Hemos advertido con cuánta fuerza increpa el Señor a aquellos judíos que lo seguían y buscaban, no por razón de sus milagros, sino porque había saciado su hambre, según escuchamos en el evangelio del domingo anterior, el evangelio de la multiplicación de los panes. Es que el Hijo de Dios no se hizo carne para solucionar los problemas sociales o económicos sino para comunicar la vida divina. «Trabajad –les dijo a esos judíos–, no por el alimento perecedero, sino por el que permanece hasta la vida eterna, el que os dará al Hijo del hombre». Ni está la Iglesia para dar recetas en el campo económico-social sino principalmente para comunicar el doble pan de la doctrina y de la Eucaristía. Lo demás, en un segundo lugar, casi por añadidura.

«Yo haré caer pan para vosotros desde lo alto del cielo», había profetizado el Señor a Moisés, como lo oímos en la primera de las lecturas. Y fue el mismo Jesús quien se encargó de decirnos que Él era ese Pan venido de lo alto: «Os aseguro que no es Moisés el que os dio el pan del cielo: mi Padre os da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que desciende del cielo y da vida al mundo». Jesús se declara, pues, «pan del cielo», pan que viene de lo alto, infinitamente superior al pan material con que se alimentó el pueblo elegido durante su travesía por el desierto.

¡Cuán notable la expresión de Jesús: Él es el Pan de Dios que desciende del cielo y da vida al mundo! El maná del Antiguo Testamento no daba la vida; todos lo que de él se alimentaban, tarde o temprano sucumbían. En cambio, el Pan que es Cristo, da la vida indeficiente. El pan corporal era pan de muerte, porque sólo se ordenaba a restaurar temporalmente las fuerzas, sin evitar con ello la muerte ulterior. Por el contrario, el pan espiritual vivifica, porque destruye la muerte. Por eso es el Pan verdadero, del cual el maná era tan sólo figura. Para ello el Hijo de Dios se había hecho carne, para dar «el pan de vida». Él mismo nos lo dijo: «Vine para que tuvieran vida, y la tuviesen en abundancia». La carne de Cristo, que se nos ofrece en la Eucaristía, está unida al Verbo de Dios, y por eso es capaz de comunicar la vida, la vida divina.

Cristo se nos muestra, así, como el pan que da vida al mundo. Y si ahora el Señor comunica vida es porque antes dio su vida en sacrificio. Su ofrenda llevada hasta la muerte es la causa de nuestra vivificación. La Eucaristía prolonga el aspecto sacrificial de nuestra salvación: es el sacrificio de Cristo renovado sobre nuestros altares. Pero ¿acaso Cristo no ofreció su sacrificio una sola vez y para siempre? Ciertamente, pero al celebrarlo en la misa, hacemos conmemoración de su muerte, de esa muerte que fue una y no muchas. No hacemos otro sacrificio, sino que siempre ofrecemos el mismo, es decir, hacemos conmemoración del sacrificio. La Eucaristía es, pues, el sacramento del sacrificio de la Cruz. La obra del Señor realizada «de una vez para siempre» se hace efectiva en cada «ahora» de la Misa. Cristo nos dejó su testamento, su herencia, en su sangre. Los sacrificios, aunque numerosos, no eclipsan el sacrificio de la cruz sino que lo expresan: son la aplicación de la herencia. Sólo es distinta la manera de ofrecerse el sacrificio; en la cruz con derramamiento de sangre, en la Eucaristía de modo incruento.

El Señor dijo: «El pan que yo os daré es mi carne para la vida del mundo». Es la cruz, donde Cristo dio su carne para la vida del mundo, lo que permite que se haga comible, digerible. En su Pasión, Cristo se dejó triturar por los golpes, por los azotes, por el odio, por la lanza, para hacerse el pan de nuestra Eucaristía. Como el trigo debe ser molido antes de volverse pan.

Pues bien, amados hermanos, cuantas veces se celebra el sacrificio de la misa se renueva en nuestro favor la obra de la redención. En la Eucaristía, la Iglesia se sacrifica con Cristo, se une a su sacrificio, y de ese modo hace posible para nosotros el contacto con su Pasión. O mejor, Cristo sigue ofreciendo su sacrificio, mas por mediación de la Iglesia. Porque en la misa, Cristo no renueva su sacrificio de la cruz directamente, mediante las acciones de su cuerpo físico, sino mediante las acciones de su cuerpo físico, sino mediante las acciones de su cuerpo místico. La Iglesia es su instrumento, su boca, su mano ofertorial. Por eso en la misa el celebrante pide a Dios Padre que acepte la ofrenda, y que la considere no sólo como el sacrificio personal de su Hijo sino también como el sacrificio del Esposo al que da su consentimiento la Esposa, que es la Iglesia. Así como no hay Eucaristía sin cruz, tampoco hay Eucaristía sin Iglesia. El «plus» que la misa agrega a la cruz es la participación de la Iglesia.

Todo el juego que se realiza entre Cristo y la Iglesia se puede resumir en dos palabras claves de la plegaria eucarística, que se pronuncian inmediatamente después de la consagración: haciendo memoria-te ofrecemos (mémores-offérimus). En memoria del sacrificio de Cristo, ofrecemos nuestro sacrificio. Haciendo memoria de todo el misterio de Cristo: su pasión, su muerte, su resurrección y su ascensión, ofrecemos nuestro sacrificio, que es el mismo de Cristo, pero que pasa por nuestras manos, y al que se acopla nuestra cuota de sufrimiento o, al decir del Apóstol, «lo que falta a la Pasión de Cristo».

Profundas y difíciles de entender, queridos hermanos, estas enseñanzas de la teología eucarística. Pero, al mismo tiempo, fuentes de vida interior. Pensar que cada vez que acudimos a misa es como si nos acercásemos, por la fe, al pie del monte Calvario, para contemplar al Cristo que muere por nosotros, para elevar nuestras manos como patenas que ofrecen ese sacrificio divino, que se ha hecho también propio nuestro, para abrir nuestros labios y beber la sangre que brota a raudales de su costado herido. ¿Qué mejor ejemplo de participación en el sacrificio que el que nos ofreció nuestra Madre, la Virgen María, junto a la cruz de Jesús? Ella, de pie, y en el silencio de tres horas interminable, aceptó el misterio, se dejó crucificar espiritualmente con su Hijo, con Él se inmoló. Los clavos que atravesaron sus manos y los pies de Cristo, hirieron también místicamente a la Madre, la lanza que perforó el pecho del Señor, se hundió también en su corazón inmaculado. Por eso fue llamada «corredentora», porque de tal modo se adhirió al acto redentor de su Hijo que mereció cooperar de manera eminente en la obra de nuestra salvación.

No nos contentemos, pues, con asistir pasivamente a la misa. Inmolémonos interiormente. Cono nos lo recomienda San Pablo en la epístola de hoy, renunciemos siempre de nuevo a la vida que llevamos, despojándonos del hombre viejo, para renovarnos en lo más íntimo del espíritu y revestirnos del hombre nuevo. Esa será nuestra mejor participación en la misa: morir una vez más con Cristo, mortificar nuestras pasiones desordenadas –mortificar quiere decir dar muerte–, renunciar a nuestros egoísmos y pecados, de tal modo que nos dejemos invadir por Aquel que bajó del cielo para dar vida al mundo.

Prosigamos el Santo Sacrifico de la Misa. Ofrezcámonos con Cristo, sacrifiquémonos por Él y en Él, renunciemos a las ataduras, a la decrepitud de nuestros pecados, y vivamos la santa novedad de la gracia eucarística. Pongamos nuestra confianza en Aquel que hoy nos ha dicho: «Yo soy el pan de vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed».

* Del P. Alfredo Sáenz, en «Palabra y Vida – Homilías Dominicales y Festivas – Ciclo B», Ediciones Gladius – 1993.

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