- Por Héctor Aguer
- 05.08.2024
El escudero Sancho Panza es en el Quijote un personaje perfectamente delineado: un típico aldeano, sencillo, pero no tonto, que habla ensartando refranes, lo cual irrita al Caballero de la triste figura. Destaco una cualidad: su correcta formación religiosa; muchas veces se refiere a lo que ha oído predicar al párroco. La situación, aunque en una obra literaria, refleja las condiciones de la cultura española del siglo XVI, y el lugar que ocupa en ella la religión católica. Hago esta lejana referencia en el intento de formular una comparación con lo que me propongo tratar: la ignorancia religiosa de los argentinos.
Las imágenes históricas y los relatos sobre el siglo XIX muestran que entonces persistían aún las condiciones del orden colonial. Llama la atención la presencia en los acontecimientos decisivos de la Revolución de figuras de frailes dominicos y franciscanos; los seculares, que eran pocos, no tenían un papel relevante. Se destaca como excepción el caso del Deán Funes (1749-1829), formado en Alcalá. Fue rector del Colegio de Montserrat y redactor de un plan de reforma de la Universidad. Se desempeñó, asimismo, como diputado de la Junta Grande de las Provincias Unidas (1810-1811). Fue, además, rector del Seminario de Córdoba.
La crónica escasez de sacerdotes explica, en gran parte, que la ignorancia religiosa de la población se haya consolidado. La inmigración ha procedido en su mayoría de países católicos. Solía decirse que dejaron su religión en los barcos. Hay una especie de círculo vicioso: ¿de dónde procederán las vocaciones sacerdotales sino de esa sociedad laicizada? Entonces, la vocación sucederá como hecho extraordinario, y no faltarán oposiciones y una indiferencia general. Dos ámbitos las ubican en la sociedad a la posible vocación: la familia no practicante y la parroquia, donde en mayor o en menor número se forman los jóvenes. Hubo un tiempo en que numerosas vocaciones surgieron de la Acción Católica; luego esta institución fue afectada por las posiciones liberales y tercermundistas. En los trágicos años setenta, muchos miembros se plegaron a la guerrilla. Más tarde se intentó una “resurrección”, pero ya habían surgido otras agrupaciones católicas.
El nacionalismo católico tuvo su fuente en los llamados Cursos de Cultura Católica, realización plenamente laical, a la que se acercaron poetas y artistas; fue una obra ecuménica, verdaderamente tal, mucho antes de la comprensión de la universalidad como interreligiosa. Esta corriente tuvo dos maestros: Julio Meinvielle y Leonardo Castellani. El primero pertenecía al clero porteño. Había sido muchos años párroco del barrio de Versalles, donde había edificado una magnífica iglesia y fundó el Ateneo Popular, que luego se convirtió en un club destacado. Meinvielle puso en práctica los principios de la Cristiandad, que fue un tema recurrente en sus escritos. Discutió ampliamente sobre el personalismo de Maritain y sobre el influjo religioso del evolucionismo de Teilhard de Chardin. Su influjo en el laicado fue enorme. Era un teólogo de sólida formación religiosa. Castellani perteneció a la Compañía de Jesús, de la que tuvo que salir y se convirtió, como él mismo se consideraba, en un “ermitaño urbano”. Fue un gran escritor, con un estilo inconfundible y tuvo una difusión amplísima. Ambos formaron a mucha gente y se destacaron en el clero argentino.
Volviendo al tema de la ignorancia religiosa, ésta afectó especialmente a los políticos y gobernantes, ámbito en el cual fue notable el influjo de la masonería. Hasta la reforma constitucional de 1994, el Presidente de la Nación debía ser católico, pero muy pocos lo fueron realmente. Permanece en el artículo 2 de la Constitución que el Estado nacional sostiene el culto católico, apostólico, romano. Es esta una de las contradicciones argentinas. Cuando se promulgó la Constitución, los autores no quisieron establecer un Estado Católico, pero tampoco optaron por un Estado ateo.
El laicismo caracterizó a la organización educativa desde 1884, por ley, salvo un breve período del primer gobierno peronista, hasta que ocurrió su crisis con la Iglesia. El principal problema que aquejó a ese período fue que no asumió el clero la formación religiosa de los alumnos (ya dije que era insuficiente en número) sino los mismos maestros, cuya capacidad para cumplir esa tarea no estaba asegurada. Puede decirse que ésa fue una carencia decisiva que explica la ignorancia religiosa de la población. Esta ignorancia se extiende a todas las capas de la sociedad, aunque haya también gente que tiene en claro la dimensión intelectual de su vida de fe.
La Universidad Católica (hay dos: la UCA y el Salvador, que comenzó siendo de los jesuitas) tuvo un influjo notable para la formación religiosa de los alumnos en las distintas carreras; actualmente no se puede decir lo mismo. También en esta obra se advierte la insuficiencia del clero y la irregular preparación de los profesores.
He presentado un rápido esbozo del problema. Por supuesto, éste no carece de solución. Se trata del crecimiento de la Iglesia y del fruto de una evangelización de la cultura, especialmente de la cultura popular, de todos los ámbitos de la vida, de la familia y de la sociedad. El peso negativo de la historia puede ser superado si la Iglesia crece en número y en santidad, con una comprensión correcta de su influjo social, sin ideologismos de ninguna naturaleza. La confusión del período posconciliar no tiene que ofuscar una percepción de la obra a realizar con inteligencia y decisión.
Héctor Aguer
Arzobispo Emérito de La Plata.
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