Compartir
Por Carlos Daniel Lasa *
El progresista es, ante todo, un ferviente creyente. Cree que la razón humana es tan perfecta que es capaz de generar una idea que eliminará todo el mal de este mundo. El progresista, en efecto, propicia la existencia de un estado paradisíaco dentro de la misma historia. Y este “mañana” prometedor, gracias a la acción humana orientada por la razón omnipotente, será siempre mejor que el pasado y el presente.
Abandonada la idea de eternidad, el progresista privilegia la dimensión futura del tiempo. Allí, en lo que “todavía no es” (pero que lo será por obra de la acción humana), el hombre podrá encontrar la satisfacción completa de todas sus exigencias. La razón progresista se considera capaz de generar una idea salvífica que se ejecutará a través de una ingeniería política. Entonces, la felicidad humana, ansiada y definitiva, será posible.
RAZON HUMANA
La primera característica del progresista, como ya dije, es su fe ferviente en la infalibilidad de la razón humana. Consecuentemente, adscribe a un rechazo de la naturaleza falible y de los conocimientos que el hombre ha recibido a través de la tradición. La ruptura con la naturaleza, con lo heredado y con el Dios Creador son presupuestos esenciales para quien dice ser progresista.
Me pregunto: ¿se puede colocar a la idea, producto de la razón humana, por encima de la naturaleza? ¿Se puede diseñar una ingeniería social fundada en una idea contraria al orden natural y a la tradición?
Poder, ciertamente se puede. Lo que no se puede es prever y evitar los efectos altamente negativos que se siguen de ello. Sucede que, como decía el gran filósofo de la política Eric Voegelin, ir contra la naturaleza equivale a ir contra nosotros mismos.
Esta fe en un porvenir, diseñado y ejecutado por la razón y la acción humanas, es refractaria a toda argumentación. Es decir, no puede ser destruida con argumentaciones porque se sitúa en el ámbito de la creencia.
Solo quien cree en la idea de progreso pertenece a ese círculo selecto que ha llegado al estado de madurez y plena autonomía. El que no pertenece al círculo progresista es un subnormal que debe despojarse de toda ley que no sea la propia. De allí que sea necesario, para llegar a una sociedad carente de todo
mal, el empleo de la violencia política. Esta última, lamentablemente, será ejercida a través de los medios más diversos.
Resumiendo: la razón humana es tan poderosa, a los ojos de todo progresista, que es capaz de hacer desaparecer todo vestigio de mal en este mundo. Pero, me pregunto: si para el progresista todo es histórico, y consecuentemente deja al hombre huérfano de una verdad transhistórica capaz de medir lo que va aconteciendo, ¿en base a qué criterio afirmará el progresista que el mañana será mejor que el hoy? Evidentemente no contamos con un criterio racional, sino solo con una creencia que nos asegura que siempre el mañana será mejor que el ayer y que el hoy.
LA VIOLENCIA
Retomo la cuestión de la violencia. La violencia, para el progresista, encuentra su plena justificación cuando se apela a ella con el fin de redimir a aquellos que todavía no gozan de las mieles del progresismo. La violencia permite que se abandone toda superstición y se alcance la plena libertad. En realidad, para el progresista, la violencia se inscribe dentro del dinamismo de un amor filantrópico.
¿Quiénes son esos infrahombres que todavía no creen en la idea salvífica del progresismo, que se rehúsan a ser seres en plenitud?
Son aquellos que siguen viviendo de acuerdo a la concepción judeo-cristiana. Creen en la existencia de un Dios creador de la nada, distinto del mundo. Son los que consideran que el mal es una realidad que no puede eliminarse de este mundo y que siempre los acompañará mientras existan. Creen que el mal está incluso alojado dentro de ellos mismos y que deben luchar a diario para liberarse del mismo.
Son los que consideran que el éxito de esta liberación depende fundamentalmente de la gracia divina. Que Dios también habla al hombre a través del orden natural en tanto manifestación de su acto creador. Son los que consideran prudente seguir aquella enseñanza transmitida a lo largo de los siglos (incluso la enseñanza puramente humana, en virtud de haberse sometido a la prueba del tiempo). No se sienten atraídos ni por el inmovilismo ni por el cambio mismo. Saben, por un lado, que aquella revelación divina en la que creen exige un esfuerzo de crecimiento en lo que respecta a su compresión. Consideran, también, que lo heredado exige un esfuerzo de perfeccionamiento. Ni
inmovilismo ni cambio por el cambio, sino movimiento guiado por la idea de verdad, de bien y de belleza.
Son quienes asumen una concepción realista de la política: su esfuerzo se ordena a alcanzar, en determinada polis, la máxima libertad y justicia posibles. Saben que la política no salva a nadie, sino que es aquella acción humana colectiva que, conviviendo con el mal imposible de exorcizar en este mundo, intenta realizar el mayor bien posible.
Son, finalmente, quienes sostienen que el hombre, junto a la dimensión política, posee además una dimensión ética. El hombre, en efecto, tiene obligaciones, no solo para con los otros, sino para consigo mismo y para con Dios: tiene deberes que cumplir que brotan de su misma naturaleza. De allí la importancia de una educación eminentemente liberal (utilizo el término en un sentido clásico). Una educación que no solo forme la mente mediante la adquisición de las virtudes intelectuales sino también el carácter a través de las virtudes morales.
IDEA DE DIOS
El progresista, producto típico del siglo XVIII, enamorado de su idea salvífica, considera a la revelación judeo-cristiana como su gran enemiga. Delenda est cultura iudeo-christiana. Su imperativo es “vivir para el cambio”. Resulta inadmisible la idea de un Dios cuyo Ser sea Permanecer. Resulta inaceptable una sociedad que viva en paz y en armonía. No se tolera una estabilidad en cuanto producto de hombres sabios que conserven aquello que ha superado la prueba del tiempo y solo cambien lo que no resulta justo.
La fe progresista ha terminado dinamitando todo valor, dando paso al más crudo nihilismo. Ha terminado destruyendo a Atenas, a Jerusalén y a Roma. En su lugar, se yergue la nada de sentido, el cambio por el cambio mismo.
“Hay que cambiar” es el imperativo. El cambio, si se quiere, es el único valor que permanece. Aquí se cumple la advertencia de Vogelin. La naturaleza humana no ha sido hecha para fijar su morada en el cambio mismo, sino en un reposo feliz, producto de un objeto cuyo Ser radica en el Permanecer. La revelación judeo-cristiana guarda, al respecto, una absoluta proporción en relación a la naturaleza humana. La desproporción surge a partir del momento en que la fe progresista pone al hombre en lugar de Dios y, con ello, asegura su propia desdicha.
MISTICA DEL CAMBIO
La mística del cambio por el cambio se ha instalado en Argentina desde hace bastante tiempo. Y si bien no son, como decía Tocqueville, una mayoría tiránica, no dejan de ser una minoría intensa. Un grupúsculo que goza de financiación y de bastante poder a punto conducir peligrosamente a los argentinos a un estado de proletarización.
Como lo refiere Russell Kirk, nos proletarizamos cuando perdemos una comunidad en la que vivir, la esperanza de mejorar sus condiciones, las convicciones morales y los hábitos de trabajo. Nos proletarizamos cuando extraviamos el sentido de la responsabilidad personal, una familia sana de la que formar parte, una participación activa en los asuntos de interés público, una conciencia de las finalidades y objetivos de la existencia humana. En definitiva, nos proletarizamos cuando no tenemos nada que perder.
* Doctor en Filosofía de la Universidad Católica de Córdoba.
MANTENTE AL DÍA