Diario La Prensa

El rincón de los sensatos

Por Carlos Daniel Lasa *

El progresismo, como tendencia política y social, ha sido objeto de un debate constante en los últimos años. El mismo se presenta como el “Supremo Bien” al que todo hombre debiera aspirar. Alcanzarlo equivaldría a lo que la teología católica refiere como estar ante la visión beatífica.

Sin embargo, esta última tiene contornos bien definidos, pero no sucede lo mismo con el fenómeno del progresismo. En efecto, resulta muy difícil encontrar una definición del mismo que sea capaz de dar cuenta de su esencia.

Quizás, sea un fenómeno parecido al del peronismo. Pero, así como asumí el desafío de determinar la naturaleza del peronismo, ahora intentaré hacer lo propio con el progresismo, aunque el formato propio de un periódico me obligue a aproximarme al tema de manera concisa y simplificada.

LA NOCION DE PROGRESO

La palabra progreso, en castellano, deriva del vocablo latino progressus que equivale a “avance”. Este término latino, a su vez, procede del verbo progredior, formado por el prefijo latino pro (= hacia adelante) y el verbo gradior (= marchar). El progresista sería, entonces, aquel hombre que siempre dirige su vida “hacia adelante”.

Sin embargo, en este ir hacia adelante debemos suponer la existencia de un punto de partida desde el cual alguien se dirige hacia otro punto de llegada. ¿Cuál es ese punto de partida para el progresista?, ¿desde dónde comienza su marcha hacia el futuro?

Para el progresista, este punto de partida no es algo dado, algo ya configurado, sino una realidad que es, en sí misma, puro movimiento. Desde esta perspectiva, el hombre es, por esencia, un ser in-quieto. De allí, entonces, que todo reposo, toda quietud, equivalga a su propia muerte.

Su ser, en consecuencia, estará pasando siempre de un estado a otro, sin llegar jamás a un término definitivo. Siempre estará “actuado”.

Si cesara por un instante de moverse, abandonaría la inquietud y, consecuentemente, dejaría de ser. De allí que mantenerse fiel a su premisa equivalga a romper siempre con todo lo dado, con lo establecido, con lo natural. “¡Hay que desnaturalizar todo!”, repiten en los ámbitos donde se mueve la gente que sabe.

Cabe hacernos la siguiente pregunta: en el progresista, ¿se registra el pasaje de un punto A inicial hacia un punto B final? La respuesta, como ya lo expresé, es negativa.

Como ya dije, no hay un ser inicial, configurado, a partir del cual se inicie una marcha ordenada a adquirir aquello que le falta para completarse. En el punto A encontramos al mismo ser que en el punto B, C o D. No hay un incremento del ser. Toda acción está ordenada a mantener su propio ser. Todo es un puro acto en un movimiento inexhausto. Como ya lo destaqué, este ser está siempre actualizándose.

“No renunciar al cambio”, “no detenerse en ese ir siempre hacia adelante”, “romper con todo estado que pretenda ser definitivo”: esas son las premisas en la lógica en la que se desenvuelve el progresista auténtico.

Sucede que en el principio del progresismo nos encontramos con la Acción, y es la Acción la que todo lo fagocita. Nunca podremos escapar de ella. El ser mismo, como absoluto hacerse (farsi, al decir de Giovanni Gentile), es progreso necesario, es un eterno desenvolverse. Es decir, este progresismo esencial supone reinventarse, transformarse, desenvolverse, reconvertirse ad eternum.

LA EXALTACION DE LA INQUIETUD

Para el progresista, la plenitud del ser radica en ser puro acto, inquietud esencial, movimiento eterno; por lo tanto, rechaza la saciedad, el reposo, el descanso. Su ser es tensión esencial.

San Agustín, en sus “Confesiones”, sostenía que el ser del hombre alcanza la felicidad y la plenitud de todos los deseos de su alma en un Ser perfecto que es Dios. El hombre solo abandona su inquietud cuando alcanza a Dios.

El progresista, por el contrario, reniega de este Ser al cual derriba por cuanto atenta contra la esencia de su propio ser que es movimiento. Por eso, prefiere una inquietud que es causa de sí misma, a una quietud que implica la subordinación a un Ser distinto de sí.

Como podemos apreciar, el progresismo tiene su punto de partida en un desborde ontológico del hombre, en un acto inicial que rechaza su esencial finitud. Esta hybris originaria, que pretende siempre “ir siempre más allá” de su condición estatutaria de creatura, se traduce en una acción ininterrumpida condenada a la imposibilidad de alcanzar, algún día, la serenidad y la paz.

 

LA DINAMICA PROGRESISTA EN LA POLITICA Y EN LA RELIGION

¿Cómo se despliega esta lógica progresista en el dominio de la política y la religión?

El hombre progresista, dominado siempre por la dinámica de una incesante agitación, somete a la sociedad política a un permanente estado de zozobra. En lugar de proporcionar estabilidad y conservar aquellos valores verdaderos, cuya presencia a lo largo del tiempo ha demostrado su importancia, opta por abrazar el cambio por el simple hecho de que debe cambiar.

“¡Hay que cambiar!” No importa qué es aquello que haya que cambiarse o qué se conquistará con el cambio: lo que importa es la metamorfosis a toda costa.

¿Sobre qué valores, entonces, dirigir la acción política? El cambio mismo es el único valor permanente: todo lo demás es perecedero y puede intercambiarse. Lo que en un momento se consideró como bueno, en otro momento puede que sea valorado como malo, y viceversa.

Engels, en su escrito Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, lo expresa claramente: la filosofía dialéctica o del devenir, “… acaba con todas las ideas de una verdad absoluta y definitiva (…) Ante esta filosofía, no existe nada definitivo, absoluto, consagrado; en todo pone de relieve lo que tiene de perecedero, y no deja en pie más que el proceso ininterrumpido del devenir y del perecer”.

El escenario político actual se despliega en un mundo en el cual reina la lógica descarnada de una acción frenética. La política del presente busca el acrecentamiento de su dominio, y para ello se sitúa al margen de todo valor objetivo.

Por su parte, el católico progresista, asumiendo como dogma la filosofía de la praxis, se enfoca en borrar la metafísica en la comprensión de la fe. La filosofía del devenir lo conduce a re-interpretar, de un modo constante, el contenido de la fe católica de acuerdo al “dogma” de la invariable y necesaria adecuación a los tiempos que corren.

En lugar de leer el mundo actual desde la fe creída, se lo interpreta desde categorías históricas o sociológicas. Asimismo, la propia fe creída es releída (y, consecuentemente, vaciada de contenido) desde esas categorías. El Papa actual lo ha expresado sin ambages: “El Vaticano II ha sido una relectura del Evangelio a la luz de la cultura contemporánea” (“Intervista al Papa Francesco.” La Civiltà Cattolica, n° 3918, 19 settembre 2013, p. 467).

Como podemos advertir, la renovación doctrinal del pensamiento católico no consiste en hacer aquello que sostenía el Cardenal Newmann. Él pregonaba un “crecimiento orgánico” del credo católico haciendo explícito todo aquello que se encuentra presente de modo implícito en el contenido de las definiciones dogmáticas. Si así no fuera, se trataría, in strictu sensu, de una revolución.

El católico progresista pone adrede en un cono de sombra a todos aquellos dogmas que más refuerzan la dependencia del hombre respecto del Creador (el pecado original, el milagro, la creación, la inmortalidad personal, etc.). De este modo, este nuevo catolicismo, sometido a la ley ineluctable del “todo está cambiando”, se acomoda a la visión que el hombre actual tiene del mundo y de la historia.

Lamentablemente, sabemos, teniendo en cuenta su propia naturaleza y considerando la historia, que el progresismo desemboca en el más crudo y corrosivo nihilismo. Un nihilismo que aniquila los diversos ámbitos de la vida humana: la religión, la política, el arte, la educación.

Tenía razón Engels, por esta razón, cuando decía que nada quedaría en pie, excepto el proceso ininterrumpido del devenir.

* Doctor en Filosofía de la Universidad Católica de Córdoba.

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