Nació el 5 de agosto de 1199 en Peleas de Arriba y murió en Sevilla el 30 de mayo de 1252 Era hijo del rey Alfonso IX y primo hermano del rey San Luis de Francia. Fue un verdadero modelo de gobernante, de creyente, de6 padre, esposo y amigo. Emprendió la construcción de la bellísima Catedral de Burgos y de varias catedrales más y fue el fundador de la famosa Universidad de Salamanca. San Fernando III protegió mucho a las comunidades religiosas y se esforzó porque los soldados de su ejército recibieran educación en la fe. Instauró el castellano como idioma oficial de la nación y se esmeró para que en su corte se le diera importancia a la música y al buen hablar literario.
Sus enfrentamientos tuvieron por fin, liberar a España de la esclavitud en la que la tenían los moros, y por ende liberar también a la religión católica del dominio árabe.
Como todos los santos fue mortificado y penitente, y su mayor penitencia consistió en tener que sufrir 24 años en guerra incesante por defender la patria y la religión.
En sus cartas se declaraba: “Caballero de Jesucristo, Siervo de la Virgen Santísima, y Alférez del Apóstol Santiago. El Papa Gregorio Nono, lo llamó: “Atleta de Cristo”, y el Pontífice Inocencio IV le dio el título de “Campeón invicto de Jesucristo”.
Propagaba por todas partes la devoción a la Santísima Virgen y en las batallas llevaba siempre junto a él una imagen de Nuestra Señora. Y le hacía construir capillas en acción de gracias, después de sus inmensas victorias. Este gran guerrero logró libertar de la esclavitud de los moros a Ubeda, Córdoba, Murcia, Jaén, Cádiz y Sevilla. Para agradecer a Dios tan grandes victorias levantó la hermosa catedral de Burgos y convirtió en templo católico la mezquita de los moros en Sevilla.

La muerte de Fernando III en el Alcázar de Sevilla

Tres años y medio después de la conquista y entrada de Fernando III en la ciudad, el rey santo encontraría en ella el fin de sus días. El 30 de mayo de 1252, en un cuarto regio del Alcázar de Sevilla, moría Fernando III el Santo, rodeado de su familia y de los hombres que le habían acompañado en las campañas. La ciudad que había conquistado se convertía así en el escenario de su tránsito a la eternidad.
El Alcázar —que aún era un conjunto palatino completamente andalusí— fue testigo de una muerte narrada de forma conmovedora por su hijo, Alfonso X, en la ‘Estoria de España’. Allí describe con emoción cómo su padre se despidió de cada uno de los presentes, pidió perdón por sus pecados, tiró la corona, la espada y el cetro real al suelo, se colocó de rodillas implorando al cielo y arrepintiéndose y pidiendo perdón por sus pecados a Dios y a todos los presentes. Poco más tarde, recibiendo la bendición de su confesor Don Remondo, exhalaría su último aliento dentro de las murallas de la ciudad que tantas noches había soñado en conquistar. En sus últimas palabras dejó un testamento de humildad y fe que marcaría profundamente a su heredero. Alfonso escribiría:

«… E a la hora que lo vio asomar, dexósse caer de la cama en tierra, e teniendo los ynojos fincados, tomó vn pedaço de soga que mandara ý aparejar e echóla al su cuello; e demandó primeramente la cruz e parárongela delante, e él omillóse mucho homildosamente contra ella e tomóla en las manos con muy grand deuoçión, e començóla de orar… e llorando muy fuertemente de susojos e culpándose mucho de los sus peccados e manifestándolos muncho a Dios, e pediéndole perdón…».

Fernando III había dejado claro a los suyos que no deseaba honores excesivos tras su muerte. Rechazó todo signo de grandeza: ni mausoleos, ni estatuas, ni fastos ni ningún tipo de ostentación. Su última voluntad fue sencilla: morir como un hombre, no como un rey.

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