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Queridos amigos. Un día como hoy 28 de marzo de hace 63 años, entregaba su alma en la paz y la amistad de Dios el Dr. Gustavo Martínez Zuviría, escritor católico conocido universalmente por el seudónimo de Hugo Wast. Nos cuenta su biógrafo Juan Carlos Moreno, cómo fueron sus últimos días : “Lo vi por última vez -dice Moreno-. Lo hallé de buen ánimo, después del aire quebrantado que presentaba poco antes. Note en él un renovado vigor, puramente espiritual, era evidente, pues seguía padeciendo insomnio y agobiado por el asma que lo acompañó toda la vida, añadió que estaba corrigiendo las pruebas de una nueva novela. Al preguntarle, sorprendido, cuál era el título, respondió, sonriendo, que aún no lo tenía, que allí trataba el problema de la natalidad y que suscitaría discusiones”. Esta novela se llamó Autobiografía del hijito que no nació, su obra póstuma, publicada un año después de su muerte en 1963, cuyo dramático tema se ajusta a la encíclica “Humanae Vitae”, de Paulo VI, dada en 1968. Martínez Zuviría desmejoraba rápidamente. El 24 de marzo debió guardar cama, para ya no levantarse. Estaba tranquilo, empero, y nadie preveía el próximo fin. Acaso él conocía el día y la hora, o los presentía misteriosamente, por aquella gracia que el Señor, a quien amaba y a quien había brindado la primicia de sus frutos, le concedía ahora abundantemente. Todas las mañanas iba a misa de 6 y cuando volvía después del desayuno rezaba a las 8 el Rosario con las letanías con su esposa, era hombre de oración y de meditación, lo hicieron así durante los 54 años de casados. En sus últimos años asistía a misa con preferencia a la de las 6 de la mañana, porque era madrugador, y comulgaba en ella. Algunas veces servía de acólito o monaguillo. Cuando vivía en la Biblioteca Nacional acudía a la de Iglesia de San Ignacio, y más tarde en su casa de la calle Uruguay a la del Salvador o a la de Nuestra Señora de las Victorias. Creía en el dogma de la Comunión de los Santos y costeaba sufragios por las almas del Purgatorio. En la cabecera de su cama pendían de la pared los retratos de San Ignacio de Loyola, en cuya orden pensó ingresar, y el de San Juan Bosco, el magnífico educador, cuya admirable vida escribió. Amaba a la Virgen Santísima. Comenzó su veneración por la Madre de Dios en el Colegio de la Inmaculada Concepción de los Jesuitas en Santa Fe. A ella le dedicó las más finas alabanzas, entretejiéndolas en sus libros y en sus relatos autobiográficos. En los últimos meses, quien lo visitara, podía verlo con uno de los tomos de la Sagrada Escritura, o con el Breviario Romano, que meditaba con asiduidad como un monje. Un día a la hora del crepúsculo cuenta Moreno: “Lo vi acercarse con paso lento al vestíbulo, portando una lamparilla de aceite cuya mecha acababa de encender, que luego depositó al pié de un gran cuadro, impreso en Francia, con una magnífica imagen del Sagrado Corazón de Jesús.” El 26 de Marzo llamó a una de sus hijas, Madelón, y le pidió que fuera a la Iglesia de las Victorias y que pidiera que un sacerdote fuera si era posible al otro día a las 7 de la mañana a su casa, y que de ser así llamase a todos sus hermanos para que estuvieran también a las 7 de la mañana junto al sacerdote, y por último que un rato antes de las 7 prendiese las luces de la casa. Su hija extrañada le preguntó el porqué de esos tres pedidos, y él le respondió tranquilamente: “ Me voy a morir y quiero recibir al Señor junto a todos mis hijos y tu madre, para agradecerle todo lo que me ha dado en la vida”. El 27 de Marzo lo visitaron sus amigos los médicos Roque A. Izzo y Oscar Ivanissevich. El escritor estaba de buen ánimo, sentado en la cama, con las piernas hacia fuera, bromeando. Ese mismo día recibió con devoción y buen espíritu el postrer Sacramento de la Iglesia, y comulgó en compañía de su esposa. Parecía animado de extraña vida. Después de la Extremaunción, pidió y recibió la bendición pontificia. Quería morir adherido a la Iglesia de Cristo, por la cual había luchado. Por la noche llegaron el doctor Ivanissevich y su yerno el doctor Carlos Riviere, a instancias de éste el enfermo tomó una cucharada de sopa de fideos, y no pudo sorber otra, doña Matilde permanecía al lado de su marido asistiéndolo constantemente, porque él no quería que lo atendiese otra persona. La anciana matrona no había podido dormir las últimas noches y estaba sumamente fatigada. El doctor Ivanissevich le mandó que descansara, y ella se recostó en la cama de al lado, vestida. Le preguntó al enfermo si necesitaba algo y él le dijo que reposase. El escritor no durmió esa noche. Presentía la cercanía del tránsito. La última noche de su vida la paso despierto, solo y en oración junto a su devocionario. Eran las cinco de la mañana del día 28 de marzo y apuntaba el alba. Entonces despertó a su mujer, diciéndole: “Vamos a rezar el Rosario. Doña Matilde se incorporó ¿Tan temprano rezar el Rosario?! Nunca lo habían hecho a aquella hora, sino después del desayuno. Ambos repasaron las menudas cuentas. Al concluir el Rosario, doña Matilde le pidió que postergaran las letanías para la tarde, porque estaba rendida. Poco después cuando llegó uno de sus hijos, él señaló a su abnegada compañera, diciéndole: “Rezó el Rosario conmigo”. El agobiado escritor pidió que le leyeran las preces de la recomendación del alma que se dice por los moribundos. Las leyó su hijo Gustavo y él siguió con serenidad las augustas oraciones de los que abandonan este mundo: “Señor mío Jesucristo, Dios de bondad, Padre de misericordia: me presento ante ti con el corazón contrito y humillado y te encomiendo mi última hora y lo que después de ella me espera. “Cuando mis pies, perdiendo su movimiento, me adviertan que mi carrera en este mundo está próxima a su fin: ¡Jesús Misericordioso, ten compasión de mí! “Cuando mis manos trémulas y entorpecidas no puedan ya estrechar el Crucifijo, y a pesar mío lo deje caer sobre mi lecho de dolor: ¡Jesús Misericordioso, ten compasión de mí! “Cuando mis ojos, vidriados y desencajados por el horror de la inminente muerte, fijen en ti sus miradas lánguidas y moribundas: ¡ Jesús Misericordioso, ten compasión de mí.” Entraron en el aposento los doctores Ivanissevich y Riviere, exa- minaron al enfermo y, cuando se retiraban, dona Matilde los interrogó: “– ¿Cómo lo encuentran?– Animo, señora. Lo encontramos bien -dijo Ivanissevich.– Lo encontramos mejor que ayer -añadió el doctor Riviere. Al volver a la habitación, ella transmitió a su marido:– Dicen que te encuentran mejor. Martínez Zuviría, con un gesto y un movimiento de la mano, le dio a entender que no era así. Ya no hablaba. Ella parecía aún no advertir la inminencia del fin. Se disponía a alejarse a buscar un vaso de agua cuando él le hizo seña de que se aproximara, como si quisiese hablarle al oído. Ella notó que estaba intensamente pálido.-¿Qué te pasa? -le preguntó inclinándose. Él la tomó con la mano de la cabeza le hizo la señal de la cruz y le dio un beso en la frente. Era el ósculo de la despedida. Enseguida volvió el rostro y expiró. Había rendido su alma a Dios.” Eran las 11 y 15 de la mañana del 28 de marzo de 1962. El escritor católico fue ungido con todos los carismas de la Iglesia y ahora ingresaba en el ejército triunfante de la gloria eterna. Había recibido todos los sacramentos salutíferos: El Bautismo, la Confirmación, la Penitencia, la Eucaristía, el Matrimonio, la Extremaunción, el Orden Sagrado…¿El Orden Sagrado? En su infancia creíase inclinado a la vocación eclesiástica, y si Dios lo llamó a formar un hogar, él ejercitó su apostolado en el mundo como un sacerdote. Martínez Zuviría y su esposa no rezaron esa tarde las letanías lauretanas. El 29 de marzo por la mañana el padre Furlong S.J. celebró el Santo Sacrificio en la capilla ardiente erigida en casa del escritor. La noticia de la muerte del novelista, cuyo nombre y cuyos escritos llenaron durante medio siglo los diarios y las revistas del país, fue parcamente dada por los periódicos. La mañana del sepelio acudió a la casa de la calle Uruguay 725 un gentío extraordinario, entre el que se veían sacerdotes, amigos y funcionarios, y mucha gente desconocida, lectores y admiradores de Hugo Wast. La carroza fúnebre condujo el féretro a la cercana Iglesia del Salvador, donde se habían congregado los parientes y amigos para asistir a la Misa Exequial. La muerte no pudo sorprenderlo distraído, porque jamás dejó que los alientos de humanas vanidades sofocaran la antorcha que debía mantener encendida a través de una larga vigilia de siervo fiel. Sorteando los halagos del mundo al que conquistó, pero al cual no hizo concesiones. y venciendo los asaltos del espíritu maligno, se dirigió serenamente hacia la cumbre. Su vocación de escritor fue simple y constante como su vida. Con su vocación nació y con ella moriría. Celebró la Misa un sacerdote jesuita. Y aunque por disposición del extinto no debía haber discurso en su sepelio, el padre jesuita Guillermo Furlong, amigo íntimo del extinto, no pudo dejar en esa hora de exteriorizar sus sentimientos: subió al púlpito y pronunció el siguiente panegírico: “Ayer contemplé el rostro cadavérico del doctor Martínez Zuviría -dijo el padre Furlong-, y me impresionó su sonrisa, una sonrisa bellísima, como de aurora refulgente, que si añadía un hilo a la trama sutil de su larga y fecunda existencia, decía a las claras, así lo he interpretado, cuál era la felicidad de aquel que, habiendo hambreado la belleza, el amor y la verdad y habiéndolas expresado tantas veces y con tanto éxito, las poseía infinitas y para siempre. Al lado del lecho que yacía exánime el cuerpo de Martínez Zuviría, cubierto según sus votos con la sotana de jesuita había un cuadro de San Ignacio aureolado y sonriente. Con esa intuición propia de las mujeres de exquisito espíritu su señora esposa me dijo. Como se parecen. Y tanta era la semejanza que diríase que el cuadro era una réplica del varón santo que acababa de partir a la eternidad o este era una réplica del cuadro. Aunque lo conocíamos y lo tratamos muy íntimamente desde 1925 hasta la víspera de su deceso, no diremos porque no debemos prevenir el juicio de la Iglesia, pero podemos manifestar que jamás en caballero alguno argentino hemos visto realizarse aquella definición del hombre perfecto, del caballero sin tacha y del santo sin chocante exteriorizaciones. El entendimiento sometido a la verdad la voluntad sometida a la moral, las pasiones sometidas al entendimiento, y a la voluntad, y todo ilustrado dirigido y elevado por la religión: he aquí el hombre completo, el caballero por excelencia el que sustancialmente es un santo. En él la razón da luz, la imaginación vivifica, la religión diviniza.”
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