obra sobre Política educativa (1967) que fue pensada como “ciencia práctica
que oriente al legislador”: Es política porque es ciencia del
bien común y es educativa porque tiene por objeto la educación
lograda por medio de los hábitos buenos o virtudes. El objeto
material remoto está constituido por las instituciones educadoras
y su objeto material próximo es la legislación escolar. Y como
sus principios son los de la ética, no es concebible una política
educativa laicista y naturalista; por el contrario, ha de reconocerse el derecho natural de los. padres a la educación relegando
al Estado al mero papel de agente supletorio. El P. García
Vieyra advierte sobre el absurdo de un “derecho” ilimitado a
enseñar y, en ese sentido, se opone a una libertad de enseñanza
absoluta a la vez que salvaguarda la potestad que tiene la Iglesia Católica en la educación dada la suficiente promulgación del
Evangelio.
Finalmente, es menester buscar en la teología y en la espiritualidad, la contribución más significativa de fray Alberto, sea
que se refiera a la Teología misma como ciencia, al fenómeno
de la secularización, a las fuentes de la Vida sobrenatural y a
la vida de la Patria argentina considerada a la luz de la fe.
Respecto de lo primero, conocía a fondo la Teología de Santo Tomás y utilizó la meritísima obra del P. Marín Solá para repensar
el problema del “devenir” en Teología: esta expresión sólo se
refiere a la Revelación virtual cuyo desarrollo (o evolución) no
altera el contenido formal; frente a los actuales relativismos
modernistas, reafirmaba que, si bien la Revelación se encarna
en el tiempo como mero modo de expresión, lo significado no

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depende del tiempo sino de Dios revelante. Sobre esta firme
base debe considerarse su reflexión sobre los dones del Espíritu
Santo que, para fray Alberto, excluye todo naturalismo y afirma
que la vida espiritual comienza por la gracia y se realiza por
hábitos operativos infusos cuyo ejercicio es conocimiento y amor
de Dios, contemplación y acción. Los demás temas teológicos
meditados por García Vieyra tienen aquí su raíz, ya se refieran
a la Eucaristía, a la persona de María o al santo Rosario. Creía
percibir que en el mundo actual existe “un movimiento… de
promoción carismàtica de la maternidad espiritual de María”
como camino escogido por Dios para la salvación de los hombres ;
este incremento de la maternidad de María “es lo único capaz
de influir en el orden de las causas segundas libres —acontecimientos humanos—-, para volverlas a la conversión a Dios y
salvarlas”; y esto es así porque no hay remedio contra el pecado en el mero orden natural y semejante milagro está reservado a María.
Preocupó al P. García Vieyra la relación entre lo natural
y lo sobrenatural y combatió arduamente una hermenéutica naturalista destructora (si pudiese) de la Palabra. Como cristiano,
como sacerdote y como religioso, prorrumpió en un dramático
llamado a la vuelta al ideal más puro de la vida religiosa. En
ese sentido, su estudio sobre Los Padres del desierto (1981)
—uno de esos ensayos suyos repartidos de mano en mano y
pobremente impresos— es una reacción contra el activismo secularizante ; contra la anestesia de la vida espiritual, dentro y fuera
de las casas religiosas y una suerte de llamado en favor de la
vida cenobítica, en favor de la santa soledad, la quietud, el silencio, valores que no tienen “prensa” en medio del estrépito
exteriorista del mundo contemporáneo; frente a este máximo
veneno, nada mejor que proponer, como ejemplo a los santos
Padres del desierto contra el activismo suicida; la “hora del
cambio” debe ser inmediatamente sustituida por la hora de Dios,
volviendo a la vida contemplativa, al ministerio de la fe y de
las virtudes cristianas. Para ello, este fraile —que tenía la alegría cristiana pero también el dolor de ver entronizado el espíritu
del mundo en lo sagrado— propiciaba la restauración de la vida
regular, del silencio, del hábito religioso, de la oración, de la
renuncia; en esta línea está la verdadera renovación porque,
decía, “una renovación que empuja y precipita a la secularización, no es renovación sino destrucción”. Por eso es menester, en
esta hora de tinieblas, “volver la mirada al cenobio primitivo”
en busca de las auténticas fuentes de la Vida.
La “teología” que sustenta este mundo sin Dios es lo que
«1 P. García Vieyra llamaba “la Teología de Caín”; la teología

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de la ciudad secular, en la cual chocan el Caín liberal y el Caín
marxista; claro está, decía fray Alberto con cierta ironía, que
“la Teología de la Liberación es la teología de un Caín adulto”.
No queda pues otro camino que el regreso a las verdaderas fuentes de la Vida. Por eso, seguramente, sus últimos escritos, se
refieren siempre a este paso esencial; en su artículo “Lecciones
del Exodo”, aparecido en el n? 5 de GLADIUS cuando el Padre
ya había fallecido y por él pensado y escrito como homenaje
al P. Julio Meinvielle, vuelve sobre lo mismo: vista desde
Hispanoamérica la situación de la Iglesia, es menester reafirmar que “el último fin del cristiano es la perfección de la caridad, y no la promoción humana o el desarrollo. Debemos salir
con Moisés al desierto”. Y en el último ensayo independiente
publicado en Santa Fe sobre La espiritualidad cristiana ascéticomistica (1985), retoma la línea de Los Padres del desierto;
después de poner en claro las ideas esenciales sobre la mística
cristiana y el itinerario de todo crecimiento interior, medita largamente sobre el temor de Dios y la actual destrucción de la
vida espiritual; pero el Padre García Vieyra estaba lejos de ser
pesimista: “Creemos, concluía, que el Espíritu Santo obra en
las almas, y que se cuentan por millares las que buscan, y que
aún sin saber bien lo qué buscan desean a Dios en lo íntimo del
alma”. Con esta convicción firmísima, el P. García Vieyra pasó
de esta vida a la Otra dejando su ejemplo de religioso integral,
por completo dedicado, como quería Santo Domingo, al estudio,
a la oración y a la predicación.
ALBERTO CATURELLI
BIBLIOGRAFIA
Fray Alberto García Vieyra, O.P.: A) Escritos: 1. Los. dones del
Espíritu Santo según San Alberto Magno (inédito, tesis de Teología ante
el Angélico de Roma, 1942); 2. “Principios de educación”, Philosophia, n<? 1,
p. 51-72, Mendoza, 1944; 3. “La pedagogía del interés y del amor”, ib.,
n° 4, p. 301-321, 1945; 4. “Libertad y perfección”, ib., n<? 4, p. 368-372,
Mendoza, 1945; 5. “La pedagogía, ciencia práctica”, Ortodoxia, n<? 9,
p. 48-77, Bs. As., 1945; 6. “Introducción para el estudio de los dones del
Espíritu Santo”, Ortodoxia, n? 10, p. 239-247, Bs. As., 1945; 7. “Magisterio divino y educación”, Ortodoxia, n<? 12/13, p. 40-67, 1946; 8. “El interés
en pedagogía”, Philosophia, n? 6, p. 258-274, Mendoza, 1946; 9. Rec. a E.
Gilson, Dios y la filosofía, Philosophia, n9 5, p. 153-4, Mendoza, 1946;
10. Rec. a Aristóteles, Poética, ib., n? 5, p. 165-7, 1946; 11. “Ensayo sobre
la disciplina y disciplina escolar”, Philosophia, n? 8, p. 87-104, Mendoza,
1947; 12. “Ontología de la existencia”, Sapientia, II, 5, p. 227-238, La
Plata-Bs. As., 1947; 13. Ensayos sobre Pedagogía según la mente de Santo
Tomás de Aquino, 199 pp., Dedebec, Ediciones Desclée de Brower, Bs. As.,
1949; 14. “El problema del historicismo y la distinción real entre esencia
y existencia”, Sapientia, IV, 11, p. 41-59, 1949; 15. “Semiología de las cien-
— 118 —

•cias especulativas”, Sapientia, V, 18, p. 267-281, 1950; 16. “Los dones
dirigentes de la vida activa”, Revista de Teología, I, 4, p. 61-66, La Plata,
1951; 17. “Una filosofía de la obstinación”, Los Principios, 3.11.1952, Córdoba; 18. “Ser y devenir en Teología”, Sapientia, VII, p. 38-54, Bs. As.,
1952; 19. “Los dones del Espíritu Santo”, Norte, n? 4, p. 9-24, Tucumán,
1953; 20. Rec. a A. Dondevne, ‘Foi chrétienne et pensée contemporaine”,
Sapientia, VIII, p. 27-75, Bs. As., 1953; 21. “Semántica y morfología”,
Sapientia, IX, 31, p. 58-63, 1954; 22. “La libertad de cultos”, Revista de
Teología, V, 18, p. 77-80, La Plata, 1955; 23. “Evolución de la verdad”,
Sapientia, X, 35, p. 9-19, 1955; 24. “Los ángeles caídos”, Sapientia, XII, 45,
p. 178-186, 1957; 25. “Enseñanza religiosa”, Cruzada, IV, 17, p. 5, Bs. As.,
1960; 26. “La tolerancia religiosa. Crítica a la posición humanista”, Estudios
Teológicos y Filosóficos, n<? 2, p. 183-209, Bs. As., 1960; 27. “La Eucaristía,
sacramento de la gloria”, Estudios Teol. y Fil., III, p. 26-48, Bs. As., 1961;
28. “La visitación de María”, Est. Teol. y Fil, IV, 3, p. 177-199, Bs. As.,
1962; 29. “Purificación de María y oblación del Señor en el templo”, Est.
Teol. v FU., V, p. 7-36, 1963; 30. Política educativa, 315 np.. Librería Huemul. Bs. As., 1967; 31. “Renovación y progresismo en la Ifflesia”, Roma,
II, 6. p. 17-50, Bs. As., 1968; 32. “Un centenario”, Roma, II, 7, p. 32-33,
Bs. As.. 1968 (sobre San Juan de la Cruz) ; 33. “La escala de Bethel”,
Roma. III, 8, p. 19-23, Bs. As., 1969; 34. “La meditación religiosa”, Roma,
TU, 10. p. 8-Í8. 1969: 35. “Un faraón en la Iglesia: San Pacomio”. Roma, V,
22, p. 6-15, 1971/2; 36. “Cateciuesis latinoamericana”, Roma,. VI. 27, p. 7-13,
197273: 37. “Más sobre Revelación y cateauesis”. Roma. VII. 28, p. 32-37,
1973; 38. “Ante una obra infame”, Roma. VII, 29, P. 47-48. 1973: 39. “Política y pecado”. Roma. VII, 31. n. 18-29, 1973: 40. “La Religión Católica os
la única verdadera”, Roma. VIII. 33. n. 43-44, 1974; 41. “Carta sobre el
artículo de Daniel Boira”. Roma. VIII. 35. n. 51, 1974; 42. “Teología e iglesia”, Roma, VIII, 36, p. 44-58. 1974: 43. “El árbol v los frutos”, Roma. VIII,
37, p. 8-18, 1974/5: 44. “La disolución de la familia en China roía”, Romo,
IX. “40. p. 22-23, 1975; 45. “La teología de Caín”, Roma, X, ¿4, p. 24-32,
1976 ; 46. “Carta de lectores”, Roma, X. 45. p. 30. 1976: 47. El Rosario v
sus misterios (1?- ed- 19771. 154 pp., Ediciones Mikael. Paraná. 1982: 48.
“Carta de lectores”, Roma. XT. 48. n. 41-42, 1977: 49. “La exneriencin. mística”. Mikael, 14, p. 99-110, Paraná, 1977; 50. “‘Fiat lux’. El ámbito de
visibilidad de las creaturas intelectuales”, Philosovhicn, vol. I, p. 35-51,
Valparaíso, 1978: 51. “El segundo día de 1a. Creación. Los ángeles, rectoren
del universo”, Philosophica. vol. II-III, p. 55-71, Valparaíso, 1980: 52. El
Paraíso o el problema de lo sobrenatural, 80 pn. Editorial San Jerónimo,
Santa Fe, 1980: 53. “El papel histórico de María”, Mikael, 23, p. 45-‘
61, Paraná, 1980: 54. “Educación Cristiana”, Mikael, 26, p. 93-107, Paraná, 1981; 55. “Penetración indeseable”, Roma, XV, 68, p. 24-28. Bs. As.,
1981; 56. Los Padres del desierto. Las fuentes de la vida, 120 nn. Ediciones
San Jerónimo, Santa Fe, 1981; 57. “Sobre la humildad”, Mikael, 28, p.
41-51, Paraná, 1982; 57. “Al margen de un Congreso”. Cabildo, 2?- ép-,
VII. n° 59, p. 18-19, Bs. As., 1982; 58. “La soberbia”, Mikael. 31. p. 63-
81, Paraná. 1983: 59. “Redención de Cristo y corredención de María”, ib.,
33, p. 37-58, 1983; 60. “Para las calendas patrias”, Cabildo, 2a ép., IX,
89, p. 28, Bs. As., 19’85; 61. La espiritualidad cristiana ascético-mística.
Virtudes y temor de Dios, 50 pp., Lecturas del ‘Centro San Jerónimo’, Santa
Fe, 1985; 62. “Lecciones del Exodo”, Gladius, 5, p. 11-28, Bs. As!, 1986.
B) Bibliografía: Alberto Caturelli, La filosofía en la Argentina actual,

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LA OBRA
DEL PADRE ALFREDO SAENZ, S.J.
Es muy significativa la espontaneidad con la cual ha nacido este estudio que se abrió paso, por sí solo, entre otros trabajos en los que estoy
empeñado. La frecuentación de los escritos teológicos del P. Sáenz a lo
largo de cuatro lustros, el propósito —no cumplido todavía— de escribir
algunas notas sobre sus últimos libros, me decidieron ahora a ofrecer una
visión general sobre su obra escrita *.
I. LAS FIGURAS BIBLICAS Y LOS SANTOS PADRES
a) Cristo y las figuras bíblicas
Hace casi veinte años que apareció el estudio del P. Sáenz sobre las
más importantes figuras bíblicas que constituyen como mojones de la historia de la salvación (1967) ; aquella obra era como la culminación de ensayos
anteriores preparatorios que meditaban la Palabra de Dios y (el) culto litúrgico (1961), El Templo, presencia de Dios (1962) y Las fiestas del Señor
(1962), todos publicados en los Cuadernos Bíblicos de Ediciones Paulinas
de aquellos años. Ahora, en Cristo y las figuras bíblicas,, aunque en la línea
de las egregias investigaciones de Daniélou, se trata de una sostenida meditación teológica sobre el sentido tipológico de la Escritura que tiene, como
enseñan los Padres, por objetivo a Cristo (CFB., 7). Si el Antiguo Testa-
* Al final de este estudio puede verse la bibliografía completa. Para
•comodidad del lector, utilizaré en el contexto siglas correspondientes a títulos de libros, salvo dos ensayos reseñados al final y publicados como
artículos; los demás artículos de revista se citan al pie de página.
CFB: Cristo y las figuras bíblicas (1967).
SMT: La celebración de los misterios en los sermones de San Máximo
de Turín (1970).
IV: Inversión de valores (1978).
ESU: Eucaristía, sacramento de unidad (1981).
SSM: El Santo Sacrificio de la Misa (1982).
LC: La Caballería o de la fuerza armada al servicio de la Verdad
desarmada (1982).
•SLM: San León Magno y los. misterios de Cristo (1984).
IPC: In persona Christi. La fisonomía del sacerdote de Cristo (1985).
SP: “San Pablo, arquetipo del apóstol”, Mikael, XI, 33, 1984.
EEM: “El espíritu del mundo”, Gladius, I, 1, 1985.

—121 —

mentó es como un inmenso “tipo” del Nuevo, la tipología atisba las intenciones del Espíritu Santo en los hechos y personas que se nos presentan. De ahí que el P. Sáenz, con la segura ayuda de los Padres, nos muestra
cómo es Cristo quien nos explica la Ley y los Profetas (CFB., 10-1); cómo-
“todo el Antiguo Testamento tiene por único objeto a Cristo” quien se comporta como la clave explicativa; de ahí que las figuras sean un tejido de
“tipos” del Cuerpo de Cristo. San Hilario, Orígenes, San Cirilo y otros Padres frecuentados con amor e inteligencia, ayudan al P. Sáenz para develar
lo que él llama “un ejemplarismo al revés” desde que la tipología del Antiguo
Testamento “nos hace conocer los ejemplares antes de revelarnos el Modelo”‘ (CFB. 15). De ahí que, si uno es como la Sombra respecto de la Luz, en
el fondo no haya más que un solo Testamento desde el comienzo del mundo
hasta el fin del tiempo. Desde esta perspectiva se comprende el “sentido
cristiano” del Antiguo Testamento, ya sea que consideremos a Cristo en su vida externa, ya en los misterios que vino a realizar (teología bíblica). Esto es lo esencial, aunque también Cristo puede ser considerado en su Parusía (perspectiva eseatológica), como figura de la Iglesia en su vida sacramental y en el alma del cristiano en cuanto Cristo se prolonga en sus miembros. Siguiendo a Santo Tomás, “el Antiguo Testamento se ordena al
Nuevo y el Nuevo concluye en el cielo” (CFB. 25).
De las doce figuras bíblicas estudiadas, naturalmente la primera es
Adán en quien se abarca toda la humanidad y en quien Dios encontró “su
sábado y el eco de su fecundidad trinitaria”; después del desorden y aunque por oposición, Adán es tipo de Cristo y Cristo es el “recapitulador”‘ del hombre y de su muerte; sin detenerme en la riquísima simbología que
encuentra en los Padres como San Ireneo y San Cirilo, es claro que en: Cristo recuperamos lo perdido en Adán y en María nos injertamos en la
“recirculación” hacia Eva y así por la obediencia de una virgen ha sido’ borrada la desobediencia de otra (CFB. 34-5). De modo que, como enseñan
los Padres, “esta vuelta al Paraíso… se realiza en cuatro planos complementarios: Cristo es el nuevo Paraíso; el Bautismo es el ingreso en el
Paraíso; la vida mística es una penetración más profunda en el Paraíso;
la muerte introduce a los santos en el- Paraíso definitivo” (CFB. 36).
Abel, el justo, no pertenece ni al cristianismo ni al judaismo sino al
período que los precedió y “encabeza la columna de los elegidos, escogido
por Dios en el umbral de la historia humana” (CFB. 46). Por contraposición a Caín que es labrador, Abel es pastor, peregrino cuyo ofrecimientoconstituye un gesto sacerdotal que lo lleva al martirio; se vuelve manifiesta
la relación entre el cordero ofrecido por Abel y el Cordero ofrecido en la
Cruz y permanentemente en la Eucaristía; de ahí que perdure en la liturgia, día por día. Noé introduce en la historia la noción de alianza, pero
de la entera humanidad y del mismo cosmos, de un modo que después del Diluvio, “pasamos así de la idea de justicia a la idea de redención” (CFB. 57)
pues la misericordia divina sustrae del castigo al “resto” de elegidos. El
Diluvio prefigura el triunfo de Cristo sobre el Dragón del Mar, prefigura
el Bautismo y también el Juicio escatológico. Imposible dar una idea de
la riqueza de este tema en una mera exposición sintética porque la exégesis abre, en la multiplicidad de sentidos que se implican, una suerte de abismo
inagotable donde se abrevan los Padres; pasemos, pues, a Isaac, la víctima: “Abraham es imagen del Padre celestial que ofrece la Víctima inmolada por nuestra redención. Isaac es el hijo de la promesa, nacido de un
seno estéril, preanunciando así el admirable nacimiento de Cristo del
seno de una madre virgen por obra del Espíritu Santo. Isaac, al sustituir a su primogénito Ismael, significó la futura y misteriosa sustitución de las naciones al pueblo antes elegido. El sacrificio de Isaac, sacerdote y
— 122 —
Tíctima, aparece como un ‘tipo’ notable del Sacrificio de Cristo…”
(CFB. 85-6).
También es Melquisedec “tipo” del sacerdocio de Cristo y sacerdote
•de la religión primera de la humanidad (Daniélou) ; su sacerdocio es
superior al de los levitas por ser, precisamente, “tipo” del Eterno y Sumo
sacerdote que, significativamente, ofreció la oblación de pan y de vino
imitando al que había de venir. El legislador es Moisés que se comporta
como mediador (hombre de Dios) y también “hombre del pueblo elegido”
(CFB. 101). Por un lado, fue la Ley un don por el cual los hombres anhelaron lo que Dios quería darles, de modo que el fracaso de la ley sería
su triunfo; por otro lado, comienza con Moisés la segunda edad del mundo
que procede de Moisés a Cristo (etapa de la Ley escrita) (CFB. 106). La
“vida de Moisés es preludio y oposición y, a la vez, los acontecimientos de
su vida preanuncian la vida de Cristo. En el primer Exodo, los profetas
anunciaron un segundo que es la vida de Cristo; como Moisés, Jesús es
conducido al desierto para ser tentado “y pasa allí cuarenta días que recuerdan los cuarenta años del Exodo, o los cuarenta días de ayuno de
Moisés” (CFB. 114). El Nuevo Testamento muestra cómo esa tipología
encuentra su realización en Cristo, “autor del nuevo Exodo liberador”
(también imagen del éxodo místico del cristiano) poniendo de relieve “el
hecho espiritual de la salida del pecado mediante el paso por la pila bautismal” (CFB. 119). Pero Moisés es la Ley perecedera y, por eso, no fue
digno Moisés de entrar en la tierra prometida (San Agustín) a la que
sólo puede penetrar Cristo; de ahí que para expresar a Cristo como el
conquistador fuera menester otra figura : la del conquistador Josué. Y
Josué se llama Jehoschua (que significa “Yavé libera”) ; es decir, Jesús,
exponente de la caducidad de la Ley antigua. Con Josué, un pueblo santo
toma posesión de un territorio sacro; mientras la travesía del Jordán
“tiene interpretación sacramental (Orígenes), la caída de Jericó la tiene
escatològica, pues Jericó es figura de este mundo cuya consumación es
segura. Y como estas cosas deben ser realizadas también en cada uno
de nosotros, implica una interpretación mística para la cual las batallas
figuran las luchas espirituales. Pasando por alto el bellísimo episodio de
Rahab, David, el rey guerrero, es, por un lado, el soldado de Yavé y, por
otro, sacerdote de Yavé, sucesor, de Melquisedec ; en David, por eso, vienen
a coexistir los tres elementos fundamentales del mesianismo: el Reino de
Yavé, el Rey-Mesías y Jerusalén, la capital del reino (CFB. 162). Profeta y figura del Mesías-Salvador, da paso a Salomón, el rey pacífico,
cuya unción es signo de la elección divina; su reino revela una teocracia
pues el único rey es Yavé-salvador y cuyas funciones, cargadas de simbolismo, son el bienestar de los subditos, la práctica de la justicia y la
defensa de su pueblo; pero David y Salomón son figuras de Cristo en sus
dos advenimientos: “en el estadio de su venida humilde, y en el estadio
de su parusía gloriosa” (CFB. 184). David es guerrero, Salomón administrador; este último, que edifica el Templo, figura de Cristo el Templo
definitivo, es tipo del orden escatològico (fin de la historia) ; con San Juan
Crisòstomo dos son los advientos de Cristo: “el primero para perdonar
los pecados, el segundo para juzgar al mundo” (CFB. 189).
Ha llegado el momento de hablar del profeta supremo, Isaías, quien
“habla en lugar de otro”; profeta-signo abismado en Yavé que es la Santidad y que se revela a su pueblo como Santo; por aquí se desliza la idea
del “resto”, de este pobre “resto” que será la piedra angular; idea esencial que irá evolucionando hasta Sán Pablo. Esta idea madura en la del
Mesías y el Reino cuyo obrero será el hijo de David, el Niño Salvador,
la “grande luz”, el “Príncipe de la paz” que nacerá de una virgen y que
— 126 —
se llamará Emmanuel. Como destaca el P. Sáenz, la Iglesia se reconoció»
a Sí misma en el “resto”, orientado hacia el festín mesiánico allende el
juicio escatológico. Por eso, la muerte del Antiguo Testamento es la apertura de los tiempos mesiánicos realizada en el Bautista, el precursor, que
debe disponer al pueblo para recibir al Señor. El llamado del desierto,
que resuena a lo largo de toda la Escritura, se realiza vivamente en el
Bautista. El desierto, “lugar del combate que libran Dios y Satán” (CFB..
220), pone también de relieve su oficio principal que es “preparar el camino”. El bautismo de Juan es signo profético ya de la proximidad délos últimos tiempos, ya de la conversión, ya de la preparación mesiánica.
El baño del Bautista es “tipo” del Bautismo en el Espíritu y en el Fuego:
“Así como en los tiempos primitivos el Espíritu sobrevolaba sobre las
aguas, suscitando la primera creación, así cuando Jesús sale del Jordán,
el Espíritu reposa sobre Él para confirmar la segunda creación. Allí a
Dios todo lo creado le pareció ‘bueno’. Aquí reconoce a su Hijo amado en
quien ‘se complace'” (CFB. 225). Juan es el “amigo del esposo” y Cristo,
que ocupa el lugar de Yavé en el NT., es el Esposo del pueblo nuevo; dicho
de otro modo, “Juan quiere decir que a él le cupo preparar las bodas
de la nueva Alianza entre Cristo y el Pueblo de Dios” (CFB. 229). Por
eso Juan se hace nada y se alegra cuando sus discípulos le dejan para
seguir a Jesús.
Por fin, Cristo es la figura de las figuras, el Recapitulador, manifestación del método de Dios de “tipos” y “figuras”. Cristo es la plenitud
y “contra las concepciones modernas de la evolución y del progreso indefinido, el Evangelio afirma que el hecho esencial ya ha sucedido” (CFB238). En Él culmina la historia de la humanidad y del cosmos; Él es el
fin y el centro de la historia y la incoación de la eternidad (CFB. 241).
Es evidente que la tipología bíblica puesta de relieve por el P. Daniélou contribuye vivamente para la obra del P. Sáenz; pero éste, a su vez,
acentúa el carácter cristocéntrico de aquélla y vuela originalmente por
su cuenta en un bellísimo desfile de “figuras” cuyo sentido pone de relieve,,
al lector atento, el sentido mismo de las Escrituras. Yo no dudaría en recomendar la obra del P. Sáenz a toda persona que, simplemente, quiera aprender a leer de veras la Biblia y a encontrar en ella el tesoro inagotable y
apasionante de la Palabra de Dios. Los Santos Padres también desfilan aquí
y sus textos maravillosos, estudiados, meditados y casi excavados por el’
autor, nos permiten ir penetrando más y más en el sentido de la historia
de la salvación y en nuestro propio misterio interior de cristianos.
b) Misterios y liturgia en los Padres
Parece por completo natural que el autor de Cristo y las figuras bíblicas dedicara a los Padres —en perfecta continuidad con sus investigaciones anteriores— algunos estudios especiales. La clave de sus escritos
patrísticos nos la ha proporcionado él mismo en un ensayo muy reciente
y posterior a los libros dedicados a los Padres. En efecto, el P. Sáenz
cree que es absolutamente necesaria la meditación y frecuentación directa
de los Padres cuyo estudio “hace sabrosa la teología” Puede decirse
que el gran hallazgo de los Padres es que la Escritura no puede ser entendida sino a la luz de Cristo sea en su sentido literal, sea en su sentido
tipológico. Si todo el Antiguo Testamento es un “tipo” de Cristo, esto equii “Vigencia de los Padres de la Iglesia”, Mikael, XI, 32, p. 49, Paraná, 1983.
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vale a decir desde Él mismo: “Yo soy aquél anunciado por los principales
hechos -—”tipos”— del Antiguo Testamento, yo soy aquel anunciado por
las principales profecías —”logos”— del Antiguo Testamento, tipoi kai
logoi, dirían los Padres: tipos y palabras, o sea hechos y profecías”2.
De este modo y a esta luz desfilan los escritos de los Padres: Cristo-IglesiaSacramentos, como el eje de la exégesis patrística, proporcionan, al P.
Sáenz, una visión profunda de su relación con la teología, con la cultura,
con la vida espiritual y con la pastoral; respecto de la teología porque se
esforzaron en buscar la inteligencia de la fe, pese a la falta de sistema y
de orden de sus escritos; por eso, Santo Tomás de Aquino aparece como
el gran sistematizador de la riqueza patrística: “es el gran rumiador, digeridor y sistematizador de la entera tradición patrística”3. Respecto de
la cultura, ejemplificada especialmente en Clemente de Alejandría, la Patrística bautizó de veras a la cultura antigua; respecto de la vida espiritual, los Padres son maestros de santidad y de progreso interior, ejemplificada, en este caso,” en ese tratado de vida mística que es La vida de Moisés
de San Gregorio de Nyssa; respecto de la pastoral, no hay que olvidar
que fueron obispos, pastores ejemplares en su mayoría y cuyos escritos son
fuente inagotable para el conocimiento de la liturgia. En este sentido, también serán útilísimos para el estudio del ecumenismo ya que en aquellos,
siglos se partía de la unidad para ir hacia la división y, hoy, hacemos el
camino inverso porque partimos de la división para retornar a la unidad
perdida. Dos ejemplos de la vigencia de los Padres pueden encontrarse en
San Máximo de Turín y en San León Magno.
1. San Máximo de Turín. En efecto, la tesis doctoral del P. Sáenz,.
defendida en Roma en 1970 (aunque publicada trece años más tarde en
Paraná) se refiere a La celebración de los misterios en los sermones de
San Máximo de Turín; es decir, al pensamiento pastoral de este Padre de comienzos del siglo v meditado principalmente desde el punto de vista teológico y, secundariamente, histórico; de ahí la estructura de la obra dividida
en tres grandes capítulos referidos a los misterios natalicios, a los misterios
pascuales y a la misma estructura de la celebración. Respecto de los primeros, tiene la Navidad un cuádruple aspecto (histórico, eclesial, cósmico
y espiritual): El primero tiene relación con la fiesta pagana del Sol
(especialmente bajo la forma del culto de Mitra); Cristo es el Sol que
amanece (SMT. 26,52) y la totalidad de la historia de la salvación es
un gran adviento hacia la Luz anunciada por la “antorcha” que es el Bautista. El Nacimiento de Cristo, consumado en las bodas de Cristo-Sol y de
Iglesia-Luna en el Seno de María (el arca nueva) conduce también al Nacimiento espiritual en cada hombre (SMT. 49). A través de una riquísima
simbología (imposible de retransmitir al lector) se ve cómo “la Navidad
es a la Epifanía lo que el nacimiento histórico de Cristo es a su nacimiento
en el misterio” (SMT. 53); este “aparecer”, ab intra de una teofanía trinitaria pone al Bautismo como la plenitud de múltiples “figuras” bíblicas
del Antiguo Testamento; Cristo, la “nueva columna de fuego”, el “nuevo
Elias”, el “nuevo Elíseo”, hace eclosión en las bodas de Caná en las que
Cristo muestra su poder prolongado por los sacramentos (SMT. 84-88).
Y así, pasando a la contemplación de los misterios pascuales (Muerte y
Resurrección), el P. Sáenz muestra las figuras de la Cruz en San Máximo
precedidas por el sentido de la Cuaresma (el 40, “número consagrado”)
y sus figuras (el Diluvio, el Exodo, Elias, Cristo en el desierto, etc.) hasta
penetrar en el misterio de la Muerte por la cual Cristo “recibe en sí el
flagelo que debía justamente recaer sobre el mundo pecador” (SMT. 134)..
2 Op. cit., p. 37.
s Op. cit., p. 42.
Y aquí aparecen las figura

—125—

Y aquí aparecen las figuras de la Cruz, desde la postura del orante hasta
los cuatro puntos cardinales por lo que se significa el poder de la Cruz
que domina todo el universo; este misterio —que el buen ladrón bebió del
costado del Señor— nos permite penetrar también en el de la Sepultura
“comparable al seno de María”; también es Cristo el grano “sepultado”
en la tierra y fuente de vida desde la cual, por la Resurrección, renace para
la vida eterna. Tal es la victoria del Sol invicto que opera en nosotros
nuestra propia resurrección en el Señor y es, simultáneamente, la fiesta
del cosmos, por la victoria de Cristo (SMT. 167) hasta la Ascensión que es
su triunfo pascual.
La investigación hace, por fin, la luz sobre la celebración misma de
los misterios del año litúrgico por la cual se ponen “a nuestro alcance”:
Cristo es el misterio y es sacramento (acción del mismo Dios) (SMT.,
201-210). El señor sigue obrando sus misterios por modo de presencia
personal operante, la misma con la cual los realizó históricamente; están
presentes, pues, en la Escritura, en la Palabra, “túnica inconsútil con la
cual la Iglesia se reviste siempre de nuevo” (SMT. 218). Hasta aquí ha
sido el “proceso descendente del misterio”; ahora comienza el proceso
ascendente, nuestra penetración en el misterio; este “ascenso” comienza con
el “estupor” ante la Palabra y el milagro re-presentado en la liturgia;
sigue por el acto esencial de la fe, matriz de la alegría; todo lo cual preludia la conversión tan unida también con la predicación, hasta la communio,
que es comunión con Dios en sus misterios y en la Eucaristía (SMT. 241).
Y aún aquí no se clausura el proceso puesto que se abre a la eternidad,
“entrada definitiva —y sin velos— en el Hoy de Dios” (SMT. 253).
2. San León Magno. Aunque escrita muchos años después y perteneciente al período del Seminario de Paraná donde constituyó un curso
anual, la obra sobre S. León Magno forma tal unidad con la anterior
que encuentra aquí su lugar natural. Los misterios presentes en la liturgia
vuelven a ser el tema central, esta vez sobre este gran Santo de la primera mitad del siglo v, modelo de defensor de la fe, de predicador, de
liturgista y, sobre todo, de pastor. Todas sus Cartas y sus Homilías pasan
bajo la mirada del P. Sáenz quien muestra, desde el principio al fin,
que el misterio de la unión hipostática constituye el núcleo esencial de todo
el pensamiento de San León. Desde su luz puede meditarse la celebración
de los misterios, los misterios natalicios y los misterios pascuales hasta la
Ascensión y Pentecostés. El misterio original es Cristo (el nuevo Aarón)
cuyo sacerdocio encuentra su razón en la unión hipostática; este sacerdocio
continúa en la Iglesia-sacerdotal cuya vida litúrgica es la actualización
de los hechos salvíficos de Cristo a través de los misterios-sacramentos
(SLM. 45). Por eso, el “hoy” litúrgico vuelve perenne el “hoy” salvador,
de modo que “el ‘sacramentum’ es el gesto teàndrico de Cristo que nos
diviniza” y el “exemplum” que Él es constituye la exigencia “de adecuar nuestra vida en Él mediante la imitación del misterio rememorado”
(SLM. 52). En cuanto al “dinamismo de la celebración cultual”, los escritos
de San León muestran que la lectura de los textos sagrados es el lazo
unitivo entre el acontecimiento salvifico y el instante actual; sin detenerme
en la admiración por las “hazañas de Dios” (que superan todo lenguaje
humano), ni en el acto de la fe, ni en la actuación de la inteligencia, ni
en el gozo, ni en el “movimiento de asimilación al misterio” que es el
consentimiento (SLM. 69), llamaré la atención sobre la predicación como
parte constitutiva del acto litúrgico; su carácter bipolar (pues recae tanto
sobre quien predica como sobre quien oye) (SLM. 78) conlleva un sentido
didáctico mistagógico o de introducción a los misterios (SLM. 81).
Si pasamos ahora a los misterios natalicios en la predicación de San
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León, podría decirse que “en la memoria eterna de Dios, primero fueronCristo y María, y luego Adán y Eva” (SLM. 93); resalta en estos análisis el misterio salvífico de la unión hipostática de modo que Navidad es
“el misterio inconmensurable de la unión de las dos naturalezas en la persona del Hijo de Dios” (SLM. 111, 116-7) como el misterio de “las distancias salvadas” (entre el hombre y Dios) y la condición de la salvación
(SLM. 119); por eso, el requisito de la celebración litúrgica es la fe en
la unión hipostática y su fruto más precioso es la paz de Cristo. Por la
Encarnación nos hacemos hijos de Dios hoy; lo cual es, también, una “concorporatio” —descenso de Dios y ascenso del hombre— (SLM. 132) en la
cual y por la cual nace la nueva creatura y, también por ella, el seno de María
(como las aguas del Bautismo) es el seno virginal de la Iglesia (SLM. 141).
Así la Navidad se prolonga en la Epifanía: a la cita del Verbo nadie
ha faltado (tierra, cielo, Oriente y Occidente); mientras el pueblo elegido
se aferró sólo a los preludios dejando pasar la consumación (SLM. 148)
el mensaje se dio a conocer a los gentiles y, hoy, la celebración litúrgica
no es mero recuerdo sino que re-pone y re-presenta el misterio (SLM. 159).
El paschale mysterium ocupa el primer lugar: ante todo como preparación en la Cuaresma (en verdad es cuaresma toda la vida de Cristo);
las homilías del santo nos la presenta en la participación, en las tentaciones de Satán, en la victoria de Cristo y en la contrapartida gloriosa de la
Transfiguración; el místico que es San León presenta también la cuaresma
como época de progreso espiritual pues todos y cada uno de los cristianos
“son un solo y mismo templo de Dios” (SLM. 180) hasta el final incendio
de la Caridad. Medítanse a su vez las prácticas exteriores como el ayuno
y la limosna. Por fin la plenitud (misterio de la muerte y la resurrección)
y la consumación (ascensión y Pentecostés): En la Pasión culminan las
figuras en realidades (SLM. 224; CFB. 21) y “no deja de ser trágicamente simbólico el hecho de que los judíos hayan decidido matar a Jesús…
Cordero divino, precisamente el día de la solemnidad pascual” (SLM. 226).
La anti-liturgia blasfema del Consejo impío, sacrilegamente conduce a
Cristo al patíbulo (SLM. 229) : Se rasgó el velo místico así como Caifás
rasgó hipócritamente sus vestiduras. La Pasión irradia la Salvación en
la plenitud del tiempo: allí se consuma la Redención que sólo es inteligible a la luz de la unión hipostática (SLM. 242). El “anonadamiento
triunfal” de Cristo se manifiesta en su propia y señorial muerte voluntaria: “Al recostarse Cristo en el travesaño vertical estaba significando
la reconciliación de lo alto y de lo bajo, de Dios y del hombre… Al
extender sus brazos sobre el travesaño horizontal. .. estaba expresando
la reconciliación de los hombres en Él, apuntando con su brazo izquierdo
hacia el Génesis y con el derecho hacia el Apocalipsis, desde Adán hasta
el último de los elegidos” (SLM. 248-9). Por eso la Cruz es, por un lado,
trono de juicio y de salvación y, por otro, victoria sobre el demonio, fuente
del Bautismo y de la Eucaristía. En la Cruz Cristo sufre en lugar de nosotros y, en cuanto sacramento, Él debe ser imitado y completado por la
disposición total hacia el martirio el cual se abre al misterio de la resurrección. Sólo falta la consumación “cuando Cristo retorne al Padre, no
como Verbo… sino como carne del Verbo, porque ahora podrá poner su
naturaleza glorificada junto con su divinidad, a la diestra del Padre. De
esa carne glorificada entregará a la Iglesia el Don supremo: el Espíritu
Santo, que procede del Padre y del Hijo” (SLM. 289). La obra del P.
Sáenz sobre San León Magno ofrece un feliz broche de oro: la traducción
castellana de la Carta a Flaviano sobre el misterio de las dos naturalezas
en Cristo (SLM. 323-334) que tiene, hoy, una sorprendente actualidad.

—127 —

II. EL SEMINARIO COMO MISION
a) “Señor, ¿qué quieres que haga?”
El sacerdote de recia formación espiritual e intelectual que había
meditado sobre la Palabra y el culto, sobre el Templo, sobre las fiestas
del Señor; que había perseguido la amada Figura de Cristo a través del
desfile de las “figuras” bíblicas, que había meditado los misterios en la
Patrística, especialmente en San Máximo de Turín y, luego, en perfecta
continuidad, en los sermones y cartas de San León Magno, es como “detenido” en su camino en 1971, cuando el Arzobispo de Paraná, Mons. Adolfo
Tortolo le llama a enseñar en su querido Seminario donde el P. Sáenz
ha sido Prefecto de Estudios. Basta leer sus libros posteriores a esa fecha
clave para comprender, instantáneamente, cuanto ha significado en su
obra espiritual e intelectual, apostólica y pastoral.
Detrás de esta obra, hay un Pastor que ha hecho del misterio de la
Cruz el lema de su vida: En él se implican la Pasión y la Resurrección,
de modo que “de estos dos misterios proviene toda la santidad y toda la vida
espiritual del mundo”4. Me atrevo a pensar que aquí se percibe el sentido sobrenatural más profundo que el Arzobispo proyecta sobre su Seminario porque, en el mismo lugar sostiene que los valores evangélicos esenciales brotan sólo de la Cruz: “plenitud cristiana, heroísmo diario y silencioso,
disposición auténtica para- jugar la vida por Dios y por los hombres, fuego
y dimensión apostólica”. Precisamente al hablar -de la contemplación y
la santidad en Santo Tomás de Aquirio, Mons. Tortolo puso de relieve
que, en el Aquinate, la verdad y el amor no se saciaron nunca; sobre su
doctrina debe asentarse el Seminario y en la unión de verdad y amor, que,
en Santo Tomás tuvo tal fuerza que “creció en Dios con tanta intensidad
que enfermó de Dios y la nostalgia de Dios lo condujo a la gloria”B. De
ahí que en los principios fundamentales de su Seminario, considerara Mons.
Tortolo que el núcleo de su enseñanza debía ser la doctrina tomista. Los
años que transcurrió en su lecho de dolor, hasta su reciente muerte, no
fueron sino la concreción de aquello’ que él mismo escribiera acerca del
Ministerio de la Cruz que “nos impone una muerte secreta, gota a gota,
en el trajín diario. Es el ‘quotidie morior’. Este modo de morir no está
debajo del martirio, sino a la par de él” 6 .
b) “…como antorchas en el mundo”
Aquí engarza la actividad del P. Sáenz cuyo sentido más profundo
puede encontrarse en su comentario a los “Principios fundamentales del
Seminario de Paraná” promulgados por Mons. Tortolo y, como expresión
suya la más genuina, la publicación de esa revista única que fue Mikael
(1973-1983). Respecto de lo primero, se trata de definir un estilo de vida
desarrollado en cuatro grados: espiritual, doctrinal, disciplinar y pastoral. En el orden espiritual, se trata de ser “actuales” no por “mime4 “Nuestra comunión en el misterio de la Cruz”, Mikael, I, 1, p. 5,
Paraná, 1973.
5 “Santo Tomás y la contemplación. Apuntes de Teología Mística”,
La filosofía del cristiano, hoy, Actas del Ier. Congreso Mundial de Filosofía Cristiana (1979), vol. V, p. 2207, Sociedad Católica Argentina de
Filosofía, Córdoba, 1984.
6 “Nuestra comunión en el misterio de la Cruz”, p. 13.

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tismo” con el mundo sino formándose con aquello que el mundo necesita;
es preciso, pues, “formar seminaristas santos”7. Para esto es menester
centrarlo todo en Cristo y, por eso, en la Eucaristía; ponerlo en la familiaridad de María que es quien permite al sacerdote “multiplicar navidades por el mundo”; la práctica y el crecimiento de las virtudes dando primacía a la vida de oración y de caridad, de modo que el ambiente sea
ambiente de santidad en busca de cierta “espiritualidad específica del seminarista” como la de quien está llamado al sacerdocio; o, lo que es lo mismo, “ir preformando desde ahora la imagen de Cristo Sacerdote”8. En
el orden doctrinal, ante todo la formación en “la íntegra doctrina” y, por
ello, el núcleo de la enseñanza ha de fundarse en Santo Tomás como lo
indica el Magisterio y la Optatam totius del Concilio Vaticano II. En el
orden disciplinar, se trata de “formar a sus seminaristas en un estilo de
viril disciplina” por lo cual el P. Sáenz ve que “la vocación sacerdotal
tiene cierto parentesco con la vocación a la milicia” por esta disciplina
viril, “propia de varones que se han ofrecido para militar bajo el estandarte de Cristo Rey” 9 . El ambiente así concebido es un ambiente de
estudio, de silencio, de sacrificio (como participación en el Sacrificio de
Cristo) y de “ejercicio práctico de la obediencia”. Todo lo cual ilumina el
orden pastoral para el cual es menester ir preparando a los seminaristas.
Por consiguiente, sostiene el P. Sáenz, “pretendemos formar sacerdotes
apostólicos, devorados por el celo de la casa de Dios, no sacerdotes-funcionarios, que repartan rutinariamente los sacramentos o cumplan oficinescamente su ministerio pastoral”; sacerdotes “señores de sí mismos”, plenos
de “fe ilustrada”, santos, marianos, que “lleven en sí la imagen de Cristo
Sacerdote” 10.
Desde semejante perspectiva, el P. Sáenz ha enseñado Teología, Liturgia, Patrística; al enseñar esta última no se limitó a la fugaz revista
de los Padres en los manuales de “patrología”, sino que dictó, cada año,
“un tratado especial sobre algún Padre o alguna escuela patrística. La
elección de esos Padres se hace en correlación con el tema que durante
ese año se estudia en la teología dogmática”11. Y así desfilaron la escuela
de Alejandría, Clemente, Orígenes, San Atanasio, San Gregorio de Nyssa,
San León Magno, San Agustín… En Teología, el directo trato con la
Summa y los grandes autores. ¡Esto es lo que se llama estudiar en serio!
III. EL MODERNISMO Y LA TEOLOGIA
a) La crítica a la horizontalización del Evangelio
La enorme desorientación de tantos católicos no se debe a otra cosa
que al error fundamental de nuestro tiempo que es el horizontalismo el
cual no sólo ha invertido todos los valores sino que ha herido la Teología,
la liturgia, el arte sagrado, la totalidad de la vida del hombre cristiano.
La necesaria reflexión crítica que exige esta situación se expresa en diversos trabajos algunos de los cuales siguen siendo artículos y otros han
sido reunidos en volumen coma el titulado Inversión de valores que contiene
también un estudio sobre la música sagrada y otro sobre falsos dilemas
del mundo actual. En efecto, siempre ha habido cambios en la Iglesia
7 “El Seminario de Paraná. Un estilo de vida”, Milcael, I, 1, p. 70,
Paraná, 1973.
8 Op. cit., p. 74.
— 129 —
pero como una “condescendencia” al mundo para convertirlo; por eso, la
serie de los cambios no se inaugura con el Concilio Vaticano II sino
que surge de la misma naturaleza del Cuerpo Místico; en cambio, otros
cambios son ilegítimos y hasta subversivos por contraposición al verdadero
cambio profundo exigido por el Concilio el que supone la santidad. El cambio ilegítimo (cambio subversivo) se puede caracterizar como “un cierto
modo de ver las cosas, un modo horizontal de ver las cosas”; este “horizontalismo” lleva implícita la afirmación de que “no hay sino una sola
realidad, el hombre, y que Cristo no es sino el hombre perfecto” (IV. 11).
Por eso, aunque muchos no parecen apartarse de las verdades esenciales
éstas ya no tienen sino un contenido sociológico. A falta de otra palabra
para designarlos, el P. Sáenz adopta la del Papa Pablo VI y les llama
“progresistas”. Los pasos dados son claros: Dios “sería algo que limita
al hombre, que lo aliena”; por eso debe el hombre “girar neciamente sobre
sí mismo” negándose como tal. De ahí que, en lugar del amor a Dios sólo
se postule el amor al prójimo, en cuyo caso aquél deja de existir. El mensaje de Cristo se trueca en mensaje social (de izquierda), sin percibir
que se colabora “de manera práctica en la aniquilación de los pobres”
esclavizados por el marxismo; de modo que “el marxismo es el movimiento
más realmente ‘antipopular’ de toda la historia” (IV. 17). Por tanto, en
vez de la Cruz, la apertura al “mundo” (en su sentido negativo) con el
cual se ha llegado a identificar al Reino de Dios; precisamente se trata
del mundo que persigue al cristiano poniéndolo siempre ante la posibilidad
del martirio; por fin, se sustituye la Verdad por su disolución en el tiempo.
Por eso, “la Iglesia está hoy clavada en la Cruz”, de modo que “en nuestros
días el amor a la Iglesia no puede ser sino un amor que sufre, un amor
dolorido. Que en nada disminuye la esperanza. Ni el humor” (IV. 22).
Un caso típico de “horizontalización” es la “teología de la liberación”
que, analizada penetrantemente en sus principales representantes, conduce
a la horizontalización de las virtudes teologales como el P. Sáenz lo ha
demostrado en un ensayo muy valioso y cuya lectura recomiendo12.
b) Liturgia, culto y arte sagrado
El proceso de “horizontalización” y desacralización alcanza al arte
sagrado y especialmente a la música sagrada. El problema, por eso, debe
ser visto, primero en su aspecto crítico y, luego, en su aspecto constructivo. En La música sagrada y el proceso de desacralización se muestra,
que también la música “parece movida por un impulso centrífugo en relación con lo sacro”, de modo que “más que a balbucir la inefabilidad del
misterio tiende a expresar al hombre de hoy” (IV. 26) reduciendo cada
vez más la diferencia entre música sagrada y música profana haciéndola
cada vez más rítmica. A esto hay que agregar la desacralización de las
letras y su insanable mediocridad; de ahí que el P. Sáenz las haya clasificado en letras “triviales” cuyos textos ligeros y chirles expresan el primer nivel de decadencia. Los textos transcriptos son a veces tan increíbles
8 Op. cit., p. 77.
w Op. cit., p. 80-81.
n “Vigencia de los Padres de la Iglesia”, Mikael, XI, 32, p. 48, Paraná, 1983.
1 2 “Modernismo y teología de la liberación”, La filosofía del cristiano, hoy, Actas del Ier. Congreso Mundial de Filosofía Cristiana (1979),
vol. II, p. 449-500, Sociedad Católica Argentina de Filosofía, Córdoba,
1980; también en Mikael, VII, 21, p. 7-50, 1979.
— 130 —
(como algunos que el autor de este artículo también ha oído tantas veces)
que el P. Sáenz se ve obligado a dar fe que todas las transcripciones que
ofrece al lector han sido de veras encontradas en hojas que se usan en
parroquias y colegios. Luego vienen las letras “horizontalistas” cuya
cursilería subraya sólo “el amor al otro” en las cuales se nos exhorta:
“Toma mi mano, hermano” porque Dios está en el “otro”; no es menester
ya “mirar pa’arriba” sino “pa’los costados”, de modo que “lo humano, al
parecer, pasa, sin más, a ser divino” (IV. 33). Así, “Dios… acaba por
ser una especie de instrumento de la felicidad del hombre”. Por supuesto,
estos cantos insisten en que hay que “cambiar, cambiar”, de modo tal que
la “liberación” se logre en este mundo que brota del “pueblo”: “¡Qué
lindo que es perderse en el nosotros / del pueblo que es la única verdad!”
(IV. 36). En tercer lugar aparecen las letras subversivas que proclaman
la guerrilla y el marxismo.
En su aspecto constructivo, es menester preguntarse por la naturaleza
y la finalidad del canto sagrado. Como se ve en el AT., el pueblo de Dios
ha cantado siempre; en el fondo, el canto es “la eclosión de la caridad”;
además, unido a la Palabra, le añade eficacia al texto (Pío X), expresa
su verdad y la unidad del Cuerpo en los diversos miembros y la de vivos
y muertos en inmenso “concierto de voces” (IV. 46). De allí se siguen
las cualidades del canto sagrado que han sido señaladas por la Instrucción
Musicam sacram: “La música sagrada debe tener en grado eminente las
cualidades propias de la liturgia, precisamente la santidad, la bondad de
formas¡, de donde nace otro carácter suyo, a saber, la universalidad”: Santa,
porque todo en la liturgia es santo; por eso exige la santidad y también
el “rechazo de todo lo mundano y profano” (IV. 49), ni puede hacer concesiones a formas que no sean expresivas del mensaje divino, ni siquiera
en su tono. Es sorprendente comprobar cómo “la barbarie moderna” siente
odio por el canto sagrado y se opone a él con los pretextos más insostenibles. Agréguese a esto las reflexiones del P. Sáenz sobre los instrumentos, comenzando por la voz humana; como ha dicho Pío XI, “no es el
canto con acompañamiento de instrumentos el ideal de la Iglesia; pues
antes que el instrumento es la voz viva la que debe resonar en el templo”.
La Iglesia, sin embargo, ha permitido el uso del órgano por su majestuosa adaptación al sentido primario del culto y también otros instrumentos que, a juicio de la autoridad eclesiástica, convengan a lo esencial del
culto. Otro carácter es la belleza porque conduce a la contemplación y
porque “lo que no vale musicalmente no es digno de la casa de Dios”
(IV, 59); y a él se liga la universalidad, concediéndose formas particulares
de cada nación, siempre que estén subordinadas “a los caracteres generales de la música sagrada” (IV. 60); claro que, “si es buena música…
entonces será universal”. Por fin, de los géneros de canto sagrado, el
primero con prioridad absoluta es el canto gregoriano al cual el Concilio
llama “el canto propio de la Liturgia romana” y que ha de ser aplicado
y celosamente custodiado y mantenido, como se ve en el Iubilate Deo de
Pablo VI. Aunque la Iglesia no ha mostrado por la polifonía la misma
predilección, puede llegar a tener las cualidades de la música sagrada y
ser conveniente; lo mismo se diga del canto popular litúrgico que habrá
de fomentarse cuidando celosamente que no contenga elementos profanos.
c) “¿Quién como Dios?”
Frente a la horizontalización del Mensaje de Cristo que procede desde
la fuente misma de la Revelación y la Teología hasta el arte sagrado y la
liturgia, son significativos ciertos temas centrales en la reflexión del P.
Sáenz y que se pone de manifiesto en su ensayo sobre San Miguel, el Ar-
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cángel de Dios al cual cito por la revista Mikael (n? 4) y no por la
edición posterior en forma de libro; a este estudio deben agregarse otros,
todos ios cuales reconocen un transfondo desde el cual se repropone, frenteai mundo secularizado, una militancia heroica y total: en efecto, esto se
percibe en ese estudio inusual sobre San Miguel a quien se tipifica, ante
todo, como el ángel de la alabanza y de la intercesión, como aparece en
las Escrituras y en la tradición eclesiástica. Son particularmente importantes los textos de Daniel (10,1-6) y del Apocalipsis (12,1-17) los que
son sometidos a penetrante exégesis de la cual se concluye que este cuidador del pueblo elegido (en el AT) y de la Iglesia (en el NT), frente
“al reiterado Non serviam demoníaco opone su incesante Quis ut Deus”
(SM. 102). Ante el misterioso texto de San Pablo (II Tes. 2,3-4 y 6-8)
sobre el katéjon (el que y lo que detiene la iniquidad) sostiene el P. Sáenz
con el P. Prat, que “no parece… fuera de propósito que él Apóstol haya
señalado como aliado de la Iglesia a un tutor invisible: el Obstáculo que
el Maligno encontraría a lo largo de los siglos sería, pues, un poder angélico, el Arcángel San Miguel (obstáculo masculino: ho katéjon) y su ejército de espíritus buenos (obstáculo neutro: to katéjon)”. Así puede sostenerse que. San Miguel es el custodio de la Iglesia militante (el nuevo
pueblo elegido). Como un hecho corroborador de esta creencia secular de
la Iglesia en San Miguel, considera el caso de Santa Juana de Arco cuya
vocación guerrero-religiosa encuentra su origen en Miguel arcángel. Pero
también San Miguel es el conductor de las almas después de la muerte
(psicopompo) que sostiene a cada cristiano en la batalla final contra Satanás y en la final batalla total a la Iglesia. Naturalmente esta teología
de San Miguel es minuciosamente considerada en la liturgia y, por fin,
en la escatología. Mika’ el, o Michael, o Mikael, nombre que el Seminaria
de Paraná adoptó para su revista, patrono de la ciudad y de la Provincia
de Entre Ríos: “A sus pies nos postramos —nosotros y la Revista que
se gloría con su nombre— para que bendiga nuestra empresa” (SM. 120)
13.
IV. EL SOLDADO DE CRISTO
a) La Caballería
Así como el P. Sáenz ha estudiado piadosamente la figura de Mikael,
“príncipe de las milicias celestiales”-, de análogo modo medita al cristiano
como “miles Christi”. El espíritu del mundo (en su sentido negativo) que
ha alcanzado cierta plenitud en la general apostasía del hombre actual,
es el máximo enemigo del espíritu de milicia al cual le opone el “horizontalismo” de un secularismo “pacifista” y blandengue que, en procura de
una pseudo “paz” (la paz como la da el “mundo”) abre el camino, cada
vez más ancho, al misterio de iniquidad. Este espíritu (infiltrado hasta
en los estamentos más insospechables) odia los términos “soldado”, “héroe”,
“mártir” y lo hace extensivo, también, a la milicia terrena, a la fuerza armada y a otros términos que le resultan siempre o detestables o incómodos:
“Patria”, “patriotismo”, “fortaleza”, “coraje” y tantas otras. El mundo
de hoy, por eso, quiere olvidar al Ejército cristiano (con todos los defectos
y pecados de los cristianos) al que sustituye por el ejército “profesional”
13 Dentro del ambiente espiritual de estos ensayos, cabría considerar
otros muy significativos como, por ejemplo, “La fiesta de la realeza de
Cristo”, Mikael, III, 8, p. ’89-96, 1975 y “El Corazón de Cristo”, ib., IX,
27, p. 55-62, 1981.
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o, simplemente, mercenario del inmanentisto dominante y vaciado del verdadero heroísmo pleno que es el heroísmo cristiano.
De ahí este libro del P. Alfredo Sáenz sobre La Caballería, o de la
fuerza armada al servicio de la Verdad desarmada (1982) que parece inesperado, corajudo, “escandaloso” para espíritus timoratos; en verdad, así
como (en mi propio lenguaje) la cultura antigua fue desmitificada y
transfigurada por la Revelación cristiana, de análogo modo, el uso de la
fuerza, la milicia, la guerra, fue desmitificada y transfigurada por el espíritu cristiano poniéndolas al servicio de la Verdad viviente. Este proceso
es estudiado por el P. Séenz a través del nacimiento y desarrollo de la
Caballería cuyo espíritu informaba a la Fuerza Armada cristiana (¡y
ojalá la informara hoy!).
El uso puramente brutal (precristiano) de la fuerza fue, poco a poco,
transformado por la Iglesia “convirtiendo al irascible aventurero en el
soldado cristiano” (LC. 27) presentándole al antiguo caballero un nuevo
ideal religioso. El ideal fue la “caballería”. Este proceso supone la cristianización de la guerra. La guerra tiene su origen en el pecado original
y, de ahí su necesidad; naturalmente, la Iglesia “sólo autorizó las guerras
justas” como castigo de la violación del derecho, declarada por la autoridad
con recta intención; pero, en cuanto justa, “su ejercicio se hace meritorio
y santificante” y, aunque sea una desgracia y nadie pueda amarla por
sí misma, como decía San Agustín, los buenos se ven obligados a emprenderla (LC. 31-32). Así, en la Edad Media y supuesto los tres estamentos
de aquella sociedad (los que oran, los que trabajan y los que combaten),
“la Caballería (era) la consagración de la condición militar o, a decir de
Gautier, la fuerza armada al servicio de la verdad desarmada” (LC. 36).
La espiritualidad ascética y monástica constituye el crisol de las órdenes militares, “mezcla de soldados y monjes”, que vienen a ser una suerte
de “sacramentalización de la Caballería”. Cada Orden incluía tres clases
de miembros: sacerdotes, caballeros y sirvientes y su origen, como se sabe,
está en las Cruzadas. Como principio general, debe hacerse notar (según
lo sostiene Santo Tomás) la bondad de la unión de lo militar con lo religioso (LC. 39) como se ha dado en tantos santos-soldados. En esta obra
se estudian históricamente las diversas órdenes militares (sanjuanistas,
templarios, teutónicos, de Calatrava, de Alcántara, de Santiago, de la Merced) y sus etapas históricas, tanto la época heroica (siglos XI y xu) como
la galante y, más tarde, la de la decadencia. Pero el espíritu de la Caballería siguió viviente en España y alimentó la hazaña de la conquista y
evangelización de América. Y aunque la Caballería no ha muerto del todo,
“apenas si sobreviven restos o islotes de Cristiandad”; y es lógico que
así sea porque “la fe católica ya no informa las estructuras temporales
del mundo moderno” (LC. 58) ; pese a ello, “sobreviven algunos espíritus
caballerescos que preservan de la muerte a la sociedad, almas rectas y
fuertes que se apasionan por la grandeza, por la defensa de lo que es débil
y necesita protección, que reconocen la belleza del honor y preferirían la
muerte a la felonía de una sola mentira” (LC. 59).
Analízanse luego el aprendizaje de la Caballería (pues nadie nacía
caballero) y las condiciones tanto físicas como morales; supuestas las
primeras, las segundas no podían ser otras que la fe católica y una conducta coherente con ella y, naturalmente, la castidad, el valor, la humildad, la hidalguía y sentido de la justicia, el orden y el honor. En los comienzos, la ceremonia (que muchas veces podía efectuarse en el mismo
campo de batalla) fue “laica”; pero la influencia de la Iglesia hizo que
“el acto de armar caballero, sin dejar de ser laico, función de laicos, se
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convirtiera en cristiano” (LC. 102), como puede verse en los diversos
rituales que se usaron y también en el hermoso simbolismo de las armas
del caballero que el P. Sáenz expone dejando hablar a Alfonso el Sabio
y, sobre todo al Libro de la orden de caballería de Raimundo Lulio (LC.
94-128). Después viene el análisis del código moral y de honor del caballero, resumidos por el clásico Gautier y magistralmente comentado por
el P. Sáenz a la luz de la moral y, sobre todo, de la fe católica. Personajes arquetípicos como Godofredo de Bouillon o el Cid Campeador nos
dejan en el alma un regusto de nostalgia (cf. LC. 222-3) no tanto por los
tiempos históricos que no vuelven sino por las recias virtudes morales
que tanto necesita nuestro mundo hedonista y escéptico.
b) La militancia del intelectual católico, hoy
Este mundo hedonista y escéptico, pone al intelectual católico ante
una situación inédita, una misión inédita y una respuesta inédita14. Frente
a la larga corrupción y desintegración de la arquitectónica unidad medieval por obra del principio de inmanencia, no cabe “una falsa apertura
al mundo” por la cual el católico “renuncia a ser luz” poniéndose a la
zaga del mundo; sólo cabe “la consagración del mundo”, como dice el
Concilio Vaticano II; es decir, “antes de bautizar el mundo contemporáneo
es menester exorcizarlo de todos sus demonios…”. Y, “tras exorcizar hay
que consagrar”15. Esta función “iluminatoria” (que es participación en
la función iluminante del Verbo que es Luz del mundo), debe efectuarse
en los ámbitos de la filosofía, del derecho, de las ciencias, de la política, de la educación, del arte, de la historia… En la filosofía, el
filósofo cristiano ha de ser ‘un enamorado del ser, del ser natural y
del Ser sobrenatural” iluminando la realidad del hombre actual; en el
derecho, ha de recrear al derecho positivo, fundándolo en el derecho natural y a éste en el derecho divino; en la ciencia hará cantar a la ciencia
“un canto siempre nuevo” de alabanza al Creador; en la política refundará la “caridad política” de modo que lo temporal se ordene, aunque indirectamente, a la salvación eterna; en la educación emprenderá la evangelización de la cultura, evangelizando, principalmente, a través de todas
las disciplinas que integran la arquitectura del saber, en orden a la formación de santos y de héroes16; en el arte haciéndole expresar su fidelidad al ser y a la gracia; en la historia, ubicando el análisis de nuestra
época apóstata en el contexto de la totalidad de la historia, excluyendo
este “complejo mayoritario” que “amenaza con invadir también el campo
de los defensores de la verdad” olvidando que “Cristo tuvo razón, aun
cuando la mitad más uno prefiera a Barrabás”. Por consiguiente: “quizás la gran misión del intelectual católico de nuestro tiempo sea mantener íntegro… el patrimonio de la tradición, y transmitirlo a los jóvenes”; así, “como otrora en los monasterios, mantengamos viva la llama
de la cultura, aun cuando sea en pequeños cenáculos o grupos de formación,
para que puedan conocerla nuestros hijos y a su vez transmitirla”. Se
trata de “rehacer la Cristiandad” reviviendo los principios que la gestaron17. Tal es, pues, nuestra milicia irrenunciable. Al cabo, como dice el
P. Sáenz en el mismo lugar, “Filosofía, ciencias, historia, política, educa14 “La misión del intelectual católico, hoy”, Filosofar Cristiano, VIIIIX, n9 15/18, p. 258, Córdoba, 1984-5.
™ Op. cit., p. 262-263.
18 “Cómo evangelizar desde la cátedra”, Mikael, X, 29, p. 20-27, Paraná, 1982.
17 “La misión del intelectual católico, hoy”, p. 263.
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ción, arte, (son) tantas maneras de reflejar a Cristo verdad, a Cristo
exactitud, a Cristo Señor de la historia, a Cristo soberano, a Cristo maestro, a Cristo el más hermoso de los hijos de los hombres”.
y. EL SACRIFICIO EUCARISTICO,
EL SACERDOTE Y EL APOSTOL
a) Meditación de la Santa Misa
Todos los escritos analizados hasta aquí han ido preparando el fruto
más maduro, porque los últimos libros del P. Sáenz constituyen su aporte
más importante y uno está en perfecta continuidad con el otro. He de
comenzar por su obra sobre la Santa Misa, después por su ensayo sobre
la Eucaristía hasta culminar con su extraordinario libro sobre la naturaleza y espiritualidad del sacerdote católico.
Si se piensa que, para la conciencia católica, el momento esencial
de la Santa Misa (la Consagración) es, también, el momento culminante de
la historia, se explica la afirmación del P. Sáenz: “Estoy convencido
de que la raíz de la grave crisis por la que atraviesa el mundo y la Iglesia
estriba en el desconocimiento de este tesoro” (SSM. 7). Por eso, esta
Teología de la Santa Misa escrita “a modo de meditación saboreada”, se
inicia por la preparación individual; en ella, el sacerdote comienza por el
recogimiento en el cual percibe su inadecuación total con la majestad de
Dios. A la preparación interna sigue la preparación externa manifestada
en el bello simbolismo del revestimiento: A medida que se coloca el amito
(venda con la que cubrieron los ojos del Señor), el alba (el manto de burla),
el cíngulo (las cuerdas con las que fue atado), la estola (el peso de la
Cruz) y la casulla (manto de púrpura), el sacerdote “entra en una esfera
superior… que levanta su corazón al transmundo… que debe perder
su profanidad para ponerse ante el Cordero” (SSM. 15). Una vez estudiado el simbolismo de ornamentos y colores, el sacerdote, como Cristo,
carga con los pecados del mundo, lo cual es simbolizado por la casulla;
está pronto ahora para el rito de entrada en ese “progresar virilmente”
(Guardini) de la procesión; la luz (los cirios) son símbolo de Cristo-Luz,
de la gracia, que excluye las tinieblas del paganismo y del pecado; la
cera que simboliza la carne de Cristo nacido de María Virgen. Así se
van presentando, luego del introito, el altar, mesa sagrada, figura de Cristo
quien es la Piedra, la roca primitiva; simbolismo de las “gradas” y del
beso del altar, la incensación y el signo de la Cruz en nombre del Padre
(a quien) del Hijo (por quien) y del Espíritu (en quien) ofrecemos. El
rito penitencial se despliega en el acto de humildad del confíteor, el misereatur y los kyries.
Es imposible ofrecer al lector toda la riqueza simbólica y doctrinal
del gloria y de la colecta. Pasamos así a la liturgia de la Palabra: “El
culto… es siempre Palabra, palabra cultual” (SSM. 76) y el pan de
la Palabra precede al Pan de la Eucaristía que realiza lo que la Palabra
anuncia. La Palabra proclamada en la Epístola y en el Evangelio, oído de
pie, meditada en el Salmo responsorial y el aleluia, explicada en la homilía que “tiene algo de misterio”: Del misterio de Cristo que ilumina la
doctrina y la moral (SSM. 92-3) para excitar la fe, mover a la conversión, introducir en la comunión por medio de este “heraldo de Dios” que
es el predicador (94-5); y, por fin, profesada en el Credo.
— 135 —
Desde el ofertorio hasta la oración sobre las ofrendas, se subraya,
primero, “la dignidad de la creación material” (SSM. 104); luego, la
entrega de las ofrendas. El pan, signo de unión y humanidad, lo es también del pan de la vida, como el maná “bajado del cielo”; y el vino, a la
vez signo de gozo y de la sangre, conllevando su significado mesiánico
pues “Cristo es el vino de Dios” (SSM. 113). Llegamos así al simbolismo
del banquete como “comunión con la Víctima”: Estos dones, precursores de
este acto definitivo (por lo cual el pan no es ya mero pan ni el vino mero
vino), van en la ofrenda que es, ella misma, “símbolo de la oblación del
mundo” (SSM. 126). De ahí que el ofertorio sea “comparable al momento
de la Encarnación: en el seno de María, el Verbo toma un cuerpo y lo
hace ‘oblata’, lo ofrece…”. De modo que “ofertorio y Consagración son
dos momentos proporcionalmente comparables en la Encarnación y la Cruz”
(SMM. 130). Este proceso se cierra en el ofrecimiento de los dones segregados para que se conviertan en el Cuerpo y la Sangre de Cristo (SSM.
140).
¿Cómo resumir ahora lo esencial de lo esencial? Contentémonos, ante
lo imposible, con las grandes líneas que el propio Señor trazó sobre el pan:
tomó el pan (accepit), lo bendijo (benedixit), lo partió (fregit) y lo dio
en comunión (dedit) (SMM. 145). La bendición, palabra divina pero también palabra humana, es gracia de Dios y acción nuestra de dar gracia;
el núcleo central, como sabemos, se identifica con las palabras que renuevan,
que re-hacen, lo que Cristo hizo y es lo que, propiamente, llamamos
eucaristía, que en Oriente se denominó anáfora (oblación, ofrecimiento)
(SSM., 149). A las palabras consagratorias sigue la “anámnesis” (unde
ét memores) completada con el ofrecimiento (SSM. 160-161, 199 y ss.).
Poco antes nos hemos puesto de rodillas para participar del momento
culminante: La Palabra pronunciada en la última Cena “sigue produciendo su efecto” y, en ella, el Señor se muestra testigo perfecto del designio del Padre nara tomar el camino de retorno pascual al Padre
(SSM. 193).
Siguen las hermosas páginas dedicadas por el autor a todo cuanto
misteriosamente acontece hasta las doxologías finales, el Sanctus y las
aclamaciones conclusivas (SMM. 194-237). Resta, ahora, la Comunión prenarada por el Pater Noster, el ósculo de paz (que nada tiene que ver
con el “pacifismo” del espíritu del mundo sino que es lucha con el necado
y el demonio) y la fracción del pan que es, así, “expresión visible de
unidad: Unidad de la Víctima, unidad del Sacrificio, unidad del Sacerdocio,
unidad de la Iglesia en la misma fe, esperanza y caridad” (SMM. 250).
Luego que el sacerdote “se abisma en el don inefable que se apresta a
recibir” y que los fieles se han unido a él, sigue el ámbito de silencio que
es “la forma más excelsa de participación” (SSM. 260) pues el silencio
“es la matriz de la Palabra”. Por la Comunión nos unimos con Cristo
(somos “concorpóreos” y “consanguíneos” con Él) con Cristo-Víctima, con
Cristo-glorioso, con la Iglesia; todo lo cual aumenta la caridad y también
nos estrecha a María quien, como nadie, “comulgó tan estrechamente
con su divino Hijo”. En el final “Ite missa est”, se expresa una invitación
al apostolado, puesto que “la Misa nunca termina, sino que se prolonga
ininterrumpidamente” en el Cielo y en la tierra (SMM. 269).
b) La Eucaristía
Es por completo natural que, después de haberme referido a la Santa
Misa, considere ahora el ensayo sobre la Eucaristía, sacramento de unidad.
Tanto en su estructura general cuanto en su desarrollo interno es un
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libro notable que hará mucho bien al lector que lo medite como el libro
lo merece. La estructura general es simple como el signo de la Cruz: Si
la capacidad de unificar pertenece a la esencia de la Eucaristía y la enfermedad más grave de los hombres de hoy es la pérdida de la unidad,
es lógico que debamos meditar la Eucaristía como sacramento de unidad: horizontal porque “unifica en sí el pasado, el presente y el futuro
de la historia de la salvación”; vertical, porque “se ubica en el centro
del cosmos sacramental” pues todos los sacramentos se ordenan a Ella;
personal, porque “realiza la más perfecta simbiosis entre Cristo y el cristiano que comulga”; eclesial, porque lleva a su plenitud “la cohesión del
Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia” (ESU. 6-7).
En cuanto sacramento de la unidad horizontal, mira hacia el pasado
como renovación del Sacrificio de la Cena y pertenece a la Iglesia militante: Por un lado, ofrecemos siempre lo mismo pues “lo que se hace
presente es la ‘pasión’ como ‘acción'” (ESU. 19); por otro, es “memoria”
activa de la muerte de Cristo, “símbolo de algo real que se hace presente” (ESU. 21) porque “esta memoria… tiene el poder de hacer presente la realidad recordada”. Es “imitación” de la Cruz por los símbolos
sacramentales, centro absoluto de la historia. Es, simultáneamente, participación en la Pasión pero ya glorificada (SSM. 25) renovando, por un
lado, todo el misterio pascual de Cristo y, por otro, haciéndonos ver la
identificación sacramental del sacerdote con Cristo eterno sacerdote.
La Eucaristía mira hacia el presente histórico (pues ha sido instituida para el presente) y, en él, “toda la Iglesia unida a Cristo, se convierte en una hostia” (SSM. 32). En cuanto presente, es el sacrificio de
la Iglesia —de la humanidad rescatada—, del Cristo total. Y así se ve
cómo el ofertorio es, ya, germen de toda la Eucaristía: “El pan y el vino,
asumidos por Dios, representan la vuelta de toda la creación al Señor
por medio de los hombres” (SMM. 42). Por eso, la Misa es “el Sacrificio
de la Cruz de Cristo que en la acción sacrificial de los cristianos tiene
presencia sacramental” (SMM. 45).
La Eucaristía mira hacia el futuro, porque es preludio de la comunión final, sacramento de este “entretiempo”, tensión respecto del gozo final
que ya en cierto modo saborea. El Cuerpo espiritualizado de Cristo (tal
como actualmente lo posee en la gloria) está presente en el sacramento
y, por eso, “cuando comulgamos… poseemos al Cristo glorioso. Nos
alimentamos de gloria… todavía bajo el velo de los símbolos” (SMM. 50).
Por un lado es principio de resurrección y, por otro, asunción del trabajo
de los hombres, “prototipo de todo trabajo” (SMM. 48).
En cuanto sacramento de unidad vertical, cumple un papel unificador pues “todos los sacramentos se ordenan a la Eucaristía como a su
cumbre” (SSM. 69) porque es el fin y la consumación de todos ellos (SSM.
75): El Bautismo, que comunica la “muerte”, prepara la Eucaristía a
la que desea aun antes de la recepción del mismo Bautismo desde que la
Eucaristía comunica la Vida (SSM. 79); la Confirmación en cuanto es
“disposición plenaria para la comunión con el Señor” (SSM. 84); la Penitencia que quita el obstáculo que lo separa de la unión con Cristo; la
unción de los enfermos, en cuanto habilita al cristiano “para el pleno consorcio con Cristo”; el Orden sagrado porque es propio de él “consagrar”
el mismo Cuerpo eucarístico de Cristo; el Matrimonio porque, con Santo
Tomás, “significa la conjunción de Cristo y de la Iglesia, cuya unidad
es figurada por el Sacramento de la Eucaristía” (SSM. 92). Así, “la
Eucaristía se muestra como la causa universal y los demás sacramentos
como causas particulares” (SSM. 94).
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En cuanto sacramento de la unidad personal, Cristo-Eucaristía es comunicable; de ahí que “Él me comulga y yo lo comulgo. Está en mí, como
dentro del cuerpo está el alma” (SSM. 97). Por el alimento eucarístico
“Cristo… puede darse del todo” y “hacerse una cosa con el amado”
(SMM. 100-101). Cristo se hace “carne” con nosotros, se transfunde a
nosotros, de modo que es un “alimento que nos asimila” (SSM. 105), fuente
de vida y “germen de la vida mística” (SSM. 110-112).
En cuanto sacramento de la unidad eclesial, Cristo “congrega a todos
en la unidad de su Persona” (SSM. 116); de modo que la Eucaristía tiene
una doble “realidad”, como sostiene Santo Tomas, “una contenida y significada (realidad y sacramento) que es el Cristo íntegro contenido bajo
las especies de pan y vino; y otra significada y no contenida y es el
Cuerpo Místico de Cristo” (SSM. 122). Este sacrificio-convite es unidad
sobrenatural a partir de Cristo, pues “todos nos fundimos en un solo Cuerpo
en Cristo” (S. Cirilo) (SSM. 131); de modo que nosotros “comulgamos
a la Iglesia”; por eso, la asamblea es “un signo de la Unidad que crea
el sacramento del altar” (SMM. 139), también con los ángeles y los santos. En verdad se puede considerar “toda la vida espiritual como una colaboración de Dios en orden a quitar cuantos óbices estorban el derramarse
‘verdadero’ de la Eucaristía en nosotros” (SSM. 148). La Eucaristía, “que
lleva a su plenitud la unidad de la Iglesia” (SMM. 155) es, pues, anticipo
real del gozo eterno de la gloria. En el centro mismo de la Iglesia está
la Santa Misa; en el centro del centro de la Misa, la Eucaristía y quien
la “consagra” para todos, el sacerdote, “in persona Christi”. Hablemos,
pues, de él.
c) El sacerdote de Cristo
El escriturista, el patrólogo, el teólogo y, sobre todo, el pastor y educador que coexisten en el P. Alfredo Sáenz, alcanzan su plenitud en lo
que creo su obra más madura, más extensa y más hermosa: Su libro sobre
“la fisonomía espiritual del sacerdote de Cristo” al que ha intitulado, con
palabras del Sumo Pontífice, In persona Christi (1985). Este libro también podría llamarse “teología y mística del sacerdocio”. La lectura de
esta obra produce la inmediata impresión del fruto maduro, de la espiga
en sazón y, en ella, se dan la mano, en unidad viva, el especulativo y el
maestro, el contemplativo y el formador de otros Cristos.
1. Teología del sacerdocio. Las ocho grandes partes de In persona
Christi, en armónica continuidad con todas las obras anteriores, comienza
con la teología del sacerdocio de Cristo, la que pondrá en evidencia que el
sacerdocio ministerial “es un misterio que trasciende los razonamientos
más sutiles del hombre” (IPC. 20). El sacerdocio participado, dice con
Santo Tomás, tiene en Cristo su fuente y sus condiciones en cuanto el
sacerdote es “hombre elegido” y “consagrado” para ofrecer un sacrificio.
Cristo es elegido entre los hombres y es sacerdote desde el seno de María;
es consagrado como sacerdote perfecto para la glorificación de Dios y la
santificación de los hombres (IPC. 30). Él es oblata del Padre a partir
del altar purísimo del vientre de María (IPC. 30); desde el seno virginal
de María es hostia viva y eterno acto oblativo; es inmolación desde Getsemaní hasta la Cruz; es comunión definitiva con el Padre; por eso, la Santa
Misa reitera los tres momentos en el ofertorio, en la consagración y en la
comunión sacramental (IPC. 43). La Encarnación es momento constitutivo
inicial; la presentación por la “Virgen oferente” (primera patena de ofertorio) es preludio de la Sangre de la Cruz; el bautismo del Señor es “la
manifestación pública del sacerdocio de Cristo” (IPC. 45); la crucifixión
— 138 —

es la inmolación voluntaria; la glorificación es la perfección del sacrificio,
de modo que el sacerdocio jamás concluye; luego, el sacerdocio de Cristo
es eterno. Sacerdote y víctima, es perfectísimo pues “ningún sacerdote puede
unirse más a Dios que Aquel que lo está hipostáticamente. ..” (IPC. 51)
y que lo está para siempre jamás.
2. Prolongación del Sacerdocio de Cristo y vocación de santidad.
¿Cómo pervive el sacerdocio de Cristo en sus sacerdotes que lo prolongan
realmente en el tiempo? Ante todo, por su vocación pues cada sacerdote es “llamado”, “vaso de elección” por amor de predilección y, por eso,
insondable misterio; el indeleble carácter sacerdotal es, a decir de Pío
XII, “una real e íntima transformación… que (le) habilita para obrar
‘in persona Christi'” (IPC. 82) : instrumento suyo para siempre insertado
en “el misterio de la unión hipostática (que) es el misterio ejemplar del
sacerdocio católico”. Por eso, “Dios, al llamarnos al sacerdocio, no nos
pidió parte de nuestra persona, sino toda nuestra persona…” (IPC. 84);
Cristo-Sacerdote pervive por la mediación por la cual se hace capaz de
reconciliar la naturaleza divina con la humana. El sacerdote es, simultáneamente, profeta (habla en nombre de Dios), es testigo (por su palabra y su vida) y es signo de contradicción en este “mundo mundano” por
el que será perseguido y odiado. Este “hombre de Dios” es para los hombres en cuanto transmisor de Vida divina (paternidad espiritual) ejerciendo las funciones de exorcizar y de bendecir ya que la naturaleza humana, “aunque buena en cuanto creada, ha quedado inficionada por el
pecado” (IPC. 74). La entrega paterna del sacerdote a los hombres que
lo necesitan siempre en las cosas de Dios, le debe apartar de ese peligro
mortal del temporalismo (la gran tentación); de modo que el sacerdote
que consiente en laicizar su sacerdocio lo hace porque “se avergüenza del
evangelio” (IPC. 78), porque quiere “estar al día”. Y la única respuesta,
verdaderamente “al día”, no puede ser otra que la santidad y el celo. Ante
todo exteriormente, el signo distintivo, que es el hábito eclesiástico como
enseña insistentemente Juan Pablo II (IPC. 80). En cuanto a sus funciones, el sacerdote es sacerdote “de un modo ininterrumpido (y) lo es
siempre, en todos los instantes” (IPC. 83). Como Cristo profeta, sacerdote
y rey, en Él y por Él ofrece el Sacrificio; es decir, en la identificación
específica, sacramental con Él (IPC. 84). Esta copresencia de indigencia
y grandeza del sacerdocio participado, ilumina la unidad presbiteral que
lejos de estar hecha sólo de burocratismo, “encuentros” y reuniones, será,
ante todo, el resultado concreto de la comunión en las mismas verdades
y del rechazo de los mismos errores (IPC. 92).
Se pone en evidencia la vocación de santidad del sacerdote, correspondiente a su excelso estado. De ahí que nadie como el Obispo esté tan
obligado a la santidad precisamente por estar encargado del pastoreo de
las ovejas; es, así, el analogado principal del sacerdocio. El P. Sáenz investiga el tema tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Este
formador de sacerdotes no duda en llamar al conjunto de los Apóstoles
reunidos alrededor de Cristo, “el primer Seminario de la Iglesia” hasta
la última Cena, primera ordenación sacerdotal y generación de “otros
Cristos” (IPC. 102-3) ; llamados, pues, a ser santos, imitadores de Cristo,
ejemplares en todo. Conmueven los hermosos textos de Santo Tomás, ds
diversos Padres y Sumos Pontífices sobre el sacerdocio, como preparación
para poner de relieve las razones intrínsecas que fundan la vocación a la
santidad, ya por ser mediador, ya por ser “personificación” de Cristo
(porque el instrumento es bueno en la medida de su conformidad con la
causa principal), ya por la peculiar inserción del sacerdote en la Iglesia,
ya por los requerimientos del apostolado que deberían hacer “ver” a Dios
— 139 —
en él. Con cuánta verdad dice, sencillamente, el P. Sáenz: “los sacerdotes
santos hacen santo al pueblo que se les ha confiado” (IPC. 124).
3. Virtudes infusas y virtudes cardinales. El anhelo de santidad se
va expresando en la adquisición y ejercicio de las virtudes teologales primero y cardinales después. En cuanto a la fe, debe admitirse cierta especificidad de la fe del sacerdote pues la gracia sacramental junto con el
carácter de estado, “constituye una suerte de modificación de la gracia
habitual” (IPC. 13-3) en orden a los misterios que realiza; el objeto principal de la fe del sacerdote habrá de ser, ante todo, el misterio de la Redención y, luego, la Iglesia (pueblo de redimidos). Puesto que esta fe
implica la entrega progresiva, la rutina aparece como la “verdadera polilla
de la fe sacerdotal” (IPC. 137); al mismo tiempo, ha de ser sometida
a pruebas que surgen del ataque permanente (y lógico) del “espíritu del
mundo”. Esta prueba de la fe es, quizá, la más dura (IPC. 139) y, frente
al mundo que la rechaza, deberá hacerse heroica “para no ceder a la tentación de acomodarse con el mundo, de servir a dos señores” (IPC.
141). La fe del sacerdote habrá de ser, por eso, sólida (pues sobre ella
se asentará la fe del pueblo) (IPC. 144) ; será esclarecida por la verdadera ciencia; no ya una fe elemental sino iluminada por la Teología
conforme a la enseñanza del Obispo unido al Papa; ciencia no limitada a
los manuales y manualitos sino alimentada directamente en las fuentes
que son las Escrituras, los Padres, Santo Tomás (IPC. 148). La fe del
sacerdote será operante en cuanto proclame la verdad y aborrezca el error.
sin callar jamás. A estas cualidades de la fe va unida la obediencia como
renuncia de sí mismo y los dones del entendimiento (inteligencia de las
cosas reveladas) y de ciencia (juicio recto de las cosas creadas en orden
al fin sobrenatural) (IPC. 151-157).
La esperanza sobrenatural “tensión profunda del alma hacia Dios descubierto por la fe” (IPC. 158), se apoya en la magnanimidad y en la
humildad que, en el sacerdote, coadyuvan a la justa ordenación de la
esperanza misma. Supone la ausencia y la presencia de Dios, y, es, así,
ardua y, en el sacerdote, pastoral; opuesta tanto a la desesperación cuanto
a la presunción sobre todo de nuestro mundo actual vacío de esperanza.
Dios despoja a veces de todo consuelo al alma del sacerdote (noche oscura)
porque requiere la purificación (tanto sensible como espiritual) de la esperanza para lo que se vale de dos coyunturas: Del espectáculo de la Iglesia
como institución donde se experimentan tantas y tantas miserias; de la
labor pastoral donde se conocen fracasos y pruebas enumerados por Mons.
Tortolo y transcriptos por ei P. Sáenz: Contradicción, calumnias, fracasos,
críticas, abandono y hasta el mismo mal aplastando el bien (IPC. 168).
En esta línea, la pobreza prolonga la esperanza (IPC. 172-179) y el
don de temor la perfecciona (IPC. 180).
La caridad, “forma y última perfección de todas las demás virtudes”
(IPC, 183), es vínculo de perfección (Col. 3,14) iniciado por Dios que
nos amó primero. En el sacerdote debe acentuarse el adjetivo todo utilizado
por la Escritura: “Amarás a Dios con todo tu corazón, con toda tu alma,
con toda tu mente, con todas tus fuerzas” (Mt. 22,37; Me. 12,30; Luc. 10,27
y, antes, Deut. 6,4-5) (IPC. 184). Nada queda al sacerdote que pueda
reservarse para sí mismo cuya caridad con el prójimo debe imitar “la
convivencia salvífica de Cristo con el pueblo” (IPC. 187). Esta caridad
se expresa en el celo, fiebre o ardor, ímpetu que “proviene de la gracia sacramental del sacerdocio” (IPC.’194) y que encubre una significación esponsalicia pues, cuando la oveja peca, el celo del sacerdote “hace suya la
indignación del Esposo divino” (IPC. 196). Esta caridad debe ser corro-

— 140 —

toorada por el ejemplo; por eso un sacerdote tibio corrompe y un clero
mediocre aleja al pueblo de la fe (IPC. 199).
El P. Sáenz dedica aquí profundas y elocuentes páginas a la castidad
y al celibato eclesiástico, en íntima relación con la caridad. Ante todo,
el celibato “no es reducible a una mera ley eclesiástica”, pues “responde
a un consejo evangélico” cuyo modelo supremo es Cristo que “permaneció
toda la vida en el estado de virginidad” dedicado totalmente “al servicio
de Dios y de los hombres” (IPC. 200-1). Por eso, lo que se llama “crisis
del celibato” no es otra cosa que crisis de fe y vida espiritual. Es ofrenda
sacrificial (muerte mística, crucifixión con Cristo); es desposorio con
Cristo (donación total de sí) que conlleva el celibato no como renuncia al
amor humano sino como amor sobrenatural a Cristo; es fecundidad sobrenatural que no es renuncia a la paternidad sino, en un grado superior,
paternidad espiritual capaz de engendrar almas en Cristo; es, por fin,
anticipación de la escatología porque “la virginidad pertenece al mundo
futuro, al mundo definitivo”, un como anticipo de la vida gloriosa (IPC.
200-217). A la caridad corresponde el don de sabiduría (por el que vemos
todo en Dios) y la alegría que es, ya, “el sentimiento que brota espontáneamente de la posesión de lo que se ama” (IPC. 219) siendo Cristo, precisamente, el modelo supremo de la alegría.
Como se sabe, existe una íntima relación de las virtudes infusas con
las cardinales y, por eso, se vuelve ineludible el tratamiento de las virtudes naturales en el sacerdote. La prudencia es la primera que adquiere
cierta especificidad individual y pastoralmente. Santo Tomás guía aquí la
reflexión del P. Sáenz quien se muestra agudo y certero al señalar las
tergiversaciones de la prudencia (la “prudencia” de la carne, la astucia,
la solicitud excesiva, la negligencia, la cobardía) ; a su vez, una participación más plena en la divina prudencia la proporciona el don de consejo.
La virtud de la justicia, que pone el orden en las cosas, es decir, la paz,
sé especifica en el sacerdote en la conjunción entre justicia y caridad ya
que “todo nuestro quehacer sacerdotal, en continuidad con el de Cristo
redentor, debería ser un acto ininterrumpido de misericordia y de justicia
ál mismo tiempo” (IPC. 231); despliégase esta virtud en las de religión
(cuyo acto principal es la devoción adorante), en la piedad (donde reside
el patriotismo, santamente exaltado por el autor de La Caballería), la
gratitud, la afabilidad, la liberalidad y la veracidad. A la justicia corresponde el don de piedad que suscita “un afecto filial hacia Dios considerado como Padre” (IPC. 243).
La fortaleza adquiere también, para el P. Sáenz, una especificidad
sacerdotal manifestada en cierta “fortaleza ministerial” (IPC. 244 y ss.)
desplegada, a su vez, en la magninimidad (Cristo es el magnánimo por
excelencia por su obra redentora), la paciencia y la perseverancia; pero
ninguna como el martirio porque la misma Redención es inconcebible sin
él. Cristo pide el martirio a sus ministros como testimonio de la palabra,
de la conducta y de la sangre (IPC. 254); dicho sea esto recordando que
“el estado de persecución es un estado normal para el sacerdote que quiere
ser leal a Cristo” (IPC. 256), sobre todo ayudado por el don sobrenatural
de fortaleza.
La templanza, por fin, conlleva la ascesis del • renunciamiento y el
señorío sobre sí mismo, que se especifica, en el sacerdote, en él renunciamiento a placeres lícitos “en aras de una especial crucifixión con Cristo”
(IPC. 258). Con esta disposición y desde esta perspectiva han de comprenderse la abstinencia y la sobriedad, la humildad y la mansedumbre
bien entendida, no sea que seamos “mansos” cuando se ataca a Cristo
— 141 —
(como lo vemos cotidianamente) y coléricos cuando nos atacan a nosotros
(IPC. 266). En el mismo sentido debe comprenderse la estudiosidad que
supone la absoluta necesidad de la ciencia en el sacerdote, la cual conlleva
el aborrecimiento militante del error (IPC. 269) como se expresaba en
las normas del Seminario de Paraná. Dicho sea esto sin olvidar la afabilidad alegre de la “eutrapelia”, que no es ni necia alegría (pseudo alegría)
ni austeridad excesiva (IPC. 274-5). Terribles y hermosas a la vez son
las páginas dedicadas al pecado del sacerdote el que ha de medirse por
el triple ultraje a Dios (como hombre, como cristiano y como sacerdote) ;
se trata de pecado de ricos, de amigos y de apóstoles; una suerte de terrible adulterio (IPC. 280-2) que también atraviesa cruelmente el corazón
de María.
4. El buen pastor, la cotidiana alabanza de Cristo y la Santa Misa.
Una vez fortalecido el sacerdote con la total armonía de las virtudes infusas
y naturales, ayudadas por los dones, el P. Sáenz dispone de los elementos
necesarios para estudiar lo que ha de ser el apostolado sacerdotal. Aunque
todo cristiano deba serlo, el sacerdote lo es típicamente: Apóstol de Cristo
que ha de “permanecer vigilante frente al mundo al que lo envía Cristo” (IPC.
294). Verdad es que de su lado están los verdaderos católicos que le llaman “Padre”, porque él verdaderamente lo es; frente a él se agrupan
los que le odian como a Cristo: El mundo de los pecadores a quienes hay
que tratar de salvar, pero también el “mundo del pecado” constituido por
las fuerzas hostiles a Cristo (IPC. 297), por el anti-reino de Satanás.
Condición del apostolado sacerdotal es la subordinación de la acción
a la contemplación. El apostolado, síntesis vital de ambas, brota de la
caridad infundida en el alma (IPC. 307), y hace del apóstol un “contemplativo en la acción” como quería San Ignacio. Como el buen Pastor, el
sacerdote debe conocer sus ovejas, cuidar de ellas, buscar las que se han
perdido, darse por ellas (IPC. 314-8). Él es lo opuesto del mercenario,
que no apacienta ni defiende al rebaño, “espantapájaros que ni siquiera
sabe silbar para reunir a las ovejas” (IPC. 320). El P. Sáenz transcribe páginas tremendas de San Gregorio Magno quien, en su Regula
Pastoralis, fulmina a los pseudo pastores, ejemplos del “hablar improducen te” y del “silencio indiscreto”; sobre todo “cuando viene el lobo huyen, esto es, se resguardan bajo el silencio” (IPC. 323); mercenarios
eran los que tenían envidia de San Pablo. San Gregorio exclama: “Has
huido, porque has callado, y has callado, porque has temido”. San Bernardo, no contento con esto, agregó que el mercenario puede convertirse
en lobo de su propio rebaño (IPC. 326-7).
Imposible detenerme en el análisis de los apostolados sacerdotales (predicación y ministerio sacramental) y las prácticas espirituales (oración
mental, lectura espiritual, visitas al Santísimo, santo Rosario, examen de
conciencia, ejercicios espirituales); indicaré apenas las hermosas páginas
dedicadas a la liturgia de las horas como diálogo con Dios de hora por
hora y plegaria pública de toda la Iglesia a su divino Esposo. El Oficio
prolonga la oración sacerdotal de Cristo (IPC. 375) que va consagrando
y santificando todos los momentos del día (IPC. 378) y preludia la eterna
alabanza del Cielo (IPC. 383 y ss.). Bajo esta luz, la vida de oración
se expande y fortifica la vida sobrenatural de todo el Cuerpo Místico;
en ese sentido el P. Sáenz produce otras obras, con el Vademecum para
los Ejercicios Espirituales
18.
18 Tomad, Señor, y recibid. Vademecum del ejercitante, 240 pp., Ediciones Mikael, Paraná, 1981.
— 142 —
Naturalmente, el Centro, el Sol, la fuente, del sacerdocio es la Santa
Misa, ya meditada y expuesta en otra obra. Aquí, con penetración espiritual y amorosa unción, se destacan solamente los momentos de la oblación
de la inmolación y la comunión; esta última se irradia en toda la jornada
del sacerdote, aumentando la fe, la esperanza, la caridad, las virtudes y
tiene, como supremo ideal, la Misa de los Santos (IPC. 425).
5. El hijo predilecto de María. No podía faltar en la fisonomía del
sacerdote su íntima relación con la Santísima Virgen. María es madre
del Sumo y eterno Sacerdote, es nueva Arca de la Alianza, en la cual,
sin necesidad de consagración, “el Hijo de Dios se hizo sacerdote” (IPC.
432). Aunque María ha engendrado a todos los cristianos, lo ha hecho de
modo especial con el sacerdote que es quien participa más estrechamente
de la obra de la Redención (IPC. 432). Madre ejemplar del sacerdote que,
como Ella, es “teóforo”; el sacerdote imita la maternidad de María dando
a luz a Cristo (IPC. 434); imitará la virginidad de María, su humildad:
María “contempló” a su Hijo en el silencio y en la adoración y Ella es
fuente de la actitud contemplativa del sacerdote. María, al pie de la Cruz,
anticipa la inmolación del sacerdote; cada sufrimiento de Cristo fue suyo:
Su costado herido, sus manos taladradas; María fue crucificada con su
Hijo (IPC. 444) identificándose con la Víctima inmolada. Así, el sacerdote
com-padece con Cristo y con María porque “donde está la Cruz —o la
renovación de la Cruz— allí está María” (IPC. 447). El sacerdote es,
pues, siempre mariano en su sacerdocio mismo (no sólo como fiel cristiano) ; por ello, su vida debería ser, minuto a minuto, permanente alabanza de María, como el P. Sáenz lo pone de manifiesto en recopilaciones
y trabajos que no tienen otro fin que esta perpetua alabanza de María19.
El sacerdote es su hijo predilecto y, antes de serlo, en el período de
formación, está bajo la protección de María. El formador de sacerdotes
que hay en el P. Sáenz, se muestra espontáneamente en las siguientes palabras: “Todo el tiempo del Seminario es una especie de tiempo de Cenáculo
bajo la especial protección de María, en espera de que se abran sus puertas y salgan de ellas los nuevos sacerdotes, como encendidas falanges de
Cristo Rey, sin miedos, sin cobardías, odiando la mediocridad, el error,
el pecado” (IPC. 450). El corazón sacerdotal del autor no encuentra nada
mejor para concluir su obra que la simple transcripción de la plegaria
de San Luis María Grignion de Montfort por los sacerdotes y que tiene,
como significativo nombre: la Oración abrasada (IPC. 459-471).
d) El apóstol, el mundo y el testimonio cotidiano
Este análisis sistemático de la obra escrita del P. Alfredo Sáenz, desemboca, tan naturalmente como el río en el mar, en la figura del apóstol,
en su contradictorio esencial que es el espíritu del mundo y el necesario,
doliente y gozoso, testimonio cotidiano.
El arquetipo del apóstol católico es San Pablo, cuya figura es analizada en un ensayo especial en el cual no falta uno solo de los textos
de San Pablo en los que, hablando de sí mismo, muestra al vivo la figura
de todo apóstol de Cristo. Ante todo, es un “segregado”, un elegido “antes
de la constitución del mundo” (Ef. 1,3-4) y alguien que, en extrema y
justa humildad, sabe que nada tiene que no haya recibido; enamorado de
Cristo, el Apóstol “ha debido ser primero el contemplador de lo inefable”
(SP. 11) y, simultáneamente, mediante una “identificación progresiva”
19 Magníficat, 140 pp., Ediciones Mikael, Paraná, 1979.

— 143 —

que es “una especie de transustanciación mística”, se ha identificado con
Cristo; por eso, al evangelizar, es Cristo quien evangeliza (SP. 14) y por
Él arde consumido de celo (“la caridad de Cristo nos urge”) sin permitirse jamás descanso pues, como dice San Pablo en un texto que el P.
Sáenz gusta citar siempre, “Yo de muy buena gana me gastaré y me
desgastaré por vuestras almas…” (2 Cor. 12,15). Esto es sólo posible
mediante la ejemplaridad que es constitutiva del apostolado y que le hace
sobrenaturalmente fecundo engendrando a sus discípulos en Cristo; por
un lado, San Pablo esperaba correspondencia como devolución de amor
pero, aun sin ella, amaba como padre a sus hijos; como, hoy, el buen
sacerdote, los tiene uno a uno presentes, tantas veces, postrado ante el
Sagrario (SP. 19).
San Pablo (y todo apóstol) es maestro de la Verdad; ante todo, siendo
fiel al depósito recibido y, luego, fiel en exponer la verdad y en refutar
el error, frecuentemente en boca de los falsos apóstoles porque “el mismo
Satanás se disfraza de ángel de luz” (2 Cor. 11,13-14; SP. 23). Si el
apóstol no andaba en componendas ni tapujos con el mundo, tampoco tenía una visión pequeña del Cristianismo; aun cuando escribe sobre cosas
cotidianas, pone a la luz su corazón magnánimo que contempla la historia desde el punto de vista de Dios desde el Génesis hasta el Apocalipsis (SP. 25) ; en las antípodas de la pusilanimidad, “el apostolado paulino es un apostolado con todas las características de la milicia. San
Pablo es un apóstol militante. Sus cartas semejan a veces partes de guerra.
El temple de su alma es el de un soldado” (SP. 28). Lucha, pues, primero
contra sí mismo, luego contra el Enemigo, vestido con la armadura de
Dios. De ahí que su apostolado fuera siempre perseguido porque la persecución era “la garantía de su ortodoxia y de su fidelidad a Cristo”
(SP. 30).
Porque el apóstol tiene un enemigo mortal: El “espíritu del mundo”.
No es casual que el ensayo sobre San Pablo Apóstol haya sido seguido
por otro sobre el “espíritu del mundo” el que podría hacer un solo cuerpo
con aquél. Si dejamos de lado los dos sentidos positivos de la expresión
mundo, el P. Sáenz utiliza, primero, la enseñanza de San Agustín (el conjunto de los hombres malos) ; pero la amplía con Scaramelli y, sobre todo,
con Faber, caracterizándolo como el instalarse en la inmanencia terrena,
ya sin deseo de Dios, ni de oración ni temor del infierno; pero parece decisiva la asimilación de los Ejercicios espirituales del P. Alfonso Torres
con quien sostiene que el “espíritu del mundo” se disfraza, puede penetrar hasta en los conventos más recoletos y es el más temible por su
capacidad de infiltración. Las clásicas (y siempre actuales) tres concupiscencias (de la carne, de los ojos, de la soberbia de la vida) que concluyen en la soberbia contemplación de sí mismo, son puestas de manifiesto
eminentemente en las tres tentaciones del Señor. Satanás, príncipe de este
“mundo”, anti-Creador y cabeza del misterio de iniquidad, aunque ha sido
vencido por Cristo, sigue reinando sobre los poseídos del espíritu del
“mundo”.
Así se explica el odio del mundo contra el apóstol a quien odia con
el mismo odio con el cual odió a Cristo (EEM. 30-1). Quien pretendiera
no sufrir el odio del mundo, ha de renunciar a ser miembro del Cuerpo
Místico cuya Cabeza fue odiada por el mundo; el católico militante, el
apóstol, será odiado (según Santo Tomás) porque el mundo está en la
muerte y él en la Vida; porque reprende al mundo con su sola presencia
y por la iniquidad de la emulación (envidia secreta); el odio conlleva la
persecución que puede ser (con el P. Torres) ya externa, ya interna; por-
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que existen persecuciones internas a la Iglesia, es decir, “del mundo que
se esconde y anida en el seno mismo de la Iglesia” (EEM. 34). Enseñaba
Bossuet que “hay un mundo en la Iglesia misma, hay extranjeros entre
nosotros. Se los disgusta, cuando se vive y cuando se predica cristianamente. Este mundo es más peligroso de lo que lo sería un mundo manifiestamente infiel” (ib. 34). Esto acontece desde la primera persecución
por parte de las autoridades religiosas (el Sanedrín, sacerdotes y fariseos).
De ahí que, querer vivir en paz con el mundo, atenuando las diferencias, es renunciar a todo; personalmente, cuando contemplo ciertos
“pensadores” llamados “católicos” que, en la actual circunstancia argentina, ya están tratando de encontrar justificación a la separación de la
Iglesia del Estado (con la consiguiente exclusión de la Iglesia Católica
en las Constituciones provinciales y la invocación a Dios en la Constitución Nacional) se me hace evidente la componenda con el “mundo”. En
verdad, parecían (como decía San Juan) pero no eran de los nuestros,
aunque tengan “prestigio” fabricado por los medios de incomunicación
social y aunque tengan la misión de ser, en algunos casos, maestros de la
Verdad. Justifico, por eso, plenamente estas terribles pero verdaderísimas
palabras que el P. Sáenz glosa del libro del P. Torres: “Si alguien se
decide a seguir el camino de la santidad, a practicar con sencillez ciertas
virtudes menos simpáticas, como la humildad, la piedad en la oración, o
fomentar la sacralidad en la liturgia, pronto encuentra el abandono, la
incomprensión, la burla, la oposición de su propio ambiente, del ambiente
eclesiástico” (EEM., 36). En verdad, no hay santo que no haya pasado
por éstas. Y los santos deben ser nuestros modelos.
El mundo instalado en Casa, acusa al apóstol exactamente de los pecados que el mundo comete. ¿Acaso no acusó a Cristo de blasfemo? ¿Acaso
no fueron “los buenos” quienes persiguieron a San Benito, a Santa Teresa, a San Juan de la Cruz? Alégrese, pues, el apóstol porque “si el
mundo no persigue al cristiano, quiere decir que la cosa va mal” (EEM.
39). El P. Sáenz transcribe un extraordinario testimonio del Cardenal
Suenens y concluye en la necesidad de odiar al mundo (como al pecado)
y de no temerle pues, en Cristo, ya ha sido vencido.
Reflexión final
La obra escrita del P. Alfredo Sáenz aquí modestamente reseñada,
se nos presenta no como un término, sino como una suerte de comienzo.
A partir del actual estado de su obra, podemos y debemos esperar un
nuevo comienzo. Tengo la impresión de que acabo de exponer los frutos
primeros, como los higos tempranos, las brevas, de la higuera bíblica;
esperamos los frutos más abundantes y sabrosos que serán como los higos
tardíos. La higuera bíblica prospera en terreno pobre y pedregoso como
el mundo y hasta hostil como nuestro mundo de hoy; pero, cuando está
bien alimentada, como en este caso, produce frutos abundantes. Lo contrario de esta idea es la simbolizada por la higuera estéril que, aunque
plantada en medio de la viña (Luc. 13,67), carece del alimento de la gracia y es, por eso, estéril. El Señor de la viña la deja sin cortarla todavía,
como a la cizaña. Pero es la contrafigura de la higuera fértil, símbolo
del apóstol cristiano.
Esta fecundidad se trasluce en los libros y ensayos en los cuales se
palpa no sólo un conocimiento profundo y vivo de la Escritura, sino la.

— 145 —

presencia cálida de los Padres. Allí están los textos de Clemente, de Orígenes, de Tertuliano, de San Cirilo, de San Ireneo, de San León Magno,
de San Gregorio de Nyssa, de Dionisio Areopagita, de San Máximo, del
gran San Agustín, de San Juan Crisóstomo, de San Hilario, de San Ambrosio, de San Jerónimo, del ortodoxo griego Cabasilas muchas veces citado,
de diversos escritores medievales. Y, sobre todo, de aquel que resume y
asume esta tradición, como señalara Cayetano, que es Santo Tomás de Aquino
y que, en los escritos del P. Sáenz, es como una luz que ilumina el camino,
como una presencia rectora e incitante tanto de la reflexión cuanto de
la contemplación. No olvido la erudición de modernos y contemporáneos,
que es mucha, pero prefiero señalar las fuentes originarias.
La obediencia real y la atención profunda y creadora respecto del
Magisterio es una constante de todos estos escritos que rezuman una
adhesión entrañable a la palabra de los Papas y de los Concilios; demuestra, por esos mismos motivos, un conocimiento casi moroso del Concilio
Vaticano II y una utilización permanente de textos de los últimos Papas;
me ha parecido notar, sobre todo en su mejor libro que es el dedicado
al sacerdocio, una meditación especial de las enseñanzas de Juan Pablo II.
Confieso que las páginas de In persona Christi no sólo han satisfecho
mi inteligencia, sino que me han llegado al corazón. Curioso y quizá muy
significativo efecto porque, siendo yo un laico que siempre ha sentido su
vocación de cristiano laico, he gustado sobremanera de este hermoso libro
sobre el sacerdote. Me ha hecho sentir aún más fuertemente mi vocación
de apóstol laico a medida que aumentaba mi comprensión y amor sobrenatural por el sacerdote de Cristo. Tengo la experiencia inversa: Después
de exponer mis reflexiones, primero filosóficas y, después, teológicas y
liasta místicas, sobre el matrimonio y la familia, un sacerdote me dijo que
le había hecho amar más profundamente su propia vocación sacerdotal.
Laico y sacerdote, profundamente unidos en el misterio del Cuerpo Místico, y reconocimiento gozoso del laico por la imprescindible, inconmensurable y misteriosa grandeza del sacerdocio ministerial.
Toda esta obra expresa una sana, recia y ortodoxa teología y una
también recia filosofía realista que presta a la primera su estructura
racional. A su vez, en su aspecto “negativo”, es fuertemente crítica respecto de la actual herejía progresista y lo es también, aun sin proponérselo —por pura presencia— de la mediocridad y de los atajos que
suele tomar el “espíritu del mundo”. Por eso es sumamente oportuna para
nuestro tiempo y para nuestro país. En su aspecto constructivo, es característico de esta obra la reviviscencia de la Tradición y, junto con ella, un
esfuerzo creador, un tono espiritual y una tensión hacia el futuro inmediato sobrenaturalmente considerado. Se trata de una Teología que, si
“bien se funda en una docta y rigurosa formación, es viva y vivida. Pero,
en el fondo del fondo, circula un nervio conductor: El sentido de milicia
combatiente. El P. Sáenz es y se siente un soldado permanentemente movilizado, bien entrenado como un comando, para allanar los caminos del
Señor de la gloria. Aquí reside, a mi modo de ver, la raíz del sentido
pastoral de todos sus libros; casi diría paternal de todos sus escritos.
Está en medio del “buen combate” paulino y, por eso, ya ha producido
una obra notable que dará sus frutos en la Argentina actual.
Sólo me resta, al cabo de este estudio, pedirle disculpas al P. Sáenz
por haber inferido esta grave herida a su modestia. Confío que su corazón sacerdotal sabrá perdonarme.
ALBERTO CATURELLI
— 146 —
BIBLIOGRAFIA
1. LIBROS Y ENSAYOS
1. Palabra de Dios y culto litúrgico, 53 pp., Cuadernos Bíblicos 1, Ediciones Paulinas, Buenos Aires, 1961.
2. El templo, presencia de Dios, Cuadernos Bíblicos, Ed. Paulinas, Bs.
As., 1962. ;
3. Las fiestas del Señor, Cuadernos Bíblicos, Ed. Paulinas, Bs. As., 1962.
4. Cristo y las figuras bíblicas, 248 pp., Ediciones Paulinas, Bs. As.,
1967. ¿,1 «¡fflfi
5. La celebración de los misterios en los Sermones de San Máximo
de Turín (1970), 260 pp., Ediciones Mikael, Paraná, 1983.
6. Inversión de valorea. La música sagrada y el proceso de desacralización. Tres falsos dilemas, 86 pp., Ediciones Mikael, Paraná, 1978.
7. (Recopilador), Magníficat, 140 pp., Ediciones Mikael, Paraná, 1979.
8. Vademécum del ejercitante. Tomad, Señor y recibid, ed., 1979;
2* ed., 238 pp., Ediciones Mikael, Paraná, 1981.
9. Eucaristía, sacramento de unidad, 156 pp., 2$ edición corregida y
aumentada, Ediciones Mikael, Paraná, 1981.
10. El santo sacrificio de la Misa, 248 pp., Ediciones Cruzamante, Bs.
As., 1982.
11. La Caballería, o de la fuerza armada al servicio de la Verdad
desarmada, 225 pp., Ediciones Excalibur, Buenos Aires, 1982.
12. San León Magno y los misterios de Cristo, .334 pp., Ediciones
Mikael, Paraná, 1982.
13. In persona Christi: La fisonomía espiritual del sacerdote de Cristo,
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2 . ARTÍCULOS
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1960; 3. Ree. a A. Caturelli, Tántalo (Cba., 1960), Estudios, n? 524,
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Católica (Madrid, 1960), Estudios, n? 529, p. 711, 1961; 5. Ree. a A-.
Caturelli, La Filosofía I (Cba., 1961), Estudios, n<? 529, p. 712-713, 1961;
6. Ree. a A. Caturelli, América bifronte (Bs. As., 1961), Estudios, n? 533,
p. 228-229, 1962; 7. “El futuro: tensión hacia la gloria del Cielo”, Estudiosn9 558, p. 570-579, 1964; 8. “El culto como misterio de Cristo”,
— 147 —
Estudios, n9 559, p. 656-661, 1964; 9. “La próxima reforma de la
Iglesia”, Estudios, n<? 561, p. 27-32, 1964; 10. “Estructura de la celebración
de los misterios en los sermones de San Máximo de Turín”, Stromata,
XXV, 3/4, p. 351-412, San Miguel, 1969; 11. “Santa Teresa y nuestro
tiempo”, Universitas, IV, 18, p. 43-56, Bs. As., 1970; 12. “El misterio
de la Navidad en los sermones de San Máximo de Turín”, Stromata, XXVII,
p. 61-103, San Miguel, 1971; 13. “La formación teológica, hoy”, Universitas, V, 21, p. 92-96, Bs. As., 1971; 14. “El misterio de la Epifanía en
los sermones de San Máximo de Turín”, Stromata, XXVIII, p. 371-417, San
Miguel, 1972; 15. “El Seminario de Paraná: un estilo de vida”, Mikael,
I, 1, p. 69-81, Paraná, 1973; 16. Rec. a J. de Aldama, María en la Patrística de los siglos I y II (Madrid, 1970), Mikael, I, 1, p. 108-112, 1973;
17. Rec. a Feo. Segarra, María, Madre nuestra en el orden de la gracia, y
Madre de la Iglesia (Madrid, 1971), ib., I, 2, p. 140-141, 1973; 18. “San
Miguel, el Arcángel de Dios”, Mikael, II, 4, p. 91-122, 1974; 19. Rec. a
Th. Molnar, God and the knowledge of Reality (N. Y., 1973), Mikael, II,
5, p. 167-168, 1974; 20. Rec. a Eusebio de Cesarea, Historia Eclesiástica
(Madrid, 1973), ib., p. 173-172; 21. Rec. a Card. M. González Martín, La
contemplación (Madrid, 1974), ib., III, 7, p. 137-139, 1975; 22. Rec. a
M. Clément, La apertura cristiana al mundo y la dialéctica Izquierda contra,.
Derecha y J. García Venturini, Reflexiones sobre la Iglesia y el mundo
(Montevideo, 1974), ib., p. 140-143; 23. “La fiesta de la realeza de Cristo”,
Mikael, III, 8, p. 89-96, 1975; 24. Nota crítica a Herbert Haag, El diablo,
un fantasma (1973), ib., III, 3, p. 119-123, 1975; 25. “La música sagrada
y el proceso de desacralización”, Mikael, III, 9, p. 29-64, Paraná, 1975;
26. Rec. a Cándido Pozo, María en la obra dé la salvación (Madrid, 1974),
ib., p. 143-144; 27. Rec. a Bernard Basset, Orar de nuevo (Barcelona,¿
1975), Mikael, IV, 10, p. 130-133, 1976; 28. “Pasión y muerte de Cristo*
en los sermones de San Máximo de Turín”, Mikael, IV, 12, p. 101-119,
Paraná, 1976; 29. (Nota a) Alejandro Soíyenitzin, En la lucha por la
libertad (Bs. As., 1976), Mikael, IV, 12, p. 127-135, 1976; 30. (Nota a)
R. Bruckberger O.P., Carta abierta a Jesucristo (Bs. As., 1974), Mikael,
V, 13, p. 131-138, 1977; 31. Rec. a B. Haring, Centrarse en Dios (Barcelona, 1976), ib., p. 143-144; 32. (Nota a) Gustave Thibon, Entre el
amor y la muerte (Madrid, 1977), Mikael, V, 15, p. 119-124, 1977; 33..
Rec. a Ricardo Zinn, La segunda fundación de la República (Bs. As.,
1976), ib., p. 136-137; 34. Rec. a J. Grasset, Minidirectorio paró, los
Ejercicios de San Ignacio (Bs. As., 1977), ib., p. 143-144; 35. Rec. a
Aquilino de Pedro, La nueva celebración eucarística (Santander, 1976), ib.,
p. 145; 36. Rec. a E. Castelnuovo, Jesucristo y el reino de los pobres (Bs.
As., 1976), ib., p. 151-155; 37. Traducción e Introducción (p. 7-15), de
S. Tomás de Aquino, El credo comentado, Colección Clásicos Contrarevolucionarios, Cruz y Fierro, Bs. As., 1978; 38. Rec. a Varios, El Misal
de Pablo VI (Bs. As., 1977), Mikael, VI, 16, p. 129-130, Paraná, 1978; 39.
“Beato Roque González de Santa Cruz”, Mikael, VI, 17, p. 47-66, 1978;
40. (Estudio crítico a) J. L. Segundo, Liberación de la Teología (Madrid,
1977), ib., p. 119-136; 41. (Nota a) André Piettre, Carta a los, revolucionarios bien pensantes (Madrid, 1977), ib., p. 137-141; 42. Rec. a José
M. Merlín, Meditaciones evangélicas, (Bs. As., 1977), ib., p. 150; 43. “Juan
Antonio Ballester Peña (In memoriam)”, Mikael, VII, 19, p. 27-28, Paraná,
1979; 44. “La magnanimidad”, ib., p. 33-52, 1979; 45. (Nota a) Gustavo
Thibon, El equilibrio y la armonía (Madrid, 1978), ib., p. 123-131; 46.
(Nota a) A. Solzhenitzin, Alerta a Occidente (Barcelona, 1978), ib., p.
131-139; 47. “Modernismo y teología de la liberación”, Mikael, VII, 21,
p. 7-50, Paraná, 1979; el mismo en La filosofía del cristiano, hoy, Actas
del Ier. Congreso Mundial de Filosofía cristiana, vol. II, p. 449-500, So-
—148 —

ciedad Católica Argentina de Filosofía, Córdoba, 1980; 48. (Nota a)
N. Berdiaev, El sentido de la historia (Madrid, 1979), Mikael, VII, 21,
p. 155-158, 1979; 49. (Nota a) T. Haecker, Virgilio, Padre de’Occidente
(Bs. As., 1979), ib., p. 159-163; 50. (Nota a) Sisto Terán, Santo Tomás,
poeta del Santísimo Sacramento (Tueumán, 1979), Mikael, VII, 22, p. 141-
144, 1980; 51. Rec. a Pedro Altamirano, Aparición de Jesucristo camino
de Emaús (Madrid, 1979), ib., p. 150-151; 52. Rec. a Américo Tonda, Lo
temporal y lo espiritual (Rosario, 1979), ib., p. 156-157; 53. “María y el
sacerdote”, Mikael, VIII, 23, p. 65-84, Paraná, 1980; 54. Rec. a B. Montejano, La Universidad (Bs. As., 1979), ib., p. 154-156; 55. Rec. a A. Orbe,
Oración sacerdotal (Madrid, 1979), ib., p. 167-168; 56, Rec. a J. Alvarez
Gómez, Manual de Historia de la Iglesia (Bs. As., 1979), ib., p. 172-173;
57. Rec. a P. Farnes Scherer, Moniciones y oraciones sálmicas (Bs. As.,
1979), Mikael, VIII, 24, p. 170-171, 1980; 58. Rec. a Henri-Irénée MaTrou, ¿Decadencia romana o antigüedad tardía? Siglos III-VI (Madrid,
1980), ib., p. 178-180; 59. “El misterio de la Cuaresma en los Sermones
de San Máximo de Turin”, Mikael, IX, 25, p. 7-44, Paraná, 1981; 60.
Rec. a A. Miralles, El concepto de tradición en Martín Pérez de Ayala
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Rec. a Comisión Episcopal del Culto de la Argentina, Gloria al Señor
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Besançon, La confusión de lenguas (Barcelona, 1981), ib., p. 141-144; 71.
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a Amalia de Estrada, El reparto del gran drama (Bs. As., 1982), ib., p. 157-
158; 82. Rec. a P. Chaunu, El pronóstico del futuro (Barcelona, 1982), Mikael, XI, 31, p. 137-141, Paraná, 1983; 83. Rec. a J. Daniélou, Contemplación,
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Molnar, Le Dieu immanent (Paris, 1982), ib., p. 149-150; 85. Rec. a
Th. Molnar, Politics and State (Chicago, 1982), ib., p. 150-152; 86. Rec.
a Beato Pedro Fabro S.I., Memorial (San Miguel, 1983), ib., p. 158-162;
87. “Vigencia de los Padres de la Iglesia”, Mikael, XI, 32, p. 33-50, Paraná,
1983; 88. Rec. a C. Sánchez Albornoz, De la Andalucía islámica a la de
hoy (Madrid, 1983), ib., p. 146-147; 89. Rec. a V. M. Bernadot O.P., La
—149
Virgen Maria en nuestra vida (Bs. As., 1982), ib., p. 160-162; 90. Rec.
a Aurelio Prudencio, Obras Completas (Madrid, 1981), ib., p. 164-166; 91.
Rec. a San Isidoro de Sevilla, Etimologías (2 vol.s, Madrid, 1982), ib., p.
166-8; 92. Rec. a H. Bojorge .S.I., Signos de su victoria (S. Miguel, 1983),
ib., p. 171-173; 93. “San Pablo, arquetipo del Apóstol”, Mikael, XI, 33,
p. 7-37, Paraná, 1983; 94. Rec. a Enrique Dussel, Historia general de la
Iglesia en América Latina (T. 1/1, Salamanca, 1983), ib., p. 179-184; 95.
Rec. a J. N. Ferro-E. B. M. Allegri, Ignacio B. Anzoátegui (Bs. As., 1983),
ib., p. 193-194; 96. “El espíritu del mundo”, Gladius, I, 1, p. 7-42, Buenos
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98. “Balance de la autodestrucción de la Iglesia” (sobre Card. J. Ratzinger,
Rapporto sulla fede, Milano, 1985), Gladius, I, 3, p. 5-41, Bs. As., 1985; 99.
Rec. a Carlos I. Massini, El renacer de las ideologías (Mendoza, 1984),
ib., p. 153-157; 100. Rec. a R. Calderón Bouchet, Fax Romana (Bs. As.,
1984, ib., p. 157-159; 101. Rec. a Mons. V. Bonamin, Eucaristía (Rosario,
1984), ib., p. 159-161.
— 150 —

DIALOGOS EN

LA POSADA DEL

FIN DEL MUNDO

—152—

CLAVE SECRETA
(hasta que el corazón se avive)
Lo de cuidar un jardín, se las trae. Uno comienza plantando
aquí y allá lo que quiere, como quiere y cuando quiere. Y termina, invariablemente, trabajando en el riego, la poda, la conservación y el cuidado de lo que plantó… quieras o no, y a la
hora que sea.
Total que, hay veces que me levanto antes del amanecer,
con la curiosa obsesión de que si no empiezo desde el alba, no
voy a tener tiempo. Sobre todo en primavera, cuando la vegetación desborda por todas partes con una exagerada vocación
por el empeño… bueno, esteee…, o algo así.
Lo cierto es que aquella mañana, estaba cortando el pasto
con las primeras luces del día y lo que menos pensaba era que
en ese momento fuera a aparecer el druida. Después de todo,
siempre había aparecido a la tarde, cuando declina el sol, etc….
Me contempló con faz severa mostrando su mal talante a
quien le interesara.
—Ahora habla prosaicamente del atardecer porque es de
mañana, ¿eh? —espetó con voz fuerte y tono acerado-—¡hágame
el favor, ¿ quiere ?!, no se me haga el “canchero”…
Resignadamente suspiré para mis adentros y detuve la máquina de cortar pasto. Le ofrecí un cigarrillo en gesto amical
que el hombre despreció con impaciencia. Sacó su pipa de porcelana y comenzó a cargarla con el ceño fruncido. No pude evitar
el pensamiento de que su reflexión sobre el atardecer visto a la
mañana demostraba de su parte un conocimiento de la naturaleza humana que no podía sino significar que él también. . .
—¿Yo también, qué? —preguntó desafiante, el celta.
— 153 —
—No, nada. Dígame… ¿hay Posada, hoy?
Es que, verán.
__ No es que sea fanático de la Posada, ni del druida, ni nada;
pero resulta que es material bastante bueno con el que se puede
escribir alguna que otra notita para la revista de un amigo. Y
ya estaba por salir otro número y aún no le había mandado
nada. Como se hacía apremiante la cosa, la inesperada visita
del druida no podía ser más oportuna.
—¿Hay Posada, hoy? ¿hay Posada, hoy? —repitió, en sonsonete mimètico, el hombre. Ejercité mi paciencia todo lo que
buenamente pude, con la repetición silenciosa de los “hasta cuándo” del salmo XIII. Un truco de esos que tiene San Vicente Ferrer.
El celta se apaciguó considerablemente. No era sonso y se
ve que tenía corazón.
—¿Le gusta el canto? —preguntó, casi amablemente.
Es una buena pregunta, pensé.
—Sí —contesté despacio—, me gusta el canto de los pájaros, el canto marcial, operístico, lírico, romántico… me gustan
los “lied” de Schumann y.. . y.. . y me gusta cantar. Mucho.
El hombre sonrió ante el despliegue de entusiasmo.
—Vamos, entonces.
Y pese al gozo de saber que íbamos a la Posada, pese a que
recién amanecía y pese a las ganas de cantar que tenía, no pude
reprimir una cierta melancolía que me acorraló con tanto saber
que lo de la Posada iba a ser corto, pasajero, en fin, un sí y un no.
Mientras se cumplía el ritual del roble, recordé por enésima
vez, la queja del salmista:
¿Hasta cuándo, por fin, te olvidarás Dios de mí?
¿Hasta cuándo esconderás de mí tu rostro?
¿Hasta cuándo tendré yo preocupaciones en mi alma
y pesares diariamente en mi corazón?
¿Hasta cuándo… ?
*
* *
En cuanto llegamos y nos acomodamos alrededor de la
mesa de tertulias, ingresó intempestivamente un hombre de rostro adusto y mirada severa. Casi no tuvimos tiempo de instalar-
— 154 —
nos que, mirándome con ojos insistentes, comenzó una terrible
andanada. Detrás de su voz me pareció oír la reprimida risa
del druida que evidentemente estaba encantado con la situación.
Nuestro huésped no parecía advertirlo y largó la filípica de un
tirón.
—No tanta queja, mi amigo. Que “algunas veces conviene
usar de fuerza y contradecir varonilmente el apetito sensitivo y
no cuidar de lo que la carne quiere o no quiere, sino andar más
solícito para que esté sujeta al espíritu, aunque le pese. Y debe
ser castigada y obligada a servir la servidumbre hasta que esté
pronta para todo; aprenda a contentarse con lo poco y a holgarse
con lo sencillo, y no murmurar contra lo amargo…” 1 .
Apuré un jarro de la glosolálica como para pasar el mal
trago cuando apareció en la Posada mi gran aliada, Santa Teresa,
en compañía de un gaucho, con facón y todo. ¡ Cuántas sorpresas
en ese lugar!
El criollo venía sin vigüela pero ahí nomás le agregó leña
al fuego con razones argentinas.
—”Amigazo, pa sufrir
han nacido los varones—
estas son las ocasiones
de mostrarse un hombre juerte
hasta que venga la muerte
y lo agarre a coscorrones”2
Por suerte, estaba la castellana. Con una de sus dulces sonrisas dijo medio en mi defensa:
—Está bien, está bien. Pero de a poco, que “si uno comienza
a darse a Dios, hay tantos que mormuren, que es menester buscar compañía para defenderse, hasta que ya estén fuertes en
no les pesar de padecer y si no, veránse en mucho aprieto”
3.
La Posada comenzó a poblarse, pues mientras hablaba Santa Teresa ingresaron del brazo dos de sus hijas (a quienes yo
no conocía) y el druida tuvo que correrse para hacerles lugar.
Contrariamente a lo que era dable esperar, el druida parecía
feliz en semejante compañía…
Mientras todos se acomodaban, la conversación continuaba,
impertérritos los contertulios por tanto ajetreo. Ahí nomás vi que
caían juntos San Juan de la Cruz y Platón, conversando como
si nada.
1 Tomás de Kempis, Imitación de Cristo, L. III, Cap. XI, 5.
2 José Hernández, Martín Fierro, Cruz, X.
3 Santa Teresa de Jesús, Vida, VII, 22.

— 155 —

Teresa, mi amiga, estaba recitando de viva voz no sé quécanción de la muerte. O de la vida, vaya uno a saber…
—”Aquella vida de arriba,
j, que es la vida verdadera,
hasta que esta vida muera
no se goza estando vida.
Muerte no seas esquiva;
viva muriendo primero,
Que muero porque no muero”4
Esto último se dijo al unísono y con grandes voces, comosi fuera el estribillo de una vieja canción de taberna. El fraile
del Carmen, retomó la copla.
—”Esta vida que yo vivo
es privación de vivir;
y así es continuo morir
hasta que viva contigo.
Oye, mi Dios, lo que digo,
que esta vida no la quiero;
que muero porque no muero” B
Todos rieron de buena gana con el último verso que el druida
dijo con tanto énfasis que se le derramó buena parte de la cerveza. Me di cuenta que estaba en una verdadera celebración.
Sin embargo, el Tomás ése que me había sermoneado al
principio insistía con su papel de aguafiestas. Señalándome con
el dedo me habló sin prisa y con tono suave, pero.. . esteee…
eficaz.
—”Ya quisieras estar en la libertad de los hijos de Dios-
,
ya te deleita la casa eterna, y la patria celestial te llena de gozo;
pero aún no es venida esa hora, aún resta otro tiempo, tiempo
de guerra, tiempo de trabajo y de prueba… Yo soy; espérame,
dice el Señor, hasta que venga el reino de Dios”
6.
Y seguía cayendo gente al baile, como le “oí” pensar al gaucho que permanecía de pie, y en silencio. En efecto, con gran
estupor de mi parte, ingresó un obispo (con báculo, mitra y lo
demás) que venía con San Pablo a quien yo había tenido el gusto
de conocer7 y otro a quien no, pero que parecía tan grande
como él.
4 Poesía compuesta por la Santa alrededor de Pascua de 1571.
5 San Juan de la Cruz, Coplas del alma que pena por ver a Dios,
compuesta por el Santo alrededor del año 1578.
6 Tomás de Kempis, Imitación…, L. III, Cap. XLIX, 3.
7 Vide Gladius n? 2, esta misma Sección.
— 156 —
No me había repuesto de la sorpresa ante tanta gente detanta importancia que ya lo veía venir al viejo “Jack”, con su
pipa, sus ojos brillantes y su estentórea carcajada. Me estaba
mareando con la impresión que tenía. O tal vez, fuera la cerveza. San Juan de la Cruz me contempló con ojos benévolos de
mirada suave. Me explicó algo sobre el misterio, sobre la Fe,,
sobre la Bondad de Dios que.. .
—” se haría hombre
y que el hombre Dios sería,
y trataría con ellos,
comería y bebería;
y que con ellos continuo
el mismo se quedaría
hasta que se consumase
este siglo que corría
cuando se gozaran juntos
en eterna melodía” 8
Platón pareció recordar algo y como al azar se puso a reflexionar.
—”.. . es menester que el iniciador conduzca a las ciencias
para que el iniciado vea a su vez la belleza… que vuelva su
mirada a ese inmenso mar de la belleza y su contemplación le
haga engendrar muchos, bellos y magníficos discursos y pensamientos en inagotable filosofía, hasta que robustecido y elevado
por ella, vislumbre una ciencia única… que versa sobre una.
belleza que es así”
9.
Mientras me veía como inundado por estas últimas palabras,
ingresó un personaje indescriptible. No sé si ustedes saben lo
que es un profeta. Yo no, pero este hombre lo parecía. Y mientras se instalaba al lado de las hermanitas silenciosas que parecían cobijarse cabe Santa Teresa, dijo en un tono de voz.. .
esteee… en un tono de voz.. . pues… profético.
—”.. . por amor de Jerusalén no buscaré descanso hasta que
salga, cual luz, su justicia, y brille, cual antorcha, su salvación”
10.
El que había caído a la reunión en compañía de San Pablo
parecía entender lo mismo.
—”Tenemos también la palabra profética más permanente,
8 San Juan de la Cruz, Romance sobre el evangelio “In principio erat
verbum” acerca de la Ssma. Trinidad, compuesto en 1578, n? 4.
9 Platón, Banquete, en Obras Completas, Madrid, 1966, Aguilar,,
p. 589.
10 Is. LXII, 1.

— 157 —

a la cual hacéis bien de estar atentos como a una antorcha que
alumbra en lugar oscuro hasta que el día esclarezca y el lucero
de la mañana se levante en vuestros corazones”
n .
Ya no parecía posible que se dijera más. Y así como no parecía posible que hubiera lugar para las palabras, tampoco parecía
posible que entrara más gente. No obstante, ahí mismo entraron
dos personas más; un monje británico (que saludó efusivamente
al viejo “Jack”) y una especie de antiguo poeta, con una lira
en la mano. El gaucho contempló el instrumento con interés.
Mirando en derredor mío vi al posadero ir de aquí para allá con
jarros de cerveza y me pareció que las hermanitas de Santa Teresa dormían. El poeta me miró con aire de misterio.
—”. . .no despertéis ni inquietéis a mi amada hasta que ella
quiera…”
t2.
Su voz toda era una canción.
Yo no entendía nada de nada, aunque todos parecían aprobar al poeta de la lira. El bueno de “Jack” intentó explicármelo.
—”Si no podemos poner por obra la práctica de la presencia
de Dios, por lo menos algo es la práctica de la amencia de Dios,
volvernos más y más conscientes de nuestra inconciencia hasta
que nos sintamos como quien se para al lado de una inmensa catarata y no oye ruido alguno, como un hombre en un cuento que
se contempla en un espejo y no ve su propia cara, o un hombre
en un sueño que extiende su mano hacia objetos visibles y no
siente que toca nada”
13.
El monje cisterciense que había saludado a “Jack” como su
connacional, agregó suavemente:
—”Busca cada noche a tu Amado. ¿Cada noche digo? Todas
tus noches ocúpalas en esta obra. No reposes ni descanses, hasta
que tu Amado se levante como un resplandor y brille como una
lámpara para ti”
14.
—”.. . nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en
Ti… ”
15 —murmuró el obispo, mirando hacia la Gran Ventana
del Oeste.
” 2 Pet. I, 19.
is Cant. II, 7: III, 5 y VIII, 4.
13 C. S. Lewis, The Four Loves, London, 1968, Collins —Fount Paperbacks—, p. 128.
14 Gilberto de Hoyland, Encuentro con Dios, Comentario al Cantar
•de los Cantares, Córdoba, 1934, co-edieión del Monasterio Trapense de Azul
(Nuestra Sra. de los Angeles) y ed. TA.P.AS., Sermón I, n? 6, p. 66.
1
5
San Agustín, Confesiones, I, 1, 1.
— 158 —
Pero el monje inglés no lo había oído y continuó:
—”.. . Y no me cansaré en este recorrido hasta que encuentre un acceso más amplio para entrar al santuario de Dios y
pueda comprender sus designios supremos”
ie
.
Si pudiera… pensé para mí. Sólo que en la Posada los pensamientos son de todo el mundo y yo siempre me lo olvidaba.
Pero, una vez más, Teresa acudió en mi auxilio.
—”…e s diferente lo que Dios deja de fortaleza cuando al
principio no dura (su merced) más que cerrar y abrir los ojos.. .
es el no se disponer del todo luego el alma, hasta que el Señor
poco a poco la cría y la hace determinar y da fuerzas de varón
para que dé del todo con todo en el suelo; como lo hizo con la
Magdalena con brevedad, hácelo con otras personas conforme a
lo que ellas hacen en dejar a Su Majestad hacer. No acabamos de
creer que aún en esta vida da Dios ciento por uno”
17.
Entonces, habló San Pablo. Y pareció dirigirse a toda la
concurrencia, allí presente.
—”(Jesucristo) a unos constituyó apóstoles, y a otros profetas, y a otros evangelistas, y a otros pastores y doctores, a fin
de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para
la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a
la unidad de la fe y del pleno conocimiento del Hijo de Dios, al
estado de varón perfecto, alcanzando la estatura propia del Cristo
total…” 1 8 .
Un denso silencio se instaló en aquel lugar y me pareció oír
como un suspiro del Apóstol.
—”Hijitos míos, por quienes sufro dolores de parto, hasta
que Cristo sea formado en vosotros”
19.
No pude evitar un cierto resquemor ante la fuerza de estas
palabras. Y me refugié en mi amiga. Ella pareció comprenderme
y habló despacio.
—”Con la fuerza que hacían en mi corazón las palabras de
Dios…”
20 “.. . se hallava muy mal mi alma hasta que el Señor
la dio luz..
10 Gilberto de Hoyland, op. cit., Sermón 4, n9 9, pp. 96 y s.
” Santa Teresa de Jesús, Vida, XXII, 15.
18 Eph. IV, 11-12.
i» Gál. IV, 19.
20 Santa Teresa de Jesús, op. cit., III, 5,
si Ibidem, XXII, 5.
Las hijas parecieron despertar ante la melódica voz de su
Madre y en un francés armónico ambas parecían competir en
una canción sublime dedicada a la Gran Ventana del Oeste.
—”Sumergios en mí para que yo me sumerja en Vos hasta
que vaya a contemplar en vuestra luz el abismo de vuestras
grandezas”
22.
La más niña de las dos había mezclado su canto al de su
compañera y sólo atiné a entender el final.
—”.. . hasta que desvanecidas las sombras pueda expresaros
de nuevo mi amor cara a cara eternamente”
23.
*
* *
Cuando llegué a casa, todavía estaba clareando. Pero ya no
tenía ánimo para nada. ¿Cortar el pasto después de todo lo que
había vivido en la Posada? Me hice unos mates y me senté en la
galería a contemplar la alborada. A mi lado, como siempre, tenía
la Escritura. Siempre puede venir bien… como había dicho
San Pedro.
Pero mis ojos, automáticamente, volvieron al jardín. No pude
evitar el pensamiento de que si no cortaba el pasto me vería literalmente invadido de verduras. Con un suspiro, afloró a mis
labios la queja del salmista. ¿Hasta cuándo… ?
Y tomando el Evangelio para encontrar respuesta, me topé
con el Sermón de la Despedida.
Amando a los suyos, los amó hasta el fin24.
TOMÁS DE KEMPIS, JOSÉ HERNÁNDEZ, SANTA TERESA
DE JESÚS, SAN JUAN DE LA CRUZ, PLATÓN, ISAÍAS,
SAN PEDRO, SALOMÓN, C. S. LEWIS, GILBERTO DE
HOYLAND, SAN AGUSTÍN, SAN PABLO, SOR ISABEL
DE LA TRINIDAD y SANTA TERESITA DEL NIÑO JESÚS
(Por la copia, yo, Sebastián Randle)
22 Sor Isabel de la Trinidad, Elevación a la Ssma. Trinidad, compuesta el 21 de noviembre de 1904, en Obras Completas, Burgos, 1985, ed.
Monte Carmelo, p. ‘758.
22 Santa Teresita del Niño Jesús y de la Santa Faz, Acto de ofrecimiento al Amor, compuesto el 9 de junio de 1895, en Obras Completas,
Barcelona, 1963, ed. Casulleras, p. 835 y s.
24 lo., XIII, 1.
— 160 —

BIBLIOGRAFIA
UMBERTO ECO, II nome della rosa, Bompiani, Milano, 1984, 503
págs.
Nominalismo y parodia
En El nombra de la Rosa (en adelante NR) Umberto Eco trabaja con
materiales que provienen de la historia, de la literatura, de la filosofía
y del arte de la Edad Media, y, además, de Padres de la Iglesia, de la
Biblia y de la liturgia. Muchos toman su obra como una novela histórica,
de historia del Medioevo. ¿Lo es? Oigamos a Eco: en sus Apostillas1
dice que la “idea seminal” fue “ganas de envenenar a un monje”. Y
comenta: “Creo que una novela nace de una idea de esta clase, y el resto
es pulpa que se agrega por el camino” (A., p. 12). Un monje envenenado,
pues, para tejer una narración de tipo policial. Pero —prosigue Eco—,
mejor que un monje actual sería un monje medieval, ya que siempre le
atrajo el Medioevo, en el que se encuentran —dice— “tantas cosas contradictorias”, como por ejemplo “un Tomás de Aquino regordete y racionalista”. Le atrae el Medioevo como un “hobby”, puesto que ser “medievalista” exigiría largas investigaciones. Con todo, Eco hizo estudios de
filosofía medieval y tiene un ensayo sobre la Estética de Santo Tomás.
Sobre esta base de conocimientos acerca de la realidad medieval, el escritor
proyecta un enfoque: que la novela sea una “máquina para generar interpretaciones”. En cuanto a él mismo, como narrador, quiere narrar “enmascarado” detrás de otros narradores: entonces finge haber encontrado
un manuscrito en un monasterio, a su vez recopiado de otro manuscrito
de fines del siglo xrv. El supuesto autor del original es un monje de
la abadía de Melk, llamado Adso. Y ésta es la voz narrativa. Pero no es
sólo una voz narrativa, son dos. Sigamos a Eco en las Apostillas: “Adso
narra a los 80 años lo que vio a los 18 años. ¿Quién habla, el Adso de
los 18 o el Adso de los 80? Los dos, es obvio, y es intencional. El juego
estaba en poner en escena continuamente a Adso viejo sobre lo que recuerda
haber visto y oído como Adso joven… Este doble juego me fascinó y apasionó muchísimo, también porque, volviendo a lo dicho sobre la máscara,
duplicando a Adso, duplicaba una vez más la serie de pantallas… me
sentía más protegido…” (A., pp. 21-23). Pero aquí no termina el elenco
1 U. Eco, Postille a II nome della rosa, id., citado A. (los subrayados
son nuestros).
— 161 —
de voces que oímos en la novela. Hay que agregar otro subterfugio más
de la ficción: Adso “no entiende nada” de lo que está relatando —ni el
Adso joven ni el viejo—: usa palabras prestadas, dice lo que ha oído y
le han enseñado, intercala latines, repite textos de la Biblia, de la liturgia,
de los Santos Padres, de los teólogos, místicos y filósofos… Los lectores
¿reconoceremos tantas voces? Una de las propuestas de juego, en este
libro, sería ésta: rastrearlas.
Como se ve, en esta obra importa mucho el armado. Se trata de una
novela de tipo combinatorio: se combinan infinidad de materiales. El A.
ha aprendido el artificio de Joyce, él mismo lo confiesa. En el discurso
inter-textual, él maneja todos esos materiales, muy bien escondido, muy
“protegido”. ¿De qué se defiende? El dice: “El arte está en la fuga de
la emoción personal, me lo había enseñado Joyce…” y “esta lucha contra
la emoción fue durísima” (A., p. 23-4).
En suma: la postura del A. es demiúrgica. La realidad histórica y
los textos literarios son manejados como materiales a los que se combina
y manipulea. Es un juego en el que no hay compromiso afectivo. “El libro
asume -—dice Eco— una estructura de melodrama bufo, con largos recitativos y amplias arias. Y las arias remedan la gran retórica de la Edad
Media, la de San Bernardo…”, etc., etc. (A., p. 22). Y, por supuesto,
las que se toman de la Sagrada Escritura y de la liturgia. El autor se
divierte con estas combinaciones, y propone un divertimiento a los lectores:
, divertirse con todo esto.
Una enorme biblioteca
Quizás convenga, ante todo, relacionar este enfoque de la realidad y
esta propuesta de la ficción con el argumento mismo y con el lugar donde
se desarrollan los hechos. En una abadía del norte de Italia, en el año
1327, se producen misteriosamente varias muertes en pocos días. Allí hay
una enorme biblioteca, mucho más grande que la iglesia abacial —lo cual
da qué pensar—, y sobre todo mucho más protegida, más resguardada,
en realidad casi inaccesible, pues está ahincada en la roca y armada en
forma de laberinto. Su clave la posee sólo el bibliotecario, por lo cuál éste
resulta ser la figura-clave del monasterio. Esto también da qué pensar:
allí los monjes aparecen mucho más interesados por los libros de la biblioteca que por los oficios que celebran en la iglesia. Notable, ya que en la
Orden de San Benito, a estas alabanzas divinas que se hacen en común
siete veces al día y una en la noche se las llama la “Obra de Dios” —Opus
Dei— y se la considera el “quid” de la vida monástica. Para eso deja
el monje el mundo: para orar en nombre de los que están en el mundo.
Y también para santificarse en la obediencia, asumiendo la ley humana
común del trabajo. El resumen de la vida benedictina es “Ora et labora”.
Y su lema es “Pax”: la paz de Cristo vivida, que reconcilia con Dios y
con los hermanos. Pero, según lo dicho, en esta abadía no hay paz, y
quizás es porque no se encuentra por ninguna parte ni el espíritu de oración ni la actitud de trabajo. Las tareas las hacen las familias de campesinos que viven allí, y los monjes, si bien van a los oficios, piensan durante
los mismos en otras cosas, se muestran más atraídos por los estudios, se
enorgullecen de lo que saben, se sienten por ello superiores, y olvidan los
grados de humildad que San Benito, siguiendo al Evangelio, les indica
en su Regla como escala para llegar al Cielo: “porque el humilde sube,
y el que se ensalza baja”. Muy bajo, de acuerdo con esto, habrían caído
los monjes de esta abadía, arrogantes, atrapados en la concupiscencia de
alcanzar todo el saber que encierra su biblioteca.
— 162 —
Y bien, nada impediría presentar monjes así desviados. Pero el manejo abusivo de la realidad no está allí, sino en desplazar el ideal monástico en sí mismo: en lugar de vida de unión con Dios, se lo da como vida
de unión con el saber. Es un sutil desplazamiento, ya que la historia de
la Orden de San Benito durante la Edad Media destaca ciertamente su
preocupación por salvar y transmitir la herencia intelectual del pasado
—es sabido que en sus bibliotecas se guardaron y recopiaron las obras
de la Antigüedad, y se agregaron otras—, pero esto no era lo único ni
lo principal. Sin embargo, aquí aparece como lo principal, y con el matiz
de desprecio hacia las obras de las manos. Se las da como cosa de “mecánico”, sobre lo que comenta, como al pasar, el novicio: “… y me habían
enseñado que el mecánico es moeclius y que comete adulterio respecto de
la vida intelectual a la que debería estar unido en esponsales castísimos”
(N. R., p. 25). El concepto de esponsales es aplicado mal, desplazándolo
de lo religioso a lo intelectual, y la palabra latina es deslizada insidiosamente, ya que es poco probable que el lector sepa latín o que vaya a controlarla en un diccionario. En efecto, moechus quiere decir adúltero, pero
nada tiene que ver con mechanicus, que designa al que produce como artesano, artista, arquitecto, ingeniero, constructor, lo que sí eran los monjes
medievales. Sería un juego de palabras, pero inapropiado para la realidad
benedictina: la prueba está en las abaciales románicas con todo su despliegue artesanal y de albañilería.
Esquema de poder
Es necesario para la ficción mostrar el saber como fuente de poder.
En la novela aparecen dos grupos de monjes: los que se aferran al saber
antiguo, heredado, y los que barruntan un saber nuevo que echaría por
tierra el anterior y subvertiría las estructuras del poder, con el consecuente cambio de los que lo detentan. ¿Cuál en este nuevo saber y este
nuevo poder? Es importante aclararlo, porque en ello se cifra la actitud
peculiar del autor en esta obra, su crítica de la Edad Media, de la sabiduría tradicional y de la misma Iglesia. Es la clave de los sucesos acaecidos en la abadía, la razón por la cual se han realizado los asesinatos.
Hay que releer el capítulo correspondiente al 79 día, noche. El detective
de la novela, Guillermo de Baskerville, que no es un monje benedictino
sino un franciscano huésped de la abadía al que se le encarga investigar,
llega por fin a penetrar en el sancta sanctorum de la biblioteca, que,
como ya sabemos, está defendida por su forma de laberinto. Allí encuentra
a Jorge de Burgos, el monje más anciano del monasterio, ya ciego pero
poseedor de todos los secretos de la biblioteca. El se orienta perfectamente
en ella, maneja sus mecanismos de ocultamiento y sabe de memoria el
contenido de sus libros. (Recordemos de paso que esta figura está inspirada en nuestro compatriota Borges, por su ceguera y por su memoria
de libros que es como una gran biblioteca; de ahí su nombre, Jorge de
Burgos, Jorge Borges, aunque otras características son distintas). Este
personaje, que se mueve en la sombra, es en realidad el único que tiene
conciencia del nuevo saber y del nuevo poder. Quiere proteger a la Cristiandad de ese poder que, según él, la destruiría. Curiosamente, este
saber subversivo se hallaría contenido en un pequeño libro: el 2? libro
de la Poética de Aristóteles. Todos conocemos el 1er. libro, que trata de la
tragedia y la epopeya; pero el 29, que trataba de la comedia, se perdió.
Y bien, el autor imagina que la única copia que se habría conservado la
poseía esta biblioteca, y que este personaje, Jorge de Burgos, la protegía
celosamente, por temor. Todo esto es ficción, pero veamos cómo el autor
maneja en ella las realidades de las que parte. El diálogo entre los dos
— 163 —
hombres tiene lugar en las tinieblas, a la luz de una magra candela, en
una atmósfera de terrores y juicios apocalípticos.
El franciscano Guillermo le pregunta: “¿Por qué has querido proteger
este libro…? ¿Por qué te espantaba?”. Jorge contesta: “Porque era del
Filósofo. Cada uno de los libros de este hombre ha destruido una parte de
la sabiduría que la Cristiandad había acumulado a través de siglos…”.
El Filósofo es Aristóteles, y de la explicación que da el viejo monje surge
que su punto de vista, por ser filosófico, es decir, por partir de los datos
de la naturaleza y trabajar con la razón, se opondría al punto de vista de la revelación y de la teología que parte de la palabra de Dios. Su
efecto ya habría sido corruptor en el pasado, en autores como Boecio, Averroes y Tomás de Aquino. En realidad no es exactamente así. Los pensadores cristianos valoran la razón humana pues es obra de Dios ordenada
a conocer, y lo típico de su actitud es afirmar el acuerdo entre sus conclusiones y la fe recibida, y que, partiendo de arriba —de la fe— o partiendo de abajo —de la razón— no se puede llegar sino a una única verdad:
la verdad que Dios ha puesto en las cosas, la verdad de las cosas. De
todos modos (y dejando de lado la interpretación del aristotelismo que
hace Averroes, que no es cristiano sino musulmán), lo que interesa a
nuestro tema, que es el tema de esta novela, es la hipotética acción corruptora del libro sobre la comedia.
Guillermo insiste: “Pero ¿qué te espanta en este discurso sobre la
risa? No eliminarás la risa…”. Jorge se lo concede, pero en seguida
también presenta a la risa como cosa de abajo, carnal e indigna, que se
opone a lo de arriba, a lo que viene de Dios. Ahora bien, esta dualidad
no es cristiana —ya que la carne asimismo es creación divina—, sino maniquea, cátara. Jorge, instalado en una visión dualista no cristiana, da a
la risa por mala, y la compara con el matrimonio, también malo aunque
“permitido” (omite que el matrimonio es un sacramento). La risa —explica— es permitida, porque es inevitable, pero la Iglesia la controla. Siempre según Jorge, la Iglesia permite en la plebe momentos de solaz, el
carnaval por ejemplo, como para que, deleitándose “en sus inmundicias”,
el hombre cobre conciencia de su bajeza e indignidad y acepte mejor lo
que viene de arriba, ese control que ejerce la Iglesia en nombre de Dios.
Y este tipo de risa se compagina bien con el miedo, que es el modo de
imponer la ley… Como se ve, este esquema ideológico es un esquema
de poder. Los que saben manejan a los ignorantes mediante una adecuada
dosificación del miedo y de la risa, ingredientes para esclavizar, para mantener a la gente en un estado de inferioridad. Es un esquema de “amo
y esclavo”.
Puede que el lector quede atrapado por estos argumentos. Pero quizás
alguno se detenga y reflexione: ¿es ésta la realidad de la Iglesia?, ¿es
esto lo que enseñaron los Padres, como se dice aquí?
Continuemos con el razonamiento del viejo monje: así puede aceptarse
la risa, mientras se la controle. Pero el peligro del libro de Aristóteles
—que nadie leyó— está en que “subvierte la función de la risa”. Avalada
por la autoridad del Filósofo, la risa quedaría instaurada como arte,
“se convertiría en el arte nuevo” para “anular el miedo”. Enseñaría a
mofarse de todo, aun de lo que no hay que mofarse, justificaría todos los
juegos de la imaginación, sin regla ni límite alguno, y entonces, gracias
a esta nueva “retórica de la irrisión”, gracias a esta “arma sutil”, se
derrumbaría ese edificio tan bien armado y ordenado que mantiene la
Iglesia para mandar, en el que hay cosas intocables, a las que ella llama
verdades, sin admitir dudas. La Iglesia, en esta visión, sería la dueña de
— 164 —
lá verdad, de una verdad rígida, pero por cierto frágil, ya que esta tensión para imponerla delata muy poca seguridad en su capacidad de irradiar y convencer por sí misma. Desde esta perspectiva, Jorge tiene razón
de espantarse, porque vendrían otros amos, adquirirían poder los que hasta
entonces estaban subyugados: “los siervos dictarían las leyes”. Precisamente porque en el monasterio hay un grupo de monjes jóvenes que han
descubierto la existencia de ese libro y pudiera ser que fueran los primeros en aplicar el nuevo poder de la mofa y la ironía, él, Jorge de Burgos,
ha asumido la misión de hacerlos desaparecer, empapando el libro venenoso, el libro que envenena las mentes, con veneno que envenena los cuerpos, para que así, al tocarlo, mueran. Este es el secreto de las muertes:
Jorge, guardián del orden intocable, los ha envenenado •—dice— “en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.
No Dios Padre todopoderoso, sino Dios puro Poder
Tanta locura causa horror, y uno se horroriza como se horroriza en
la escena el franciscano Guillermo de Baskerville. Y uno espera también
que él responda a este esquema de imposición y de miedo reivindicando
la auténtica actitud tradicional de la Iglesia, depositaria de la verdad
revelada, y al mismo tiempo abierta a los aportes de los filósofos, verdades
alcanzadas con la razón, extraídas del gran libro de la naturaleza creada
por Dios en la cual El asimismo se expresa. Como franciscano, Guillermo
podría haber glosado quizás el Himno de las creaturas de San Francisco
de Asís, en el que todas son llamadas “hermanas” por provenir de un
Dios que es Padre, nuestro Padre, que nos habla a través de ellas:
“Alabado seas, mi Señor, con todas tus creaturas,
especialmente el señor sol, mi hermano,
que trae el día, y tú iluminas mediante él,
y él es bello y radiante, con gran esplendor;
a ti, Altísimo, te significa…”
San Francisco, hombre del Medioevo, hablando del sol, dice cómo es,
dice su función y dice también que se parece a Dios. Mira desde abajo,
con sus ojos y con su inteligencia, y afirma una verdad: el sol es así; y
mira desde arriba, o mejor dicho, iluminado desde arriba por la fe, y ve
que el sol es una imagen privilegiada del Dios bueno. El sol, que da luz
a los ojos y a las cosas, es fuente de conocimiento y de verdad; y no se
contradice esto con el otro conocimiento, la otra verdad recibida por la fe:
que Dios nos ilumina. El Dios de San Francisco, que es el Padre revelado
por Jesucristo, el Dios que vive en la Iglesia y que ella predica, es un
Dios omnipotente y, a la vez un señor bueno:
“Altísimo, omnipotente, buen señor…”
Es un buen señor, no un amo terrorífico. El himno va enumerando
los beneficios de este señor: el agua “útil y casta”, el fuego “fuerte y
alegre”, la tierra nutricia con sus frutos y sus flores coloreadas… Aquí
hay un diálogo: las cosas hablan de Dios, Dios habla a través de las cosas,
que son para el hombre, su hijo; y el hijo responde: las aprecia y agradece y alaba. Aquí está dicho todo: la omnipotencia de Dios y su carácter de Padre que se comunica, que hace comprensible su creación y que
le da a su hijo la capacidad de comprender y de alegrarse con ella. ¿Por
qué no contesta esto Guillermo de Baskerville? Esta fue una convicción y
una vivencia en la Edad Media. Y no sólo de San Francisco. Desde esta
convicción de verdad y esta vivencia de admiración y agradecimiento hizo
teología otro franciscano, San Buenaventura, quien además completó la
— 165 —
obra del santo de Asís, dando estabilidad a su Orden con una Regla de
vida conventual y estudios, para evitar deformaciones de ignorancia o
mendicidad. Fue una convicción y una vivencia en Dante, quien recoge en
la Divina Comedia todo el acerbo de sabiduría de la Edad Media, incluida
la que ésta recibió y remozó de la Antigüedad. Dante, quien, siguiendo a
Tomás de Aquino, no desdeñó el aporte de Aristóteles que venía a través
de Averroes, sino al contrario, siguiendo al Aquinate, lo tomó como maestro en lo que no contradecía sino enriquecía al saber tradicional. El viaje
que describe Dante en la Divina Comedia es un aprendizaje acerca de la
realidad, un descubrimiento de la verdad del hombre y la verdad de las
cosas. Y gracias al aporte de Aristóteles, el hombre y las cosas todas de
la realidad son reafirmadas como substancias con una densidad propia
inalienable: insertadas, eso sí, en un orden que es el orden del Amor del
Padre. En su viaje, Dante hace la experiencia del designio paternal: él,
hijo descarriado, es llamado, es buscado, es conducido, y al final: el encuentro. El hombre asumido en la intimidad divina, el hijo adoptado introducido en la familia divina, pues en la Trinidad hay un hombre para
siempre, el Cristo encarnado para siempre, cabeza de muchos hermanos,
muchos de los cuales ya gozan como almas, pero que gozarán mucho más
cuando reasuman sus cuerpos.
Esta vivencia y esta convicción de la verdad de las cosas, de lo que
son y han de ser cuando sean cabalmente, es lo que está escamoteado en
la novela, junto con la verdad del Dios Padre. ¿Qué hace un padre? Jesús
dice: “Si le pedís un huevo, no os da un escorpión”. ¿Qué hace el Padre
de los cielos? “Si vosotros que sois malos —prosigue Jesús— dais cosas
buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más mi Padre que está en los cielos!”.
Y además: “Dios amó tanto al mundo que envió a su propio Hijo para
salvarlo”. Dios es un Padre Omnipotente, como dice el Credo. Su omnipotencia hace ese tipo de cosas que sólo hace un padre. Dios da cosas
estables y buenas. Dios no engaña ni cambia de idea. Pone en las cosas
verdad y bondad. Como un padre, una vez que engendró, se ata a la realidad
que crea y al destino de sus hijos. Es garante y responsable de lo creado.
Pero, en la novela, desaparece el Padre y queda sólo el “Todopoderoso”. Entonces, ese Dios puede hacer cualquier cosa. Ese Dios no podría
“atarse” a ningún diseño estable. “No puede haber un orden en el universo porque ofendería la libre voluntad de Dios y su omnipotencia”. Son
palabras del franciscano Guillermo de Baskerville. Es “soberbia nuestra”
pretender acceder a la verdad. ¿A qué llamamos verdad? ¡Lo que pensamos no es sino alguno de los “posibles” que bullen en el querer divino!
Y esto es precisamente lo que le lanza como respuesta al enloquecido
Jorge:
“… y yo te digo que Dios, en el vértigo infinito de los posibles,
te consiente imaginar también un mundo en el cual el presunto intérprete de la verdad no sea más que quien repite palabras aprendidas desde hace tanto tiempo” (N. R., p. 482).
Nominalismo y empirismo
Guillermo de Baskerville, en la novela, es el portavoz de una nueva
filosofía que asoma a principios del siglo XIV —Y esto sí responde a la
realidad histórica—: una filosofía que viene de Oxford, como él mismo,
y que justamente hace hincapié solamente en el Dios Omnipotente. En parte
viene de Roger Bacon (1220-1292), en parte de Guillermo de Occam, u
Ockham (1290-1349), los dos franciscanos, como el personaje de la novela.
El se llama Guillermo, como Ockham, y su apellido empieza con B. como
— 166 —
Bacon; y habla de ellos muchas veces. Por una exigencia de “certeza”
que, según él, no puede dar ningún razonamiento, Bacon invitaba a estudiar sólo empíricamente la creación; y la devoción al Dios omnipotente le
daba a este estudio un impulso peculiar de creatividad, ya que Dios querría que descubramos en las cosas potencialidades aún desaprovechadas
(una especie de “magia natural”, dice el franciscano de la novela). De
este modo, alentaba las ciencias físicas y naturales que llevarían a las
técnicas y a la realización de nuevas “máquinas” útiles. Con ello se dará
más gloria a Dios. Investiguemos el campo de las cosas sensibles, pero
no nos metamos en los significados. Dejemos esto para la experiencia
espiritual interior, con ayuda de la inspiración divina. Entonces, los dos
campos quedan desligados. Ciencia sola, estudio de la naturaleza, pero
no arriesgarse a interpretar a Dios. Esta cautela filosófica prohibía al
pensamiento adentrarse en la hondura de las cosas, allí donde se percibe
la mano del Padre creador2.
Pero Ockham prohibió mucho más. Ockham, contemporáneo de Guillermo —que en la novela lo llama su “amigo Ockham”—, también por
extrema devoción al Dios Omnipotente, dice que a esta omnipotencia divina no se le ha de poner límites. Dios sería pura omnipotencia, una
omnipotencia que no está atada a nada, ni siquiera a sus propias ideas (si
las tiene). Ha de poder hacer cualquier cosa. Sucedería en Dios como en
el que sueña o fantasea libremente: no hay límites para las ocurrencias.
Un Dios así, eminentemente voluntarista, no tiene nada que ver con el
Dios Trinitario: un Padre que se ve en la imagen de su Hijo y, viéndose,
ve posibles realizaciones parecidas a él, que “participan” de lo que El
es —lo que los antiguos llamaron “esencias”. Una “idea” o una “esencia”
es algo con contornos; y parecería que Ockham postula, de acuerdo con
un Credo restringido al sólo “omnipotente”, que algo con contornos fijos
ataría la voluntad divina. Pero entonces, ¿qué serían las realidades de
este mundo? Nada más que mandatos arbitrarios, sin ley ni orden. Las
cosas no tendrían ideas, no tendrían esencias, no tendrían verdad. Por
lo tanto, en vano buscará el hombre la esencia secreta de las cosas. ¿A
qué hablar de la verdad?
Este modo de pensar contraría toda la tradición occidental. Los griegos llamaron a la verdad “alétheia”, que literalmente quiere decir “develamiento”, “des-ocultamiento” (y también “des-olvido”), lo cual presuponía creer que las cosas tienen una secreta e íntima médula, que puede
transparentar en las apariencias. Nombrar una cosa es aludir a su secreto, decir lo que es en sí misma. Pero en la nueva concepción de Ockham
no habría nada secreto, y si lo hay no sería nada firme o consistente.
Dios podría cambiar de idea. Además, ¿quién nos asegura que un grupo
de cosas a las que nosotros llamamos con un nombre común —perro, caballo, peral, rosa. . .— tienen realmente entre sí una esencia común? Somos
nosotros quienes les asignamos un nombre, por economía de comunicación.
Este nombre común —que la filosofía tradicional llamaba “universal”—
debe ser considerado como arbitrario: es una mera convención del lenguaje. No está mal poner un nombre universal; lo malo estaría en la
pretensión de que hubiera algo universal en las cosas mismas. Los nombres
son meras convenciones. Y este modo de pensar no sólo se aplica al conocimiento, sino también a la moral, a la legislación, a la sociabilidad. Esto
– Es una actitud muy distinta la de Sto. Tomás de Aquino, contemporáneo de Bacon, quien afirma que el conocimiento de la fe ilumina al
conocimiento natural: “importa mucho conocer a las Personas divinas para
comprender bien la creación” (S. Th. 1, q.32).
— 167 —
es escepticismo, o al menos lleva al escepticismo, cuando se descarta lo
que todavía no descartaba Ockham, la verdad de la revelación. Luego,
como no hay nada firme, todo puede cambiar. Y a nosotros, que vivimos
en un mundo escéptico y nihilista, no nos llaman tanto la atención los argumentos del franciscano Guillermo de Baskerville. Somos herederos de
Ockham, el “nominalista”. Lo que hoy parece bueno, mañana será llamado
malo. Lo que ayer fue tenido por justo, hoy nos resulta una injusticia. Y,
para no caer en el caos, tratamos de ponernos de acuerdo en las convenciones. Hoy se usa esto, mañana aquello, así es la moda… Pero ¿realmente todo es moda, todo es convencional? Hay cosas que lo son, y otras
no. Hay cosas estables.
Pero para Guillermo de Baskerville todo es mudable, todo es posible.
No sea que se le pongan límites a Dios. Y dentro de los posibles estaría
el mundo rígidamente ordenado y definido que concibe Jorge de Burgos.
Guillermo le había hecho notar que “Dios le consentía imaginarse” él,
Jorge de Burgos, como “intérprete de la verdad” por “repetir palabras
aprendidas desde hace tanto tiempo”… Sería una de las infinitas posibilidades de Dios, no la única. Ahora llegaría el momento de darse cuenta
de ello. Dios habría permitido que existan hombres que repiten definiciones aprendidas y que crean que ellas encierran la verdad. Pero ahora convendría que tomemos conciencia de su carácter arbitrario y pasajero. Para
ello, la novela describe un mundo de hombres repetidores y seguros de sí
mismos, y nos hace sentir que en realidad no entienden ni sienten nada de
lo que afirman. Están ridiculizados. ¿Qué hace continuamente el abad
sino enhebrar citas y definiciones sin ton ni son? Por ejemplo:
“Monasterio sine libris est sicut civitas sine opibus, castrum
sine numeris, coquina sine supellectili, mensa sine cibis, horto sine
herbis, pratum sine floribus, arbor sine follis… etc… Y nuestra
orden, creciendo en torno al doble mandamiento de la oración y del
trabajo, fue luz para todo el mundo conocido, reserva de saber, salvación de la doctrina antigua amenazada por incendios, saqueos y
terremotos, fragua de nuevos escritos e incremento de los antiguos… etc., etc ” (N. R., p. 44).
Ah, ¡ con razón temía Jorge de Burgos!: el arte de la irrisión, tal
como es aplicado por ejemplo en esta novela, ridiculiza y puede hacer caer
una armazón como ésta, hecha de fórmulas vacuas que se repiten y se
imponen. Pero, otra vez, alguien quizás podría inquirir: ¿en realidad fueron los monasterios así? ¿Fue así el monasterio de Cluny en el tiempo en
que era abad Pedro el Venerable, quien brindó hospitalidad a un hombre
tan discutido como Abelardo? Abelardo traía ideas nuevas que se debatieron, como era habitual en la Edad Media, en disputas públicas y en
coloquios de profesores, estudiantes y obispos… ¿Fue así Pedro el Venerable de Cluny, quien supo comprender el drama de amor de Eloísa, y
hacer justicia a su inteligencia y erudición, en cartas que hoy todavía se
pueden leer y que quedan como testimonio de amplitud de entendimiento
y de corazón, sin que por ello se diga en ellas que la verdad es relativa?
¿Fue así entre los más severos cistercienses que en el siglo XII renovaron
la mística y la teología en un esfuerzo hacia la. Verdad que era a la vez
amor a la Verdad? Allí no hubo meros repetidores ni gente impositiva,
como tampoco lo fueron en el siglo XIII Alberto Magno, ni Tomás de Aquino,
ni Buenaventura… Justamente en las Sumas, que escribieron se puede
apreciar un método de trabajo con los estudiantes que es todo lo contrario de la repetición e imposición. Las Simas tienen estructura de discusión : como diálogos en que se convoca a los autores anteriores a presentar cada uno su opinión; cada uno aporta algo al tema, y entre todos
— 168 —
se realiza la búsqueda de la verdad. Y las Sumas quedan abiertas a nuevos aportes… y este método se empleaba en la enseñanza, además de
debates libres, en las Universidades… Esto se escamotea en la novela.
También el novicio Adso, voz narrativa, repite frases aprendidas de
memoria y las da como palabra santa e inconmovible. De allí su asombro
cuando lo oye a Guillermo de Baskerville. En uno de los muchos diálogos,
éste le dice que no es que los profesores de París tengan respuestas verdaderas, sino que “están muy seguros de sus errores”. ¿Y Usted?, inquiere
desconcertado el novicio. “Yo.. . —contesta el franciscano—, en lugar de
concebir un solo error, me imagino muchos, así no me vuelvo esclavo de
ninguno”. Lo cual refleja la postura de Ockham: así como Dios no se ata,
yo “no me ato”. ¿Entonces? Para hacer resaltar como arrogante la confianza realista en la verdad, el novelista hace que su voz narrativa repita
ingenuamente una definición aprendida y la confronte con lo que hace
el franciscano: “.. . en lugar de interesarse por la verdad, que es adecuación entre la cosa y el intelecto”, “se divertía en imaginar cuantos más
posibles fueran posibles” (N. R., p. 309). Claro, como el Dios omnipotente
no infunde verdad en las cosas, todas las teorías son pretensiones, todas
son errores. Lo mejor sería reconocerlo, e intentar el camino del empirista
(que enseñaba Bacon): hacer hipótesis probables, por si alguna resulta
en sus aplicaciones a la realidad. Si alguna función le queda todavía a la
razón humana —descartando el penetrar en la verdad profunda—, sería
una función práctica. Y ésta es la que Guillermo dice haber ejercido en
su tarea detectivesca. Cuando el novicio desconcertado le replica que al
menos ha descubierto “una verdad”, que es “la trama” que ha urdido Jorge,
Guillermo niega que hubiera una trama por él encontrada: encontró, dice, “por equivocación”. Y como Adso insiste en las verdades descubiertas,
el franciscano a su vez insiste en que “no hubo ningún designio”, ninguna
cadena causal, sino meras casualidades. A los efectos prácticos, él utilizó
los signos, las trazas, no según razonamiento, de causa a efecto, sino para
hacer conjeturas, impulsado por su obstinación:
“Me comporté como un obstinado, siguiendo una apariencia de orden, cuando debía saber bien que no hay un orden en el universo”.
Adso replica:
“Pero imaginando órdenes errados, sin embargo encontró algo…”
Y Guillermo:
“Has dicho una cosa muy bella. Adso, te agradezco. El orden que
nuestra mente imagina es como una red, o una escalera, que se construye para alcanzar algo. Pero después se debe tirar la escalera,
porque se descubre que, si bien servía, carecía de sentido” (N. R.,
p. 495).
El arte de la irrisión
y
¿Y el arte de la irrisión? Se diría que nos hemos alejado mucho de
él. Con todo, lo que acaba de decir Guillermo es como una explicación que
justifica el arte de la irrisión. El y Adso están contemplando cómo arde
la biblioteca y todo el monasterio como consecuencia (¿o habría que decir
por casualidad?) de la acción de Jorge de arrojar una vela que cayó sobre
Jos libros. Guillermo reflexiona:
“Jorge temía el segundo libro de Aristóteles porque quizás enseñaba
de veras a deformar el rostro de cada verdad, a fin de que no nos
— 169 —

volvamos esclavos de nuestros fantasmas. Quizás la misión del que
ama a los hombres es hacer reír de la verdad, hacer reír la verdad,
porque la única verdad es conseguir liberarnos de la pasión insana
de la verdad” (N. R., p. 494).
Esto justifica toda la novela. Una vez postulada la inexistencia de
la verdad, sería orgullo de la mente humana pretender, no sólo tenerla,
sino también buscarla. Eco, también conscientemente, quiere “hacer reír
la verdad”, y, como Guillermo, “divertirse” imaginando “posibles”: fantaseando. Pero puesto que la fantasía, aún la más alocada, no construye en
el vacío, sino sobre la base de la realidad —mezclándola, confundiéndola
o deformándola—, entonces el novelista hará eso. Tomará la realidad, en
este caso el pasado, los libros, los personajes de la Edad Media, y se reirá
de ellos. Eco hace teoría y quiere algo antes de escribir su novela. Y lo
que quiere es servirse de lo. que es, o lo que fue, como si no tuviese una
estructura propia, como si no tuviera una forma y un contenido propios,
como si fuera puro material informe y manipuleable. He aquí lo que declara en las Apostillas: se trata de fabricar una obra de “ruptura” y de
“contestación”. Se entiende: de “ruptura” con el pasado, de “contestación”
a lo que antes se consideró un orden estable. Ahora bien, esto es lo que
hace toda “vanguardia”. Observa Eco:
“La vanguardia destruye el pasado, lo desfigura. Las Señoritas
de Aviñón son el gesto típico de la vanguardia” (es el cuadro de
Picasso en que se desfiguran los gestos, se agrandan exageradamente
las partes del cuerpo humano, para, luego, cambiarlos de lugar) . . .
“después —continúa Eco— la vanguardia va más lejos: destruida
la figura, la anula, llega a lo abstracto, a lo informe, a la tela
blanca, a la tela rota, a la tela quemada…; y en literatura, tras
destruir el flujo del discurso, se llega al silencio, o a la página en
blanco…” (A., p. 38).
He aquí la obra de la “contestación”. Pero, el artista o el escritor ya
no tendría más qué hacer. Si no pinta o no escribe, ya no es más pintor o
escritor. Evidentemente, la fantasía no puede funcionar en el vacío, necesita de la realidad al menos para armar las imágenes. Entonces ¿qué
hará? Sigamos el razonamiento de Eco:
“Llega el momento en que la vanguardia (o lo que se llama también ‘moderno’, arte moderno) no puede ir más allá… (¿entonces?,
entonces viene lo ‘post-moderno’) la respuesta post-moderna consiste
en reconcer que el pasado (o la realidad), puesto que no puede ser
destruido (a menos que no tengamos de qué hablar), porque su destrucción lleva al silencio, debe ser revisado: con ironía, de una manera no inocente…” (id.).
¿Qué quiere decir “no inocente”? Que el que escribe no cree ingenuamente lo que le contaron —como creía Adso adolescente—, y ni siquiera
como Adso viejo, quien, alertado por Guillermo, escribe escépticamente
muchos años después, sino como escribe el que maneja a los dos interlocutores, haciendo nacer, de la constante confrontación de las dos posturas,
la risa, la mofa: “Ironía, juego, enunciación al cuadrado”, explica Eco.
Entonces, ridiculizando la realidad, se la conserva. Y esto tiene asimismo una doble ventaja práctica. Sirve para dos clases de lectores: para
los que captan el juego y para los que no lo captan. Mientras que en el caso
de las obras de vanguardia los que no las entienden protestan, aquí —prosigue Eco— “con el post-moderno también es posible no entender el juego
y tomar las cosas en serio… Siempre hay alguien que toma el discurso
— 170 —
irónico como si fuese serio”. Al conservar la realidad —o en este caso del
Nombre de la Rosa, el pasado medieval y los textos medievales, bíblicos y
litúrgicos, además de la arquitectura—, algunos percibirán el juego irónico
que se aplica sobre ella, y otros tomarán todo como si fuera un retrato
verídico del Medioevo. Unos y otros hallarán placer en la novela, lo que
era también intención del A.
Como se advierte, el escritor maneja, no sólo la materia de la realidad
con la que arma la ficción, sino también al lector. El lector es también una
realidad de la que se usa y se abusa. Oigamos lo que dice Eco a propósito
de esto. Un novelista •—postula— tiene ante sí dos opciones antes de escribir una novela: o hacer “un estudio de mercado” para ver qué está esperando el público, a qué tipo de lector va a dirigirse; o, en cambio, hacer lo
que él quiere y entonces “construir, a través del texto, su propio modelo
de lector”. Observemos, de paso, que en los dos casos se trata de “uso”:
en el primero, al modo “comercial”, se usan los deseos del lector, y el
material se dispone para atraerlo; en el segundo caso se utiliza un material para “atrapar” al lector y hacerlo “su presa”. Es lo que dice Eco
en las Apostillas:
“¿Qué lector modelo quería yo mientras escribía? Un cómplice, por
cierto, que siguiese mi juego. Yo quería volverme completamente
medieval y vivir en el Medioevo como si fuese mi tiempo, y viceversa .. .
(observemos desde ya el “Yo quiero” de la voluntad que se desentiende de
lo que es, y el pasaje de pasado a presente que los confunde)
. . . Pero al mismo tiempo quería, con todas mis fuerzas, que se diseñase una figura de lector que, superada la iniciación, se volviese mi
presa, o en verdad presa del texto, y pensase que no quería otra cosa
sino lo que el texto le ofrecía… Tú crees querer seso y tramas criminales en las cuales al fin se descubre al culpable, y mucha acción,
pero al mismo tiempo te avergonzarías de aceptar una venerable
pacotilla hecha por mano de los muertos y de los fabricantes del
convento. Y bien, yo te daré latín, y pocas mujeres, y teología a
montones y litros de sangre como en el gran Guiñol, de modo que
tú digas ‘¡Pero es falso, no lo quiero!’ Pero en este punto deberás
ser mío y probar la bebida de la infinita omnipotencia de Dios que
hace vano el orden del mundo. Y luego, si eres bueno, darte cuenta
de la manera en que te atrapé en la trampa, porque, al fin, te lo
decía a cada paso, bien te lo advertía que te estaba trayendo a la
condenación, pero lo lindo del pacto con el diablo es que se firma
sabiendo bien con quién se trata. Si no, ¿por qué ser premiado con
el infierno?” (A., p. 30-1). ^
Todo está dicho aquí, y del modo en que conviene decirlo según la intención irónica de este tipo de narrativa. Por de pronto, el imperativo absoluto, la pretensión de omnipotencia que ya no la detenta Dios sino el autor:
lo que dice de ese Dios vale para él. Se ve claramente aquí que no tiene
interés ni amor por la realidad o por las personas. No hay mirada ni inteligencia ni corazón. Su intención no es decir lo que él ve, e invitar al otro
a ver junto con él. Una voluntad arbitraria lo arrolla todo, desvalorizando
todo, sin mirar, sin inteligir, sin amar. El narrador no mira dentro de sí
mismo, como quien tiene algo que manifestar y transmitir; no mira afuera
de sí mismo, como quien descubre algo que vale la pena hacer notar y compartir a los demás; no mira a los demás, como quien invita a otro a participar de una experiencia o un descubrimiento, como quien, respetando lo
— 171 —
que vio y respetando al otro, le da lugar para reflexionar a su vez, para
reaccionar, o simplemente para asentir y gozar en común acuerdo. No hay.
amistad ni amor (“Amigos son los que miran juntos en la misma dirección”, decía Saint-Exupéry). No hay posibilidad de diálogo ni de reunión.
Para que lo hubiera, debería dejarse de lado la voluntad de imponerse,
y, en cambio, ponerse al servicio del objeto que se va a tratar. Para llegar
a un acuerdo, previamente hay que dejar libertad al otro y hay que dejar
libertad al objeto para que hable por sí mismo: hay que mirarlo sin previa intención. La actitud que corresponde es de respeto y de servicio; lo
otro es violencia. Pero claro, para que haya respeto y servicio, ha de haber
convencimiento de que algo merece ser respetado y servido. Y este algo
es: “lo que las cosas son”, lo que yo soy, lo que el otro es. En otras palabras: la realidad, la verdad.
La buena literatura no atrapa al lector ni le miente. La literatura,
decía Albert Camus, tiene por misión “reunir”, reunir “libremente”. Y
aclaraba que lo que reúne a los hombres es la realidad que todos comparten, la verdad: “Sólo la verdad… es decir, el esfuerzo ininterrumpido
hacia ella, y la decisión de decirla cuando se la descubre, en todos los ni-:
veles, y de vivirla en el sentido y la dirección de la marcha. Pero en una
época de mala fe —prosigue Camus—, el que no quiere renunciar a separar lo verdadero de lo falso está condenado a una especie de exilio. Pero
al menos sabe que ese exilio supone una reunión, presente o futura, la
única valedera, que está a cargo de nosotros —escritores— servir”3.
En esta actitud no hay rastro de voluntad caprichosa: el escritor sólo
está al servicio de la verdad y al servicio de los demás. No dice “Yo quiero”, sino: “yo debo”, o “yo sé”, o, al menos, “a mí me parece”. Se diría
que el que se impone caprichosamente es el que quiere escribir, sin más.
Sé postula escritor, y luego busca un tema. Halla una técnica, y luego
busca un material para aplicarla. O postula que hay que acabar con el
pasado y que hay que ser original, y busca la novedad. Pero quien escribe
sirviendo a lo que es, a la realidad del hombre y de las cosas, y logra
penetrar en ellas, aunque sea un poco, ése nunca envejece: esa materia
no cambia mucho; está siempre ahí, en cada hombre, en cada grupo de
hombres, también en el cielo, en el mar, en la tierra. Este es el secreto
de la vigencia permanente de los grandes libros: abren una ventana a la
verdad que es de todos. Uno observa un aspecto, otro el otro aspecto, y cada
uno hace su aporte, que se agrega al de los demás, y al de los que los leen.
Así, todos dialogan. Así, todos se reúnen. “Logos”, lectura, diálogo: son
inseparables. Y éste es el valor de los libros.
Así también, podrían ponerse a dialogar los libros en un nuevo libro.
Así lo hicieron Santo Tomás en la Suma y Dante en la Divina Comedia.
Tejidas con aportes de cantidad de textos anteriores, podemos considerar
a estas obras como “inter-textuales”: leal, seria y constructivamente inter-textuales, pues convocan y no deforman. Es un tratamiento muy distinto de los textos que el que ilustra la novela de Eco.
El tratamiento paródico
Eco dice haberse divertido mucho escribiendo su “melodrama bufo”.
Y que los lectores se divertirán también (A., p. 33). Sobre todo, pueden
divertirse mucho los eruditos, reconociendo las citas de tantos textos. La
novela puede ser así un lujo para eruditos. Pero es un lujo mentiroso.
Porque el erudito que quisiera controlar las citas recolocándolas dentro del
3 A. Camus, carta de febrero/1956, citada por Lottman, Camus,
Seuil, Paris, 1978, p. 588.
— 172 —
contexto del que fueron tomadas, advertiría que “desdicen”, que ya no
dicen lo que decían. Dicen parcialmente, dicen inversamente, se contradicen. Es un juego. Un juego combinatorio subversivo por el cual las palabras y párrafos de los libros ya no son lo que son —expresiones de una
verdad, de una realidad—, sino puro material desrealizado con el que realizar otra cosa. Es un tratamiento paródico. Podrían darse muchos ejemplos. Uno de ellos, marcado por el propio Eco, es el manipuleo de textos
sacros y espirituales para describir una vulgar escena de lujuria. Declara
el narrador:
“La escena de la unión en la cocina está toda construida con citas
de textos religiosos, a partir del Cantar de los Cantares (texto
bíblico) hasta San Bernardo, Juan de Pécamp y Santa Hildegarda
de Bingen (textos místicos)… Seguí con los dedos el ritmo del
abrazo… y lo que hacía justa la cita en cada punto era el ritmo
con que la insertaba…, ritmo del cuerpo, no de emociones. La emoción, ahora ya filtrada, estaba antes en la decisión de asimilar éxtasis místico y éxtasis erótico, en el momento en que había leído y
escogido los textos para usar. Después, ninguna emoción: era Adso
el que hacía el amor, no yo; ye» sólo debía traducir su emoción en
un juego de ojos y dedos, como si hubiera decidido narrar una historia de amor tocando el tambor” (A., p. 27-8).
Obsérvese una vez más la postura narrativa: decidir, usar —una voluntad arbitraria que excluye los significados de los textos^-, y un uso
frío, sin afecto, y desvalorizante. Además: la ilustración, en la tergiversación realizada, de la teoría del “discurso irónico” supuestamente atribuido a Aristóteles —en forma abusiva también, ya que, si hablaba de
comedia, más que de ironía, hubiese hablado de “buen humor”—. Pero,
sea: según lo dicho por Guillermo, la función del discurso irónico habría
sido “redimir lo alto a través de lo bajo” (N.R., p. 476). Jorge apuntaba
que esto era una “diabólica subversión”, y, diabólica o no, es una subversión ya que, mientras en los textos originales el eros natural está al servicio del Amor sobrenatural proporcionándole imágenes con las que se dice
lo indecible, aquí sucede al contrario: el narrador se sirve de los textos
místicos y sagrados para describir un ritmo de pasión natural que le quita
el halo —;pretendido halo!— a la acción de la gracia que dichos textos
incluían. Y todo es lo mismo: éxtasis místico y éxtasis sensual. Y esta
inversión que nivela por lo bajo se repite una y otra vez en la obra. ¿Quién
nos daría distinguir, por ejemplo, entre el atractivo de la “meretriz de
Babilonia” y el de la “Mujer vestida de sol”, la Virgen María?
Estas confusiones y estos deslizamientos llenan toda la novela pues
constituyen su técnica. Es discurso irónico, discurso paródico. Justamente,
los teorizadores de la escuela formalista rusa, en los que sin duda aprende
Eco, enseñan que la novela, en cuanto género “moderno”, teje una imagen
del discurso ajeno, y que la parodia es su forma privilegiada de “rechazo”
de aquellos géneros anteriores que pretenden darse por institucionalizados. “Cualquier género, cualquier discurso directo —apunta por ejemplo
Bakhtin— puede y debe convertirse en objeto de representación, burla paródica, travestizante”4. ¿Por qué? Porque en la dialéctica de “amo y esclavo” que maneja esta ideología literaria, la literatura no es sino un
instrumento de “poder”, y nada nuevo puede imponerse sin “contestar” y
sin “subvertir” el poder anterior. Se trata entonces de una “lucha”, y el
i Mikhail Bakhtin, Esthétique et théorie du román, Gallimard, 1978
y La poétique de Dostoievski, Seuil, 1970.
—1’78_-!-
“enemigo” contra cuyo poder se erige el discurso paródico es lo que ellos
llaman “código lingüístico oficial”, “ley oficial”, “género oficial”, “palabra dominante” y “discurso de autoridad”. Concretamente, el “enemigo”
es “el cristianismo y su representación”, en la “lengua latina”, la “palabra
bíblica” y los “textos sacros”. Este “discurso-anti” es un medio de contestación social y política, como señala a su vez Julia Kristeva y practicando la “contradicción permanente” en lo literario, contradice simultáneamente la “ley oficial” de la sociedad para hacerla caer. Bien ven ellos
que el fundamento de la sociedad es la tradición greco-latina-cristiana, y
con toda conciencia recomiendan hacer parodia de la Antigüedad y de la
Edad Media.
A esto consagra Eco todo su arte. La parodia, en su novela, ataca a
todos los aspectos “fundantes” de la civilización: la verdad, la moral, la
belleza. En toda ocasión oímos declamar que la belleza de las cosas creadas, de la naturaleza, es reflejo de la belleza de Dios, es resplandor de la
verdad; que los números con que están construidos los edificios de la abadía, y en especial de la biblioteca, son imagen de las cualidades divinas
y del orden del cosmos, por ejemplo:
“No hay quien no vea la admirable concordia de los números santos,
cada uno revelador de un sutilísimo sentido espiritual: 8 el número de la perfección, 4 el número de los Evangelios, 5 el número
de las zonas del mundo, 7 el número de los dones del Espíritu Santo,
3 el número de la Trinidad…, etc., etc.” (N. R., p. 29).
Largas tiradas declamatorias del arrogante abad, definiciones aprendidas de memoria por el ingenuo novicio Adso, dan el tono de la burla
y preparan el efecto de caída desde lo sublime a lo grotesco, de la ciega
creencia a la escéptica negación. Así, cuando por primera vez penetra
el novicio en la sala del escritorio. Es una sala amplísima, totalmente
iluminada por las altas ventanas (“40, número verdaderamente perfecto
debido a la decuplicación del cuadrágono, como si los 10 mandamientos
se magnificaran por las 4 virtudes cardinales…”). Y Adso cuenta: “No
pude contener un grito de admiración… el espacio empapado en la bellísima luz, con una luz continua y difusa…; en la luz física… refulgía
el mismo principio espiritual que la luz encarna, la CLARITAS, fuente de
toda belleza y sabiduría…”. Esto es un “pastiche” de un texto del abad
Suger, creador del ábside de la iglesia abacial de Saint-Denys en el siglo xix, y no de un escritorio… Y Adso sigue: “proporción… consonancia… paz… y es lo mismo aquietarse en la paz, en el bien y en lo bello”,
terminando: “¡qué agradable será trabajar en este lugar…!”. Es difícil que
el lector advierta el desplazamiento: del lugar sagrado al escritorio (así
como en el ejemplo anterior del Cantar de los Cantares se desplazaba la
acción de la parodia: poco después nos vamos a enterar de que los monjes
que allí trabajan no están en paz, sino llenos de celos, envidias y ocultas
concupiscencias. Además, al acercarse Adso a uno de los miniadores que
ilustran los manuscritos y ver lo que hace, otra vez, en paralelo que introduce el equívoco, reitera: “No pudimos contener un grito de admiración…”. ¿Y qué es lo que ahora admiran Guillermo y Adso? No ya la
“claritas” divina… oigamos la descripción:
“Se trataba de un Salterio en cuyas márgenes se delineaba un
mundo invertido… como si en la frontera de un discurso que por
definición es el discurso de la verdad se desarrollase, profundamente
5 Julia Kristeva, Une poétique ruinée, prólogo a La p. de Dostoievski
de Bakhtin, Seuil, 1970.
ligado a él por admirables alusiones en enigma, u

— 173 —

“enemigo” contra cuyo poder se erige el discurso paródico es lo que ellos
llaman “código lingüístico oficial”, “ley oficial”, “género oficial”, “palabra dominante” y “discurso de autoridad”. Concretamente, el “enemigo”
es “el cristianismo y su representación”, en la “lengua latina”, la “palabra
bíblica” y los “textos sacros”. Este “discurso-anti” es un medio de contestación social y política, como señala a su vez Julia Kristeva y practicando la “contradicción permanente” en lo literario, contradice simultáneamente la “ley oficial” de la sociedad para hacerla caer. Bien ven ellos
que el fundamento de la sociedad es la tradición greco-latina-cristiana, y
con toda conciencia recomiendan hacer parodia de la Antigüedad y de la
Edad Media.
A esto consagra Eco todo su arte. La parodia, en su novela, ataca a
todos los aspectos “fundantes” de la civilización: la verdad, la moral, la
belleza. En toda ocasión oímos declamar que la belleza de las cosas creadas, de la naturaleza, es reflejo de la belleza de Dios, es resplandor de la
verdad; que los números con que están construidos los edificios de la abadía, y en especial de la biblioteca, son imagen de las cualidades divinas
y del orden del cosmos, por ejemplo:
“No hay quien no vea la admirable concordia de los números santos,
cada uno revelador de un sutilísimo sentido espiritual: 8 el número de la perfección, 4 el número de los Evangelios, 5 el número
de las zonas del mundo, 7 el número de los dones del Espíritu Santo,
3 el número de la Trinidad…, etc., etc.” (N. R., p. 29).
Largas tiradas declamatorias del arrogante abad, definiciones aprendidas de memoria por el ingenuo novicio Adso, dan el tono de la burla
y preparan el efecto de caída desde lo sublime a lo grotesco, de la ciega
creencia a la escéptica negación. Así, cuando por primera vez penetra
el novicio en la sala del escritorio. Es una sala amplísima, totalmente
iluminada por las altas ventanas (“40, número verdaderamente perfecto
debido a la decuplicación del cuadrágono, como si los 10 mandamientos
se magnificaran por las 4 virtudes cardinales…”). Y Adso cuenta: “No
pude contener un grito de admiración… el espacio empapado en la bellísima luz, con una luz continua y difusa…; en la luz física… refulgía
el mismo principio espiritual que la luz encarna, la CLARITAS, fuente de
toda belleza y sabiduría…”. Esto es un “pastiche” de un texto del abad
Suger, creador del ábside de la iglesia abacial de Saint-Denys en el siglo xix, y no de un escritorio… Y Adso sigue: “proporción… consonancia… paz… y es lo mismo aquietarse en la paz, en el bien y en lo bello”,
terminando: “¡qué agradable será trabajar en este lugar…!”. Es difícil que
el lector advierta el desplazamiento: del lugar sagrado al escritorio (así
como en el ejemplo anterior del Cantar de los Cantares se desplazaba la
acción de la parodia: poco después nos vamos a enterar de que los monjes
que allí trabajan no están en paz, sino llenos de celos, envidias y ocultas
concupiscencias. Además, al acercarse Adso a uno de los miniadores que
ilustran los manuscritos y ver lo que hace, otra vez, en paralelo que introduce el equívoco, reitera: “No pudimos contener un grito de admiración…”. ¿Y qué es lo que ahora admiran Guillermo y Adso? No ya la
“claritas” divina… oigamos la descripción:
“Se trataba de un Salterio en cuyas márgenes se delineaba un
mundo invertido… como si en la frontera de un discurso que por
definición es el discurso de la verdad se desarrollase, profundamente
5 Julia Kristeva, Une poétique ruinée, prólogo a La p. de Dostoievski
de Bakhtin, Seuil, 1970.

—174 —

ligado a él por admirables alusiones en enigma, un discurso mentiroso sobre un mundo puesto cabeza abajo, en el que los perros
huyen ante las liebres, los ciervos cazan a los leones… etc., etc.”.
Y luego del Salterio, libro sacro, un Libro de Horas —las horas que
rezan los monjes:
“un exquisito libro de horas… cuyas márgenes internas estaban
invadidas por minúsculas figuras que se generaban, casi por natural expansión, a partir de las volutas terminales de las letras: sirenas, quimeras… que salían como lombrices del cuerpo mismo de
los versículos…”
(Nótese la continuidad y la confusión entre lo sublime y su inversión grotesca)
“.. . En un lugar, casi continuando el Sanctus, Sanctus, Sanctus,
repetido en tres líneas diversas, vi tres figuras bestiales, de las
cuales dos se doblaban, una hacia abajo y la otra hacia arriba, para
unirse en un beso que no hubiera dudado en definir como inverecundo, si no hubiera estado persuadido de que, aunque no visible, un
profundo sentido espiritual debía ciertamente justificar esta representación en ese lugar…”
(aquí, el arte del narrador utiliza la ingenuidad del novicio para hacer
resaltar el pasaje nivelador de lo sacro a lo diabólico. Este continúa:)
“Yo seguía aquellas páginas combatido entre la admiración y la
risa, porque las figuras movían necesariamente a hilaridad aunque
comentaban páginas santas” (N. R., p. 85-6).
Esto es parodia: presentar, casi simétricamente, la misma admiración
para lo sagrado y para lo grotesco que lo niega; la continuidad —como
“natural” y “necesaria”— entre el texto verdadero y santo, y la ilustración fantástica y bufa que invierte el sentido del texto. Es el arte del
simio. Ciertamente son “monerías”, admite Guillermo. Quizás habría que
explicar que el diablo es el simio de Dios, distinguiendo entre ambos.
Pero la explicación que el fraile da —luego de que todos se han reído
con ganas— no distingue sino justifica la confusión. Y la justificación,
según él, vendría nada menos que de un teólogo y místico:
“El Areopagita enseña que Dios sólo puede ser nombrado a través
de las cosas más deformes”.
Esta explicación es, no sólo abusiva sino inadmisible. Al contrario,
el “Areopagita” (o mejor, el “Pseudo-Dionisio Areopagita”, autor de fines
del siglo V) tiene un tratado Sobre los Nombres. Divinos, pero estos nombres son “Luz”, “Paz”, “Fecundidad”, etc es decir: nombres de cosas
o virtudes de este mundo que dan un reflejo directo de Dios. Y, cuando
en otras obras el mismo Pseudo-Dionisio habla de las imágenes de culto
y sobre lo que en Teología se afirma acerca de Dios, hace notar que dichas
representaciones —en la plástica o en el discurso teológico— han de reunir dos condiciones: que afirmen y nieguen. Esto es: que las imágenes
y las afirmaciones son en sí válidas, puesto que Dios ha puesto su impronta en lo creado, y las cosas ciertamente lo reflejan por participación;
pero, al mismo tiempo, las imágenes y afirmaciones han de ser compensadas con una negación: no creamos que Dios sólo es así; Dios es infinitamente más que su imagen. Si no, caeríamos en idolatría. No confundamos, pues, la imagen con la realidad.
— 175 —
Pero esto no está dicho. Al citar, se cita mal, incompletamente y se
pierde el sentido de la cita. Pero ¿qué le importa esto a Guillermo, para
quien no hay “sentido” en las cosas ni en el mundo? ¿Qué le importa a
Eco? Al contrario, él se divierte muchísimo deformando un texto para
justificar su propio arte de la parodia. Y le viene muy bien reforzar así
la idea-fuerza del libro, que él quiere imponer: la de los “infinitos posibles” del Dios pura omnipotencia de Guillermo de Ockham. No hay semejanzas de Dios en las cosas, nada puede ser afirmado y todo debe ser
negado, ya que un Dios “pura omnipotencia” es pura arbitrariedad, puro
capricho sin sentido. En tal Dios no hay Padre, ni Hijo en el que se
refleje v vea lo que va a crear. No hay Logos.
No hay Logos, “sólo hay palabras desnudas”
Y ésta es la conclusión a la que trata de arrastrarnos el libro: todo
su armado, la estructura tan estricta de las Horas canónicas en que divide el libro, parodiando a los monjes; la arquitectura armónica y aritmética de la abadía que pretende reflejar el orden del cosmos, todo ha
de derrumbarse. Como se derrumba en la ficción con el incendio final. Nos
hemos reído con el orden y la verdad; nos hemos reído del orden y de la
verdad. No hay Logos. Sólo hay interpretaciones. No hay trama, no hay
“diseño”, lo repite mil veces el franciscano, y al final también Adso.
Y el proceso de Adso es el que quieren imponernos a nosotros. Adso,
como novicio, repite como un loro que hay verdad y orden y armonía.
Como viejo, mientras escribe, va insinuando insidiosamente sus observaciones de duda. El había empezado su narración proclamando solemnemente: “En el principio era el Verbo y el Verbo estaba con Dios y el
Verbo era Dios…”. Y notemos: aquí se interrumpe, sin decir que “por El
todas las cosas fueron hechas”… ni que “en El estaba la vida y la vida
es la luz de los hombres”… Pudiera ser que hubiera un Logos, mas en
todo caso no sabemos qué relación pueda tener con el mundo. Aun así
agrega que el monje debe “repetir cada día con salmodiante humildad
el único iñmodificable hecho del que pueda afirmarse la incuestionable
verdad”. Admiremos el arte de Eco. Así empieza este viejo monje, ya
cercano a la tumba, que se pone a escribir sus memorias; pero: “no me
pidas un diseño”. Ahora, en el umbral dé la muerte, “sólo espero perderme en el abismo sin fondo de la divinidad silenciosa y desierta…”
Es una cita de Meister Eckhardt, contemporáneo de Ockham y su contraparte. Pues si Dios es pura omnipotencia, puede que sea un desierto:
no habla ni ama… De todos modos, el gran místico Eckhardt se atreve
a desearlo: hay en él un ímpetu de deseo que es al mismo tiempo ansia
de conocimiento. Pero esto tampoco está dicho. Eco cita lo que le conviene. Lo que declara el místico en contacto con lo inefable, le sirve para
negar en absoluto, para confesar Adso, y con él Eco, el más total nihilismo: “Caeré en la tiniebla divina, en un silencio mudo… y en aquel
abismo mi espíritu mismo se perderá, y no conocerá ni igual ni desigual,
ni nada… se olvidarán allí todas las diferencias… en el desierto silencioso .. . Caeré en la divinidad silenciosa y deshabitada donde no hay ni
obra ni imagen” (N. R., p. 503).
Admiremos el artificio de Eco. Su parodia lo ha igualado todo. Todo
es lo mismo y todo es nada. La palabra ha desaparecido: la palabra que
dice y que comunica. Hay otra palabra, o más bien pseudo-palabra, que
se usa como moneda de intercambio y forma de poder. Lo escrito podría
cambiarse, como los nombres de las cosas, entendidos como meras etiquetas
aplicadas arbitrariamente. La última frase deja sentado esto, justificando
— 176 —
el juego: “Nomina nuda tenemus” —”Tenemos palabras desnudas”. Entonces el escritor, como el Dios “sólo omnipotente”, puede hacer con ellas
lo que quiere. Entonces vemos también el por qué del título. El nombre
de la Rosa. Sólo hay un nombre, no hay ninguna Rosa. Y, me pregunto,
¿no será esto parodia de Dante, que describe el Paraíso como una gran
Rosa? Pero Dante, contemporáneo de Ockham, no aparece en la novela…
Dante, cuya salvación consistió en hacer un largo itinerario en que miró
y contempló toda la realidad, toda la verdad, y comprendió que hay un
orden; el orden del “Amor que mueve el Sol y las estrellas”.
INÉS DE CASSAGNE

LIBRO S RECIBIDO S
FRANCISCO JAVIER VOCOS, Ascenso espiritual por los. Misterios del
Rosario, Ed. Arx, Buenos Aires, 1980, 103 págs.
— El mar en la copa, Ed. Arx, Buenos Aires, 1977, 68 págs.
— A través de la esperanza, Ed. Taladriz, Buenos Aires, 1985, 90 págs.
— Más allá mar adentro, Ed. Arx, Buenos Aires, 1979, 66 págs.
— Escondida claridad, Ed. Arx, Buenos Aires, 1982, 92 págs.
HECTOR PETROCELLI, Divorcio. Sus falacias, sus consecuencias, Ed. de
la Conferencia Episcopal Argentina, Secretariado Permanente para la
Familia, Buenos Aires, 1984, 112 págs.
FERMIN R. MERCHANTE, El derecho a la vida, Ed. Paulinas, Buenos
Aires, 1986, 96 págs.
EDUARDO TAUSSIG, Ley H20 y libertad de conciencia, Ed. Fades, Buenos Aires, 1984, 120 págs.
Möns. JUAN STRAUBINGER, La Santa Biblia, Antiguo y Nuevo Testamento, Ed. Club de Lectores, Buenos Aires, 1986, 1288 y 402 págs.
RUBEN CALDERON BOUCHET, Nacionalismo y Revolución, Ed. Librería
Huemul, Buenos Aires, 1985, 353 págs.
DAVID ALEXANDRE SCOTT, La pornografía. Sus efectos sobre la familia,
la comunidad y la cultura, Ediciones CO.NA.DE.FA., Buenos Aires, 1986,
44 págs.
BERNARDINO MONTEJANO, Familia y Nación Histórica, Ed. del Cruzamante, Buenos Aires, 1986, 150 págs.
VICENTE GONZALO MASSOT, Una tesis sobre Maquiavelo, Ed. Struhard
& Cía., Buenos Aires, 1986, 78 págs.
REMIGIO PARAMIO, Los que caminan por la vida, Ed. del A., Buenos
Aires, 1980, 124 págs.
-— Santa María, ven, Ed. del A., Buenos Aires, 1984, 90 págs.
Autores varios, La familia en el mundo de hoy, Escuela de Psicoterapia
Simbólica, Buenos Aires, 1986, 16 págs.
REVISTA S RECIBIDA S
ETHOS, Revista de Filosofía Práctica, N<? 12-13, Buenos Aires, 1984-1985.
ISSN 0325-5387.
;STROMATA, N? 1/2. Enero-Junio de 1986, Editada por las Facultades de
Filosofía y Teología de la Universidad del Salvador.
ROMA AETERNA, N<? 95 y 96, Buenos Aires, 1986.
PAIDEIA CRISTIANA, N? 3, Ed. Profesorado Salesiano San Juan Bosco,
Rosario, Rep. Argentina, 1986.
MOENIA, N° XXIV, Junio 1986, Ed. Centro de Estudios Tomistas, Buenos
Aires, 1986.
X’HOMME NOUVEAU, N<? 905 a 911, París, Francia. ISSN 0018-4322.
— 178 —
MONS. JUAN STRAUBINGER, La Santa Biblia. Antiguo y Nuevo Testamento, Edición Club de Lectores, Buenos
Aires, 1986, 2 tomos, 1690 págs.
CARLOS DIAZ, Contra Prometeo (Una contraposición entre ética autocéntrica y ética
de la gratuidad), Ediciones
Encuentro, Madrid, 1980, 194
págs.
El autor nació en Esenhausen, Alemania, el 26 de diciembre de 1883
y en 1938, se radicó en la ciudad de
Jujuy, dedicándose particularmente
al apostolado bíblico y fundó en 1939
la Revista Bíblica. En 1940 fue nombrado profesor del Seminario Mayor de La Plata y allí se radica
hasta fines de 1951, enseñando Sagradas Escrituras, Patrología y
Griego Bíblico. Nos legó veintitrés
libros y falleció el 23 de marzo de
1956 en Stuttgart, Alemania.
Debemos felicitar al Club de Lectores por la feliz iniciativa de reeditar la monumental obra de Straubinger, teniendo en cuenta que el
A. tradujo solo toda la Biblia, desde
el Génesis hasta el Apocalipsis, con
todas las limitaciones, las enormes
dificultades y los pocos recursos científicos que disponía Sudamérica en
la época de emprenderse esta obra.
La traducción de Straubinger es
la primera versión católica americana completa de la Biblia hecha
sobre los textos primitivos. Las notas del A. contribuyen magníficamente a realzar el valor de la obra
pues sigue el método patrístico y se
dirigen al pueblo cristiano buscando ante todo en la Escritura las verdades doctrinales y las enseñanzas
prácticas para llevar una vida de más
en más cristiana. Cumple así el propósito de quien tiene por “buena
únicamente aquella exégesis que avive la caridad y el sentido religioso,
que enfervorice la piedad, embebida
en el ifecto piadoso del autor que
trasfuade a los lectores”.
RAFAEL L . BREIDE OBEID
Que con muchos de los acontecimientos del último siglo se ha desquiciado la inteligencia del hombre
moderno, no es hoy por hoy una novedad.
Los cambios aceleradísimos que se
ha impreso a la historia humana, el
progreso tecnológico constante, acaban por dejar a algunos, -pensadores
llenos de perplejidad, tratando a
cada rato de rearmar sus líneas desordenadas.
Para colmo de males, hace tiempo
que el nominalismo minó el camino
de la filosofía. Y ya pocas certezas
les son posibles. De entre los seguidores de la moda intelectual de cada
año, algunos han optado por el suicidio de la inteligencia, otros han
tratado de brillar fugazmente y luego desaparecido.
Entre los primeros, están los seguidores de muchas de las escuelas
que surgieron después de la Segunda
Guerra. Hombres que renunciaron a
toda esperanza y que desistieron en
la tarea de iluminar el camino entre
las ruinas.
Por otra vía, pero con un resultado parejo, los hedonistas prefirieron dejar la formulación de preguntas a los contestatarios, mientras ellos
se dedicaban a “canonizar” el consumismo y a recorrer el mundo con los
dividendos.
Los que creyeron ver en la rebelión un camino, apuntaron a desmantelar toda lógica, toda metafísica y
toda teología “institucional”. Pronto,
sin embargo, se institucionalizó la
— 179 —
V v
rebelión y las centrales mundiales
de la revolución ofrecieron al mundo
una rígida “nomenklatura”, mucho
más implacable que el sistema.
Capitalismo y marxismo fueron coordenadas paralelas, aparentemente
cruzándose aquí o allá. Contra ellos,
el anarquismo en todas sus versiones —la combativa, la ingenua, la
‘humanista’—.
Y es en esta última línea que hay
que ubicar a Carlos Díaz. Si hemos de
hacerle caso, el suyo ha sido un anarquismo cristiano del que en este libro hace una especie de revisión
crítica. La conclusión, una vuelta
“sin traumas” a la ética de la gratuidad que el A. identifica con la
-caridad cristiana.
II
Si hubiera que sintetizar la posición del autor, habría que decir que
su análisis sociológico-teológico-éticoescriturístico-pseudofilosófico de la
modernidad y el porvenir, no es otra
cosa sino un lenguaje. Un lenguaje
atiborrado de efectos naturalistas y
de apariencia intelectual {“…La
autonomía egoica desyoiza; la autonomía, heteronomiza…” p. 50). Con
formulaciones de este tipo el A. se
asegura un cierto grado de dificultad; vacua, pero difícil presentación
de una verdad transparente: el fracaso del acercamiento teológico a la
•modernidad. Un esfuerzo notable por
explicar lo inexplicable. Un gasto de
energía insana para resucitar una
experiencia desahuciada antes de nacer: el personalismo comunitario, al
estilo de E. Mounier. Aquella, la primera experiencia de la Francia de
postguerra por conversar con el marxismo desde un cristianismo abierto y
dialogante a outrance, tuvo el mentís
del agotamiento progresista. La misma propuesta progresista dejó a sus
seguidores la clara impresión de que
el lobo puede hablar todo lo que sea
•necesario con la cándida ovejita…
antes de devorarla y vestirse con su
piel.
Y ante los hechos inocultables,
nuestro A. pretende hacer un ‘discurso’ nuevo para explicar las distancias entre el ‘discurso’ del neoliberalismo y el de las izquierdas. Prometeo, es entonces el resumen, el símbolo, el “mitologema” (sic) que hay
que aplicarle a la ‘ética libertaria’
de la modernidad. Prometeo es el
neocapitalismo, que “lleva a un proceso de deshumanización, que se convierte en atentado contra la creación”
(p. 37). Es el proceso contra la divinidad operante, es el rapto del fuego para esclavizar al hombre. Un
fuego con el que se ha de alimentar
una fragua industrial en la que se
forjará la matriz standard del hombre del consumo. Es un poder qué
“a todos hará eunucos” v que tendrá
su acabamiento en la “dictadura que
es liberalismo extremo”: liberalismo
cuyo “colofón es el fascismo… y el
fascismo es lo peor, ciertamente”
(pp. 35-38).
Este del capitalismo, es el Prometeo insolidario. Porque hav otro Prometeo, sesrún el A., también falsasámente liberador y fraternal. Es el
aue asienta la fraternidad divinizando a la humanidad (FeuerbachV o
decretando la muerte de Dios (Nietzsche). En grandes líneas, la ética
liberadora de estos sucedáneos de
Prometeo está falta de trascendencia,
falta de la actitud religante aue las
haría cercanas a la ética de. la erratuidad, patrimonio del cristianismo,
por lo menos tal como lo entiende el
autor.
III
Hasta aquí, y en apretadísima síntesis, el análisis que el A. hace de la
modernidad. Si hemos dicho más arriba que se trata fundamentalmente
de un lenguaje, lo hemos hecho pensando que es ese el método del A.
Y sobre todo porque abusando de ese
lensuaie ha confundido una revisión
teológica o al menos ética del mundo
moderno, con una visión sociológica.
Su cometido más bien parece la posibilidad de instaurar un modo de
cooperacón entre los hombres que no
— 180—

produzca los fracasos del capitalismo
o del fascismo —dos que para él son
uno, desde su anarquismo “sin traumas” superado—. Y habiendo recorrido las posibilidades del “obrerismo
intelectual”, del tercermundismo, del
anti-integrismo, ve que son insuficientes o están agotadas.
Por eso busca de nuevo en sus orígenes. ” ‘Recuperar’ no es aburrir
•con lo abstracto, sino reinventar, reencontrar los medios… mientras se
piense que todavía hay algo por ‘inventar’ se avanzará, mientras que si
se piensa sólo en ‘recuperar’ se darán
vueltas al círculo…, con peligro de
estancamiento” (p. 80).
Y esto mismo nos parece que ha hecho. No es tanto al retrato de las
éticas prometeicas a lo que debe atenderse aquí —pese al título del libro—
sino a la salida que se propone a la
crisis. Pues por un lado la crítica a
la modernidad está hecha desde la modernidad. Y aun desde la moda. De tal
manera que, como está de moda —o lo
estaba en 1980— una cierta inclinación al mea culpa, el A. cumple con
lo estatuido. Acto seguido lanzará su
propuesta que es lo mismo pero dicho de otra manera. ;.Cómo entender
sino, por ejemplo, textos de este tenor?: “Se trata, en definitiva, de
recuperar una antropología personalista y comunitaria donde sea posible
el precepto del amor al prójimo como a sí mismo” (p. 65).
Sin embargo, poco más arriba y en
un párrafo oscuro sostiene: “…no
podemos afirmar sin faltar a la veracidad más, elemental que la historia de la humanidad pese a ser la
historia de la lucha de clases, es también la historia de la solidaridad y
del amor…” (p. 64). El subrayado
es nuestro, pero la idea es suya. Y
quizás de la mano de otros autores
ha construido el ámbito donde la caridad sea el motor del cambio. “Por
su elemento metaético, la Caridad, al
hacerse empeño mortal en la transformación de la realidad, introduce
en el ethos cristiano una peculiaridad específica” (p. 72). Pero esa
“metanoesis” “siempre se expresa en
un cambio de acción, es una ortopraxis” (p. 73). Y más abajo se lee
que “la universalidad del amor cristiano tórnase abstracción y por ende
escarnio, si no se hace historia concreta, proceso (…) Pero no se puede amar a todos de la misma manera. A los oprimidos se les ama liberándoles de sus miserias, a los opresores liberándoles de su poder injusto,
casi siempre contra su voluntad y
sin su consentimiento” (p. 73).
Así se comprende algo más la insistencia del autor en el tema de la
caridad, su consecuencia ética de la
gratuidad y el agotamiento de todo
modelo prometeico. Es decir, la revolución en su sentido más radical propone un ‘non serviam’ peligroso. La
mística revolucionaria, socializante,
da energía. Pero como la energía
nuclear, puede terminar por aniquilarnos a todos. Se ha llegado a un
estadio en el aue se produce el “cierre
categorial postilustrado, v éste es el
‘Tocus’ de la deflación histórica en
aue hoy se vive, tras la inflación
ideológica pasada” (n. 53). La revolución fue un intento de abolir a Dios,
ñor la autoridad, v al hombre por el
servilismo que representa en su versión de homo faber capitalista.
El intento fracasó. Fracasó el capitalismo, el neocapitalismo, la misma revolución según el modelo decimonónico. Fracasó el diálogo con el
marxismo y no se debe dialogar con
ninguna de las manifestaciones fascistas. El ‘pasotismo’, el ‘manfutismo’ y otras maneras del desencanto
ante tanto fracaso podrían encontrar
en una vuelta a ciertos ‘valores’ su
camino a la inserción en la historia.
La batalla contra lo institucional
(Iglesia, familia, estado) ha terminado con un amargo empate. Más temible que el próximo gran estallido
atómico, es el estallido de la esperanza del hombre. El límite de esa esperanza sigue siendo intrahistórico.
Pero parece que lo único que queda
por probar es aplicar la receta de
la caridad, del amor a Dios y de Dios,
como motivadora del cambio. Será
una especie de irracionalismo racio-
— 181 —
nal. Una especie de “guerra santa”
por retomar el sentido de la historia
que los marxistas abandonaron, los
cristianos no suscriben y del que los
neoliberales se burlan.
IV
Si lo que el A. parece proponer tuviera algún suceso, la confusión será
mayor aún. Bastaba hace unos años
infiltrarse en las filas de la Iglesia
y confundir el mensaje de Cristo con
la liberación de las estructuras opresoras en el orden social. “El pecado
es la pobreza”, “Babilonia es Nueva
York”, se oía por entonces.
Ahora, la infiltración es en las filas mismas de Dios Padre. Ya asistimos a una extraña dialéctica, en
los últimos años, entre el Dios del A.
T. y el del N. T.; entre el ‘tiempo’
del Hijo y el del Espíritu Santo.
En esta ocasión Carlos Díaz —guiado por Mounier, H. Küng, Schillebeeck (p. 51: “toda antropología es
una cristología deficiente, y toda cristología no es más que una antropología que se trasciende a sí misma en
plenitud”)— propone un nuevo motivo
de esperanza: se puede incorporar la
formulación de la Tradición acerca
de Dios, de la Iglesia, del hombre.
El beneficiario debe ser el hombre, en
cualquier caso. Como que ahora se
debe repasar las enseñanzas de siempre, que han probado en el pasado ser
eficaces y todavía podrían serlo en
la tarea de inventar un modo nuevo
de sociedad.
V
Como ocurre a menudo, la izquierda tiene en general cierta torcida
perspicacia para describir las crisis.
Y el autor no es una excepción. En
este caso, aunque hay hallazgos, el
fárrago de un lenguaje pedante, ampuloso y a veces indigerible desluce
siquiera esa posibilidad.
Permítasenos, para terminar,
transcribir un párrafo en el que
junto con los términos debe atenderse
al larvado escepticismo sobre su propio análisis.
“El autonomismo ha llevado al
ateísmo y el ateísmo ha llevado a la
entropología, esto es, a la muerte del
hombre, a la imposibilidad de un
constructo antropológico esperanzado
y capaz de dotar de sentido (…)
Ojalá que nos equivoquemos, y que
toda esta descripción no quede sino
en un error, en un tremendo error
de pronóstico, ojalá que todo no sea
más que la proyección de unos. miedos,
antes que el retrato de unas realidades. Pero, en todo caso, no podemos
evitar soñar estos sueños” (p. 62).
Al fin, desazón, perplejidad y una
especie de hastío por el combate, producto de haber encarado mal la lucha, confundido al verdadero enemigo
y al verdadero Dios y haber empuñado armas inhábiles. El libro es una
muestra de por dónde van ciertas
mentes neoprogresistas y, aunque esclarecedora, su lectura es en el fondo
prescindible.
EDUARDO B. M . ALLEGRI
CARL SCHMITT, Teologia Política, Edit. Struhart y Cía.,
Buenos Aires, 1985.
Este tan breve como sustancioso
libro integra por más de un aspecto
el núcleo central del pensamiento
schmittiano y, aunque quizá en un
modo no estrictamente sistemático
pero sí rigurosa metodología, este
verdadero clásico del siglo XX va
exponiendo a lo largo de cuatro
ensayos el tercero de los cuales,
íntimamente vinculado con el último —es el que da título al libro—,
los puntos fundamentales de su meditación filosófico-política. Sin duda
estos ensayos, presentados en traducción del maestro español Javier Conde, fueron escritos en distintas oportunidades, acuciada la inteligencia
del autor por diversas problemáticas,
lo que no le resta; ciertamente, no
solo coherencia sino unidad, lo que
hace a su exposición recurrente, característica que le permite, a su vez,
— 182 —
•enfocar y resolver una misma cuestión desde variados ángulos. Que es
lo que ocurre, por ejemplo, con Hans
Kelsen y su positivismo, con quien
a cada momento Schmitt aparece polemizando, circunstancia que no le
impide practicar una adjetivación
fuerte, cuando no la ironía.
Por lo pronto, Schmitt se dedica,
en los párrafos más sustanciosos de
sus estudios, a descubrir y resaltar
las contradicciones en que suele incurrir el padre del positivismo jurídico de nuestra época. Así el horror
de Kelsen y de toda su escuela por
la metafísica, sus denodados esfuerzos por evitar o poner fin a la contaminación de la ciencia del derecho
por el contacto con la política, el
grosero error en que tropieza cuando
identifica (o, cuanto menos, no distingue) el concepto de substancia escolástico con el utilizado en las ciencias naturales, la distorsionadora
confusión —llevada a la práctica
tanto por las democracias de Occidente como de Oriente a partir de la
Segunda Guerra—• entre Estado y
Derecho u Orden Jurídico, su esencial
afirmación de la necesidad de la objetividad a la que el jurista austríaco
y sus discípulos oponen el de personalización con el propósito de salvaguardar la pureza de la norma sin
advertir que la práctica del mandato
(esto es: del que manda) supone
una subietivación ineludible de la
norma: “la objetividad que para sí
reivindica Kelsen se reduce a eliminar todo elemento personalista y a
referir el orden jurídico a la validez
impersonal de una norma impersonal”. Porque Kelsen, llevado por su
metódica preocupación purista, sacrifica la realidad y excluye el concepto
y el hecho de la “decisión”, que es
la forma de actuar la norma general;
como dice Schmitt: “En un instante
la decisión se hace independiente de
las razones en aue se funda y adquiere valor propio…” porque, como
poco antes también había explicado,
“En toda decisión jurídica concreta
hay un margen de indiferencia hacia el contenido porque la decisión
jurídica no se puede deducir completamente de sus premisas…”. Con
lo que —y gracias a esta suerte de
gran valentía científica— Karl Schmitt rescata la jerarquía de la política y la autonomía de la sociología
frente al totalitarismo jurídico en
que vino a rematar el positivismo de
inspiración kantiana llevado hasta
sus últimas consecuencias.
Quizá uno de los puntos centrales
de estos estudios sea el referente a
la cuestión de la soberanía que, en
un planteo desarrollado dialécticamente, culmina en una nueva concepción del Estado al posibilitar su refundación conceptual. En rigor todo
está sintetizado en la frase que inaugura el libro: “Soberano es aquel
que decide sobre el estado de excepción”, el resto es una explicitación
de esta definición que concentra una
auténtica revolución en la ciencia política puesto que clausura la etapa
iniciada hace ya siglos por Bodino.
Porque en la reflexión schmitteana
el Estado es el supremo garante desde que “la soberanía es el poder supremo y originario de mandar”, “para
una jurisprudencia aue se orienta
hacia los problemas y los negocios cotidianos el concepto de soberanía carece de interés práctico…”, “como
quiera que el estado de excepción es
siempre cosa distinta del caos y de
la anarquía, en sentido jurídico siempre subsiste un orden aunque este
orden no sea jurídico…” puesto que
“lo excepcional es lo aue no se puede
subsumir. ..” y va más Ieios el gran
pensador: “Ante un caso excepcional,
el Estado suspende el derecho por virtud del derecho de la propia conservación”. Con lo que se está diciendo
claramente que el derecho es algo
relativo (si es que no se prefiere
hablar de adjetivo), en modo alguno
subsistente por sí v que no vale fuera
de un orden político y cultural determinado y de alguna manera así
lo expresa Schmitt con un laconismo
que evoca el rigor de los clásicos: “La
norma exige un medio homogéneo. ..
Es necesario ante todo implantar
una situación normal y soberano es
ante todo quien, con carácter definitivo, decide si la situación es, en
— 183 —
efecto, normal”. Es evidente, como
dijimos, que se trata de una nueva
fundamentación. y definición del poder y, en alguna medida, lo admite
el autor: “El caso excepcional transparenta de la manera más luminosa
la esencia de la autoridad del Estado .. . la autoridad demuestra que
para crear derecho no necesita tener
derecho…”. Schmitt desenvolverá
estos principios en otros trabajos suyos, en especial en su célebre “Teoría de la Constitución”; en todas sus
investigaciones se relativiza —es decir, se reduce a su dimensión histórica— todo el aparato teórico-práctico
del Estado de Derecho —Kelsen, al
fin y al cabo, no fue solo el positivista más consecuente, el portador
de un racionalismo brillante pero seco, sino el arquitecto del Estado de
Derecho, un ente abstracto e inamovible considerado como un cerrado
mundo de normas—; de redimensionarse el valor de “lo político” —tal
como lo propone Schmitt— toda esta
complicada y pretenciosa construcción, levantada fuera del tiempo, como un “factum”, se desplomaría desde que, contrariamente a lo que suponen y enseñan no pocos filósofos
del derecho contemporáneos, la realidad no deviene de la norma sino
al revés ni la política es una cuestión
legislativa: importa el que manda
o, como con crudeza se lee en el libro: “En la realidad de la vida jurídica importa quien decide”. A la
luz de estas conclusiones todo el complicado aunque ingenuo Estado de
Derecho —del que las naciones de
Occidente se vienen enorgulleciendo
desde la Revolución Francesa y que
fue éxaltado casi hasta la metafísica en el período entre las dos grandes guerras;— se desvanece y podría
suceder en tal caso que el pensamiento político occidental recuperara
todo su perdido vigor, después de
haber pasado por las duras tiranías
del método de las ciencias naturales
que le fueron aplicadas tan burdamente y de un racionalismo absoluto.
Sentado este sano realismo relativista que afirma que no existe un
poder absoluto en el sentido de “poder supremo” (“en la realidad política no existe un poder incontrastable .. . es decir que funcione con la
seguridad de una ley natural”), Schmitt insiste en ocuparse de las formas jurídicas y lo hace en una triple
acepción: como condición trascendental del conocimiento jurídico, como
la regularidad que se genera a partir de un condicionamiento igual y
reiterado y como “reflexión especializada” que asegure una genuina
causalidad. Frente a todas estas concepciones, Schmitt concluye afirmando que lo que cuenta y pesa es la
decisión (la capacidad de decisión)
y no en “la forma jurídica apriorísticamente vacía” ni “en la forma
de la precisión técnica” ni en “la
forma de la configuración estética
que no conoce la decisión”. Hay aquí
como un sinceramiento conceptual,
un forzamiento hacia la realidad, hacia lo que es manifestado en estos
términos que harán parpadear a más
de un celebrante del Estado de Derecho: “mientras el Estado subsiste,
el derecho pasa a segundo término”.
Por lo demás, Schmitt así como se
esfuerza por destruir la confusión
neokantiana de Estado y Derecho,
también distingue entre orden jurídico y orden natural en el cual se
inserta el Estado, con lo cual recupera su plenitud propia que lo “libera de todas las trabas normativas”. No se crea de este modo un
Estado absoluto sino real, en cuanto
su concepto refleja una realidad sociológica constantemente escamoteada
por una normatividad racionalista asfixiante.
Schmitt inicia su trabajo sobre
Teología política enunciando una verdad chestertoniana: “Todos los conceptos sobresalientes de la moderna
Teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados”. No es solo una
frase feliz sino la teoría central a
cuyo desenvolvimiento dedica todo el
capítulo, Así, por ejemplo, tiende sutilmente un cuadro paralelo entre lasnociones de milagro y de excepción
en lo que ambas tienen de suspensión
de las leyes de la naturaleza, esto
es de la normalidad. Y a poco aclara: “Adviértase que se trata de una
— 184 —

-analogía sistemática, no de fantasías
místicas…”. Y se atreve a afirmar
que “la ‘omnipotencia’ del moderno
legislador, tan cacareada en todos
los manuales de derecho público, tiene su origen en la teología”.
También para Kelsen hay una analogía, bastante más difusa y equívoca, de teología y teoría del Estado,
fsólo que el gran positivista la utiliza
para extraer conclusiones del todo
opuestas a las del pensamiento clásic o ya que aprovecha esta observación
•científica como una contribución a
su totalitarismo jurídico al identifi-
-car leyes naturales con normatividad
estatal —que es el resquicio por donde se filtra un elemento metafísico
en la cerrada trama del Estado kelseniano—.
Es en este sustancioso ensayo que
Cari Schmitt describe y también explica el paso de las concepciones teológicas (deistas y teístas) a sus
similares diametrales del Estado, en
“una decidida incursión en la sociología
del derecho y de la política (en especial en la sociología de la soberanía,
como él mismo lo dice). Rousseau es
quien se encarga, en las postrimerías del Iluminismo, de dar ese paso
superponiendo categorías teológicas
a las políticas. Hay, indudablemente,
una sincronización entre la visión de
Dios y la de la sociedad y del Estado: “La imagen metafísica que de
su mundo se forja una época determinada tiene la misma estructura
que la forma de la organización política que esa época tiene por evidente”: simetría y entrecruzamiento
entre lo que se cree y lo que se organiza, entre el pensamiento, el orden. Por lo que no puede extrañar
•que las crisis de destrucción y de
decadencia que parecen haber herido
de muerte a Occidente —su descristianización, el abandono cuando no el
repudio de la noción de trascendencia— se reflejen en el rechazo de las
viejas ideas sobre el derecho y la
política y en la sustitución del concepto tradicional de legitimidad. El
antiguo ordenamiento cae porque ha
sido olvidada la esencia decisionista
del Estado, porque, en definitiva,
triunfó Kelsen sobre Donoso (“no
hay monarquías porque no hay reyes”) .
Esta es la lección del maestro en
esta recopilación, clave del pensamiento político contemporáneo. Aquí
se ha llegado a las cumbres en que
la política ofrece su radicalidad científica más extrema de un modo sólo
conocido entre los clásicos.
V.E.O.
PIER CARPI, Las profecías
del Papa Juan XXIII, Ed.
Martínez Roca , Barcelona,
1977.
El nombre del libro puede resultar prometedor. Aumenta la expectativa la biografía de Angelo Roncalli, en donde se resaltan las dotes
intelectuales y morales de Juan
XXIII: su humildad, abnegación,
prudencia y caridad en los diversos
puestos que ocupó.
Pero, desde el comienzo, al lector
le irrumpe una sospecha: ¿son estas
“profecías” de Juan XXIII o de Pier
Carpi? Es a este último, y sólo a
él, a quien un anciano, de aspecto algo
oriental, mostró, entre otras cosas, el
texto de las profecías del futuro
Papa; después de “cuidadosas investigaciones”, y de expresar su “agradecimiento a diversos miembros de
órdenes esotéricas e iniciáticas” (p.
39), las ofrece al lector “tal cual
son” (p. 69). El anciano era un Rosacruz, “que había leído, en sueños,
los libros ‘T’ y ‘M'” (p. 38), ambos
esotéricos y sagrados, “pero, por encima de todo, que había entrado en
el sen ulero de Christian Rosenkreutz”
(p. 38) y, al conteirmlarse en Christian, su rostro se había transformado en el de Rosenkreutz. Tal era
el misterioso personaje que conocía
los pormenores de la iniciación esotérica de Angelo Roncalli, la elección
del nombre de Juan, futuro Papa,
— 185 —
su juramento de fidelidad a la orden y, por último, sus ejercicios espirituales y su entrada al Templo.
Fue allí donde Juan habló y “habló
con una voz que no era la suya. Todo
cuanto dijo fue registrado en las
actas del Templo del gran canciller… Eran sus profecías” (p. 68).
El anciano las entrega a Carpi “porque es hora de que se conozcan”
(p. 69).
El A. nos pide perdón por no r>oder decir todo. Debe callar algunas
cosas, pues no lograría hacerse entender “ya que ciertas cosas se ven
y se sienten, pero no son transmisibles por escrito ni verbalmente” (p.
34). Asimismo nos previene de lo
difícil y oscuro que resulta todo esto
“para aquellos que carezcan de preparación en cuestión de esoterismo”;
las profecías podrán parecer “pintoroscas y un tanto exóticas” (ibid.)
a las almas comunes. Finalmente advierte que sólo llegará a la suprema
luz quien “vaya más allá de su aspecto superficial y profundice en el razonamiento sobre esta moderna clave
profética”. Llegados a este punto y
atendiendo a tales recomendaciones,
nos viene a la memoria el relato de
aquellos tres mercaderes, en el libro
“El Conde de Lucanor”: “Tres hombres burladores llegaron a un rey
y le dijeron que eran muy buenos
maestros en hacer paños, y señaladamente, que hacían un paño que
todo hombre que fuese hijo de aquel
padre que todos decían, vería el paño, mas el que no fuese hijo de aquel
padre que él tenía por tal y que la
gente decía, no podría ver el paño”.
Ni el mismo rey vio dicho paño, pero
nadie se atrevió a reconocer que aquel
traje no existía, por temor a ser
llamado hijo mal nacido. ¿Hay mejor
manera de engañar a personas sedientas de lo llamativo o extraordinario que asegurarles que llegarán
a la sabiduría leyendo estas profecías, pero que la clave para entenderlas está en tener un espíritu
abierto a las experiencias esotéricas?
En verdad muchos asegurarán comprender con claridad su contenido, y
consentirán en dejarse engañar por
el solo placer de sentirse iniciados
en estos novedosos caminos mistéricos.
La parte central —las profecías,,
su clasificación y explicaciones— no
reviste demasiado interés. Se habla
de sucesos ya conocidos de todos, tales como la elección de Pío XI, Pío
XII, Juan XXIII, el nacimiento de
los movimientos nazi y fascista, la
segunda guerra mundial… Se vislumbran personajes célebres como
Hitler, Mussolini, Stalin, Churchill,.
Martin Luther King, J. Kennedy, y,
¿por qué no?, Marilyn Monroe (cf.
p. 141). En cuanto a los hechos futuros: una mujer presidenta de los
Estados Unidos, la unificación de
Europa, encuentros con OVNIS o
con almas de otras épocas, signos
de descomposición y otras figuras
apocalípticas, entremezcladas con hechos religiosos y hasta con una aparición de la Santísima Virgen. Un
poco de memoria de hechos pasadosy mucho de imaginación.
Pero lo único serio del libro, si
se puede llamar serio a lo erróneo,,
y por ende lo más perverso del mismo, es el intento reiterado de entremezclar, confundir y luego disolver,
los verdaderos fenómenos de la fe
cristiana en el caos oscuro de las
experiencias esotéricas. Siguiendo
semejante plan, el A. no tiene ningún empacho en comparar el nada
claro lenguaje esotérico con el final
del Evangelio de S. Juan (cf. p. 33) ;
los sueños reveladores de personajes
de este libro con el sueño de S. José,
esposo de María (cf. p. 57); el estado anímico que suscita la lectura
de los libros “T” y “M” con las experiencias místicas “de San Juan
Evangelista, San Antonio, San Alberto Magno, Santa Teresa, San
Francisco” (p. 56); y, por último,
tampoco duda en considerar “al grupo iniciático. . . como una fuerza que
viene de Dios, un camino distinto,
reservado a unos pocos… y que conduce a Dios” (p. 203).
La mentalidad sincretista del
A. queda explícitamente manifiesta
en el prefacio del libro al afirmar
— 186
-su “convencimiento de que muchas
de las verdades perdidas, muchas de
las cadenas esotéricas puras, confluyeron resueltamente, aun permaneciendo en el plano esotérico, siguiendo el doble curso del torbellino
•del tiempo, en dos instituciones exotéricas de inmensa grandeza, de luz
infinita: la Iglesia católica y el Islam” (p. 12). Ya no es Cristo la
verdad revelada y la Iglesia Católica
la depositaría de la misma, sino que
es la humanidad la verdadera creadora de conocimientos infalibles, quedando la Iglesia reducida a uno de
los tantos conductos por los que circula aquel patrimonio. El A. manifiesta su “deseo de seguir perteneciendo a Ella [la Iglesia Católica],
en cuerpo y alma” (p. 203). Más le
valdría buscar la forma de “ingre-
•sar” en esa Iglesia a la que dice
“pertenecer” tan enteramente.
Finalmente, nos gozamos en frustrar, aunque sea en parte, una de
las profecías de P. Carpi: “espero
no pocas críticas y no pocas acusaciones” (p. 20). Nuestros juicios no
van principalmente contra el A. del
libro, por la sencilla razón de que
éste es tan sólo una de las bocas de
nuestro tiempo. Más bien se dirigen
•contra esa mentalidad moderna, pero tan antigua como el pecado del
hombre, que tiende a rebajar y a
confundir las cosas de Dios con las
de los hombres, para culminar rindiendo adoración a las obras de sus
propias manos. Atacamos el espíritu
supersticioso del hombre, que lo enceguece e imposibilita para juzgar
acerca de la realidad. Esto ya lo
constataba Chesterton, y denunciaba
el por qué: “La gente no vacila en
tragarse cualquier opinión no comprobada sobre esto, aquello o lo de
más allá. Ahoga el arraigado escepticismo y racionalismo de la época,
se echa encima como un mar y lleva
el nombre de superstición… Es el
primer paso con que se tropieza
cuando no se cree en Dios; se pierde
el sentido común y se dejan de ver
las cosas como son en realidad. Cualquier cosa que opine el menos autoTizado afirmando su sentido profundo, se propaga indefinidamente como la perspectiva de una pesadilla
Un perro resulta una predicción, un
gato un misterio, un cerdo una mascota, un bicho una insignia, resucitando con ello toda la ménagerie del
politeísmo egipcio y de la antigua
India: el perro Anubis, el gran ojiverde Pasht, y las sagradas y mugidoras vacas de Bashan; hasta caer
en los dioses cuadrúpedos de los primitivos, comprendiendo elefantes,
serpientes y cocodrilos; y todo ello
por temor a tres palabras: ‘Se hizo
hombre'” (Obras completas, Plaza
& Janes, Barcelona, 1968, T. II,
p. 521).
Este mundo moderno y supersticioso no es más que el retorno a
aquel antiguo mundo pagano, y también sobre sus integrantes recaen las
palabras del Apóstol: “Son inexcusables, por cuanto, conociendo a Dios,
no le glorificaron como a Dios ni le
dieron gracias, sino que se entontecieron en sus razonamientos, viniendo a obscurecerse su insensato corazón; y alardeando de sabios, se
hicieron necios…” (Rom. 1, 20-22).
ELVIO C. FONTANA
ALBERTO A. CONIL PAZ,
Leopoldo Lugones., Bs. As., Librería Huemul, 1985, 520 págs.
Libro tan extenso y documentado
como éste revela una severa y esforzada elaboración. El A. ha hecho
gran acopio de materiales y de información, tanto bibliográfica —que
supone rastreos y búsquedas ingentes, sobre todo de los textos publicados en medios periodísticos— como
obtenida mediante testimonios personales. Esta imponente masa de
datos está equilibrada e inteligentemente distribuida en torno al eje
constituido por la biografía de Lugones. Una biografía, pues, prolija,
detallada y completa que se lee —más
allá de algún párrafo un tanto oscuro— con un interés que no decae
al paso de las páginas; antes al

— 187—

contrario. Se trata de una obra que
creemos ya ineludible para quien
quiera profundizar en el tema.
La figura de Lugones está nítidamente delineada. Por cierto que Conil
Paz toma considerable distancia, reiteradamente, de la que él llama
“fuerte (e inteligente) falange confesional” (pp. 458-9) —Castellani,
Caturelli, Disandro, entre otros—
que mira a Lugones desde la perspectiva católica. El A. insiste en el
teosofismo de Lugones, y en describir su religiosidad como no cristiana,
adjudicándole sí un “insobornable
deísmo” (p. 491). Pone notable énfasis en destacar lo que separaba a
Lugones del catolicismo y atribuye
las posibles vías de acercamiento a
razones de orden intelectual explicables al margen del cristianismo.
La argumentación es fuerte, sin que
•—creemos— llegue a invalidar lo
dicho por los estudiosos católicos.
Una obra, en fin, centrada en lo
histórico-biográfico más que en lo
literario, muy valiosa para especialistas, y que supone para su aprovechamiento un lector previamente formado.
JORGE N . FERRO
RENE LABAN, Música Rock
y Satanismo, Ed. Obelisco, Barcelona, 1986, 121 págs.
En los últimos años han aparecido diversos estudios acerca del fenómeno que podríamos llamar “la
revolución cultural de la música
Rock”. Bástenos tan sólo citar “El
Rock and roll, una violación de las
conciencias” del P. Jean Paul Regimbal O.SS.T., o también “Arte y
subversión” y “La revolución en el
arte moderno”, ambas de Alberto
Boixadós. Pero no sólo dentro del
campo católico se trata de descubrir
lo que se esconde detrás de la música Rock. En el caso del libro que
nos ocupa, en ningún momento el A.
hace una confesión explícita de fe
cristiana. Más aún, consideramos
necesario aclarar dos puntos antes
de empeñarnos en el análisis del contenido de la obra. Ante todo, que EdObelisco, en lo que respecta a la colección a que pertenece la presente
obra, a saber, “Testigos de la Tradición”, incluye una serie de publicaciones dedicadas a temas esotéricos
(cf. “En el más allá”, “El Tarot
egipcio”, etc.). Y en segundo lugar,,
que R. Labán se profesa guenoniano, si bien es innegable el acierto con
que René Guénon ha sabido enjuiciarlas gravísimas taras del mundo moderno (cf. por ej. “El reino de la.
cantidad”) y exaltar los valores permanentes de la tradición, no es posible pasar por alto muy serias falencias en otros campos de sus investigaciones, por lo cual este libro ha:
de ser leído con precaución.
En continuidad con el pensamientode Guénon, el A. señala cómo esta.
“pseudo civilización” está siendo víctima de un “plan de subversión en.
todos los niveles tan coherente, que
no puede ser sino obra de una inteligencia única que lo inspira y coordina” (p. 18). Se trata de “desestabilizar” no ya un país sino la
cultura del mundo entero, que no
haya ideales, ni convicciones en quese apoye la personalidad. Luego vendrá un segundo paso: inculcar ideas
nuevas, es decir, otro programa devida. “Asistimos así a una desprogramación seguida de una reprogramación” (ibid.). Esto en los niveles
religioso, social y cultural.
No es preciso ser muy astuto para
darse cuenta de que en el mundo
de hoy, en la civilización moderna
que tanto pregona el primado del
amor, existe y se difunde el odió:
un odio real a Dios (Cristos escupidos
y pisoteados.. .), un odio al orden
político natural, y un odio a la cultura en cuanto transmisión de valores perennes y trascendentes. Para
lograr la destrucción de estos tres
objetos de odio, la “inteligencia” que
lo inspira ha entendido que pertenece
a “la perfección del plan” la elección de sus víctimas precisas, a saber, “la gente joven, en particular
los más sensibles y receptivos” (p.
— 188 —
21), que serán los constructores del
mundo de mañana. A los adultos no
se los tiene en cuenta ya que dentro de unas pocas décadas habrán
dejado de existir.
Tres son los valores por destruir
y tres los fenómenos que guardan
entre sí más de una conexión: las
sectas pseudorreligiosas, las drogas
y la música rock. A un joven que
se lo ha vaciado —”desprogramado”— de los valores verdaderos, hay
que “reprogramarlo” con “algo”. Y
ese “algo” es el que ocupará el lugar de lo divino, una parodia de lo
divino de la que Satanás es el padre.
En esta obra el A. se limita a estudiar el tercero de los fenómenos:
la música rock.
En lenguaje guenoniano, “satánico” es todo aquello que se opone a la
“tradición” (expresión que no tiene
en Guénon el sentido católico de constituir una de las fuentes de la Revelación divina), es decir, es toda acción “antitradicional”: “Satán, cualquiera que sea la forma que pueda
revestir, no es sino la resolución
metafísica del espíritu de la negación y de la subversión, por una
parte, y por otra, encarna en el
mundo terrestre lo que conocemos
como ‘contra-iniciación'” (p. 37). La
obra satánica se caracteriza, pues,
por la “contra-iniciación” y la “pseudo-iniciación”. Al trabajo de “pseudoiniciación” se encuentran abocadas
todas aquellas sectas nuevas, a las
que es tan propenso el hombre de
hoy; y hay “tantas pseudo-iniciaciones como falsos maestros dispuestos
a venderlas por unos dólares o un
poco de devoción a su orgullo” (p.
38). Según los guenonianos el campo donde actúa la influencia satánica
no es el espíritu sino el psiquismo,
mental y emocional (?), ámbitos que
serán especialmente atacados y eventualmente destruidos por el Rock and
Roll. Los mejores compañeros de
este tipo de “música” serán siempre
la violencia, la agresividad, las modas más absurdas y ridiculas (“hombres” que usan aros, caras pintadas
de distintos colores, etc.), el consumo de toda clase de drogas, el amor
libre, la homosexualidad, la bisexualidad, el sadomasoquismo y, por último (hasta el momento), lo expresamente satánico.
Quien conozca de posesiones diabólicas podrá observar la misteriosa
similitud que hay entre un poseso
real y muchos de los que ejecutan
el Rock o aquellos que asisten a sus
recitales. Gritos, alaridos, gestos inhumanos, manos en alto haciendo los
cuernitos, cambios de la voz, masturbaciones en los escenarios, orinar
a la gente, robos y asesinato de jóvenes. Estas y otras yerbas son síntomas que se manifiestan en los
grandes recitales. Los conciertos de
AC/DC (Anti Christ / Death to
Christ) o de Alice Cooper son un
claro ejemplo de ello.
Otro tema que analiza el A. es el
de los mensajes subliminales: “Un
mensaje subliminal es, en pocas palabras, un impulso destinado a alcanzar a su auditor o visualizador
directamente en su subconsciente.
Escapa al oído, vista y demás sentidos externos y penetra directamente sin que la conciencia pueda oponérsele .. . En la música rock nos
encontramos con varios tipos de mensajes subliminales. Estos van desde
lá simple sugerencia, la simple incitación a la violencia o la destrucción… hasta las más sofisticadas
formas de excitación sexual, o las
más descaradas invocaciones satánicas” (pp. 58-59). A esto podríamos
agregar que la música no es el único
medio para transmitir un mensaje
de esta clase. También lo son las
tapas de los L.P. con dibujos y símbolos satánicos, las modas que imponen (remeras, pantalones, bolsos,
etc., con dichas caricaturas) y especialmente los video-clips donde se
encuentran los mismos mensajes (en
Buenos Aires ya se los transmite
por televisión y son muchas las personas que los alquilan en los videoclubs) .
El A. nos aporta algunos datos
interesantes que constituyen una
prueba para más de un incrédulo
— 189 —
que no acepta la realidad. Ya el P.
Regimbal había hablado en su obra
de la sociedad secreta “Illuminati”.
Pues bien, un integrante de dicha
secta habría sido el satanista más
importante del siglo xx: Aliester
Crowley, quien se autodefinió como
“la gran bestia” o “666”. Desde
1898 fue miembro de la sociedad
secreta “The Golden Dawn” (La autora dorada), a la que pertenecen el
líder de Led Zeppelin (Jimi Page)
y Ozzy Ousbourne, de Black Sabbath.
Por otro lado no deja de llamar
la atención el hecho de que la casa
en que se filmó la famosa película
“Rosemary’s Baby”, que era propiedad de su director Román Polansky,
había pertenecido a Aliester Crowley. Recordemos que fue allí donde
se realizó el asesinato ritual de la
actriz Sharou Tate (esposa del director) por el satanista Charles
Manson. Pero esto no es todo. El
siguiente propietario moriría también asesinado el 8 de noviembre de
1980. Se trataba de una estrella del
rock: John Lenon (cf. p. 80). ¿Es
esto pura coincidencia? ¿Es casual
que la cara de Crowley sea una de
las que aparece junto con otros personajes en la tapa del L.P. de los
Beatles “Sergeant Peppers”?
El conjunto KISS no ha sido olvidado en este libro. Además de lo ya
sabido, el A. nos revela un interesante detalle: el primer L.P. que
grabó dicho conjunto lleva su mismo
nombre “KISS” (Kings in Satan’s
Service), el segundo, “Hotler than
hell” (Más caliente que el infierno),
y el tercero, “Dressed to Kill” (Vestidos para matar). Si concatenamos
la secuencia descubrimos un curioso
mensaje: “Reyes al servicio de Satán más calientes que el infierno vestidos para matar” (p. 106). ¿Seguimos con las casualidades?
Para dejar despierta la curiosidad
de los lectores no queremos referir
aquí todas las novedades que incluye
este libro tan interesante. A los entendidos en la música rock y el satanismo esta obra los ayudará para
•comprender más profundamente el
“plan de subversión diabólica” que
se está desatando en el mundo. A
los que se resisten a creer, a pesar
de tantas evidencias, nada mejor que
las palabras de René Labán: “Quizá
hablando tan claro nos expongamos
a las burlas de los incrédulos o a
las dudas de los que sí creen; lo
sentimos; que el que tenga oídos para oír que oiga y que el que no los
tenga se ponga unos auriculares o
cascos y se autohipnotice con música
rock” (pp. 47-48).
ALEJANDRO GEYER
Mons. CARMELO GIAQUINTA, Despertar del Sentido Pastoral en América Latina, Organización de Seminarios Latinoamericanos, Bogotá, 1985.
Hemos recibido el libro de Mons.
Giaquinta, que incluye un curso dictado en Bogotá para los formadores
de “Seminarios Latinoamericanos”.
En un estilo por momentos erudito,
a veces vulgar y otros francamente
ininteligible, trata el A. de describir la realidad pastoral de América
Latina, frente a la cual se encuentra
el sacerdote diocesano.
Después de haber leído y releído
el libro (¡Dios me lo descuente del
Purgatorio!), hemos sacado las siguientes conclusiones, que ofrecemos
a la consideración de los lectores.
Como elementos positivos, destaquemos el manejo de la Sagrada Escritura citada acertadamente, con
erudición y abundancia, enriquecida
con comentarios aleccionadores. Además advertimos en el A. una gran
capacidad para resumir la historia
de nuestro siglo, tarea imposible sin
un gran conocimiento de la misma.
Apreciamos también sus enérgicas
críticas a la pastoral de nuestro
tiempo, por ejemplo el escaso lugar
que reserva a la realidad del pecado
(cf. p. 76), o la falta de docilidad
al Magisterio de la Iglesia (cf. p.

— 190 —

163), así como la claridad con que
subraya la primacía divina y el modelo de Jesucristo en toda auténtica
pastoral.
Sin embargo nos resulta imposible
obviar varios aspectos negativos del
libro que nos ocupa.
Ante todo, el hecho de esquivar
la reflexión medieval sobre el dato
revelado y la misma práctica pastoral, que eran ciertamente más fecundas que las que caracterizan
a nuestro tiempo.
No menciona siquiera una vez
(¡qué le costaba!) el Sacramento
de la Confesión, y esto en un libro
sobre Pastoral resulta una grave
falencia. Con razón recomienda Puebla: “Los sacerdotes se dedicarán
de manera especial a administrar el
Sacramento de la Reconciliación”
(n° 951).
Asimismo el A. minusvalora la
pastoral de cristiandad, minimizando
la obra de Justiniano, Carlomagno,
los Reyes Católicos… (cf. p. 129).
Esta actitud es hoy muy frecuente y
nos trae a la memoria aquel verso
campero:
“Cuando al Grande lo tumba la[Fortuna,
se ríe el vil y a motejarlo empieza:
cuando el Tigre se hunde en la laguna
le patea la rana la cabeza”.
Además no parece muy elegante
en boca de un Pastor frases periodísticas, falsas y baratas, como “el
enano fascista que tenemos agazapado dentro” (p. 71), o la condenación de todo uso de la espada (cf.
p. 109).
El A. parece olvidar que nuestra era “humana, adulta y progresista”, es fruto de un proceso de
apostasía. El mundo moderno ha
vuelto a su vómito, la idolatría, no
porque se incline delante de fetiches
materiales, pero sí porque adora las
obras de sus manos: el Progreso, la
Ciencia, la Técnica, la Democracia,
etc. Por eso, que la Iglesia logre
convertir a esta época, difícil parece.
Y si lo hace no será, por cierto,
“latinoamericanizando” el lenguaje
teológico (cf. p. 165), como quierenuestro Despertador de Latinoamérica, sino restaurando la vida y la
civilización cristianas, como quería
San Pío X y también Juan Pablo II.
En una palabra, no sólo encontramos superficialidad sino también
falta de actualización pastoral, al
tiempo que reaparece el anquilosado
triunfalismo. insinuado ya en el modesto título de la obra que nos ocupa.
Finalmente, el libro no menciona
la Segunda Venida. De más está decir que el sentido pastoral del proyecto de Jesucristo apunta a la Parusía, cuando venga para juzgar a
los vivos y a los muertos, sometiendo
definitivamente todo al Padre Celestial. Ese mismo sentido debe orientar desde ahora nuestra actividad
pastoral si se quiere sea católica
(ya que al parecer sigue durmiendo,
en América Latina al menos).
Terminemos este comentario elogiando la importancia que el A. atribuye a la formación de los seminaristas en el Ministerio de la Palabra.
Por momentos nuestro espíritu se
sentió transportado al Seminario de
Paraná, donde realizamos nuestros
estudios eclesiásticos, en particular
al curso de Oratoria que nos dictaba
el P. Alfredo Sáenz. Nos alegra advertir grandes coincidencias entre el
A. y el Formador de nuestro Seminario. Este sacerdote nos inculcaba,
como Mons. Giaquinta, la importancia de “la teoría de la comunicación,
lectura, pronunciación, fonación, composición escrita, etc.” (p. 204). Nos
extraña que el A. lamente la ausencia de Oratoria en los Seminarios, y
siendo un experto en pastoral latinoamericana desconozca lo que sucedía
hasta hace dos años en Entre Ríos.
Después de todo, nos sentamos a
pensar qué necesita hoy el pueblo
cristiano. Necesita que nosotros, los
sacerdotes, nos dejemos de perder el
tiempo con Reuniones, Congresos y
Simposios, y que nos dediquemos a
administrar los Sacramentos, previa
enseñanza; necesita buena formación
doctrinal y moral; necesita proceciones, bien preparadas y mejor realizadas; un verdadero culto a la San-
— 191 —
tísima Virgen y a los Santos; misiones populares y visitas a los
enfermos; la búsqueda encendida y
ardorosa de la oveja perdida. La
gente necesita que nos dediquemos
más al ministerio de la formación,
especialmente de la juventud, y de
la Confesión; que celebremos el Santo Sacrificio de la Misa con inteligencia y sacralidad, con una participación plena, activa y consciente
de los fieles.
En una palabra, lo que hoy se
necesita es que el Pastor ame verdaderamente a las ovejas hasta dar
su vida por ellas. Lo demás es verso.
P . PABLO BONELLO

— 192—

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• ABELEDO PERROT, UCA Derecho, Moreno 379
• NUESTRA SEÑORA DE LA VISITACION, Páez y Nazca
o ZURIA, Rivadavia 7055, Galería DUFAU, Local 55
e CLARETIANA, Lima 1360, T.E. 27-9250 y 26-9597
o SERVICIO DEL LIBRO, Rodríguez Peña 846, 1er. piso,
T.E. 42-1732
o ACCION, Avda. de Mayo 624, T. E. 34-6251/3955
o JUAN PABLO II, Amenabar 2000, T.E. 781-2978
INTERIOR
e SAN JOSE, COMITE EJECUTIVO DEL LIBRO CATOLICO,
América 384, San Andrés, Pcia. de Buenos Aires, T. E. 767-7849
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