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El 25 de Marzo de 1883, mientras se hallaba en casa de sus tíos maternos, Santa Teresita cayó gravemente enferma, víctima de temblores nerviosos. La niña solo tenía diez años y hacía cinco que había perdido a su madre, Celia Guérin.

A partir de entonces Teresa, dueña de un carácter alegre y feliz, pasó abruptamente a otro, tímido y triste. La enfermedad la tenía angustiada, más, después de la recaída que había experimentado el 7 Abril, al día siguiente de que su querida hermana Paulina tomase los hábitos.

Y postrada se hallaba en su cama cuando desesperada y abatida por su condición, volteó el rostro hacia la imagen de Nuestra Señora de las Victorias que se hallaba sobre su mesa de luz y le imploró por su pronta curación.

Era el 13 de Mayo de 1883, Fiesta de Pentecostés, cuando Teresa suplicó con fuerza a la Virgen. Seguramente pensó en muchas cosas y rezó por otras, ignorando que un día como ese, treinta y cuatro años después, la Santísima Madre se le aparecería por primera vez a tres pequeños pastorcitos en la pequeña aldea de Fátima, Portugal, para anunciar al mundo que después de mucho sufrimiento, su Inmaculado Corazón iba a triunfar.

Rogaba Santa Teresita a la Madre de Dios suplicándole piedad cuando, repentinamente, vio que el rostro de la bendita imagen le sonreía dulcemente.

Leonia vigila a su hermana en la habitación. Como casi siempre, Teresa gime y llama indefinidamente: “Mamá…, Mamá..”, queriendo que María esté a su lado.

La hija mayor atraviesa, por fin el jardín, pero la enferma no la reconoce.

Todas sus hermanas se arrodillan alrededor de la cama. Entonces se produce lo inesperado:

“De repente la Santísima Virgen me pareció bella, tan bella que nunca había visto cosa tan hermosa, su rostro respiraba una bondad y una ternura inefables, pero lo que llegó hasta el fondo de mi alma fue la arrebatadora sonrisa de la Santísima Virgen. En aquel momento todas mis penas se desvanecieron, dos gruesas lágrimas brotaron de mis párpados y corrieron silenciosamente por mis mejillas. Eran lágrimas de una alegría pura…”.

Santa Teresita de Lisieux necesitaba un milagro para curar sus males y el mismo llegó de la mano de la Virgen de las Victorias, de la que era fiel devota.

A partir de ese día, la imagen que Santa Teresita tenía sobre la mesa de luz, pasó a ser llamada “Nuestra Señora de la Sonrisa”.

Quien, desde lo más profundo de su corazón, sonríe a los deprimidos y los enfermos de cuerpo y espíritu, aliviando sus dolencias y transmitiéndoles paz.

Y es que al sonreír, la Reina del Cielo cicatriza nuestras heridas, alivia los dolores, calma los sufrimientos y escucha las súplicas. Su sonrisa transmite amor, disipa los temores, ablanda los corazones más duros, reflota las esperanzas e infunde valor.

Desde aquel milagroso día, Santa Teresita tuvo esa imagen permanentemente a su lado, hasta el día de su muerte el 30 de Septiembre de 1897, en Lisieux.

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