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Con apenas unas semanas de pontificado, el Papa León XIV ha pronunciado uno de los discursos más significativos de este inicio de etapa: un mensaje vibrante a las Iglesias orientales, lleno de referencias teológicas, históricas y espirituales, que pone en el centro la belleza del misterio cristiano, tal como se vive en la liturgia oriental.

No se trata de una alabanza decorativa ni de una estrategia geopolítica. León XIV ha demostrado que comprende profundamente el alma litúrgica del cristianismo oriental, y ha mostrado su deseo de preservarla, honrarla y aprender de ella. Lo ha hecho sin arrogancia romana ni apropiaciones indebidas, sino con la humildad del que ve en esa tradición un tesoro para toda la Iglesia.

Liturgia: misterio que envuelve y eleva

“El Oriente cristiano nos recuerda el sentido del misterio”, dijo el Papa, y añadió que en sus liturgias se canta “la belleza de la salvación” y se suscita “el estupor por la grandeza divina que abraza la pequeñez humana”. Frente al minimalismo litúrgico o al funcionalismo pastoral, León XIV apuesta por una liturgia que toque el alma, que involucre al cuerpo y al espíritu, que introduzca en el corazón del Misterio.

Recuperar el primado de Dios, el valor de la mistagogía, la centralidad del ayuno, de la penitencia, de la intercesión… todo esto, tan vivo en el Oriente cristiano, es urgente también para el Occidente. León XIV lo dice con claridad: las espiritualidades orientales “son medicinales”.

Fidelidad sin folklorismo: la custodia de la tradición

En su discurso, León XIV cita al Papa León XIII, quien ya en 1894 advertía que “la conservación de los ritos orientales es más importante de lo que se cree”. Y recuerda con fuerza la directriz: ningún misionero latino debía inducir a los orientales a cambiar de rito. Ese respeto por la diversidad legítima, vivida en comunión, es hoy más actual que nunca.

El Papa advierte también contra la tentación de diluir estas tradiciones “por practicidad o comodidad”, y pide normas concretas para protegerlas en la diáspora. A los pastores latinos les encarga una misión clara: no absorber ni uniformar, sino proteger y dejarse enriquecer.

El clamor por la paz: voz profética desde Oriente

León XIV no ignora el contexto dramático que viven muchas Iglesias orientales: guerras, persecuciones, desplazamientos forzados. El Papa eleva un grito por la paz, y ofrece la mediación de la Santa Sede para que “los enemigos se miren a los ojos”, para que “los pueblos recuperen esperanza y dignidad”.

Y lo hace no desde una neutralidad tibia, sino desde la certeza pascual: Cristo resucitado ofrece una paz que no es del mundo, una paz que reconcilia y da vida. En ese sentido, el Oriente cristiano, profundamente herido, se convierte en testigo creíble del Evangelio.

Un ejemplo para todos

El discurso cierra con un llamado a los pastores: fomentar la comunión en los sínodos, ejercer el gobierno con humildad, vivir la pobreza evangélica, ser fieles en la obediencia y el testimonio. Y concluye citando a San Simeón el Nuevo Teólogo: el fuego del corazón encendido se apaga si lo sofocan las preocupaciones mundanas.

Es difícil no ver en estas palabras un programa de gobierno, o al menos una orientación clara para el inicio de este pontificado: volver al centro, volver al Misterio, volver a Cristo.

 

Discurso completo del Papa León XIV traducido al español

(A continuación el texto íntegro en español)

> En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, ¡la paz sea con vosotros!

Beatitudes, Eminencia, Excelencias,
queridos sacerdotes, consagradas y consagrados,
hermanos y hermanas,

¡Cristo ha resucitado! ¡Verdaderamente ha resucitado! Os saludo con las palabras que, en muchas regiones, el Oriente cristiano no se cansa de repetir en este tiempo pascual, profesando el núcleo central de la fe y de la esperanza. Y es hermoso veros aquí precisamente con ocasión del Jubileo de la esperanza, de la cual la resurrección de Jesús es el fundamento indestructible. ¡Bienvenidos a Roma! Me alegra encontraros y dedicar a los fieles orientales uno de los primeros encuentros de mi pontificado.

Sois preciosos. Al miraros, pienso en la variedad de vuestras procedencias, en la historia gloriosa y en los duros sufrimientos que muchas de vuestras comunidades han padecido o padecen. Y quiero reafirmar lo que dijo el Papa Francisco sobre las Iglesias Orientales: “Son Iglesias que deben ser amadas: custodian tradiciones espirituales y sapienciales únicas, y tienen mucho que decirnos sobre la vida cristiana, la sinodalidad y la liturgia; pensemos en los Padres antiguos, en los Concilios, en el monaquismo: tesoros inestimables para la Iglesia” (Discurso a los participantes en la Asamblea de la ROACO, 27 junio 2024).

Quiero citar también al Papa León XIII, que fue el primero en dedicar un documento específico a la dignidad de vuestras Iglesias, dada ante todo por el hecho de que “la obra de la redención humana comenzó en Oriente” (cf. Carta ap. Orientalium dignitas, 30 noviembre 1894). Sí, tenéis “un papel único y privilegiado, en cuanto contexto originario de la Iglesia naciente” (San Juan Pablo II, Carta ap. Orientale lumen, 5). Es significativo que algunas de vuestras liturgias —que estos días estáis celebrando solemnemente en Roma según las diversas tradiciones— utilicen todavía la lengua del Señor Jesús.

Pero León XIII expresó un apremiante llamamiento a que “la legítima variedad de liturgia y disciplina oriental […] redunde en […] gran decoro y utilidad de la Iglesia” (Orientalium dignitas). Su preocupación de entonces es muy actual, porque hoy muchos hermanos y hermanas orientales, entre ellos varios de vosotros, obligados a huir de sus tierras de origen por la guerra y la persecución, por la inestabilidad y la pobreza, corren el riesgo, al llegar a Occidente, de perder, además de la patria, también su identidad religiosa. Y así, con el paso de las generaciones, se pierde el patrimonio inestimable de las Iglesias Orientales.

Más de un siglo atrás, León XIII observaba que “la conservación de los ritos orientales es más importante de lo que se cree” y, con este fin, prescribía incluso que “cualquier misionero latino, del clero secular o regular, que con consejos o ayudas atrajese a algún oriental al rito latino” fuera “destituido y excluido de su oficio” (ibid.). Acojamos el llamamiento a custodiar y promover el Oriente cristiano, sobre todo en la diáspora; aquí, además de erigir, donde sea posible y oportuno, circunscripciones orientales, hay que sensibilizar a los latinos. En este sentido, pido al Dicasterio para las Iglesias Orientales, al que agradezco su trabajo, que me ayude a definir principios, normas, directrices mediante las cuales los pastores latinos puedan concretamente sostener a los católicos orientales de la diáspora y preservar sus tradiciones vivas, enriqueciendo con su especificidad el contexto en el que viven.

La Iglesia os necesita. ¡Cuán grande es la aportación que puede darnos hoy el Oriente cristiano! ¡Cuánto necesitamos recuperar el sentido del misterio, tan vivo en vuestras liturgias, que involucran a la persona humana en su totalidad, cantan la belleza de la salvación y suscitan el asombro ante la grandeza divina que abraza la pequeñez humana! Y cuán importante es redescubrir, también en Occidente, el sentido del primado de Dios, el valor de la mistagogía, de la intercesión incesante, de la penitencia, del ayuno, del llanto por los propios pecados y por los de toda la humanidad (penthos), tan típicos de las espiritualidades orientales. Por eso es fundamental custodiar vuestras tradiciones sin diluirlas, quizás por comodidad, de modo que no sean corrompidas por un espíritu consumista y utilitarista.

Vuestras espiritualidades, antiguas y siempre nuevas, son medicinales. En ellas, el sentido dramático de la miseria humana se funde con el asombro por la misericordia divina, de modo que nuestras bajezas no provoquen desesperación, sino que inviten a acoger la gracia de ser criaturas sanadas, divinizadas y elevadas a las alturas celestiales. Necesitamos alabar y agradecer sin cesar al Señor por esto. Con vosotros podemos rezar las palabras de San Efrén el Sirio y decir a Jesús: “Gloria a ti que de tu cruz hiciste un puente sobre la muerte. […] Gloria a ti que te revestiste del cuerpo del hombre mortal y lo transformaste en fuente de vida para todos los mortales” (Discurso sobre el Señor, 9). Es un don que hay que pedir: saber ver la certeza de la Pascua en cada tribulación de la vida y no desanimarse, recordando, como escribía otro gran Padre oriental, que “el mayor pecado es no creer en las energías de la Resurrección” (San Isaac de Nínive, Sermones ascéticos, I,5).

¿Quién, más que vosotros, puede cantar palabras de esperanza en el abismo de la violencia? ¿Quién más que vosotros, que conocéis de cerca los horrores de la guerra, tanto que el Papa Francisco llamó a vuestras Iglesias “martiriales”? (Discurso a la ROACO, citado). Es cierto: desde Tierra Santa hasta Ucrania, desde Líbano hasta Siria, desde Oriente Medio hasta el Tigray y el Cáucaso, ¡cuánta violencia! Y sobre todo este horror, sobre las masacres de tantas vidas jóvenes, que deberían provocar indignación, porque, en nombre de la conquista militar, mueren las personas, se alza un llamamiento: no tanto el del Papa, sino el de Cristo, que repite: “¡La paz sea con vosotros!” (Jn 20,19.21.26). Y especifica: “La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo” (Jn 14,27).

La paz de Cristo no es el silencio sepulcral tras el conflicto, no es el resultado de la opresión, sino un don que mira a las personas y reactiva su vida. Recemos por esta paz, que es reconciliación, perdón, valor para pasar página y volver a empezar.

Para que esta paz se difunda, emplearé todos mis esfuerzos. La Santa Sede está disponible para que los enemigos se encuentren y se miren a los ojos, para que a los pueblos se les devuelva una esperanza y la dignidad que merecen, la dignidad de la paz. Los pueblos quieren la paz y yo, con el corazón en la mano, digo a los responsables de los pueblos: ¡encontrémonos, dialoguemos, negociemos! La guerra nunca es inevitable, las armas pueden y deben callar, porque no resuelven los problemas, sino que los aumentan; porque pasará a la historia quien siembre paz, no quien siegue víctimas; porque los demás no son ante todo enemigos, sino seres humanos: no malos a los que odiar, sino personas con quienes hablar. Rechacemos las visiones maniqueas propias de las narraciones violentas, que dividen el mundo entre buenos y malos.

La Iglesia no se cansará de repetir: callen las armas. Y quiero agradecer a Dios por cuantos, en el silencio, en la oración, en la ofrenda, tejen tramas de paz; y a los cristianos —orientales y latinos— que, especialmente en Oriente Medio, perseveran y resisten en sus tierras, más fuertes que la tentación de abandonarlas. A los cristianos debe dárseles la posibilidad, no solo con palabras, de permanecer en sus tierras con todos los derechos necesarios para una existencia segura. ¡Os lo ruego, comprometeos con esto!

Y gracias, gracias a vosotros, queridos hermanos y hermanas de Oriente, de donde surgió Jesús, el Sol de justicia, por ser “luz del mundo” (cf. Mt 5,14). Continuad brillando por fe, esperanza y caridad, y por nada más. Que vuestras Iglesias sean ejemplo, y que los Pastores promuevan con rectitud la comunión, sobre todo en los Sínodos de los Obispos, para que sean lugares de colegialidad y corresponsabilidad auténticas. Cuídese la transparencia en la gestión de los bienes, dése testimonio de dedicación humilde y total al santo pueblo de Dios, sin apegos a honores, a los poderes del mundo y a la propia imagen. San Simeón el Nuevo Teólogo mostraba un buen ejemplo: “Así como uno, al echar polvo sobre la llama de un horno encendido, la apaga, del mismo modo las preocupaciones de esta vida y todo tipo de apegos a cosas mezquinas y sin valor destruyen el ardor del corazón encendido en los comienzos” (Capítulos prácticos y teológicos, 63). El esplendor del Oriente cristiano exige hoy más que nunca libertad de toda dependencia mundana y de toda tendencia contraria a la comunión, para ser fieles en la obediencia y en el testimonio evangélicos.

Os doy gracias por ello y de corazón os bendigo, pidiéndoos que recéis por la Iglesia y elevéis vuestras poderosas oraciones de intercesión por mi ministerio. ¡Gracias!

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