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15 de septiembre de 2024

REZA el tópico que los pueblos que desconocen su historia están condenados a repetirla. Ojalá fuese así; pues aunque la historia española está llena de episodios turbios siguen siendo mayoría los ejemplares y aun gloriosos. Pero la abolición del pasado, antes que empujarnos a repetirlo, niega nuestro futuro; porque en todo intento de abolir el pasado subyace – amén de un intento de manipulación social – una bárbara y obscena reivindicación del caos y de la nada. De lo que se trata no es ya de tergiversar el pasado o de suplantar la verdad con maquinaciones fraudulentas, sino, pura y simplemente, de desmantelar el hermoso andamiaje sobre el que se ha sustentado nuestra cultura.

La infamia que estamos presenciando no afecta únicamente a la enseñanza de la Historia. Si nos asomamos a los planes educativos vigentes, descubriremos que el latín, la literatura, la filosofía y, en general, toda disciplina que contribuya a guarecernos frente al vacío de la barbarie han sido aniquilados con una minuciosidad y un ensañamiento que sólo pueden explicarse como el fruto de una confabulación premeditada. Parece que se aspira a privar a toda una generación (o varias generaciones ya) de las herramientas intelectuales que nos permiten acceder al conocimiento de lo que somos y a sustituir las fuentes de ese conocimiento por un caudal de informaciones banales y descontextualizadas que conviertan nuestra travesía por la vida en un peregrinaje ciego. Este concienzudo expolio de la cultura clásica está generando un vacío que, inevitablemente, cederá (ya está cediendo) hueco a la manipulación histórica, a los falseamientos ideológicos, a ese aturdido relativismo al que los hombres desamparados se aferran cuando les falta un vigoroso cimiento sobre el que poder edificar su curiosidad. La depauperación educativa no se contenta con desterrar las cronologías o el recuento prolijo de hechos pretéritos; también aspira a demoler el sustrato cultural sobre el que se asientan dichos hechos. Se trivializa el pasado para exorcizar su influjo benefactor; quienes han promovido esta mezquindad se aseguran así una sociedad lacaya, enfangada en los andurriales de la ignorancia.

Quizá la piedra angular de este propósito de ‘abolir el pasado’, tan propio de manipuladores sociales, sea el empeño por borrar cualquier vestigio de filiación cristiana a nuestra civilización (o a sus escurrajas). Pero lo cierto es que las religiones fundan las civilizaciones, que a su vez mueren cuando la religión que las fundó también muere; y la religión cristiana, en particular, es la fundadora de lo que hoy pomposamente conocemos como ‘civilización occidental’, que por supuesto también está constituida por elementos tomados, a modo de mosaico, de otras civilizaciones que se desarrollaron antes o a un mismo tiempo. Pero el cristianismo fue la amalgama que unificó y dotó de un sentido nuevo tales elementos de procedencia diversa. Y, prescindiendo de esa amalgama, nada de lo que el arte y el pensamiento occidentales han entretejido durante veinte siglos resulta inteligible; todo intento de penetrar en el sentido más universal e imperecedero de la obra de todos nuestros grandes maestros prescindiendo de dicha argamasa resulta por completo infructuoso.

Periódicamente (aunque siempre en sordina) asoma a los medios de comunicación el escándalo de la incultura religiosa que padecen las jóvenes generaciones, incapaces de descifrar los cuadros de asunto religioso, de entender un soneto de Lope de Vega o un motete de Bach. No pueden disfrutar plenamente de algunas de las más altas creaciones humanas; han sido convertidos en parias, expulsados a la intemperie espiritual y cultural. Y cuando el conocimiento no nos asiste, hemos de protegernos de la intemperie mediante la superstición tecnológica. Como ya no podemos reconocernos a través del estudio de las disciplinas que explican nuestra genealogía cultural y espiritual, que nos están siendo escamoteadas, refugiamos nuestra orfandad intelectual en las cavernas de la tecnología. Los mismos gobernantes que contemplan con negligencia o aviesa satisfacción el desprestigio de las disciplinas humanistas proclaman con orgullo la entronización de las ‘nuevas tecnologías’, como si el manejo de tal o cual artilugio pudiese sustituir el legado inabarcable de los siglos que nos preceden. Ofuscados o deslumbrados por la superstición tecnológica, hemos llegado a creer que el manejo de esos artilugios puede redimirnos de la abolición del pasado. Mañana quizá comprendamos la magnitud de la barbarie que risueñamente hemos consentido; pero mañana quizá sea demasiado tarde.

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