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Monseñor afirma que “Pedro es Roca, no arena movediza. El Papa debe defender la fe”
Mons. Alberto José González Chaves nació en Badajoz en 1970 y fue ordenado sacerdote en Toledo en 1995. Su primer destino pastoral fueron las parroquias de Peñalsordo y Capilla, provincia pacense y archidiócesis Primada. De 2006 a 2014 trabajó en la Congregación para los Obispos, en la Santa Sede. En 2008 se doctoró en Teología Espiritual en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum, de Roma, con una tesis sobre “Santa Maravillas de Jesús, naturalidad en lo sobrenatural”. En 2009 obtuvo o un Master en Bioética, en el mismo Ateneo. En 2011 Benedicto XVI le nombró Capellán de Su Santidad. De 2015 a 2021 fue Delegado Episcopal para la Vida Consagrada en Córdoba. En 2020 recibió el Galardón Alter Christus por su atención al Clero y a la Vida Consagrada. Ha dirigido numerosos Ejercicios Espirituales y dictado conferencias y cursillos en España e Hispanoamerica. Ha publicado numerosos artículos y libros de espiritualidad y liturgia, y hagiografías sobre Santa Teresa de Jesús, San Juan de Ávila, San José María Rubio, Santa Maravillas de Jesús, Santa María Micaela del Santísimo Sacramento, Santa Genoveva Torres, los Beatos Marcelo Spínola y Tiburcio Arnaiz, San Juan Pablo II, Benedicto XVI, el cardenal Rafael Merry del Val…
Es coautor de la reciente y extensa biografía de uno de los hombres de la Iglesia de España más importantes del siglo XX, el Cardenal Primado Marcelo González Martín (1918-2004), que le ordenó sacerdote.
¿Cuáles son a su juicio algunos de los cardenales que tienen, a priori, más posibilidades en el próximo cónclave?
Siempre es aventurado responder a esta pregunta. El cónclave es un mundo muy complejo y, en este momento histórico y eclesial, más que nunca. Las disposiciones de los pontífices recientes limitaban a 120 el número de cardenales electores. El último Papa no ha tenido en cuenta esto a la hora de crear cardenales. Y ello ha obligado al Colegio cardenalicio a modificar las normas para no dejar fuera a los 15 cardenales menores de 80 años que superaban la cifra de 120. Al final votarán 133, componiendo un panorama geográficamente mas variopinto que nunca, muy poliédrico en lo cultural y en los enfoques teológicos y pastorales. Son tantos, y tan distintos y tan distantes, que apenas se conocen.
La mayoría son obispos residentes en sus respectivas diócesis y han ido poco a Roma, pues el ultimo Papa, distinguiéndose en esto como en tantas cosas, de sus predecesores, no ha convocado más que un par de veces en doce años al Colegio cardenalicio. De modo insólito escogió nueve purpurados como asesores y no se comunicó mucho con el resto, ni siquiera para responder a las “dubia” que razonable y respetuosamente le presentaban. Teniendo presente todo esto, es prácticamente imposible prever un nombre con más posibilidades que otro. Se repite mucho el del secretario de Estado. Personalmente pienso que es más por poder ventilar algún candidato que porque Parolin tenga posibilidades reales de obtener los 2/3 necesarios. Suenan también otros nombres, pero creo que es en fuerza del desideratum de quienes los airean, o como táctica periodística o política para quemarlos.
Para mí, hombres de peso, de fe evidente, de vida intachable y de formación teológica, pastoral y jurídica muy notoria son el africano Robert Sarah, cuya trayectoria vital y sacerdotal es, además de novelística, absolutamente ejemplar. O el alemán Ludwig Müller, cuya erudición y potencia teológica son un aval, amén de ser un hombre de confianza del Papa Benedicto XVI. Otro, pero nada previsible, es el cardenal estadounidense Raymond Leo Burke, experto canonista e indudable hombre de Dios.
¿Otros nombres atractivos desde el punto de vista pastoral y la geopolítica? El joven franciscano italiano Pizzaballa, Patriarca de Jerusalén; el canonista Péter Erdő, arzobispo de Budapest, primado de Hungría y presidente de las conferencias episcopales de Europa; el médico holandés Willem Jacobus Eijk, Arzobispo de Utrecht; el jovencísimo italo-canadiense Francis Leo, Arzobispo de Toronto, diplomático y mariólogo. Y quizá con más posibilidades y mayor capacidad de consenso, el suizo Kurt Koch, presidente del Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, donde Benedicto XVI lo quiso como sucesor del progresista Walter Kasper. Koch es un hombre equilibrado y sereno, con gran experiencia, sabiduría y espíritu sacerdotal.
Otras candidaturas más llamativas, personalmente me parecen poco verosímiles, dado el momento delicadísimo en el que se desarrollará este cónclave, tras los últimos años de convulsión y profundas divisiones en el seno de la Iglesia.
Es cierto que históricamente ha habido grandes sorpresas y han salido candidatos que no sonaban a priori. Pero en otras ocasiones ha sido elegido quien ya era favorito. El dicho “quien entra Papa en el cónclave sale cardenal” no deja de ser un tópico manido, que no siempre se hace realidad. Repasemos los recientes cónclaves desde el siglo XX, teniendo en cuenta que hasta el de 1958 eran apenas medio centenar los electores. En 1962, 80; en 1978, 111; en 2005, 117; en 2013, 115. Nunca el número fue tan desbordante como ahora: ¡133!
El primer Papa del siglo XX, San Pío X (1903-1914), imprevisible de todo punto, fue en cierta medida efecto del bloqueo político del cardenal Rampolla, el cual, sin embargo, según casi todos los historiadores, tampoco habría salido Papa, aunque… entró en el cónclave como tal.
El segundo Romano Pontífice del siglo, Benedicto XV (1914-1922), tampoco era directamente previsible, pero entraba en el círculo amplio de los posibles por su trayectoria curial.
El tercer Papa del siglo, Pío XI (1922-1939), tampoco se preveía: sólo fue elegido tras 14 escrutinios. Sin embargo, por ser italiano y haber sido Prefecto de la Biblioteca Vaticana y arzobispo de Milán, también era de algún modo, aunque no próximo, esperable a la postre.
Su sucesor Pío XII (1939-1958) había sido Secretario de Estado y casi vicepapa, y su elección estaba en la mente y en la boca de todos. Tanto que fue elegido al tercer escrutinio, el día de su 63° cumpleaños, 2 de marzo de 1939. ¡Entró Papa y salió Papa!
El anciano Juan XXIII (1958-1963) no era predecible. Como nuncio, nunca vivió cerca de Roma, y finalmente fue Patriarca de Venecia. Elegido tras 11 escrutinios, a sus 77 años, reinó sólo cuatro.
Le sucedió el cardenal Montini, que reinó de 1963 a 1978 con el nombre de Pablo VI (Paolo mesto decían los italianos, por su semblante cariacontecido). Era el esperado. Había tenido un papel muy preponderante durante el Pontificado de Pío XII, quien lo había enviado a la importante archidiócesis de Milán. También salió del cónclave como entró: Sumo Pontífice.
Su sucesor, Juan Pablo I, Pontífice sólo por 33 días, era Patriarca de Venecia. Su nombre se repetía en las cábalas: su elección no sorprendió tanto.
Su sucesor Karol Wojtyla, polaco de 58 años, fue una de las grandes sorpresas de las elecciones papales por su edad, su trayectoria y su procedencia. Todos conocemos la magnitud de su persona y del pontificado del hoy San Juan Pablo II (1978-2005).
Era difícil sucederlo después de 27 años, pero en un rápido cónclave salió elegido, al cuarto escrutinio, el cardenal Ratzinger: Benedicto XVI (2005-2013). Pese a sus 78 años su elección era muy previsible por haber sido durante 24 años Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la fe y hombre de confianza de Juan Pablo II, un de los mejores teólogos del siglo XX y un eclesiástico ejemplar, humilde y sereno. También él entró Papa en el cónclave del que Papa salió.
Tras el inédito mazazo de la renuncia de Benedicto XVI en 2013, le sucedió un jesuita argentino, arzobispo de Buenos Aires. Para muchos fue una sorpresa increíble. Para otros… quizá sólo aparente: no era tan difícil preverlo, pues Jorge Bergoglio ya había sido el “rival” de Ratzinger en el anterior cónclave y su candidatura seguía siendo impulsada por un grupo de cardenales progresistas, que se autoidentificaron poco después sin ambages como “la mafia de San Galo”, con el viejo belga Danneels (cardenal de Juan Pablo II…) como uno de los capitostes. Por tanto, creo que Bergoglio también entró Papa en el cónclave que le eligió al quinto escrutinio.
Entonces, ¿quién será ahora el Romano Pontífice? Creo que en este cónclave ninguno entra Papa en la Capilla Sixtina, pero sí sabemos que de ella ha de salir el sucesor de Pedro.
¿Considera que hay únicamente dos bloques contrapuestos que podríamos englobar en progresistas o conservadores, o es más complejo que todo eso?
Lo complejo es responder a esto. Cuando se comienza a tomar cualquier decisión colectiva hay tantos bloques como personas. Después, las personas van confluyendo en bloques según ven explícita o tácitamente sus sintonías y según el resultado de las votaciones. Pero supongo que esto es un proceso lento y laborioso tratándose de un número tan alto de votantes y necesitándose 2/3 de las cédulas coincidentes, o sea 88 de 133.
Sería ligero hacer una sola catalogación en progresistas o conservadores. Pero no sería menos simplista partir de un buenismo que afirma que hay una gran unidad ideológica, teológica y pastoral en el colegio cardenalicio. Todos sabemos que esto no es verdad.
¿Es peor este colegio cardenalicio porque casi el 80% sea “producto” del último pontificado? Sorpresivamente y pese a su línea de gobierno eclesial, tanto Juan Pablo II como Benedicto XVI crearon no pocos cardenales abiertamente progresistas, que incluso de modo público se habían opuesto en algunos puntos al mismo magisterio Pontificio. Aunque una vez investidos de la púrpura no fuesen tan frontales…
En este último Pontificado se ha repetido el mismo fenómeno, pero más notoria y frecuentemente. El Papa Bergoglio ha creado muchos cardenales, quizá demasiados, con criterios inéditos, dejando sin la púrpura a arzobispos de diócesis históricas y muy importantes y concediéndola a obispos desconocidos de lugares remotos y con poca influencia eclesiástica o política. Pero no puede decirse que todos, ni aún la mayoría, sean tendentes al modernismo o coincidentes con su estilo pastoral. Creo que ha tenido una visión anchurosa en lo geográfico, en lo eclesiástico, en lo teológico, en lo pastoral y en lo personal. Por tanto, es difícilmente encuadrable el actual Colegio en dos tendencias. Es verdad que hay un grupo de cardenales progresistas, desgraciadamente no pequeño, pero creo que tampoco demasiado amplio. Son los que reivindican, por ejemplo, la ordenación de mujeres, la comunión de los divorciados vueltos a casar, o la bendición del pecado de la sodomía, uno de los que claman al cielo, según la Sagrada Escritura. Son enemigos de la Tradición en lo litúrgico, en lo teológico y en lo pastoral. Pero mi impresión es que hacen más ruido del que supone su influencia real en el colegio cardenalicio.
Muchos de los cardenales han sido nombrados por Francisco y podría parecer que lo lógico sería un pontificado de continuidad. ¿Considera que es así o hay otros factores que hacen que se pueda revertir esta tendencia?
Creo que más o menos ya he respondido a esta cuestión con la anterior. Efectivamente, la mayoría de los cardenales han sido creados en el último pontificado. (Por cierto, crear es el término técnico, no nombrar ni elegir. Quiza porque crear es sacar de la nada y sólo pueden hacerlo Dios nuestro Señor o el Papa respecto de sus consejeros…). Entonces, ¿todos y cada uno de ellos supondría una continuidad con su predecesor? Entiendo que la respuesta es claramente negativa. Primero porque cada quien tiene un perfil, una personalidad intransferible que proyecta después en su forma de gobierno. Nunca ha sucedido, aunque lo pareciese de antemano, que un Papa haya dejado atado y bien atado su modo de proceder y de gobernar, su estilo de hacer nombramientos e intervenciones. Es verdad que el modo de vivir en el siglo XXI ha cambiado mucho y los papas deben adaptarse a él también en su forma de gobernar la Iglesia. Pero cada uno es cada uno y viene muy marcado por su procedencia geográfica y su trayectoria eclesiástica, teológica y pastoral.
Algunos dicen que el difunto Pontífice ha tratado de imprimir su sello personal de una manera tan excesiva que se hablaba más de Francisco que del Papa. Pero dudo que esto siga sucediendo post mortem.
No sólo el cardenal que sea elegido, sino todos los demás, revelarán su identidad más nítida en el nuevo Pontificado, ante un Papa que no los ha creado y al que deben obedecer y seguir, con su estilo nuevo.
Por tanto, ¿habrá continuidad? Respondo de manera tajante: la hay siempre y no la hay nunca. Siempre hay continuidad con el Papa anterior porque tras el sucesor de Pedro viene otro sucesor de Pedro; tras un vicario de Cristo, la Iglesia tiene un nuevo vicario de Cristo. La doctrina es la misma; los modos y la pastoral varían: si hay siempre continuidad en lo esencial, nunca la hay, milimétricamente hablando, en lo adjetivo o accidental, que lleva la impronta de cada nuevo Pontífice. Creo que esto de la continuidad es un mantra que están repitiendo incesantemente los mismos medios de comunicación que nos martillearon con lo negativo que sería para la iglesia el cardenal Ratzinger y después estallaron en ditirambos cantando infinitas loas del cardenal Bergoglio cuando fue elegido. Y está claro que en ambos casos los medios, sirviendo mayoritariamente a la misma causa, exageraron.
¿Realmente la línea de la sinodalidad tiene tanta aceptación entre los cardenales?
Permítame, en primer lugar, preguntar en qué consiste la sinodalidad, palabra aún más difícil de entender que de pronunciar. No digamos si la llevamos a un pleonasmo sacralizador y hablamos de un Sínodo de la sinodalidad, el cual no ha concluido nada y ha provocado no pocos disgustos, enfrentamientos y divisiones, aparte de un gran dispendio, en esta que se viene llamando machaconamente en los últimos años, “Iglesia de los pobres”.
Es verdad que en su etimología griega, synodos significa caminar juntos. Pero, ¿hacia dónde, por dónde, cómo, con quién, para qué? La sinodalidad no puede ser sinónimo de democracia en una Iglesia que es jerárquica por voluntad de su Divino Fundador. No puede ser patente de corso para poner en almoneda la fe y la moral o para revisar incluso la Sagrada Escritura o ignorar despreciativamente la Tradición, de modo que deje de ser pecado lo que ayer lo era y siempre lo será. Tampoco debe servir para usar la misericordia como sofística némesis de conversión y penitencia, o ridiculización del juicio o del infierno. Esa sinodalidad no construye la iglesia.
A la Iglesia la edifica algo parecido fonéticamente: la santidad. Si la sinodalidad se identifica con una auténtica vivencia eucarística, con una vida evangélica de amor a la cruz, con una verdadera fraternidad basada en el único que la crea, Jesucristo, nuestro Hermano mayor; si la sinodalidad es garantía de preservación de la fe de nuestros padres para seguir el camino de los santos, para que la Iglesia siga siendo experta en humanidad, acogiendo a los pobres en todas las formas de pobreza, la primera de las cuales es el pecado; si la sinodalidad tiene como único eco el de Jesús, “convertíos y creed en el Evangelio”; si la sinodalidad es erradicar lo que Benedicto XVI llamaba dictadura del relativismo, entonces ¡bienvenida sea! Yo aplaudo esa sinodalidad y todos los sínodos de la sinodalidad que se organicen. De lo contrario, todo esto me recuerda a la canción de Mina Mazzini y Alberto Lupo: “Parole, parole, parole…”
¿Qué cualidades debería tener el próximo Papa teniendo en cuenta la actual situación de la Iglesia?
Solemos responder a esta pregunta mil veces formulada en el interregno del precónclave diciendo que el nuevo Papa debería ser un hombre de Dios . Yo, primero, simplifico: el Papa debe ser un hombre , con toda la grandeza ontológica y moral que conlleva esta palabra. Con la misma frase de Pilatos, antes de que aparezca el flamante Romano Pontífice en el balcón de la fachada vaticana, el cardenal protodiácono podría anunciarlo así: Ecce homo: ¡he aquí al hombre! Antes que nada, un hombre: íntegro, equilibrado, sereno, factor de unidad, templado, maduro, bondadoso. Un hombre que por haber sabido resolver sus propios conflictos (en la medida en que es dable al ser humano), sepa también gestionar con sindéresis, prudencia y ecuanimidad la situación casi límite en que se encuentra la Iglesia.
Sólo después yo pediría que sea un hombre de Dios, pero tampoco me resulta suficiente.
Debe ser además un hombre de Cristo , o sea, no el hombre de un Dios genérico, del mismo Dios de todas las religiones, como últimamente se proclama de modo erróneo. Debe ser el hombre del Dios de Jesucristo, y en este sentido debe ser un cristiano, o sea, un hombre de Evangelio, que crea en la Palabra del Verbo Encarnado: “Cielo y tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”. Un hombre que sepa que Jesucristo es el mismo ayer y hoy y siempre, aunque el mundo y las épocas cambien. Un hombre profundamente adherido a la Cruz, que stat, dum volvitur orbis.
Y por fin, yo pediría que sea un hombre de Iglesia, de corazón universal, inclusivo, comprensivo, que sin hacer rebajas de la fe, porque no es suya, proclame que la Iglesia es la casa de todos, todos, todos. Pero todos los que deseen entrar aceptando sus principios, como sucede en cualquier empresa si no quiere autodemolerse.
¿Cuál es la situción de la Iglesia que encontrará el nuevo Papa?
La situación de la Iglesia que encontrará el nuevo Papa es dolorosa. La Iglesia está herida desde hace varias décadas (y de modo palmario en los últimos años) por un profundo confusionismo, fruto del modernismo, síntesis de todas las herejías, como lo llamó el papa San Pío X, y por una gran división en su seno, que ha ideologizado hasta lo más sagrado: la liturgia, de cuya desintegración procede la actual crisis eclesial, dijo ya el cardenal Ratzinger, en su autobiografía en 1997. El nuevo Papa debe ser el gran Liturgo, o sea, el primer sacerdote, el Summus Pontifex . Su vida toda, su misión fundamental es dar culto a Dios Uno y Trino, sobre todo a través de la celebración de la Santa Misa. En este sentido, uno de los primeros objetivos del nuevo Papa debe ser recomponer la paz litúrgica por la que trabajó el sabio y prudente Benedicto XVI, y no marginar a los colectivos que, de modo absolutamente legítimo, quieren vivir su fe a través de la Misa de todos los siglos, lo cual no significa en absoluto rechazar el último Concilio, como se dice, con demasiada ligereza y sin suficientes pruebas. Así como el nuevo Papa tendría que revisar y enmendar algunos documentos pontificios, así también tendría que rehabilitar el motu propio benedictino Summorum Pontificum, cuya incomprensible desautorización produjo un gran sufrimiento a miles de familias y sacerdotes fieles a la Iglesia y al Papa.
En un mundo y una Iglesia profundamente heridos y divididos, ante una juventud y una familia con horizontes muy poco luminosos, el nuevo Pontífice ha de ser centinela de esperanza. Quizá no tenga que hablar ni escribir tanto, sino orar y sufrir mucho, estando firme junto a la cruz, con María. Ha de ser un buen Pastor, conforme al Corazón de Cristo, no acomodándose a los vientos del mundo, para guiar, enseñar, reprender, santificar aunque le cueste la sangre. Ha de guardar la fe, y mantener a los católicos unidos en la caridad, cuyo fundamento es la Verdad, que es Cristo. Mas que las estadísticas o el aplauso de los medios, ha de buscar la fidelidad. Más que de salvar el planeta, debe insistir en salvar el alma; más que el calentamiento global, debe recordar la posibilidad del fuego del infierno. Si la barca de Pedro le parece a punto de zozobrar, debe creer que en ella va Cristo dormido, y a su tiempo despertará. Debe sostener a los que flaquean, entregándose por una Iglesia madre y santa, aunque herida por los pecados de sus hijos.
Debe tener presente la memoria de los mártires y la voz de los profetas, y, siervo de los siervos de Dios, no debe gobernar con estrategias políticas, sino con las rodillas dobladas ante el Sagrario, rodeándose de los mejores consejeros y nombrando obispos y cardenales santos.
El nuevo Papa encuentra muchas heridas en el Cuerpo de Cristo: seminarios vacíos, vocaciones escasísimas, vida religiosa muy débil, iglesias desiertas o convertidas en museos, juventud, matrimonios y familia desnortados, clero desesperanzado, desilusionado, defraudado, cansado, mundanizado… Y lo más doloroso: el pueblo fiel que guarda la Tradición con amor es tratado como intruso en su propia casa, como extranjero en la morada de sus padres. El sucesor de Pedro no está llamado a modernizar la Iglesia, sino a confirmar a sus hermanos en la fe que no cambia y en la unidad de esa fe. No debe diluir la verdad en el lenguaje del mundo, sabiendo que, según San Atanasio de Alejandría, la verdad que no hiere el pecado no sana al pecador, y que la caridad sin verdad es engaño y la misericordia sin justicia es traición.
¿Qué características ha de tener el sucesor de San Pedro como buen Pastor?
Como buen Pastor, no ha de huir del lobo. Como doctor, no puede falsear el Evangelio. Como Roca, no puede hacerse arena movediza, sino defender la fe apostólica, como un padre que protege a sus hijos del maligno.
No ha de olvidar a los pobres. Mas no basta darles pan si no se les da la Palabra; no basta ofrecer ayuda material si se les priva del anuncio de Cristo. El Evangelio es para ellos primero, como lo fue en Galilea: pauperes evangelizantur. Debe presentarles a Jesús sobre todo como Redentor. Los migrantes o desfavorecidos de todo tipo no son sólo destinatarios de compasión, sino oyentes y anunciadores del Evangelio.
El nuevo Papa debe cuidar y hasta fomentar las que llamaba Benedicto XVI “minorías creativas”: Dios salvó al mundo con un pequeño resto. El Vicario de Cristo ha de amar al pueblo fiel a la Tradición, alma viva del Cuerpo, que guarda la fe recibida. Muchos de ellos, sacerdotes y fieles, oran en silencio, sufren incomprensiones, y perseveran en medio de desprecios. El Papa es quien menos puede cerrarles las puertas, imponerles cargas ideológicas o ridiculizarlos, sino que debe agradecer su fidelidad, escucharlos, y darles pastores santos que no traicionen la fe de sus abuelos. Si el Santo Padre quedase solo en medio de la tormenta, los encontrará a ellos: orando, ayunando, creyendo, esperando.
El nuevo Papa debe reformar la Iglesia desde la Eucaristía. Cristo no edificó la Iglesia con discursos, sino con su Sangre.
El sucesor de Pedro no debe dar al mundo una Iglesia sin cruz, porque no sería la de Cristo. No debe evitar ser signo de contradicción: Pedro también fue crucificado. No debe temer la persecución: cuando entregue su alma a Cristo, Él le recibirá como Pastor que no huyó, heraldo de la Verdad y testigo de la Iglesia que no muere.
Por Javier Navascués
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