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Leo en Adelante la Fe un artículo de Roberto De Mattei, maestro a quien admiro y aprecio de corazón, titulado Ante la confusión que reina en la Iglesia. En él, el profesor De Mattei advierte de la existencia de dos partidos en el Vaticano: los progresistas y los conservadores, que parece ser que se identifican con los bergoglianos y los ratzingerianos, aunque el propio De Mattei concluye que la división entre ambos bandos no está tan clara y cita para ello a Monseñor Gänsewin:

«Además, recuerda monseñor Gänsewin, entre los papables, “muchos que están considerados más liberales, por emplear un término que todos entienden, fueron ascendidos a cargos importantes durante el pontificado de Benedicto” (Nada más que la verdad). Entre los nombres indicados por el Prefecto de la Casa Pontificia están los principales cardenales del ala progresista, como Jean Claude Hollerich (arzobispo de Luxemburgo, 2011), Luis Antonio Tagle (arzobispo de Manila, 2011) y Matteo Maria Zuppi (obispo auxiliar de Roma, 2012)».

Cada vez reina más confusión y no nos queda más que limitarnos «a vivir y actuar como todos los días, con espíritu de plena fidelidad a la Iglesia y de total abandono a la Divina Providencia».

Efectivamente, cada día hay más confusión en la Iglesia Católica. Y no conozco los intríngulis de los partidos vaticanos, como los puede conocer un vaticanista reputado como don Roberto.

Pero desde mi retiro del mundanal ruido, yo no veo dos partidos dentro de la Iglesia; veo tres: progresistas, neocones y católicos tradicionales.

Progresistas

La primera facción es la progresista, hoy en el poder. Es la camarilla de los obispos que domina, por ejemplo, el sínodo alemán. Son los que piden la bendición de las parejas homosexuales, la ordenación de mujeres, el cambio de la doctrina moral. Son los que defienden o justifican el aborto, el divorcio o la eutanasia; son los que exigen que se comulgue de pie y en la mano porque representa a la Iglesia como pueblo peregrino y caminante… Son los que actúan creativamente en la liturgia, los que llenan sus templos de banderas LGTBI; los inclusivos, sostenibles y resilientes; los que apuestan por los Objetivos del Milenio y por la Agenda 2030; son los oenegeros de la “Iglesia de los pobres”, comunistas de corazón y algunos de carnet, teólogos de la liberación, ecologistas, panteístas, panenteístas, idólatras de la Pachamama, etc. Los progresistas quieren cambiar la Iglesia para adaptarla al mundo. «Fuera del mundo no hay salvación y la Iglesia debe conectar con él, no imponerse».

La única salvación que predican esta banda de heterodoxos es la puramente terrenal, que se identifica con el paraíso comunista o con la cosmópolis kantiana. Y proponen una nueva religión, con un nuevo paradigma (el del Anticristo), en la que no hay infierno ni pecado original; en la que todo el mundo se salva; en el que se niega que la Santa Misa sea el sacrificio incruento de Cristo en la cruz para salvarnos de nuestros pecados. Es la religión de Spinoza, de los masones, de los curas guerrilleros latinoamericanos; la religión del peronismo, del sandinismo, de los círculos espirituales de Podemos. La Iglesia de los progresistas gusta de todas las herejías que ha habido a lo largo de la Historia: son arrianos, protestantes, liberales, comunistas, anarquistas… La nueva religión del Anticristo es un sumidero donde vomitan su odio a Cristo y a la Iglesia todos los herejes hodiernos, donde chapotean las ratas infectas en las aguas pútridas de la herejía.

Conservadores o «Neocones»

El segundo grupo es el que popularmente se conoce como neocón. ¿Qué es un neocón? Un neocón es un católico liberal conservador. Son liberales como los progresistas pero los neocones van a menor velocidad.

Los democristianos, los liberales católicos, valga la paradoja, apoyan la constitución, la democracia, los derechos humanos, la libertad de conciencia, la libertad de expresión, la libertad religiosa… Pero luego se quejan amargamente de los frutos del sistema liberal que ellos mismos apoyan y sostienen: el aborto, las leyes educativas, la eutanasia, las leyes de género, las leyes LGTBI, etc. Tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias.

Dios ha sido excluido de la política y la religión es una realidad aparte: bien. La ley de Dios no cuenta; solo la ley positiva, aprobada en el parlamento: bien. Son las mayorías parlamentarias las que aprueban las leyes y dictaminan lo que está bien o mal, de manera autónoma e independiente de Dios y de su Ley Eterna: fenomenal. El bien y el mal no lo decide Dios, sino la estadística. Entonces, ¿de qué nos extrañamos y de qué nos escandalizamos? ¿Por qué se rasgan las vestiduras? Cosechan lo que se ha sembrado. Se aprobó en el 78 una constitución atea y los frutos están a la vista de todos. Sin Dios no hay bien posible. Sin Dios, queda el infierno.

Los neocones reniegan de la Cristiandad, como de algo del pasado que ya no puede volver. Aceptan los valores y la filosofía de la modernidad y llevan años luchando denodadamente por conseguir la cuadratura del círculo: que el liberalismo pueda conjugarse y casar con la doctrina católica; por ejemplo, el concepto kantiano de persona. El ser humano autónomo entiende la libertad como licencia para elegir el bien o el mal, sin freno moral alguno. Y entiende que la persona es digna precisamente por su autonomía moral y porque así es responsable de sus actos. Pero ese concepto kantiano de persona excluye a todos los seres humanos que no son libres, autónomos; que no se pueden autoposeer ni autodeterminar: es el caso de los niños no nacidos, los niños pequeños, los dementes, los ancianos dependientes, los enfermos que no se valen por sí mismos… Esos seres humanos no serían personas y quedarían excluidos: su vida no tiene dignidad. Por lo tanto, siguiendo fielmente a otros pensadores modernos como Darwin o Nietzsche, estos seres humanos sin dignidad ni autonomía deben morir para que no supongan una carga económica y emocional para sus familias y para toda la sociedad: por eso ya casi no nacen niños con síndrome de Down, porque los matan antes de que puedan nacer: «pobrecitos, para no poder llevar una vida digna, mejor matarlos y que no sufran». Y lo mismo con ancianos, discapacitados, enfermos terminales, etc.

Los católicos neocones, obviamente, se espantan de estos razonamientos modernos y se resisten a aceptar que un niño no nacido pueda tirarse a un vertedero como si fuera basura. Porque los católicos neocones son piadosos y defienden la moral de Humanae Vitae y de Veritatis Splendor. Pero han aceptado el veneno del liberalismo. Y así, creen y defienden que sus propuestas a favor de la vida deben ser respetadas y escuchadas como una opción más dentro de una sociedad pluralista. Como si defender la vida y defender el aborto fueran dos opciones diferentes pero igualmente aceptables y tolerables.

Suscriben los valores de la Ilustración y de la Revolución. Han cambiado la dignidad de los hijos de Dios y la ley natural por los Derechos Humanos. Defienden la libertad de expresión y luego se escandalizan por las blasfemias que profieren los impíos; creen en la libertad de conciencia, en la libertad de cultos y en la libertad de enseñanza y defienden que se deben tolerar igual la virtud que el vicio, la verdad que el error, el bien que el mal. Y si a mis hijos los quieren pervertir y adoctrinar en la escuela, exijo el pin parental para que no reciban esos contenidos; pero a los que no les importe o quieran que adoctrinen o perviertan a sus hijos, allá ellos. Así razona el buen liberal. «Todo el mundo es libre de pensar lo que quiera, de opinar lo que le dé la gana y de creer o dejar de creer lo que le parezca oportuno». Nadie tiene la verdad absoluta: todo es relativo. «Tú estás en contra del aborto y yo estoy a favor. Cada uno que piense y que haga lo que mejor le parezca con su vida». ¿A que les suena el discurso? «Tú crees en Dios y eres muy libre de hacerlo; pero yo creo en la energía renovable y estoy en mi derecho».

No olvidemos que los derechos humanos son leyes positivas, sujetas a ampliación, reducción, interpretación, etc. El caso es que el fundamento último de las declaraciones de derechos humanos es el hombre: no DiosEl hombre es soberano: no DiosEl centro es la persona: no Cristo. «Yo no dependo de nadie. Mi vida es mía y de nadie más y hago con ella lo que yo quiero: si quiero servir a Dios y entregarle mi vida, bien; pero si no acepto, puedo rechazar a Dios y no pasa nada». Da igual virtud que pecado. Puedo aceptar la gracia de Dios o rechazarla y soy libre para decirle a Dios que no. Niegan que el hombre depende de Dios como criatura que es del Creador: el barro se rebela contra el Alfarero. El liberalismo, en definitiva, es el «non serviam» de Lucifer y el «seréis como Dios», de la Serpiente.

Los liberales – y repito, los católicos neocones lo son y mucho – no entienden que la libertad de los católicos es la capacidad de elegir el camino que nos conduzca al fin para el que hemos sido creados, que es Dios mismo. Ellos creen que cada uno puede buscar la felicidad donde y como quiera y que el hombre es principio y fin de sí mismo. Sin embargo, todos hemos sido creados por Dios y para Dios y podemos escoger los medios, pero no el fin último. Y esos medios, obviamente, tienen que ser adecuados a ese fin. Para ir al cielo hemos de dejarnos santificar por la gracia de Dios, que recibimos a través de los sacramentos y no olvidar nunca que aquí estamos de paso y que somos peregrinos que caminan hacia Dios, sin saber el día ni la hora en que seremos llamados a su presencia.

Pero el liberal se piensa que él se crea a sí mismo y se hace a sí mismo por sus solos méritos. No cree el liberal que todo lo bueno que tiene es gracias a Dios, sino mérito suyo. Creen (y algunos lo predican desde el púlpito) que Dios nos necesita para cambiar el mundo: como si no fuera Dios omnipotente y tuviera que mendigar nuestra ayuda para algo. Atribuyen la obra de la salvación a sus propios méritos y se creen que van a cambiar el mundo sin necesitar a Dios para nada (pelagianismo). Se olvidan e ignoran el pecado original que ha dejado nuestra naturaleza herida. Se olvidan de que sin la gracia de Dios, no podemos hacer nada bueno. Se olvidan de que somos criaturas en manos de Dios y que vivimos porque Dios quiere que vivamos, porque cuando quiera llamarnos a su presencia, no nos va a preguntar ni a pedirnos permiso. Y nadie sabe el día ni la hora. Se olvidan de que Cristo dio su vida para salvarnos del pecado y abrirnos las puertas del cielo.

Pero el neocón es liberal y como tal, ha expulsado a Dios de la vida pública y lo ha  recluido en su vida privada, en la intimidad de su casa. El liberal católico vive en compartimentos estancos e incomunicados entre sí. Puede promover el aborto y aprobar leyes inicuas (eso es vida pública y ahí Dios no está ni cuenta para nada) y asistir el domingo a misa y comulga como si nada (porque esa es mi vida privada y soy un católico fervoroso). Biden es un buen ejemplo de ese catolicismo neocón, liberal, tan aparentemente piadoso en lo privado como blasfemo y sacrílego en su proceder público. Son provida pero cuando alcanzan el poder no derogan las leyes de la “cultura de la muerte” que habían aprobado los progresistas ateos e impíos. Los progres van avanzando; y los conservadores, consolidando lo conseguido por sus colegas liberales progresistas.

En resumen, los católicos progresistas son liberales de primer grado y los neocones son liberales de tercer grado, siguiendo la gradación que hace León XIII en la Encíclica Libertas:

«Hay otros liberales algo más moderados, pero no por esto más consecuentes consigo mismos; estos liberales afirman que, efectivamente, las leyes divinas deben regular la vida y la conducta de los particulares, pero no la vida y la conducta del Estadoes lícito en la vida política apartarse de los preceptos de Dios y legislar sin tenerlos en cuenta para nada. De esta noble afirmación brota la perniciosa consecuencia de que es necesaria la separación entre la Iglesia y el Estado. Es fácil de comprender el absurdo error de estas afirmaciones.

Es la misma naturaleza la que exige a voces que la sociedad proporcione a los ciudadanos medios abundantes y facilidades para vivir virtuosamente, es decir, según las leyes de Dios, ya que Dios es el principio de toda virtud y de toda justicia. Por esto, es absolutamente contrario a la naturaleza que pueda lícitamente el Estado despreocuparse de esas leyes divinas o establecer una legislación positiva que las contradiga».

No se puede ser de misa diaria y promover y votar leyes inicuas. Dios tiene que reinar en la vida pública, en la familia y en los individuos. Y si nos empeñamos en expulsar a Dios de la vida pública no nos extrañemos de que proliferen toda clase de males: corrupción, violencia, mentiras, abusos, violaciones, homicidios…

Si el hombre se niega a depender de un Dios creador y providente, se volverá aparentemente libre para auto-crearse a sí mismo, pero se generarán todo tipo de monstruos, que son la consecuencia de tratar de vivir en conformidad con una libertad absoluta.

Hemos analizado las características de los progresistas y de los conservadores. Los progresistas se parecen – permítanme la analogía – a las tentaciones de primera semana de ejercicios (cuando el que se ejercita anda en los ejercicios de la primera semana, si es persona no versada en cosas espirituales, y si es tentado grosera y abiertamente…), porque son tan burda y groseramente heterodoxos que enseguida se da uno cuenta de que se trata de falsos profetas y malos pastores. Pero los neocones se parecen a las tentaciones de segunda semana: son más sutiles. Se presentan con apariencia de piedad y de fervor, pero llevan dentro el mismo veneno liberal que mata a quien lo prueba: es la cola serpentina que se nos muestra con apariencia de bien pero nos lleva al pecado y a la perdición igualmente:

«Porque comúnmente el enemigo de la naturaleza humana tienta más bajo apariencia de bien cuando la persona se ejercita en la vía iluminativa, que corresponde a los ejercicios de la segunda semana, y no tanto cuando se ejercita en la vía purgativa, que corresponde a los ejercicios de la primera semana».

El Caólico Tradicional (o tradicionalista)

Pero yo quisiera acabar señalando que hay un tercer grupo dentro de la Iglesia: es el más insignificante en número: se trata de quienes nos consideramos católicos tradicionales. Tanto progresistas como neoconservadores llevan años tratando de conciliar la doctrina de la Iglesia con la cultura y la filosofía modernas. Y los frutos ahí están: pura podredumbre y descomposición; la mayor crisis de la Iglesia posiblemente en veinte siglos. Los tradicionales o tradicionalistas somos los que queremos profesar la fe de siempre: la del magisterio de siempre, la de los santos y doctores de la Iglesia: sin novedades, sin inventos, sin evoluciones doctrinales. Queremos vivir y profesar la fe de los mártires que dieron su vida por Cristo.

No debemos rendirnos ante el mundo: debemos combatir al mundo, al demonio y a la carne, que son los enemigos del alma. Queremos y debemos profesar la doctrina que la Iglesia ha enseñado siempre y en todas partes: ese es el depósito de la fe, el conjunto de dogmas, la verdad revelada por Dios que recibimos en la Iglesia a través de las Sagradas Escrituras y de la Santa Tradición.

No solo se trata de reivindicar la misa tridentina: que también. Se trata, en primer lugar, de reivindicar la doctrina de siempre, la fe de siempre. La Iglesia solo puede ser Una en la verdadera fe: un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo,un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos. Hay que arrancar las malas hierbas de las filosofías modernas y volver urgentemente a la filosofía y a la teología perennes de Santo Tomás de Aquino. Y hay que hacerlo sin mistificaciones, sin falsificaciones ni deformaciones; sin interpretaciones torticeras. No hay que plegarse a las ideologías ni a las modas de este mundo: el incienso solo hay que dárselo a Dios.

Los católicos tradicionales afirmamos que la libertad, cuando es ejercida sin reparar en exceso alguno y con desprecio de la verdad y de la justicia, es una libertad pervertida que degenera en abierta licencia; y que, por tanto, la libertad debe ser dirigida y gobernada por la recta razón, y consiguientemente debe quedar sometida al derecho natural y a la ley eterna de Dios. El hombre debe someterse a la Ley de Dios.

Explica la Libertas que

«la naturaleza de la libertad humana, sea el que sea el campo en que la consideremos, en los particulares o en la comunidad, en los gobernantes o en los gobernados, incluye la necesidad de obedecer a una razón suprema y eterna, que no es otra que la autoridad de Dios imponiendo sus mandamientos y prohibiciones. Y este justísimo dominio de Dios sobre los hombres está tan lejos de suprimir o debilitar siquiera la libertad humana, que lo que hace es precisamente todo lo contrario: defenderla y perfeccionarla; porque la perfección verdadera de todo ser creado consiste en tender a su propio fin y alcanzarlo. Ahora bien: el fin supremo al que debe aspirar la libertad humana no es otro que el mismo Dios».

Creemos que no hay salvación fuera de la Iglesia Católica y que el verdadero ecumenismo consiste en que todos los hombres y todos los pueblos de la tierra se conviertan y reconozcan que no hay otro Señor que Jesucristo y que la Iglesia Católica es la única fe verdadera. Los católicos tradicionales creemos en los dogmas tal y como la Iglesia los ha proclamado: sin tergiversarlos, sin manipularlos para que en vez de decir lo que dicen, digan lo contrario. Los dogmas no evolucionan. La fe no cambia. Dios no se muda: es el mismo ayer, hoy y siempre. No cambia de parecer ni de doctrina caprichosamente.

No se trata de quedarse añorando el pasado: no somos nostálgicos. No somos románticos que proyectan su ideal en una Edad Media de cartón piedra o de cuento de hadas. Nosotros tenemos claro cuál es nuestro Norte y quién es el Único que nos puede salvar, que es Cristo. Y para ello, hay que dejar de dialogar con el demonio y de halagar al mundo y a la carne. Hay que predicar la verdad, aunque nos persigan por ello, que lo harán. Vaya si lo harán. Pero la vida verdadera es Cristo y morir, ganancia, si es en gracia de Dios. La victoria final es de Cristo que volverá en gloria y majestad a juzgar a vivos y muertos. Y esa expectativa no es mirada al retrovisor, sino esperanza en el futuro: para Dios un día es como mil años y mil años como un día. Levantemos la cabeza, que llegará pronto nuestra liberación.El verdadero cáncer de la Iglesia es el Liberalismo. Progresistas y neocones son liberales. El catolicismo tradicional es contrarrevolucionario y antiliberal.

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