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Los hombres tradicionales saben también que el alcance de sus principios, de su honor y de su amor requiere en cada momento de las humanas fronteras de las familias y las patrias.
La puja electoral ha vuelto a poner en muchas bocas la palabra “derecha”. Digo palabra porque nada más alejado de un recto concepto que el uso que le dan, principalmente, las atropelladas variantes del oficialismo actual. Para ellas la “derecha” es pura y exclusivamente capitalismo, el peor de los capitalismos financieros, especulador, que extorsiona. Coinciden en la distorsión mientras su gente -la que gobierna, decide y manda- se ocupa de ponernos como principal y generalizada meta la ardua pelea de llegar a fin de mes.
Para esa derecha, de la que por supuesto excluyen a los que viven del Estado, los sindicatos, los partidos políticos, sus obras y sus pompas, sobran los insultos multiplicados según la imaginación, finalmente llegada al poder. Pero esa derecha denunciada por el ayer comunismo, travestido hoy de Agenda 2030, no tiene nada que ver con la derecha verdadera. Veamos.
LA REVOLUCION MALDITA
Se sabe: las categorías de derecha e izquierda provienen de la Revolución Francesa. Antes, la gente era como se debía o, si no, era resentida. Todo lo malo que provino de la Revolución de 1789 y sus antecedentes no sólo definió como izquierda a ese resentimiento, sino que contaminó a buena parte de lo que hasta entonces había sido el Antiguo Régimen y le sumó la pequeñez burguesa.
En fin, habrá ante todo que aceptar que nada verdaderamente bueno se define por derechas e izquierdas, que ambas son partes de una visión menor del hombre, de su inteligencia y hasta –permítaseme un atrevimiento casi blasfemo- de su alma.
El hombre, hijo de Dios, está muy por encima de estas definiciones que lo apocan; dueño de una sublime libertad, goza de ese valor eterno del que hasta conserva cierto “polvo de estrellas”. A pesar del pecado original.
No obstante, para la civilización contemporánea que decae a ojos vistas y para el lenguaje coloquial de la pequeña política cotidiana, lo de izquierdas y derechas establece dos visiones políticas que abarcan además lo social y lo económico. Y a pesar de la pequeñez ambiente no puede ocultarse que las cosas van más allá.
Hombre de izquierda es así quien, en última instancia, sólo cree en un mundo material regido por leyes propias, no trascendentes, nacidas del conflicto.
Desde la evolución de las especies (fruto de la pelea por la supervivencia y la dura adaptación al medio ambiente) hasta la lucha de clases (choque entre superestructuras provenientes de la desigualdad) lo tienen como protagonista no responsable.
Cree entonces que el humano es originalmente bueno, pero que las condiciones socioeconómicas lo enfrentan con sus iguales. Piensa que el sitio de su desarrollo es el universal, internacional en su expresión histórica actual, y que las naciones son fruto de la ambición humana: desaparecerían si las condiciones objetivas que nos rodean fuesen materialmente más justas. Por ende, fuera de alimentar cierto sentimentalismo, el amor a la patria es para él algo que termina entorpeciendo el verdadero desarrollo humano, progresivo y progresista, que llegaría a la perfección si las estructuras se lo permitiesen.
MODELO A ENDIOSAR
El hombre perfecto del futuro es el modelo a endiosar y todo lo que dificulte ese camino debe ser destruido. Con ese sentido del desarrollo, la izquierda ubica su verdad; por tanto no duda en usar a la mentira como arma que le abra paso hacia el paraíso material que vislumbra. Tiene así singular perseverancia frente a las cosas de este mundo. Y singular saña para destruir el pasado: porque entiende que el pasado ata a viejos temores y antiguas fantasías –como las que han dado origen a los dioses, creaciones del hombre todavía no totalmente libre-, y porque son así defectuosas, despreciables por definición, todas las instituciones de ayer. La familia que hemos conocido, los sexos, los cultos.
La explosión científico-tecnológica de buena parte de los siglos XIX y XX los alentó en la idea de que iban a liberarse de Dios, por eso fueron positivistas. El freudismo y sus derivaciones parecieron ser capaces de explicarles sus conductas y las de sus congéneres prescindiendo de –o reemplazando- toda idea de pecado. La anticoncepción, el aborto sin mayores riesgos para la madre, la eutanasia y afines dieron la sensación de que se iba en camino recto a la felicidad. Por eso no han trepidado en utilizar los métodos más violentos ni los más torcidos para lograrla. Y como creen que la felicidad es su derecho, la exigen aunque sea a través de la angustia.
Pasa siempre con el camino equivocado, no van a llegar a ninguna meta: por eso son peligrosamente insaciables. Su único norte es lo que conduzca a la Revolución, hacia ahí apuntan, caiga quien caiga. Aunque, eso sí, siguen tristes, conflictuados.
Entiéndase: no faltan izquierdistas honestos que son buena gente. Esos suelen durar poco en tales filas, o quedan definitivamente fuera de juego.
UNA SALVEDAD
Respecto de los hombres de derecha, es necesario hacer una primera salvedad. Si se va a entender por ellos a los liberales del tipo de los que se sentaban a la diestra en la Asamblea Nacional francesa, ahí no vale la pena hacer distinciones respecto de los de izquierda. Son tan materialistas unos como otros. Sus valores terminan siendo principalmente los económicos. Pertenecen a una misma mentalidad que sólo distingue dos matices relativos, apenas enfrentados en el modo de repartir la riqueza.
Me refiero a los que se nombran liberales de derecha: capitalistas sin problemas frente a la usura, que en última instancia creen –como calvinistas- que Dios premió sus virtudes humanas al hacerlos ricos.
Se podrá pretender exagerado, pero el modo admirativo en que buena gente que uno conoce pondera la riqueza está mostrando un dejo de ese concepto.
El solo hecho de que estos liberales piensen que tenía razón Adam Smith al hablar de la competencia y el juego económico, estableciendo que del choque de ambiciones entre quien quiere vender caro y quien quiere comprar barato surge el precio justo, lo dice todo.
No se puede alegar ingenuidad cuando se está estableciendo que de la contraposición de dos egoísmos nacen la virtud y la verdad. Estos economicistas, almas ganadas por la especulación, son los representantes de un modo de ser que, como el otro, también quiere hacer del hombre un esclavo. Aquéllos lo hacen del Estado sovietizado; éstos del mercado soberano. Y, en ese sentido, los liberales disfrazan que no son capaces de arriesgar demasiado su propio dinero. Si así no fuera, no hubiesen inventado las volteretas de las sociedades anónimas o las compañías de seguros.
AFAN DE LIBERTAD
Al referirme a los hombres de derecha voy a intentar caracterizar a aquellos que, a sabiendas o no, han escapado al influjo de la Revolución Francesa. A aquellos para quienes el lema “Libertad, Igualdad, Fraternidad” es desde la base incompatible con su afán por la independencia.
Para quienes aceptar que todos los hombres somos iguales ante Dios pero así también sagrados en nuestras diferencias, constituye su sentido del respeto y de la caridad hacia el prójimo.
Puede haber habido algunos de éstos sentados a la derecha en la Asamblea revolucionaria parisina; pero en ese entonces los verdaderos hombres de derecha fueron quienes se batieron hasta el martirio en la Vendée, por su patria, por Dios y por el rey (aun a pesar del rey).
Eran los hombres de siempre, desde aristócratas a labradores, curas y laicos, que creían en lo de siempre: la sujeción al orden objetivo bajo el que habían nacido, el respeto a lo aprendido de los padres y la noción de su propia pequeñez llena de responsabilidades ante la patria, ante la historia y ante el Creador. Hombres que percibían el “santo temor de Dios” con naturalidad; no como el miedo al Todopoderoso patrón de los castigos, sino como la pena límpida por no ser capaces de estar a la altura de Su amor.
HOMBRE DE SIEMPRE
Un hombre de derecha, que así entendido podría mejor llamarse hombre de siempre, hombre tradicional, es quien se ata voluntariamente al deber surgido de la noción de que lo poco que se es vale sólo en función de ponerlo al servicio de los demás, reflejo y objeto del amor de Dios. Ese deber implica honor, y es el sentido del honor –callado habitualmente, manifiesto sólo si es imprescindible- lo que distingue al hombre de derecha. El honor implica la verdad: la obligación moral de la verdad en la relación uno a uno con los demás; un sentido que hasta puede llegar a poner en peligro la empresa general ante la necesidad particular.
La lealtad está implícita en las relaciones políticas de los hombres de derecha, y la primera lealtad es con la palabra dada.
A diferencia de los izquierdistas, cuyo sentido de la verdad está supeditado al progreso de la Revolución, el hombre tradicional es por naturaleza conservador porque se ve obligado a guardar todo lo que de verdad ha recibido del pasado, verdad que en su escala humana es el resto histórico de la Verdad original.
Honor y lealtad se resumen en un inquebrantable sentido de la independencia, que se exige para sí, pero que se quiere para la familia y para la patria. Y que necesariamente se respeta en los demás individuos, grupos o naciones. Ese respeto proviene de saber que la vida es sagrada y que de ahí surgen obligaciones inquebrantables. Por eso, si el hombre de derecha acepta en extremo disponer de las vidas en la guerra, las defiende sin concesiones ante las políticas del aborto y la eutanasia, tan caras a los izquierdistas. Por lo mismo, repugna de los llamados “Derechos humanos”, producto de la Revolución, que manipula la izquierda creando una Justicia tuerta. Ante la sacralidad de la vida de los hijos de Dios, crecen las obligaciones de las almas nobles en la misma medida en que se pulverizan los falsos derechos de los resentidos.
Ser de derecha, ser conservador, ser nacionalista argentino no significa ser xenófobo ni pasatista. Implica no profesar acerca de la inteligencia endiosada ni de su limitada ciencia. Es tener claro que la verdad científica de hoy puede ser el error grosero de mañana. Y no confundir las verdades relativas de lo humano con las absolutas, sobre las que la Fe nos alcanza una salvadora noción. Pero siempre ha sido también saber servirse con mesura de los descubrimientos de los hombres, con la prudencia que puede devolverlos transformados en bien.
LOS LIMITES
Los de derecha que, por lo que antecede, tienen clara conciencia de los límites, saben también que esos límites deben ser defendidos. Que la defensa de los límites –personales, grupales, nacionales- requiere en ocasiones de la violencia justa. Pero saben también que la violencia justa se ejerce a cara descubierta y a la luz, porque implica al honor. Por eso el verdadero hombre de derecha aborrece el atentado nocturno y el terrorismo.
Porque honor y verdad se levantan al sol y por eso mismo son abominables las sociedades secretas. El que actúa a lo oscuro, desde las tinieblas, llámese como se llame, no es de derecha.
El pensamiento de derecha es, por supuesto, universal. Los hombres tradicionales, los hombres de siempre, se reconocen a lo largo de las épocas y de las civilizaciones. Pero saben también que el alcance de sus principios, de su honor y de su amor requiere en cada momento de las humanas fronteras de las familias y las patrias. Y que, como dijese con ilustre intuición José Antonio Primo de Rivera, el destino universal de los hombres sólo se adquiere desde la unidad de la patria. Tal sentido trascendente de la patria provoca especial dolor y especial compasión ante el compatriota; no es otra cosa la solidaridad que ha agrandado en todos los tiempos el pecho del derechista.
Sea o no religioso, el hombre de derecha sabe que somos criaturas caídas y, lo manifieste o no según la profundidad de sus convicciones trascendentes, tiene claro que la línea histórica por la que marcha la humanidad no es una recta de evolución progresiva, como pretenden los de izquierda. Esa noción, a la que vino a poner un falso fundamento pretendidamente científico el darwinismo, hace a la conducta mucho más de lo que pueda aparentar en superficie. El hombre de siempre intuye cuánto puede aprender del pasado y lo estudia con afán y respeto. Aunque hasta el arte rupestre se lo niegue de modo evidente, el progresista genera en cambio la idea de que el hombre de antes era menos desarrollado que él; por eso no tiene el menor cargo de conciencia cuando tergiversa el pasado o, sencillamente, lo borra, como se comprueba a través de la educación dominada por él.
Así la controversia: progresismo versus apego a la tradición, aún opacada. La lógica humana indicaría que los primeros deberían ser individuos alegres, confiados del exitoso camino que transitan.
Sin embargo, es todo lo contrario: el gesto habitual de la izquierda es hosco, oscuro, gris, reconcentrado; pero reclama todos los derechos. La derecha, en cambio, es alegre; no se esconde ante el enfrentamiento ni le teme al vino. Acepta todas las obligaciones. Es que la derecha, pese a todo lo que hoy impera, tiene esperanza. Esperanza que proviene de la Fe y que debe escribirse con mayúscula.
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