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El Papa Francisco ha descubierto que en su Curia Vaticana reinan el machismo y la misoginia. Y que, por tanto, las monjas que allí trabajan –numerosas en todos los estamentos- no son debidamente apreciadas. Considera que para elevarlas hay que convertirlas en funcionarios. En esta burocratización de las monjas ha dado el ejemplo designando a una, prefecto y a otra, secretaria de un dicasterio. ¡Un tardío y curioso feminismo!
Este juicio lo extiende a la posición de las monjas en toda la Iglesia. Desde hace siglos, y sobre todo en el siglo XX, la situación de las mujeres consagradas ha seguido las crisis por las que la Iglesia atravesaba. Un ejemplo insigne: tradicionalmente las monjas han sido educadoras: han creado sus propios colegios. En los años 60, según se dijo, sonó “la hora de los laicos” y debieron entregar a éstos las instituciones de enseñanza. Así resultó: se perdieron. El verdadero aprecio de las monjas consiste en ayudarlas a que vivan la propia vocación, para la que han sido instituidas, en el trabajo humilde, silencioso pero imprescindible, entre los pobres, los enfermos, los ancianos. No han sido hechas para la burocracia. La crisis de los institutos religiosos ha seguido la crisis de la Iglesia.
La experiencia de mi relación con las mujeres consagradas me ha hecho apreciar el trabajo que ellas cumplen en la Iglesia. Hay que distinguir dos dimensiones: puramente activas o contemplativas y, también, las que procuran asumir la contemplación y la acción. Los monasterios benedictinos cultivan, especialmente, la liturgia y el canto gregoriano; solían ser abadías bien pobladas. Los monasterios carmelitas, en cambio, tienen un número breve –no más de veinte- pero se multiplican, solicitados regularmente por los obispos. Y asumen la tradición forjada por la gran Santa Teresa de Jesús. La decisión de Santa Teresita retrata acabadamente la función que cumplen estos Carmelos: “En el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor”. Mi recuerdo va a la Abadía benedictina de Santa Escolástica, en San Isidro; en la que siendo joven presbítero fui solicitado para enseñar teología. Y, asimismo, al Carmelo platense “Regina Martyrum y San José”, del cual estuve muy cerca.
Un caso de promoción del empeño para el que fueron creados los institutos femeninos es el desarrollo alcanzado por las hermanas de San Camilo de Lellis; lo que se muestra en el magnífico hospital que es, en Buenos Aires, la Clínica San Camilo, con miles de asociados. En la provincia de San Luis se ha originado el Instituto Mater Dei, en el cual el trabajo activo está sostenido por la dimensión contemplativa. Desde ese origen provincial se ha difundido en el mundo. Gracias a Dios, la tradición tiene acogida en muchas diócesis. Podríamos citar otros ejemplos de institutos de monjas que crecen en vocaciones; precisamente, por no haberse relajado, ni rendido al espíritu del mundo.
El “crudo invierno” que siguió al Concilio Vaticano II (la expresión es de Pablo VI) provocó la penuria y el cierre de numerosas congregaciones de religiosas. Cuando la Iglesia conoce una verdadera primavera –y no las imaginarias, que surgen de las ideologías o “nuevos paradigmas”-, los conventos florecen.
En el Vaticano trabajan numerosas religiosas que hacen su oficio; muchas en el servicio humilde a Cardenales y Prelados. No aspiran a la dudosa promoción que ahora procura el Pontífice. El Papa debería preocuparse por las insistentes noticias que aseguran que el Vaticano está lleno de homosexuales.
Héctor Aguer
Arzobispo Emérito de La Plata.
Buenos Aires, martes 4 de febrero de 2025. –
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