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El miércoles 6 de diciembre de 1978 los españoles estaban convocados a un referéndum para aprobar la constitución. La pregunta planteada fue «¿Aprueba el Proyecto de Constitución?»

Una semana antes el Primado de España, el Cardenal Arzobispo de Toledo Marcelo González daba respuesta a las inquietudes de la grey a él encomendaba sobre lo que suponía el texto que iban a votar.

Desgraciadamente los «profetas de calamidades», como le acusaban, decían la verdad. Los otros, no.

Cuarenta y cinco años después, los hechos siguen dándole la razón.

ANTE EL REFERÉNDUM SOBRE LA CONSTITUCIÓN

Instrucción Pastoral del 28 de noviembre de 1978

(Publicada en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo de diciembre de 1978, páginas 597-600)

Queridos diocesanos:

El momento en que los ciudadanos españoles han de dar su voto sobre la nueva Constitución está próximo. Los católicos saben que este momento compromete gravemente su responsabilidad ante Dios.

La Conferencia Episcopal ha invitado a que cada uno decida el sentido de su voto, no arbitrariamente, sino formando criterio, según la conciencia cristiana. Pero numerosos fieles de nuestra Diócesis, sacerdotes y seglares, nos piden más luz, para ayudarles a formar su juicio. La petición corresponde a un derecho de los hijos de la Iglesia. Y está ciertamente fundada: porque advierten que en un examen del proyecto de Constitución a la luz de la concepción cristiana de la sociedad aparecen elementos negativos o, como dice la nota del Episcopado, «ambigüedades, omisiones, fórmulas peligrosas» ante las cuales se suscitan reservas lógicas desde la visión cristiana de la vida.

El hecho de que haya valores políticos que se estiman positivos no dispensa de ponderar seriamente los elementos negativos. ¿Estos elementos son acaso deficiencias tolerables, bien porque no pudiendo evitarlos se compensan con los valores positivos, bien porque tolerándolos se evitan males mayores? ¿O, por el contrario, son gusanos que inficionan toda la manzana, haciéndola dañina o inaceptable?

Queremos cumplir con nuestro deber irrenunciable de responder a las consultas de los fieles y, vamos a hacerlo desde una perspectiva puramente moral y religiosa. Nos lo impone la misión que Cristo y la Iglesia nos han encomendado. Seguimos con ello el ejemplo de la Santa Sede y de otros obispos del mundo entero en situaciones parecidas.

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En el examen que paso a hacer me detengo, bajo mi exclusiva responsabilidad, en algunos puntos que estimo exigen una mayor aclaración. He aquí los principales:

1..La omisión, real y no solo nominal, de toda referencia a Dios.

Estimamos muy grave proponer una Constitución agnóstica –que se sitúa en una posición de neutralidad ante los valores cristianos– a una nación de bautizados, de cuya inmensa mayoría no consta que haya renunciado a su fe. No vemos cómo se concilia esto con el «deber moral de las sociedades para con la verdadera religión», reafirmado por el Concilio Vaticano II en su declaración sobre libertad religiosa (DH, 1).

No se trata de un puro nominalismo. El nombre de Dios, es cierto, puede ser invocado en vano. Pero su exclusión puede ser también un olvido demasiado significativo.

2. Consecuencia lógica de lo anterior es algo que toca a los cimientos de la misma sociedad civil: la falta de referencia a los principios supremos de ley natural o divina. La orientación moral de las leyes y actos de gobierno queda a merced de los poderes públicos turnantes. Esto, combinado con las ambigüedades introducidas en el texto constitucional, puede convertirlo fácilmente, en manos de los sucesivos poderes públicos, en salvoconducto para agresiones legalizadas contra derechos inalienables del hombre, como lo demuestran los propósitos de algunas fuerzas parlamentarias en relación con la vida de las personas en edad prenatal y en relación con la enseñanza.

Por falta de principios superiores la Constitución ampara una sociedad permisiva, que –según advirtió oportunamente el Episcopado Español– no es conciliable con una sociedad de fundamento ético; y por lo mismo es contraria al ejercicio valioso de la libertad. La libertad no se sirve con la sola neutralidad o permisividad o no coacción. Se sirve positivamente en condiciones propicias que faciliten el esfuerzo de los que quieren elevarse hacia el bien. Al equiparar la libertad de difundir aire puro y la libertad de difundir aire contaminado, la libertad resultante no es igual para todos, pues en realidad se impide la libertad de respirar aire puro y se hace forzoso respirar aire contaminado.

3. En el campo de la Educación, la Constitución no garantiza suficientemente la libertad de enseñanza y la igualdad de oportunidades. Somete la gestión de los centros a trabas que, según dice una experiencia mundial, puede favorecer a las tácticas marxistas. La orientación educativa de la juventud española caerá indebidamente en manos de las oligarquías de los partidos políticos.

Sobre todo, no se garantiza de verdad a los padres la formación religiosa y moral de sus hijos. Porque no basta consignar el derecho de los padres o los educadores a recibir la formación que elijan. Es también derecho sagrado de niños y jóvenes, reafirmado por el Concilio Vaticano II, que todo el ámbito educativo sea estímulo, y no obstáculo, para «apreciar con recta conciencia los valores morales» y para «conocer y amar más a Dios» (Grav. Ed., 1). Pues bien, la Constitución no da garantías contra la pretensión de aquellos docentes que quieran proyectar sobre los alumnos su personal visión o falta de visión moral y religiosa, violando con una mal entendida libertad de cátedra el derecho inviolable de los padres y los educandos.

El mal que esto puede hacer a las familias cristianas es incalculable.

4. la Constitución no tutela los valores morales de la familia, que por otra parte están siendo ya agredidos con la propaganda del divorcio, de los anticonceptivos y de la arbitrariedad sexual. Los medios de difusión que invaden los hogares podrán seguir socavando los criterios cristianos, en contra de solemnes advertencias de los Sumos Pontífices dirigidas a los gobernantes de todo el mundo, y no solamente a los católicos.

Se abre la puerta para que el matrimonio, indisoluble por derecho divino y natural, se vea atacado por la «peste» (Conc. Vat.) de una ley del divorcio, fábrica ingente de matrimonios rotos y de huérfanos con padre y madre. Como han señalado oportunamente los Obispos de la Provincia Eclesiástica de Valladolid y otros, la introducción del divorcio en España «no sería un mal menor», sino ocasión de daños irreparables para la sociedad española.

5. En relación con el aborto, no se ha conseguido la claridad y la seguridad necesarias. No se vota explícitamente este «crimen abominable» (Conc. Vat. II). La fórmula del artículo 15: «Todos tienen derecho a la vida», supone, para su recta intelección, una concepción del hombre que diversos sectores parlamentarios no comparten. ¿Va a evitar esa fórmula que una mayoría parlamentaria quiera legalizar en su día el aborto? Aquellos de quienes dependerá en gran parte el uso de la Constitución han declarado que no.

Estos son, a nuestro parecer, los riesgos más notables a los que la Constitución puede abrir paso. Su gravedad es manifiesta, los que por razones de orden político se inclinen a un voto positivo consideren ante Dios si realmente hay mayores males que justifiquen la tolerancia de un supuesto mal menor, sin olvidar que no es lo mismo tolerar un mal, cuando no se ha podido impedir, que cooperar a implantarlo positivamente dándole vigor de ley.

Recuerden los ciudadanos creyentes que, como dice el Concilio Vaticano II, «en cualquier asunto de orden temporal deben guiarse por la conciencia cristiana, dado que ninguna actividad humana, ni siquiera en el dominio temporal, puede sustraerse al imperio de Dios«(LG 36). Por tanto su voto ha de favorecer aquellas estructuras sociales que no estén en pugna con la ley de Dios y que resulten estimulantes para la moral pública y la vida cristiana.

Lamentamos que muchos católicos se vean coaccionados a votar globalmente un texto, algunos de cuyos artículos debieran haber sido considerados aparte. Hay muchos creyentes que, con toda honradez y con la misma elevación de miras que invocan los demás, sienten repugnancia en el interior de su espíritu a votar a favor de un texto que muy fundamentalmente se teme que abra las puertas a legislaciones en pugna con su concepto cristiano de la vida. Su repugnancia nace de motivos religiosos, no políticos. Decirles simplemente que es después de la Constitución cuando tiene que luchar democráticamente para impedir el mal que puede producirse, y negarles que también ahora democráticamente tengan derecho a intentar evitarlo, es una contradicción y un abuso.

Cuando por todas partes se perciben las funestas consecuencias a que está llevando a los hombres y a los pueblos el olvido de Dios y el desprecio de la ley natural, es triste que nuestros ciudadanos católicos se vean obligados a tener una opción que, en cualquier hipótesis, puede dejar intranquila su conciencia hasta el punto de que si votan en un sentido, otros católicos los tachen de intolerantes, y si votan en sentido diferente hayan de hacerlo con disgusto de sí mismos. A aquellos precisamente me dirijo para decirles que hagan su opción con toda libertad según se la dicta su conciencia cristiana, y sepan contestar a los que les atacan por su actitud negativa, si es que piensan adoptarla, que la división no la introducen ellos, sino el texto presentado a referéndum. Es solo su conciencia, rectamente formada con suficientes elementos de juicio, la que debe decidir, sin aceptar coacciones ni de unos ni de otros.

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Deseamos de todo corazón que la intervención de los católicos en la próxima votación sea tan consciente y elevada que atraiga sobre España las bendiciones de Dios y que nuestra Patria «disfrute de los bienes que dimanan de la fidelidad de los hombres a Dios y su santa voluntad» (DH 6).

Fdo. † MARCELO GONZÁLEZ MARTÍN
Cardenal Arzobispo de Toledo

Publicado en la web https://www.cardenaldonmarcelo.es/

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