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– 10.3.24
Ha muerto un viejo amigo, Jorge Ferro. Muchas y muy buenas cosas podríamos publicar aquí de su autoría. Ya lo haremos. Preferimos ahora, como homenaje y tributo a la enseñanza que nos legó, reproducir este fragmento de «El Señor de los Anillos» –que es una despedida–, y a modo de gratitud por todo lo que nos transmitió en aquellas ya lejanas pero inolvidables reuniones de la «Guardia de San Miguel», acerca de su entrañable Tolkien, cuando todavía casi ni se oía hablar de él.
[…]
El veintiuno de septiembre partieron juntos, Frodo montado en el poney en que había recorrido todo el camino desde Minas Tirith, y que ahora se llamaba Trancos; y Sam en su querido Bill. Era una mañana dorada y hermosa, y Sam no preguntó a dónde iban. Creía hab
erlo adivinado.
Tomaron por el Camino de Cepeda hasta más allá de las colinas, dejando que los poneys avanzaran sin prisa rumbo al Bosque Cerrado. Acamparon en las Colinas Verdes y el veintidós de septiembre, cuando caía la tarde, descendieron apaciblemente entre los primeros árboles.
–¡Fue detrás de ese árbol donde usted se escondió la primera vez que apareció el Jinete Negro, señor Frodo! –dijo Sam, señalando a la izquierda–. Ahora parece un sueño.
Había llegado la noche y las estrellas centelleaban en el cielo del este, cuando los compañeros pasaron delante de la encina seca y descendieron la colina entre la espesura de los avellanos. Sam estaba silencioso y pensativo. De pronto advirtió que Frodo iba cantando en voz queda, cantando la misma vieja canción de caminantes, pero las palabras no eran del todo las mismas:
Aún detrás del recodo quizá todavía esperen
un camino nuevo o una puerta secreta;
y aunque a menudo pasé sin detenerme,
al fin llegará un día en que iré caminando
por esos senderos escondidos que corren
al oeste de la Luna, al este del Sol.
Y como en respuesta, subiendo por el camino desde el fondo del valle, llegaron voces que cantaban:
A! Elbereth Gilthoniel
silivren penna míriel
o menel aglar elenath,
Gilthoniel, A! Elbereth!
Aún recordamos, nosotros que vivimos
bajo los árboles en esta tierra lejana,
la luz de las estrellas
sobre los Mares de Occidente.
Frodo y Sam se detuvieron y aguardaron en silencio entre las dulces sombras, hasta que un resplandor anunció la llegada de los viajeros.
Y vieron a Gildor y una gran comitiva de hermosa gente élfica, y luego, ante los ojos maravillados de Sam, llegaron cabalgando Elrond y Galadriel. Elrond vestía un manto gris y lucía una estrella en la frente, y en la mano llevaba un arpa de plata, y en el dedo un anillo de oro con una gran pieza azul: Vilya, el más poderoso de los tres. Pero Galadriel montaba en un palafrén blanco, envuelta en una blancura resplandeciente, como nubes alrededor de la Luna; y ella misma parecía irradiar una luz suave. Y tenía en el dedo el anillo forjado de mithril, con una sola piedra que centelleaba como una estrella de escarcha. Y cabalgando lentamente en un pequeño poney gris, cabeceando de sueño y como adormecido, llegó Bilbo en persona.
Elrond los saludó con un aire grave y gentil, y Galadriel los miró, con una sonrisa.
–Y bien, señor Samsagaz –dijo–. Me han dicho, y veo, que has utilizado bien mi regalo. De ahora en adelante la Comarca será más que nunca amada y bienaventurada. –Sam se inclinó en una profunda reverencia, pero no supo qué decir. Había olvidado qué hermosa era la Dama Galadriel.
Entonces Bilbo despertó y abrió los ojos. –¡Hola, Frodo! –dijo–. ¡Bueno, hoy le he ganado al Viejo Tuk! Así que eso está arreglado. Y ahora creo estar pronto para emprender otro viaje. ¿Tú también vienes?
–Sí, yo también voy –dijo Frodo. Los Portadores del Anillo han de partir juntos.
–¿A dónde va usted, mi amo? –gritó Sam, aunque por fin había comprendido lo que estaba sucediendo.
–A los Puertos, Sam –dijo Frodo.
–Y yo no puedo ir.
–No, Sam. No todavía, en todo caso; no más allá de los Puertos. Aunque también tú fuiste un Portador del Anillo, si bien por poco tiempo. También a ti te llegará la hora, quizá. No te entristezcas demasiado, Sam. No siempre podrás estar partido en dos. Necesitarás sentirte sano y entero, por muchos años. Tienes tantas cosas de que disfrutar, tanto que vivir y tanto que hacer.
–Pero –dijo Sam, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas–, yo creía que también usted iba a disfrutar en la Comarca, años y años, después de todo lo que ha hecho.
–También yo lo creía, en un tiempo. Pero he sufrido heridas demasiado profundas, Sam. Intenté salvar la Comarca y la he salvado; pero no para mí. Así suele ocurrir, Sam, cuando las cosas están en peligro: alguien tiene que renunciar a ellas, perderlas, para que otros las conserven. Pero tú eres mi heredero: todo cuanto tengo y podría haber tenido te lo dejo a ti. Y además tienes a Rosa y a Elanor; y vendrán también el pequeño Frodo y la pequeña Rosa, y Merry, y Rizos de Oro, y Pippin; y acaso otros que no alcanzo a ver. Tus manos y tu cabeza serán necesarios en todas partes. Serás el alcalde, naturalmente, por tanto tiempo como quieras serlo, y el jardinero más famoso de la historia; y leerás las páginas del Libro Rojo, y perpetuarás la memoria de una edad ahora desaparecida, para que la gente recuerde siempre el Gran Peligro, y ame aún más entrañablemente el país bienamado. Y eso te mantendrá tan ocupado y tan feliz como es posible serlo, mientras continúe tu parte de la Historia.
¡Y ahora ven, cabalga conmigo!
Entonces Elrond y Galadriel prosiguieron la marcha; la Tercera Edad había terminado y los Días de los Anillos habían pasado para siempre, y así llegaba el fin de la historia y los cantos de aquellos tiempos. Y con ellos partían numerosos elfos de la Alta Estirpe que ya no querían habitar en la Tierra Media; y entre ellos, colmado de una tristeza que era a la vez venturosa y sin amargura, cabalgaban Sam, y Frodo, y Bilbo; y los elfos los honraban complacidos.
Aunque cabalgaron a través de la Comarca durante toda la tarde y toda la noche, nadie los vio pasar, excepto las criaturas salvajes de los bosques; o aquí y allá algún caminante solitario que vio de pronto entre los árboles un resplandor fugitivo, o una luz y una sombra que se deslizaba sobre las hierbas, mientras la luna declinaba en el poniente. Y cuando la Comarca quedó atrás y bordeando las faldas meridionales de las Lomas Blancas llegaron a las Lomas Lejanas y a las Torres, vieron en lontananza el Mar; y así descendieron por fin hacia Mithlond, hacia los Puertos Grises en el largo estuario de Lun.
Cuando llegaron a las Puertas, Cirdan el Guardián de las Naves se adelantó a darles la bienvenida. Era muy alto, de barba larga, y todo gris y muy anciano, salvo los ojos que eran vivos y luminosos como estrellas; y los miró, y se inclinó en una reverencia, y dijo: –Todo está pronto.
Entonces Cirdan los condujo a los Puertos y un navío blanco se mecía en las aguas, y en el muelle, junto a un gran caballo gris, se erguía una figura toda vestida de blanco que los esperaba. Y cuando se volvió y se acercó a ellos, Frodo advirtió que Gandalf llevaba en la mano, ahora abiertamente, el Tercer Anillo, Narya el Grande, y la piedra engarzada en él era roja como el fuego. Entonces aquellos que se disponían a hacerse a la Mar se regocijaron, porque supieron que Gandalf partiría también.
Pero Sam tenía el corazón acongojado y le parecía que si la separación iba a ser amarga, más triste aún sería el solitario camino de regreso. Pero mientras aún seguían allí de pie, y los elfos ya subían a bordo, y la nave estaba casi pronta para zarpar, Pippin y Merry llegaron, a galope tendido. Y Pippin reía en medio de las lágrimas.
–Ya una vez intentaste tendernos un lazo y te falló, Frodo. Esta vez estuviste a punto de conseguirlo, pero te ha fallado de nuevo. Sin embargo, no ha sido Sam quien te traicionó esta vez, ¡sino el propio Gandalf!
–Sí –dijo Gandalf– porque es mejor que sean tres los que regresen y no uno solo. Bien, aquí, queridos amigos, a la orilla del Mar, termina por fin nuestra comunidad en la Tierra Media. ¡Id en paz! No os diré: no lloréis; porque no todas las lágrimas son malas.
Frodo besó entonces a Merry y a Pippin, y por último a Sam, y subió a bordo; y fueron izadas las velas, y el viento sopló, y la nave se deslizó lentamente a lo largo del estuario gris; y la luz del frasco de Galadriel que Frodo llevaba en alto centelleó y se apagó. Y la nave se internó en la Alta Mar rumbo al Oeste, hasta que por fin en una noche de lluvia Frodo sintió en el aire una fragancia y oyó cantos que llegaban sobre las aguas; y le pareció que, como en el sueño que había tenido en la casa de Tom Bombadil, la cortina de lluvia gris se transformaba en plata y cristal, y que el velo se abría y ante él aparecían unas playas blancas, y más allá un país lejano y verde a la luz de un rápido amanecer.
Pero para Sam la penumbra del atardecer se transformó en oscuridad, mientras seguía allí en el Puerto; y al mirar el agua gris vio sólo una sombra que pronto desapareció en el oeste. Hasta entrada la noche se quedó allí, de pie, sin oír nada más que el suspiro y el murmullo de las olas sobre las playas de la Tierra Media, y aquel sonido le traspasó el corazón. Junto a él, estaban Merry y Pippin, y no hablaban.
Por fin los tres compañeros dieron media vuelta y se alejaron, sin volver la cabeza, y cabalgaron lentamente rumbo a la Comarca; y no pronunciaron una sola palabra durante todo el viaje de regreso; pero en el largo camino gris, cada uno de ellos se sentía reconfortado por los demás.
Y finalmente cruzaron las lomas y tomaron el Camino del Este; y Pippin y Merry cabalgaron hacia Los Gamos; y ya empezaban a cantar de nuevo mientras se alejaban. Pero Sam tomó el camino de Delagua, y así volvió a casa por la colina, cuando una vez más caía la tarde. Y llegó y adentro ardía una luz amarilla; y la cena estaba pronta, y lo esperaban. Y Rosa lo recibió, y lo instaló en su sillón, y le sentó a la pequeña Elanor en las rodillas.
Sam respiró profundamente.
–Bueno, estoy de vuelta –dijo.
* En «El Señor de los Anillos – III El retorno del Rey», Ediciones Minotauro, 1980, pp.410-415.
blogdeciamosayer@gmail.com
– 10.3.24
Ha muerto un viejo amigo, Jorge Ferro. Muchas y muy buenas cosas podríamos publicar aquí de su autoría. Ya lo haremos. Preferimos ahora, como homenaje y tributo a la enseñanza que nos legó, reproducir este fragmento de «El Señor de los Anillos» –que es una despedida–, y a modo de gratitud por todo lo que nos transmitió en aquellas ya lejanas pero inolvidables reuniones de la «Guardia de San Miguel», acerca de su entrañable Tolkien, cuando todavía casi ni se oía hablar de él.
[…]
El veintiuno de septiembre partieron juntos, Frodo montado en el poney en que había recorrido todo el camino desde Minas Tirith, y que ahora se llamaba Trancos; y Sam en su querido Bill. Era una mañana dorada y hermosa, y Sam no preguntó a dónde iban. Creía hab
erlo adivinado.
Tomaron por el Camino de Cepeda hasta más allá de las colinas, dejando que los poneys avanzaran sin prisa rumbo al Bosque Cerrado. Acamparon en las Colinas Verdes y el veintidós de septiembre, cuando caía la tarde, descendieron apaciblemente entre los primeros árboles.
–¡Fue detrás de ese árbol donde usted se escondió la primera vez que apareció el Jinete Negro, señor Frodo! –dijo Sam, señalando a la izquierda–. Ahora parece un sueño.
Había llegado la noche y las estrellas centelleaban en el cielo del este, cuando los compañeros pasaron delante de la encina seca y descendieron la colina entre la espesura de los avellanos. Sam estaba silencioso y pensativo. De pronto advirtió que Frodo iba cantando en voz queda, cantando la misma vieja canción de caminantes, pero las palabras no eran del todo las mismas:
Aún detrás del recodo quizá todavía esperen
un camino nuevo o una puerta secreta;
y aunque a menudo pasé sin detenerme,
al fin llegará un día en que iré caminando
por esos senderos escondidos que corren
al oeste de la Luna, al este del Sol.
Y como en respuesta, subiendo por el camino desde el fondo del valle, llegaron voces que cantaban:
A! Elbereth Gilthoniel
silivren penna míriel
o menel aglar elenath,
Gilthoniel, A! Elbereth!
Aún recordamos, nosotros que vivimos
bajo los árboles en esta tierra lejana,
la luz de las estrellas
sobre los Mares de Occidente.
Frodo y Sam se detuvieron y aguardaron en silencio entre las dulces sombras, hasta que un resplandor anunció la llegada de los viajeros.
Y vieron a Gildor y una gran comitiva de hermosa gente élfica, y luego, ante los ojos maravillados de Sam, llegaron cabalgando Elrond y Galadriel. Elrond vestía un manto gris y lucía una estrella en la frente, y en la mano llevaba un arpa de plata, y en el dedo un anillo de oro con una gran pieza azul: Vilya, el más poderoso de los tres. Pero Galadriel montaba en un palafrén blanco, envuelta en una blancura resplandeciente, como nubes alrededor de la Luna; y ella misma parecía irradiar una luz suave. Y tenía en el dedo el anillo forjado de mithril, con una sola piedra que centelleaba como una estrella de escarcha. Y cabalgando lentamente en un pequeño poney gris, cabeceando de sueño y como adormecido, llegó Bilbo en persona.
Elrond los saludó con un aire grave y gentil, y Galadriel los miró, con una sonrisa.
–Y bien, señor Samsagaz –dijo–. Me han dicho, y veo, que has utilizado bien mi regalo. De ahora en adelante la Comarca será más que nunca amada y bienaventurada. –Sam se inclinó en una profunda reverencia, pero no supo qué decir. Había olvidado qué hermosa era la Dama Galadriel.
Entonces Bilbo despertó y abrió los ojos. –¡Hola, Frodo! –dijo–. ¡Bueno, hoy le he ganado al Viejo Tuk! Así que eso está arreglado. Y ahora creo estar pronto para emprender otro viaje. ¿Tú también vienes?
–Sí, yo también voy –dijo Frodo. Los Portadores del Anillo han de partir juntos.
–¿A dónde va usted, mi amo? –gritó Sam, aunque por fin había comprendido lo que estaba sucediendo.
–A los Puertos, Sam –dijo Frodo.
–Y yo no puedo ir.
–No, Sam. No todavía, en todo caso; no más allá de los Puertos. Aunque también tú fuiste un Portador del Anillo, si bien por poco tiempo. También a ti te llegará la hora, quizá. No te entristezcas demasiado, Sam. No siempre podrás estar partido en dos. Necesitarás sentirte sano y entero, por muchos años. Tienes tantas cosas de que disfrutar, tanto que vivir y tanto que hacer.
–Pero –dijo Sam, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas–, yo creía que también usted iba a disfrutar en la Comarca, años y años, después de todo lo que ha hecho.
–También yo lo creía, en un tiempo. Pero he sufrido heridas demasiado profundas, Sam. Intenté salvar la Comarca y la he salvado; pero no para mí. Así suele ocurrir, Sam, cuando las cosas están en peligro: alguien tiene que renunciar a ellas, perderlas, para que otros las conserven. Pero tú eres mi heredero: todo cuanto tengo y podría haber tenido te lo dejo a ti. Y además tienes a Rosa y a Elanor; y vendrán también el pequeño Frodo y la pequeña Rosa, y Merry, y Rizos de Oro, y Pippin; y acaso otros que no alcanzo a ver. Tus manos y tu cabeza serán necesarios en todas partes. Serás el alcalde, naturalmente, por tanto tiempo como quieras serlo, y el jardinero más famoso de la historia; y leerás las páginas del Libro Rojo, y perpetuarás la memoria de una edad ahora desaparecida, para que la gente recuerde siempre el Gran Peligro, y ame aún más entrañablemente el país bienamado. Y eso te mantendrá tan ocupado y tan feliz como es posible serlo, mientras continúe tu parte de la Historia.
¡Y ahora ven, cabalga conmigo!
Entonces Elrond y Galadriel prosiguieron la marcha; la Tercera Edad había terminado y los Días de los Anillos habían pasado para siempre, y así llegaba el fin de la historia y los cantos de aquellos tiempos. Y con ellos partían numerosos elfos de la Alta Estirpe que ya no querían habitar en la Tierra Media; y entre ellos, colmado de una tristeza que era a la vez venturosa y sin amargura, cabalgaban Sam, y Frodo, y Bilbo; y los elfos los honraban complacidos.
Aunque cabalgaron a través de la Comarca durante toda la tarde y toda la noche, nadie los vio pasar, excepto las criaturas salvajes de los bosques; o aquí y allá algún caminante solitario que vio de pronto entre los árboles un resplandor fugitivo, o una luz y una sombra que se deslizaba sobre las hierbas, mientras la luna declinaba en el poniente. Y cuando la Comarca quedó atrás y bordeando las faldas meridionales de las Lomas Blancas llegaron a las Lomas Lejanas y a las Torres, vieron en lontananza el Mar; y así descendieron por fin hacia Mithlond, hacia los Puertos Grises en el largo estuario de Lun.
Cuando llegaron a las Puertas, Cirdan el Guardián de las Naves se adelantó a darles la bienvenida. Era muy alto, de barba larga, y todo gris y muy anciano, salvo los ojos que eran vivos y luminosos como estrellas; y los miró, y se inclinó en una reverencia, y dijo: –Todo está pronto.
Entonces Cirdan los condujo a los Puertos y un navío blanco se mecía en las aguas, y en el muelle, junto a un gran caballo gris, se erguía una figura toda vestida de blanco que los esperaba. Y cuando se volvió y se acercó a ellos, Frodo advirtió que Gandalf llevaba en la mano, ahora abiertamente, el Tercer Anillo, Narya el Grande, y la piedra engarzada en él era roja como el fuego. Entonces aquellos que se disponían a hacerse a la Mar se regocijaron, porque supieron que Gandalf partiría también.
Pero Sam tenía el corazón acongojado y le parecía que si la separación iba a ser amarga, más triste aún sería el solitario camino de regreso. Pero mientras aún seguían allí de pie, y los elfos ya subían a bordo, y la nave estaba casi pronta para zarpar, Pippin y Merry llegaron, a galope tendido. Y Pippin reía en medio de las lágrimas.
–Ya una vez intentaste tendernos un lazo y te falló, Frodo. Esta vez estuviste a punto de conseguirlo, pero te ha fallado de nuevo. Sin embargo, no ha sido Sam quien te traicionó esta vez, ¡sino el propio Gandalf!
–Sí –dijo Gandalf– porque es mejor que sean tres los que regresen y no uno solo. Bien, aquí, queridos amigos, a la orilla del Mar, termina por fin nuestra comunidad en la Tierra Media. ¡Id en paz! No os diré: no lloréis; porque no todas las lágrimas son malas.
Frodo besó entonces a Merry y a Pippin, y por último a Sam, y subió a bordo; y fueron izadas las velas, y el viento sopló, y la nave se deslizó lentamente a lo largo del estuario gris; y la luz del frasco de Galadriel que Frodo llevaba en alto centelleó y se apagó. Y la nave se internó en la Alta Mar rumbo al Oeste, hasta que por fin en una noche de lluvia Frodo sintió en el aire una fragancia y oyó cantos que llegaban sobre las aguas; y le pareció que, como en el sueño que había tenido en la casa de Tom Bombadil, la cortina de lluvia gris se transformaba en plata y cristal, y que el velo se abría y ante él aparecían unas playas blancas, y más allá un país lejano y verde a la luz de un rápido amanecer.
Pero para Sam la penumbra del atardecer se transformó en oscuridad, mientras seguía allí en el Puerto; y al mirar el agua gris vio sólo una sombra que pronto desapareció en el oeste. Hasta entrada la noche se quedó allí, de pie, sin oír nada más que el suspiro y el murmullo de las olas sobre las playas de la Tierra Media, y aquel sonido le traspasó el corazón. Junto a él, estaban Merry y Pippin, y no hablaban.
Por fin los tres compañeros dieron media vuelta y se alejaron, sin volver la cabeza, y cabalgaron lentamente rumbo a la Comarca; y no pronunciaron una sola palabra durante todo el viaje de regreso; pero en el largo camino gris, cada uno de ellos se sentía reconfortado por los demás.
Y finalmente cruzaron las lomas y tomaron el Camino del Este; y Pippin y Merry cabalgaron hacia Los Gamos; y ya empezaban a cantar de nuevo mientras se alejaban. Pero Sam tomó el camino de Delagua, y así volvió a casa por la colina, cuando una vez más caía la tarde. Y llegó y adentro ardía una luz amarilla; y la cena estaba pronta, y lo esperaban. Y Rosa lo recibió, y lo instaló en su sillón, y le sentó a la pequeña Elanor en las rodillas.
Sam respiró profundamente.
–Bueno, estoy de vuelta –dijo.
* En «El Señor de los Anillos – III El retorno del Rey», Ediciones Minotauro, 1980, pp.410-415.
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