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En un nuevo aniversario de nuestra independencia patria, vaya este conciso pero excelente análisis de las verdaderas causas que originaron aquel histórico suceso.
Si simples eran las motivaciones de la Autonomía, más singulares y elementales fueron las de la Independencia.
De nuevo: veamos.
El antiguo profesor de la Universidad de Harvard, Clarence Haring, nos explica que:
«…de no haber surgido la circunstancia de las guerras en Europa, y de haber existido la posibilidad de que Fernando VII, después de su restauración hubiera acordado a sus súbditos una moderada libertad política y económica, el imperio se habría conservado, al menos por un tiempo.
Las guerras de la independencia fueron esencialmente guerras civiles. Uno de los rasgos más llamativos de todo el movimiento fue la prueba de lealtad a España, que dio gran parte de la población. En muchas regiones, el núcleo de las fuerzas realistas estaba constituido por hispanoamericanos…
En un principio, la mayoría de los criollos que tomaron y condujeron los movimientos revolucionarios no se mostraron propensos a romper por completo con España. Fácilmente podía haberse llegado a una reconciliación, otorgándose un tratamiento justo y razonable y adecuadas concesiones de autonomía…
Se convirtió gradualmente en un movimiento contra la autoridad española por la fuerza de las circunstancias imperantes en Europa».
Sí; así es.
La independencia surgió de las pugnas entre peninsulares para otorgar mayor o menor poder al Rey y del interés de la Restauración francesa en evitar reiteraciones más o menos revolucionarias en sus fronteras. Pero, sobre todo, nació de la personalidad del rey restablecido en el trono, un sujeto digno de estudios psiquiátricos, quien de haber sido el «deseado», cuando estaba preso en Valencay (donde se dedicaba a tejer calcetas), pasó a ser el «odiado», tanto en la Península como en América. Si el adjetivo «estúpido» le cabe a un gobernante, ése tal fue Fernando VII (Napoleón Bonaparte había descrito la familia real española, esto es, a la Reina María Luisa, al rey Carlos IV, y al Príncipe de Asturias, Fernando, con estas palabras: «la madre era adúltera, el padre consentido, el hijo traidor»).
Y, pues, fue ese mismo Fernando VII quien, el 30 de mayo de 1816, ordenó la expulsión del ministro argentino plenipotenciario Bernardino Rivadavia quien había ido a rendirle pleitesía. Datos anteriores y similares a éste, conocidos en el Río de la Plata, provocaron la Declaración del 9 de Julio de 1816, de Tucumán. Cual lo había adelantado en un sermón patriótico, fray Francisco de Paula Castañeda, el 25 de mayo de 1815:
«Diremos, que si el mal aconsejado Fernando no quiere unirse con sus leales vasallos, él mismo es el que, cual otro Roboam, se ha dado a sí mismo la sentencia, y no es regular que lloremos mucho, porque tal sentencia se cumpla y se ejercite; diremos que Fernando VII… que rehúsa nuestros homenajes con melindre desdeñoso, para que en adelante lo tratemos con desprecio. Diremos, que si este mal aconsejado joven le desagradó tanto nuestra lealtad, busque vasallos desleales, que los encontrará en la Península a millares y millones. Diremos, que el haberlo reconocido y jurado cuando estaba preso en Francia, no fue más que un rasgo de generosidad americana, y que al ver su indigesta y cruda ingratitud, no queremos continuarle por más tiempo un obsequio tan indebido».
Estólida ingratitud hispana ante la generosidad americana: causa de la Independencia.
Quienes no habían tenido que esperar al desenvolvimiento de las potencialidades negativas encerradas en los talentos borbónicos, fueron dos hombres que conocían de cerca la escandalosa intimidad de esa Casa Real. Nos referimos, claro está, a Simón Bolívar (que había estado en la guardia de corps, junto a Mallo y a Godoy, amantes de la Reina María Luisa) y José de San Martín (cuyo hermano Justo Rufino también había sido oficial de aquel regimiento de favoritos de la Reina). Esos dos hombres principales que, con Agustín de Iturbide, conforman el trío de Libertadores de América, no habían alentado ninguna ilusión acerca de la evolución favorable de la postura autonómica. En consecuencia, ellos fueron los anunciadores, adelantados y ejecutores de la Independencia.
Queremos subrayar que fueron ellos, y no los denominados «precursores», que tan sólo estaban interesados en las «reformas» (religiosas) del sistema español, los artífices de la Independencia. Los «precursores» (del tipo de Mariano Moreno) querían cortar con la Madre Iglesia, no con el Padre Rey.
San Martín no hacía un secreto de su opinión sobra la conducta española –«España se halla reducida al último grado de imbecilidad y corrupción»: Proclama a los habitantes del Perú, 13.11.1818, y Bolívar menos, al punto que estaba dispuesto a llevar una «guerra a muerte» a los «godos», si se empeñaban en rechazar la emancipación americana. Pues, antes y después de la restauración de Fernando VII, absolutistas y liberales peninsulares combatieron por igual la independencia americana. Especialmente enemigas de América fueron las Cortes liberales de Cádiz, que sancionaron la Constitución laicista de 1812. Luego, hubo guerra, decidiéndose la suerte de las armas en Ayacucho, el 9 de diciembre de 1824. Hecho memorable que, un siglo después, hizo decir al poeta Leopoldo Lugones que las espadas de los granaderos nos dieron «lo único enteramente logrado que tenemos hasta ahora, y es la Independencia».
Independencia tuvimos, sin ayuda de nadie, gracias al valor y al coraje de nuestros bravos paisanos. Y eso es algo de lo que siempre deberemos enorgullecernos, repitiendo aquellas estrofas originales del Himno: «se levanta a la faz de la tierra una nueva y gloriosa Nación».
Lo importante, didácticamente, es que se eviten confusiones. Así, Mayo es Autonomía (no: «Libertad», ni «Revolución», por lo menos si a lo acontecido en la Semana del 18 al 25 de mayo de 1810, se le pretende adjudicar una motivación ideológica), y Julio es Independencia. E «Independencia» supuso contar con una Nación Soberana (donde los elementos de «pueblo», «territorio», «religión» y «costumbres» preexistían, pero formando parte de otro Estado). Desde el 9 de julio de 1816 existió la Nación Argentina, para la cual el poeta Francisco Luis Bernárdez cantó las estrofas siguientes:
«Dios la fundó sobre la Tierra para que hubiera menos hambre y menos frío.
Dios la fundó sobre la Tierra para que fuera soportable su castigo.
Podemos dar gracias al Cielo por la belleza y el honor de su destino.
Y por la dicha interminable de haber nacido en el lugar donde nacimos.
La patria vive dulcemente de las raíces enterradas en el tiempo.
Somos un ser indisoluble con el pasado, como el alma con el cuerpo.
Dios la fundó sobre la Tierra para que hubiera menos llanto y menos luto.
En las tinieblas de la Historia la Cruz del Sur le dicta el rumbo más seguro.
Ninguna fuerza de la Tierra podrá torcer este designio y este rumbo»[1].
Digamos, por fin, que aquél de otrora fue un designio combatiente; actitud que siempre debiera estar vigente. Para lo cual, para mantener la bandera realmente izada, en estas épocas de globalización esclavizante, deberíamos quedar obligados a permanecer doblemente atentos y vigilantes. Tal cual lo indicaba el poeta Carlos Obligado, al recordarnos, en 1943:
«Mas, ved, que el campo es de aluvión, inmenso.
Y el cardo amaga entre la mies fecunda;
Y en este mundo, a la abyección propenso,
Oro socava lo que acero funda».
* En «Aquello que se llamó la Argentina». Ed. El Testigo, Mendoza, 2002, pp. 26 – 31.
[1] Fragmento del poema «La Patria», cuyo texto completo hemos publicado anteriormente en este blog. Su lectura, que también resulta propicia para esta fecha, puede realizarse AQUÍ.
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Quien quiera descargar y guardar el texto precedente en PDF, y ya listo para imprimir, puede hacerlo AQUÍ.
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