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Santo Tomás de Aquino, desde ayer y para siempre
P. Marcos R. González OP

 

Marcos Rodolfo González (1938-2020) fue un destacado Fraile Dominico Argentino [1], y este profético artículo, que presentamos ahora en nuestro Blog del Centro Pieper en el marco de su Curso Anual 2024 dedicado íntegramente al Aquinate [2], fue publicado originalmente en la Revista «Mikael» del Seminario de Paraná, Argentina. Se trata de un texto profundo y descriptivo de los males contemporáneos y también de sus soluciones. Aquí nuestro autor recuerda que «la dialéctica moderna, no sólo con su anulación sino también con la coexistencia en síntesis superior y dinámica de los opuestos, constituye una herramienta extraordinaria que permite la agrupación de las tendencias opuestas a la Iglesia y a los restos de la cristiandad». Por eso, afirma que «frente al avance del mal y a sus epifanías, hay que retornar al Dios verdadero, fuente del ser y de la bondad, en la Iglesia». Hacia el final, resalta el “deber del tomismo” en nuestro tiempo. Deo gratias!
“La doctrina de éste tiene sobre las demás, exceptuada la canónica, propiedad en las palabras, orden en las materias, verdad en las sentencias, de tal suerte que nunca a aquellos que la siguieren se les verá apartarse del camino de la verdad, y siempre será sospechoso de error el que la impugnare” (Inocencio VI, Sermón sobre Santo Tomás, cfr. León XIII, Enc. Aeterni Patris, 13).
I. EN LA TIERRA

1. Nacimiento 

Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo es Señor de la vida y de la muerte.
Cuando en Oriente se aproxima la caída del brazo refulgente del Gengis-Khan (+ 1227), Dios causa en Occidente el nacimiento de Tomás de Aquino, bajo el Pontificado de Honorio III, para constituirlo en medio de la Iglesia y de la Cristiandad como sol, como supremo analogado de los Teólogos de Cristo y pluma predilecta de su Cuerpo Místico.
Tomás de Aquino nace en la fortaleza de Rocasecca, en la provincia de Nápoles, a fines de 1224 o principios de 1225. Hijo de Landolfo de Aquino, señor de Rocasecca, y de Teodora de Teate, Romano-germánica.
2. En la Iglesia y en la Orden de Santo Domingo 
El hombre es social por naturaleza. Dios eleva al hombre al orden sobrenatural y lo integra en una comunidad mística. El hombre en la tierra conserva defectible a su libertad, y puede hacer, hasta cierto punto, estéril el misterio de la gracia, cayendo en el abismo del pecado. El pecado original abate al hombre y a la tierra; y aunque el hombre, expulsado del Paraíso, puede hacer algunos actos buenos según su naturaleza racional, sin embargo, no puede por sus solas fuerzas escapar del abismo. Para la salvación es necesaria la Encarnación del Verbo y la gracia que brota de la Encarnación [3].
Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, es el que abre las puertas del cielo y arranca del abismo; es la fuente de la gracia contra el pecado; el que establece la Iglesia como comunidad de salvación. Él es quien dirige la vida del hombre haciéndolo peregrino hacia la vida eterna; quien posibilita y realiza profundamente la historia del hombre como proceso de salvación, opuesto al proceso mundano de marcha hacia el infierno, dirigido por Satanás, quien por su parte, en cuanto puede, agita los pueblos y convierte en polvo a los hombres.
Tomás de Aquino no es extraño al drama supremo de la salvación del hombre. Por el contrario, es uno de sus actores más destacados, por la gracia de Dios. Desde el bautismo hasta la muerte y la vida eterna se encuentra en la bondad, en la fuerza de Cristo, en la Iglesia. Y más especialmente se cumple en él la consagración dominica, sacerdotal y religiosa.
Apenas tiene cinco años cuando sus padres lo hacen ingresar como Oblato en el Monasterio Benedictino de Monte Casino (1230). Allí, en el despertar de su inteligencia y en el dinamismo primero de su fe, esperanza y caridad, pregunta con insistencia “quid est Deus”, “qué es Dios”. Y en realidad, en esta pregunta –con su correlativa respuesta– se contiene la definición providencial de Tomás de Aquino. Él es alguien que pregunta por Dios, que recibe de Dios una respuesta y la enseña con la máxima caridad y fidelidad. Pregunta, responde y enseña, en la íntima presencia de Dios, por la caritas, que enciende y da calor a su alma.
Si hay un ángel que es “quis sicut Deus”, “quién como Dios”: Miguel; hay un hombre, como un querubín, que es “quid est Deus”, “qué es Dios”: es Tomás de Aquino.
El autor convenientísimo de la respuesta a esta pregunta es el mismo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo (Yavé, Elohim). Dios responde en el Hijo encarnado (Heb 1, 1ss) y en el viento del Espíritu.
El Padre, el Hijo y el Espíritu comunican su acción a la Iglesia que es una, santa, católica, apostólica y romana y es de contemplación, amor, magisterio y gobierno.
En la Iglesia, existe una Orden Religiosa establecida providencialmente en el mismo siglo XIII, como ámbito comunitario, sacro y místico, para una vida y un vivir de este signo: es la Sacra Orden de los Hermanos Predicadores.
Santo Domingo de Guzmán, español, varón apostólico, heredero espiritual de la lucha de siglos de España contra musulmanes y judíos, por la religión católica, la ortodoxia, la política y la tierra, es llamado por Dios –antes que Tomás de Aquino– para la fundación de esta Orden.
Santo Domingo de Guzmán es el varón que comprende y ama el valor primordial de la palabra, según el Antiguo y el Nuevo Testamento: “Vosotros os acercásteis, quedándoos en la falda del monte, mientras éste ardía en fuego, cuyas llamas se elevaban hasta el corazón del cielo: tiniebla, nube y oscuridad. Entonces os habló Yavé de en medio del fuego y oísteis bien sus palabras, pero no visteis figura alguna; era sólo una voz. Os promulgó su alianza y os mandó guardarla: los diez mandamientos que escribió sobre las tablas de piedra” (Dt 4, 11-13).
“Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 14) [4].
La Orden Dominica es la Orden del Señor o Verbo encarnado [5], religiosa, apostólica, constituida como órgano caritativo y sapiencial de la Iglesia, bajo la dirección del Pontificado, para la predicación del Evangelio a fieles e infieles, judíos y gentiles, ilustrados e ignorantes, príncipes y súbditos, sacerdotes y laicos, para Dios mismo.
En esta Orden, la palabra es contemplativa, realista, amante de Dios, cantada e implorante como en la Orden Benedictina y en otras Órdenes Contemplativas; es obediente a Cristo como la Iglesia; es virgen siguiendo los pasos de María; es pobre, en hermandad con la Orden Franciscana; y se pronuncia por la caridad, la sabiduría y el sacerdocio, para ser profundamente Evangélica con eficacia de gracia y llamado a la gracia.
Resulta del todo lógico el ingreso del joven Tomás en esta Orden. Él mismo confirma su decisión en las pruebas de la fortaleza de Rocasecca, en la que es encerrado por su familia, y desde donde fuga por una ventana y con una cuerda, hacia Nápoles (fines de 1245), al rápido galope del corcel.
En la Orden de Santo Domingo –en Colonia– encuentra al sabio Alberto de Bollstädt (el Magno). El joven se convierte en su discípulo, y la fraternidad y amistad entre los dos ya no se acaba nunca.
Alberto Magno es santo, filósofo, teólogo, contemplativo y estudioso de la naturaleza [6]. Conoce toda la filosofía conquistada por el hombre hasta su tiempo, y por ende, el pensamiento de Platón y Aristóteles. Es el que inicia la conquista para el Cristianismo de la obra de Aristóteles [7]; conquista que culmina su discípulo predilecto, “el buey mudo”, Tomás de Aquino.
El Aquinate, ordenado Sacerdote [8] y terminada su carrera, inicia su enseñanza en Colonia (1251-1252). Pero luego su vida se desenvuelve, señaladamente, entre París, Roma y la Corte Pontificia (un tanto volante entonces), y Nápoles.
Celebra Misa, contempla y ama a Dios, enseña, escribe y predica. Es fiel a su Orden y a la Santa Sede. Los Pontífices lo tienen notablemente cerca. San Luis, Rey de Francia, lo consulta con frecuencia. También se ocupa del problema de los judíos y del esoterismo.
Su producción escrita es de un valor incalculable. Basta recordar sus Lecturas sobre los Evangelios de San Mateo y San Juan, y sobre las Epístolas de San Pablo [9]; sus Exposiciones de Aristóteles (de los Físicos, de la Ética a Nicómaco, de los Metafísicos, etc.); la Suma contra los Gentiles; y sobre todo la Suma Teológica.
Tomás de Aquino culmina la médula y vertiente sapiencial en la Orden de Santo Domingo. Su sabiduría es mística, teológica y filosófica.
Mística [10], porque el Espíritu que mueve en plenitud hacia Dios y las cosas de Dios, activa en su alma a la caridad que supera a toda ciencia [11], y por ella lo une a Dios íntimamente y lo connaturaliza con lo divino; y activa en él el don de sabiduría que penetra a la fe en el intelecto, para que emita el juicio de contemplación de Dios y de ordenación de las cosas humanas según las normas divinas hacia Dios [12]. Se da en él, sin duda, en orden a esa sabiduría del don del Espíritu Santo, la actuación del don del intelecto que confiere penetración en la captación de la fe; y la actuación del don de ciencia que perfecciona a la mente para que en la fe, juzgue en relación al resplandor de lo divino en las creaturas [13]. Y la riqueza y fecundidad de su verbo, denuncia también en él la presencia de las gracias “gratis datae” correspondientes [14].
La sabiduría natural de Tomás de Aquino está dada por la contemplación de su intelecto y razón –ex viribus naturae– a partir de lo sensible hasta llegar a Dios. El centro de su metafísica es el ser real y trascendente.
La sabiduría teológica de Tomás de Aquino es, en la unión de fe y razón, “cierta impresión de la divina ciencia” [15], una virtud que eleva a la “ratio” al orden de lo divino, para la inteligencia de los misterios [16].
La sabiduría que lo orienta es ante todo según el don del Espíritu Santo y carismática. Es sabiduría en la caridad y en la adoración y para la salvación de los hombres. Su maestro es Cristo, y a Él se configura.
Cerca del final de su vida terrena padece un rapto místico supremo y queda como apartado de este mundo y sin poder escribir [17].
En comparación con los Apóstoles, se asemeja mucho a San Juan. San Juan es el fundamento que reposa su cabeza en el corazón de Cristo; el discípulo amado, contemplativo por excelencia del misterio del Verbo de vida; el Evangelista que bajo la inspiración bíblica nos expresa la más alta inteligencia de los secretos de Dios y de la lucha entre la luz y las tinieblas. Tomás de Aquino es el que se acerca a la Eucaristía y consagra todo su ser, todo su amor y capacidad cognoscitiva para adentrarse en los misterios de Dios y en su inteligencia, siempre siguiendo las huellas del águila apostólica.
Entre los Padres cita con frecuencia a San Agustín [18], genio del cristianismo, contemplativo de la Trinidad, la gracia y la caridad; maestro de la historia. Puede decirse que Santo Tomás culmina a San Agustín, haciéndose cargo del progreso dogmático de los siglos que lo separan, de una mejor preparación filosófica y científica, y de una mayor serenidad para el desarrollo de su genio. Pero un tomista deberá leer siempre a San Agustín no sólo para encontrar en él el germen y la forma inicial de muchos aspectos del pensamiento de Santo Tomás, sino también para encontrar en él, más explicitado, el dinamismo de la historia y la pasión enardecida en el combate por Cristo.
Entre los filósofos cita y utiliza especialmente a Aristóteles [19]. De Aristóteles tiene –trascendiéndolo– el reconocimiento de la tierra y del hombre, la seguridad científica, la elevada metafísica del ente y del acto y la potencia. También tiene –mucho más de lo que se piensa comúnmente– el espíritu de Platón, tan cercano a lo divino [20] y a la participación.
Reconoce al Papa como Pontífice Supremo y es obediente a su voz.
3. Muerte 
Luego de haber escalado las más altas esferas de la mística y de la sabiduría, muere el 7 de marzo de 1274, en el Monasterio de Fossanova, bajo el Pontificado de Gregorio X.
Desgraciadamente, deja inacabada la Suma Teológica, su obra cumbre. Queda, así, incompleta la palabra escrita del hombre. Y acaso sea así para siempre; porque pareciera que nunca la razón humana elevada por la gracia podrá remontarse tan alto como en el Angélico Doctor. Su doctrina queda sujeta al servicio y a la corrección de la Iglesia [21].
II. EN EL CIELO Y EN EL TOMISMO HISTÓRICO
1. En el cielo
La muerte de Tomás de Aquino no termina con su vida. Por el contrario, por ser espiritual, su alma es inmortal; y por ser predestinado, su alma es elevada al cielo, a la visión de Dios para toda la eternidad. Juan XXII reconoce este hecho canonizándolo el 18 de julio de 1323.
La Iglesia triunfante está en comunión con la Iglesia purgante y con la militante. Una sola Iglesia se extiende del cielo a la tierra. Elevado en su dignidad y dinamismo, en la culminación de su luz, su amor y su fuerza, en el descubrimiento pleno de los misterios de Dios y de la humanidad asumida de Cristo, en el perfeccionamiento de su concepción de la Madre de Dios, de la Iglesia y de la historia, Tomás de Aquino es más poderoso a favor de los hombres en los cielos que en la tierra. Es feliz su alma y no tiene tristeza en su ayuda: “…porque las almas de los justos existen perfectísimamente unidas a la justicia divina, ni se entristecen, ni intervienen en las cosas de los vivientes, a no ser según lo que la disposición de la divina justicia exige” [22].
2. El tomismo histórico
La herencia de Tomás de Aquino no es el oro ni la plata, ni propiedades terrenas. Su herencia es en el orden de la gracia y de la palabra de salvación, de la “caritas veritatis” y de la “veritas caritatis”: el tomismo.
El tomismo, o sabiduría divino-humana de Santo Tomás, don de Dios al santo para el bien común sobrenatural y natural, es recogido en dos ámbitos fundamentales: uno es más universal y es la Iglesia misma; y otro es más especial y es la Orden de Santo Domingo.
El lugar más alto en que vive el tomismo en la Iglesia es en el propio Magisterio de la misma; y es expresado fundamentalmente por los Papas y los Concilios Ecuménicos.
Los Papas y los Concilios Ecuménicos han utilizado de modo continuo el tomismo a lo largo de los siglos, y de este modo le han dado una elevación y fuerza superior. No que Tomás de Aquino sea el inventor del dogma y de la doctrina católica, sino que resulta ser canal privilegiado y síntesis de la Escritura, la Tradición y el sentir de la Iglesia, y por ello la Iglesia, al asumirlo en su Magisterio, no hace sino un reconocimiento de su propia palabra y contemplación, y de la palabra de Cristo.
En el proceso de su canonización, Juan XXII dice: “Su vida fue santa y su doctrina no pudo ser sin milagro… Él mismo iluminó a la Iglesia más que todos los otros Doctores, en sus libros más aprovecha un hombre en un año que en la doctrina de los otros todo el tiempo de su vida” [23]. San Pío V lo llama “clarísima luz de la Iglesia” y a su doctrina “regla ciertísima de la doctrina cristiana” [24]. Clemente VIII dice que escribió sus libros “sin ningún error” [25].
Los Papas de los últimos siglos han insistido mucho no sólo en la utilización de la doctrina de Santo Tomás en la expresión de su Magisterio, sino también en la recomendación de la misma a estudiantes y profesores, escuelas y Universidades Católicas.
Refiriéndose a los puntos principales de la filosofía de Santo Tomás, San Pío X enseña: “Puesto que lo que en Santo Tomás es capital, no debe incluirse en el género de opiniones de las que por ambas partes se puede disputar, sino que debe ser tenido como el fundamento sobre el que descansa toda la ciencia de las cosas naturales y divinas; quitado el cual fundamento, o de cualquier modo debilitado, se sigue como consecuencia necesaria, que los alumnos de las sagradas disciplinas o enseñanzas ni siquiera podrán entender la misma significación de las palabras por medio de las que propone la Iglesia los dogmas revelados por Dios” [26]. Y luego, en relación con los otros Doctores: “Y téngase presente que si alguna vez ha sido aprobada y alabada la doctrina de cualquier autor o santo por Nos o por nuestros Predecesores, y si además de alabada esa doctrina, se ha aconsejado defenderla y sostenerla, fácilmente se entenderá que en tanto se ha recomendado en cuanto que estaba del todo conforme o en nada se oponía a los principios del Aquinatense” [27].
Bajo San Pío X, la Sagrada Congregación de Estudios responde por orden de Su Santidad que las proposiciones contenidas en las llamadas “24 tesis tomistas” incluyen y reflejan claramente los principios y puntos principales de la doctrina del Santo Doctor [28].
En el Código de Derecho Canónico promulgado por Benedicto XV se dice: “Los profesores han de exponer la filosofía racional y la Teología e informar a los alumnos en estas disciplinas ateniéndose por completo al método, al sistema y a los principios del Angélico Doctor y siguiéndolos con fidelidad” [29]. Hay que notar, sin embargo, que hoy, la autoridad doctrinal de Santo Tomás no es de tal manera que excluya el poder seguir otras escuelas existentes lícitamente en la Iglesia [30].
Sobre la actuación de Santo Tomás de Aquino en los Concilios, es suficiente considerar las palabras siguientes de León XIII: “En los Concilios de Lyon, de Viena, de Florencia y Vaticano, puede decirse que intervino Tomás en las deliberaciones y decretos de los Padres, y casi fue el presidente, peleando con fuerza ineluctable y faustísimo éxito contra los errores de los griegos, de los herejes y de los racionalistas. Pero la mayor gloria propia de Tomás, alabanza no participada nunca por ninguno de los Doctores católicos, consiste en que los Padres Tridentinos, para establecer el orden en el mismo Concilio, quisieron que, juntamente con los libros de la Escritura y los decretos de los Sumos Pontífices, se viese sobre el altar la «Suma» de Tomás de Aquino, a la cual se pidieron consejos, razones y decisiones” [31]. También el Concilio Vaticano II insiste en la enseñanza de Santo Tomás [32].
Dada la insistencia del Magisterio y el requerimiento de gracia de la palabra y de la verdad sagrada, hay que pensar que la Iglesia entera recibe rayos y bendiciones de este sol de Cristo y oráculo de su Cuerpo.
La Orden de Predicadores recoge también la herencia de Tomás de Aquino. Ya el Capítulo General de la Orden de 1278 toma medidas en su favor y en contra de R. Kilwardby, primado de Inglaterra, enemigo del Aquinate. Una sucesión de Capítulos insiste en el principio de “sostener la doctrina de Fr. Tomás” (años 1279, 1286, 1309, 1313, 1315, 1329, 1342, 1346). Clemente VI prohíbe al Capítulo General de la Orden reunido en 1346 apartarse en cualquier punto de la doctrina del Aquinate [33].
Esencialmente la Orden de Predicadores se ha mantenido adicta a la doctrina de Tomás de Aquino más que ninguna otra Orden o Instituto Religioso. Esto, a pesar de momentos de decadencia, y del apartamiento mayor o menor de alguno de sus miembros, como por ejemplo Durando de San Porciano (+ 1334); y en nuestro tiempo los admiradores y colaboradores de “Informations Catholiques Internationales” y del Catecismo Holandés.
Para comprobar la fecundidad y fidelidad histórica de la Orden de Santo Domingo al tomismo basta citar los nombres de algunos Doctores indudables: Juan Capreolo, Juan de Torquemada, Juan de Montenero, San Antonio de Florencia, Tomás de Vio Cardenal Cayetano, Francisco de Vitoria, Melchor Cano, Domingo de Soto, Pedro de Soto, Miguel Ghislieri (San Pío V), Domingo Báñez, Juan de Santo Tomás, Mons. Manuel García Gil, N. del Prado, R. Garrigou- Lagrange, Santiago Ramírez. También el testimonio de Benedicto XV: “A esta Orden [de Santo Domingo] hay que alabarla, no tanto porque nutriera al Angélico Doctor, como porque nunca luego, ni siquiera un ápice, se apartara de su enseñanza” [34]. Testimonio reasumido por Pío XI en la Encíclica “Studiorum Ducem” [35].
La razón de esta fidelidad tomista de la Orden de Predicadores se encuentra no sólo en el amor y providencia existentes en el alma de Tomás de Aquino, sino también en la fidelidad de la misma Orden al vivir tradicional contemplativo y activo, descubierto por Santo Domingo y contemplado y vivido por Santo Tomás. Si el orden dominico, por su fuerza esencial y en la Iglesia, posibilita íntimamente a Santo Tomás, es lógico que posibilite también un tomismo puro o estricto, según la donación divina.
III. EL ACTUAL INTENTO DE CONFUSIÓN DE IGLESIA-MUNDO Y EL TOMISMO
1. El intento de confusión de Iglesia y mundo
     a. Iglesia y mundo
Tomás de Aquino, en su tiempo, se encuentra y actúa en una Iglesia que en su forma más visible y jerárquica ocupa un lugar relativamente pequeño en la tierra. Se extiende especialmente en Europa. Todavía no se da en su existencia la extraordinaria acción apostólica de la Hispania, que a partir de los Reyes Católicos y de Colón, sirve para un despliegue amplio de la Iglesia en la esfera terrena, a pesar de la crisis cismática y protestante.
Sin embargo, y no obstante la existencia de muy serios problemas y de la inconsecuencia práctica de algunos creyentes, no puede negarse que en la época terrena de Tomás de Aquino hay fe, hay vigor en los principios, hay santidad, hay cristiandad, tanto como para constituir un momento culminante del cristianismo y del hombre.
Hoy estamos en una situación distinta. La Iglesia, en su faz más visible y jerárquica, está más prolongada en la tierra; pero al mismo tiempo, el mundo del Maligno ha invadido bastante su propio terreno humano, se ha infiltrado más en el vivir de los bautizados, restándoles vigor.
Santo Tomás, siguiendo a la Escritura, distingue un triple sentido de mundo: el de la creación; el de la perfección (el espiritual, la Iglesia iluminada por la luz de la gracia); y el de la perversidad [36].
Cuando hablamos de mundo, entendemos a la palabra, fundamentalmente, en el tercer sentido.
La Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo. El mundo es el caos establecido por el Demonio en la creación; el robo de las creaturas; el rechazo comunitario de la verdad, de la gracia y de Dios mismo. La Iglesia y el mundo luchan sobre el hombre y el universo de la creación. En la Iglesia, que se extiende hasta el cielo, vive Cristo; en el mundo, que tiende hacia el abismo, preside el Demonio. La Iglesia está en la vida por la gracia; el mundo se origina en el pecado.
El Cristianismo –ex natura sua– intenta la reconquista del hombre y de la creación, no del mundo en cuanto tinieblas. Por el contrario, en la perspectiva cristiana, el mundo debe ser rechazado en conformidad con el bien común y la voluntad divina; porque ese mundo es inicuo; es expresión antidivina de la voluntad de pecado, especialmente de la diabólica: “Pero os digo la verdad, os conviene que Yo me vaya: porque si no me fuere el Abogado no vendrá a vosotros; pero si me fuere, os le enviaré. Y en viniendo éste argüirá al mundo de pecado, de justicia y de juicio” (Jn 16, 7-8). “… Viene el Príncipe de este mundo que en Mi no tiene nada” (Jn 14, 30). “Yo ruego por ellos, no ruego por el mundo, sino por los que Tú me diste; porque son tuyos” (Jn 17, 9). “Sabemos que somos de Dios, mientras que el mundo todo está bajo el Maligno” (1 Jn 5, 19).
Ocurre hoy, sin embargo, que toda una corriente en el cristianismo, pervirtiendo un intento legítimo de reconquista de todo bien humano en la Iglesia [37], intenta, bajo el velo de la confusión, no la no conformación y rechazo del mundo del Maligno, sino la unión de la Iglesia y de ese mundo. Y se trata no simplemente de casos aislados, sino de algo que tiende a ser masivo y a marcar el ritmo del proceso humano. Y para posibilitar la infiltración sistemática en el terreno humano de la Iglesia se tiende a forjar una permeabilidad a los males más grandes, mediante un debilitamiento de la conciencia, del afecto y de las actitudes humanas en general. Así se da un choque evidente con la Revelación. “No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama el mundo no está en él la caridad del Padre. Porque todo lo que hay en el mundo, concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida, no viene del Padre sino que procede del mundo” (1 Jn 2, 15-16).
     b. Contenidos mundanos
La Iglesia es santa y existirá por los siglos de los siglos, por voluntad divina. Hay que reconocer esto para conformarse a la realidad y vivir en la esperanza.
Junto a esto, que es básico y profundo, hay que reconocer también que para las personas, la Iglesia, hoy, en parte, aparece como Iglesia del silencio, en el sentido de que el heroísmo de la santidad –que es lo que grita hasta el cielo y que existe– en cierta manera se oculta, por la disminución de la santidad pública y también de la óptica para reconocer lo heroico. 
La tibieza hace sentir su peso. Crece la corriente histórica tecnocrática, como forma de dominio de la ciencia matemática y fáctica y de la psicología sobre la conciencia moral y religiosa.
Sobre el fondo del pecado original y de sus consecuencias, la tibieza y la tecnocracia en sucesión, condicionamiento y comunión, constituyen bases y canales innegables para la constitución del mundo contemporáneo y para las tentativas de unificación de Iglesia y mundo [38].
Como elementos mundanos pueden señalarse también otros.
La desvalorización de la palabra. Establecida por el nominalismo, en donde el contenido mental que da vida a la palabra externa es concebido en una pura singularidad sin universalidad, según un amontonamiento, y es por lo tanto empobrecido.
El empirismo. Con su pérdida de las esencias y su pretensión de descubrimiento y conquista superficial del universo –sin relación con la Causa Primera–, contribuye al vaciamiento intelectual y afectivo del hombre.
La inmanencia del pensamiento. Con puntos claves en Descartes, Kant y Hegel, esta corriente encierra al hombre en su pensamiento y en su idea, y progresivamente lo despoja de la creación y del Creador –del Dios verdadero–. El verbo mental ya no puede ser imagen del Verbo eterno; y se sanciona así, en el pensamiento, una muerte irredentora del Verbo de Dios.
La mentalidad de la Revolución Francesa, en cuanto enloquece a la razón humana al asignarle un valor excesivo, en donde el misterio pierde sentido. Y en cuanto sitúa a la libertad humana en un plano de autonomía absoluta, facilitando la pretensión absurda del hombre de hacer todo lo que le plazca. Aquí hay que incluir el mito de la soberanía popular, según el cual la voluntad mayoritaria del pueblo –sin mayor referencia al bien común verdadero, a la dignidad pública y a la voluntad divina– es simplemente árbitro de la acción y del destino de la nación y de la historia.
La inmanencia afincada en la voluntad y regida por la dialéctica moderna –tesis, antítesis, síntesis. Constituye una extraordinaria fuerza, como se ve por ejemplo por la praxis marxista, para la destrucción de formas de la tradición y de la decadencia y para la construcción de un ámbito en apartamiento y rechazo de la Verdad y del Bien.
El evolucionismo en cuanto presenta el proceso de la naturaleza y del hombre como un dinamismo autónomo y de pura bondad. Así se hace soberbio al hombre y se lo arroja en un torrente aparentemente ingenuo pero de refinada crueldad; especialmente si se liquida la ley natural.
La voluntad desarmada frente al malSe tiende a hacer desaparecer la conciencia del mal moral, ante el cual la voluntad sólo puede huir y rechazar y a lo sumo permitir o tolerar. Esto implica la confusión del bien y del mal; la disminución de la voluntad en su faz ética; y, de hecho, el afianzamiento de la voluntad como poder no-ético o tenuemente ético.
La conciencia burguesa. Con su carga de utilitarismo, egoísmo y sensiblería, aporta mucho para que el hombre se despoje de la búsqueda de valores trascendentes, del bien común y de la intensidad del vivir.
La conciencia proletaria. En cuanto conciencia, no de pobre –que puede ser digno y santo– sino de ciego, no-libre, encerrado en el trabajo, olvidado de lo trascendente y resentido; y que constituye un tipo de hombre muy apto para la masificación y la instrumentación. El apoyo a la conciencia proletaria se acompaña con el rechazo de toda aristocracia edificada en el cultivo de la inteligencia, de la virtud y del sacrificio, hacia el bien común verdadero y trascendente.
El esoterismo. En cuanto tentativa de encuentro de la ciencia vedada [39] y de reemplazo de la religión verdadera. Hoy se trata de disponer las condiciones adecuadas cuantitativas y cualitativas, para la aparición del “hombre nuevo” (no el cristiano católico). De allí la proliferación de la literatura y de los grupos esotéricos.
La pretensión llamada sinárquica. Con su búsqueda de la indiferenciación religiosa, que importa un ataque profundo a la Verdad y a la religión verdadera, bajo el velo de la cultura, la organización, la técnica y la representación total.
La ceguera judía. En cuanto los judíos no reconocen a Jesucristo como Hijo de Dios encarnado y redentor, ni a su Iglesia.
En el mundo moderno, y especialmente en las grandes ciudades, estos males –y otros– se encuentran y se complementan con la pornografía, los grandes robos, la crueldad, el humo, favoreciendo un estallido mayúsculo de la carne. El auge de lo artístico, y en general de lo fáctico, que con frecuencia responde a una mala idea, golpea en la sensibilidad y en la conciencia del hombre moderno, amortiguando su tendencia primera a las esencias naturales, debilitando su sentido común, estableciéndolo en el nerviosismo y bloqueándole su aptitud hacia lo divino.
     c. Infiltración de los contenidos mundanos
¿Se puede aceptar que los contenidos mundanos antedichos sean algo propio y constitutivo de la Iglesia de Cristo, o por lo menos algo legítimo de la misma? Ciertamente no, porque la contradicen. Y sin embargo, en la confusión, el espíritu objetivo que busca la perfecta unión de Iglesia y mundo acepta esa aberración. Y los no avisados y los débiles entran en el juego. Después de todo, esto no es tan extraño si se piensa que un católico –aunque traicionando a Dios y vaciándose a sí mismo– puede pecar. La pérdida de la caridad da lugar a muchos males, no sólo en el orden personal sino también en el comunitario.
La pretensión de igualación de Iglesia y mundo tiene una realización imperfecta en el modernismo del siglo pasado y principios de este siglo, y en el progresismo actual, que es su heredero. No en vano se ha dicho que el modernismo es el compendio de todas las herejías. En la corriente de igualación de Iglesia y mundo, deben incluirse también algunos conservadores negligentes, que en lugar de superar sus defectos temperamentales y de formación en la Tradición viva de la Iglesia, quieren conservar elementos infiltrados de la decadencia renacentista y burguesa, o se preocupan mucho por propiedades y status, y descuidan la defensa del dogma, la realidad del sacrificio y de la adoración, la salvación de las personas.
La infiltración del nominalismo en la Iglesia es palpable y tiene su explicación. Baste recordar que en gran parte fue reengendrado por eclesiásticos, en la decadencia medieval, hasta hacer eclosión en el protestantismo. Su presencia se nota en la tendencia “antiabstraccionista” de los defensores de lo concreto y en los que producen el vaciamiento espiritual de las palabras de la Revelación y del Magisterio.
La influencia empirista y de la inmanencia tampoco puede negarse. Basta leer, por ejemplo, la denuncia de la Encíclica “Pascendi” de S. S. Pío X. La crisis que hoy se establece en orden a la intelección de la transubstanciación, la presencia real de Cristo en la Eucaristía, la eternidad de Dios, etc., tiene ese origen. La negación total o parcial del ser inteligible y extramental lleva a la negación total o parcial de los misterios. Un precio demasiado costoso de la conformación a la mentalidad del mundo.
La voluntad dialéctica destructora, se realiza e infiltra como quiebre de las instituciones y de las personas que se oponen a esa barbarie. La “duda moderna”, en forma de replanteo radical de la Teología, la Liturgia, la Catequesis, los Seminarios, las Órdenes y Congregaciones Religiosas, Parroquias, etc., le despeja el camino. En lugar de la serenidad, la paz de Cristo, la adoración, la conquista de las almas, el sacrificio, las noches místicas, se levanta una atmósfera de nerviosismo, de sin-sentido, y en el fondo, de desesperación. Los Clérigos y laicos, sin convencimiento firme de la superioridad absoluta de Dios, debilitados por la educación burguesa, por el resonar mágico de las fórmulas de la Revolución Francesa –libertad, igualdad y fraternidad– y por la forma mítica de la soberanía popular –árbitro del bien y del mal–, enternecidos por el paraíso socialista, arrobados y enloquecidos por una dialéctica evolucionista que no comprenden, mentalizados de esta manera, intentan acompañar con su espíritu la marcha política caótica. Se convierten en profetas del corso que devora; del pueblo que anticipan, en donde no hay lugar para Cristo Rey, para el Cristo verdadero…, y en donde los proletarios plenamente esclavizados serán precedidos por el Gran Esclavo, el Anticristo.
La voluntad desarmada frente al mal, infiltrada en los cristianos, aparece especialmente en la falsa concepción de la caridad. Porque en este contexto, la caridad tiende a desvanecerse en su oposición a los pecados y no influye mayormente en orden al arrepentimiento y a la confesión. Eso sí, debe rechazar lo que se opone al proceso mundano. Debe amar al proceso mundano, porque después de todo, se considera que el mismo es cristiano, de cristianismo anónimo. Y la faz primariamente teologal de la “caritas” queda encubierta, porque lo que se impone, ante todo, es el amor a Dios por el proceso o cuando más, por el prójimo. Se registra un profundo ataque a los fundamentos teológicos y éticos del espíritu militar clásico presente en la tradición cristiana.
El estudio de la demonología en los ambientes cultos del cristianismo es hoy muy pobre. Algunos clérigos piensan que no existe el demonio. Muchos, aunque concedan la existencia de los ángeles santos y de los demonios, olvidan completamente la posibilidad de su operación en el universo humano. Esto empequeñece desmedidamente al universo, impide la comprensión de la historia, animada por los ángeles, y torna ingenuo al cristiano ante las formas más graves del esoterismo. Si se pierde o debilita la conciencia del pecado ya no parece tan malo el demonio; después de todo, él quería ser feliz… La infiltración esotérica importa la aparición de una nueva mística, de una pseudomística en donde tiene más importancia la condición natural, la técnica psicológica y lo mágico, que lo sobrenatural.
La voluntad sinárquica de indiferenciación religiosa puede penetrar por la falta de fe y la desvalorización de la verdad. Es favorecida ampliamente por el auge injustificado y desmedido que se concede al llamado “cristianismo anónimo” y el desprecio de la tradición cristiana no-anónima.
El problema judío tiene hoy una presencia extraordinaria. Se visualiza en la pretensión del pueblo no convertido de consolidar su posición en la Tierra Santa. El problema de fondo es –después de Cristo– si se convierten o no a Cristo y a la Iglesia Católica. “Vuestra casa quedará desierta, porque en verdad os digo que no me veréis más hasta que digáis: Bendito el que viene en el nombre del Señor” (Mt 23, 38-39). Que un judío quiera conquistar a un cristiano no es tan extraño. Pero que existan cristianos que anulen la necesidad de la conversión de los judíos a Cristo y a la Iglesia, es muy extraño; y muestra la profundidad de la infiltración en la conciencia y de la decadencia en el apostolado.
     d. Algunas reflexiones sobre el problema
La igualación de Iglesia y mundo implica la confusión de naturaleza y gracia y, más precisamente, de hombre en pecado y gracia; la anulación de la Iglesia en el mundo; la reducción “ad unum” de la historia de la salvación y de la historia de la condenación, en la historia de la condenación: porque con pecado no se entra al cielo.
La historia mundana tiende a constituirse en criterio supremo de la verdad, incluso de la revelada [40].
Si se acepta que hoy se da un proceso de invasión del mundo en la Iglesia, de modo organizado y masivo —en mayor o en menor grado—, no debe concluirse por ello que el mismo es el último y peor avance en el ataque del mal. El peor ataque del mal debe realizarse de un modo supra-humano y con la instrumentación del Anticristo. Y la Iglesia no será vencida: “Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”. De todas maneras, así como el ataque supra-humano implica una instrumentación de lo humano (el Anticristo), así también el ataque mundano implica una incoación de la presencia y la fuerza del mal suprahumano. No es extraño, entonces, que S. S. Pablo VI haya hablado ya de la infiltración diabólica de un modo impresionante [41].
A la luz de la Iglesia y frente a la grandiosidad del avance del mal, es más fácil la manifestación y el descubrimiento del término inmanente del pecado del hombre: la idolatría del hombre. “Y dijo la serpiente a la mujer: No moriréis; es que sabe Dios que el día que de él comáis se os abrirán los ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal” (Gn 3, 5).
Hay en el hombre una tendencia indestructible hacia Dios, en cuanto desea la felicidad [42]. Esa tendencia natural y profunda del hombre requiere en él mismo un amor libremente ejercido hacia Dios, fin último o supremo verdadero. Pero el hombre, en el plano de su libertad, puede defeccionar poniendo su fin último en apartamiento de Dios. Cuando esto se realiza, acontece el pecado, en cuanto aversión al Bien inconmutable y conversión indebida al bien creatural. Cuando el hombre peca, pide a la creatura –por ejemplo, a la carne o al dinero– la felicidad, en un nivel en que sólo Dios puede darla. Es decir, concede a la creatura un atributo divino –el dar la felicidad primordial–; trata a la creatura como a Dios, y así diviniza a la creatura. Y como en última instancia, esta divinización de la creatura está hecha por él y para él, por ello la divinización de la creatura recae también sobre el hombre. Y si es divinizado, puede ser también adorado. El pecado lleva siempre consigo –en mayor o en menor medida– al hombre asumido a una condición idolátrica. Y el crecimiento del mal –del abismo– debe manifestar esa condición. La confusión ideológica, tan ejercida en nuestro tiempo, facilita la confusión indebida de la condición divina con la creatural y humana, y por ende, la idolatría correspondiente; aunque el nombre idolatría desaparezca del vocabulario corriente.
La extensión de la tendencia idolátrica convierte a cada hombre en Dios y en esclavo de sí mismo. Y como el hombre no es verdaderamente Dios, no es el Bien Común supremo, la autoadoración aísla al hombre y mata a la comunidad en el sentido profundo que le imponen el orden, la justicia y el amor. Sólo quedan el engaño, el odio, la crueldad, la violencia moral, psicológica y física, como vehículos de unidad. Se tiende, así, hacia el caos mayúsculo, en donde actúa no sólo el hombre sino principalmente el Demonio que reclama también su adoración. Pues como dice Santo Tomás: “Él mismo [el demonio]… desde un principio quiso ser equiparado con Dios: de donde el mismo dice, Is 14, 13-14, «Pondré mi sed en el aquilón, ascenderé hasta el cielo, y seré semejante al Altísimo». Y aún no depuso esta voluntad; y por consiguiente, todo su esfuerzo tiende hacia esto: a hacerse adorar por los hombres y a que le ofrezcan sacrificios: no que se deleite en un perro o en un gato que se le ofrezca, sino que se deleita en esto, en que se le dé reverencia como a Dios: de donde dijo a Cristo, Mt 4, 9, «Te daré todo esto, si postrándote me adorares»” [43].
El caos en marcha en el tiempo, con el pecado del hombre y el influjo del demonio, constituye la anti-historia, opuesta a la historia verdadera, que se constituye en el dinamismo bajo el influjo divino y angélico de santidad y de bien.
La dialéctica moderna, con su identidad del ser y del no-ser, y no sólo con su anulación sino también con la coexistencia en síntesis superior y dinámica de los opuestos, constituye una herramienta extraordinaria que permite la agrupación en marcha de las tendencias opuestas a la Iglesia y a los restos de la cristiandad.
Frente al avance del mal y a sus epifanías, hay que retornar al Dios verdadero, fuente del ser y de la bondad, en la Iglesia. La palabra de Dios ilumina la respuesta primordial. “No tendrás otro Dios que a mí” (Ex 20, 3). “Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley? Él les dijo: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el más grande y el primer mandamiento. El segundo, semejante a éste, es: Amarás al prójimo como a ti mismo. De estos dos preceptos penden toda la Ley y los Profetas” (Mt 22, 36-40).
2. Deber del tomismo
El tomismo es la forma teológica más alta y pura de la Iglesia Católica; también la forma más alta y pura de la filosofía perenne.
La pregunta y la respuesta en donde se contiene la definición providencial de Santo Tomás, primariamente no versan sobre el hombre o el cosmos, sino sobre Dios, en un ámbito sobrenatural y religioso: “quid est Deus”. Esto quiere decir que el tomismo, por fidelidad a su maestro y a su propio ser, debe ser más místico y teológico que filosófico; más divino que antropológico y cosmológico. Debe ejercer la prioridad de la glorificación de Dios.
El tomismo, para vivir, necesita del alimento. Las vías extremas de su alimento son la palabra de Dios y las esencias de la tierra. El descuido de la tierra lleva al intelectual a la ilusión y a la pérdida del sentido común. El descuido del cielo lo aparta del plano de la salvación. La oración en el contenido bíblico y tradicional y en la expresión del Magisterio dado durante siglos –antes y después de Santo Tomás–, así como la participación plena en la vida sacramental, para el ejercicio de la vida teologal, incluso donal, tienen para el tomista un efecto análogo al que se experimenta al aspirar el perfume puro de los campos: lo hacen revivir y crecer.
Dada su dimensión teológica y filosófica, los problemas que debe atender el tomismo, no pueden ser solamente los de una persona o los de una localidad, sino los de la Iglesia y la creación entera. En nuestro tiempo, especialmente el problema de la confusión entre Iglesia y mundo –en el sentido maligno–, procurada por el demonio, que ambienta el estallido de la carne, y que se da en todas partes.
El que conoce medianamente el tomismo puede percibir que en él se encuentra ya una respuesta esencial y certera, por lo menos a la mayor parte de los interrogantes que se plantean. Porque el tomismo proporciona un conocimiento verdadero, y en la Redención, de Dios uno y trino, de Cristo, de la Virgen, de la Iglesia, de los ángeles, del hombre y del universo, de la verdad y el error, del bien y del mal, de lo sacro y lo profano, de la ley y la gracia, de la virtud y el pecado, de los sacramentos y la Misa, de los judíos y los gentiles, del conocimiento y la palabra, del amor y el odio, de la esperanza y la desesperación, de la paz y la guerra, del ente y su trascendencia, de la teoría y la praxis, de la patria y la familia, del trabajo y el descanso, etc. Y si en algunos puntos no tiene aún una respuesta, su disposición profunda lo habilita para tenerla, si es necesaria para el hombre; incluso asumiéndola si una inteligencia que no se encuentra en el sistema tomista, es alumbrada primeramente por el ser de la misma.
Pero no basta que la letra repose en libros venerables, sino que la verdad debe darse en el verbo vivo y en la conciencia del espíritu, en el ser peregrino hacia la Vida eterna, vislumbrando los escollos y el camino de la Providencia, penetrando cada vez más profundamente en la riqueza del Ser y de los seres, en una pronunciación que continúe el “si” y el “no” de Cristo ante todo lo que se presente en el horizonte. Si es posible tener poca fe y mucha fe, también es posible poseer leve e intensamente al tomismo. El tomista tibio, aunque sea más o menos versado, no da solución. Es menester tomar conciencia de la necesidad de la encarnación de la palabra, hasta un punto tal, que la verdad penetre por el espíritu, hasta los huesos y la sangre. Urge la conquista de la convicción más firme, del fervor, del compromiso, del amor más intenso a la verdad.
Así como la afirmación y la negación se excluyen, también se excluyen la caridad y el pecado. La “caritas”, por ser amor sobrenatural a Dios, contiene una displicencia del pecado y se expresa en la penitencia que opera para la destrucción del pecado [44]. Por consiguiente, el tomismo, como movimiento sapiencial de la Iglesia, por amor a Dios, al prójimo y al universo de Dios, debe proclamar profundamente, junto a la construcción glorificante del Cristo total, el rechazo radical del mundo, excluyendo de paso las sutilezas de quienes, con el pretexto de entregarnos la parte buena de todas las cosas –que, en verdad, la tienen–, pretenden dejarnos con el mal en el bien, es decir, con lo malo.
La sabiduría preside la prudencia. Así el tomismo requiere la comunidad de los prudentes, atentos incluso a la lucha secreta del enemigo. El tomismo debe encarar la formación de una élite sapiencial unida a una aristocracia de gobierno, y esto tanto para el orden eclesiástico como para el orden temporal.
En el orden eclesiástico, la función que pueda cumplirse en las Universidades Romanas, y en las Universidades, Institutos y Seminarios del resto del mundo, tiene un valor enorme. No se trata, sin embargo, de ilustrar a eclesiásticos hábiles o meramente diplomáticos, sino de la cooperación a la formación de Sacerdotes que imiten al Buen Pastor, que da la ración a sus ovejas en el tiempo oportuno, que no huye ante el lobo y que da su vida por las ovejas.
En el orden de la ciudad temporal, el dogma fundamental que debe ser predicado es el de Cristo Rey. Por más que muchos olviden u oculten esta verdad, el tomismo debe predicarla. No para dar patente de bondad a la tecnocracia, sino para vigencia de la gloria de Cristo, de la redención del hombre y de la ética verdadera.
Queda también una atención especial para la Orden de Santo Domingo, la Orden que dispusiera las condiciones necesarias para la vida y la obra de Tomás de Aquino. Porque si la misma es fiel a su constitución primigenia, debe ser también hoy el ámbito predilecto del tomismo, como lo ha sido gloriosamente durante siglos. Justo es reconocer que una parte, me atrevo a decir considerable, de la Orden se mantiene en el tomismo; hay muchos, incluso, en el tomismo estricto. Aparte de las infiltraciones de filosofías extrañas –marxismo, fenomenología existencial–, de las lecturas vacías de la Revelación y del Magisterio, y de los peligros que representan todos los pecados en cuanto afectan a los hombres y a los religiosos, conviene señalar a un gran enemigo potencial cuyo triunfo implicaría la anulación de la Orden en cuanto ámbito privilegiado del tomismo. Si se atiende a la marcha del mundo, con su oscuridad desacralizante y tecnocrática, que encuentra fácil aliado en la debilidad de los hombres, hay que pensar en la posibilidad real de un ataque a la herencia monástica –silencio, coro, ayunos, primacía de la contemplación–, asumida en la vida apostólica. Y esto con el argumento de la necesidad de incrementar la actividad y de adaptarse a la vida moderna. En el caso de darse el ataque en gran escala y de triunfar, la Orden cambiaría en su esencia con trágicas consecuencias para el tomismo que abriga en su seno.
Sin embargo, porque la tradición dominica es muy fuerte, sobre todo en el cielo, hay que pensar –en la fe– que no habrá pérdida de rumbo, aunque puedan darse tambaleos. Y es legítimo alertar a la tripulación, “pugiles fidei et vera mundi lumina” según Honorio III, para que con renovado fervor sigan el ejemplo de Santo Domingo, de Santo Tomás y de miles de otros santos que vivieron en la tradición cristiana, dominica y tomista.
Conclusión
En definitiva, debemos creer en la permanencia vital, existencial, iluminante y caritativa de Tomás de Aquino.
Su alma gloriosa y glorificante de Dios no nos olvida, no es extraña para quienes aman la sabiduría y el tomismo. Es el alma de un maestro y de un santo. Es un alma que bendice y enseña.
Un tomista debe atender a la fuente venerable de sus obras escritas, también a la tradición que las acompaña. Y debe tener devoción a Tomás de Aquino. Porque él está puesto para bendecir, necesitamos de su ayuda, y la verdad tomista, antes de estar en sus palabras de la tierra, está en su inteligencia privilegiada, hoy confortada por la luz de la gloria en la presencia eterna del Verbo.
_______
Notas
[1] [Nota del Centro Pieper: El P. Marcos González nació en San Miguel de Tucumán y tenía siete hermanos. Sus padres fueron Horacio González y María Eloísa Álvarez. Estudió en el Colegio Nacional de Tucumán e inició en 1956-1957 la carrera de Derecho en la Universidad de Tucumán. Ingresó a la Orden de los Predicadores en 1958 y profesó el 12 de abril de 1959, realizando su Noviciado en Santiago de Chile. Allí continuó con sus estudios de filosofía. En 1962 fue asignado a Buenos Aires, donde realizó sus estudios teológicos. Se Ordenó Sacerdote el 5 de julio de 1964 en Santiago del Estero. Se dirigió inmediatamente a Roma donde obtuvo el Lectorado y la “Licenciatura en Teología” en 1965 en la Pontificia Universidad de Santo Tomás de Aquino, más conocida como el “Angelicum”. Asumió diversos oficios conventuales y en la Provincia. Fue profesor en distintos centros de estudio: UNSTA (Tucumán y Buenos Aires), UCA (Buenos Aires), JUSTA (Juventud Universitaria Santo Tomás de Aquino) y el Seminario de Paraná. De esta época, en el Seminario de Paraná, lo recuerda el P. Luis González Guerrico de la siguiente manera: “Durante unos quince años fue nuestro Profesor en el Seminario de Paraná, principalmente, de Teología Dogmática. Ha dejado entre sus exalumnos –de entre ellos, incluso, varios Obispos–, un recuerdo imborrable como Maestro extraordinariamente docto y virtuoso Fraile Dominico. Sabiduría que asombraba y notable humildad que impresionaba sobremanera. Sus clases eran espléndidas exposiciones de la más alta Ciencia Teológica. Se diría que conocía a Santo Tomás por connaturalidad. No se limitaba a sus obligaciones académicas sino que compartía nuestra vida toda la semana, excepto sábados y domingos que cruzaba a Santa Fe, para colaborar en su Convento. De allí que pudiéramos conocer muy bien su personalidad y la riqueza de su fisonomía espiritual”. Falleció en el Convento de Tucumán, el día de Navidad, 25 de diciembre de 2020].
[2] [Nota del Centro Pieper: para conocer la programación completa del XVIII Curso Anual del Centro Pieper titulado “«¡Nada más que Tú, Señor!» (Non nisi Te, Domine) – Legado de Santo Tomás de Aquino, a 750 años de su muerte”, presione el siguiente enlace: https://centropieper.blogspot.com/2024/03/nada-mas-que-tu-senor-non-nisi-te.html].
[3] [Nota del Centro Pieper: las “negritas” son nuestras].
[4] Cfr. Mt. 26, 26-29; Heb 1, 14.
[5] Cfr. Suma Teol. III, 16, 3, ad 3.
[6] Patrono de los cultivadores de las ciencias naturales.
[7] [Nota del Centro Pieper: para profundizar en esta gran figura, recomendamos la conferencia “San Alberto Magno, «Doctor Universalis»” del Prof. Claudio Mayeregger (ver aquí: https://www.youtube.com/watch?v=rAcLJz1Hk4Q)].
[8] Por el Arzobispo de Colonia, Conrado de Hochstaden.
[9] [Nota del Centro Pieper: para profundizar respecto de la gran labor del Aquinate como biblista y exégeta, recomendamos la conferencia “Sentidos Escriturarios en los Padres de la Iglesia (Resumidos por Santo Tomás de Aquino)” de Fray Patricio Battaglia OP (ver aquí: https://www.youtube.com/watch?v=E1STQF4PT0w)].
[10] Cfr. A. Gardeil O.P., Les dons du Saint-Esprit dans les Saints dominicains, Paris, 1903, pp. 161-175. Cfr. también M. Grabmann, La vida espiritual de Santo Tomás de Aquino, Ed. Guadalupe, Buenos Aires, 1946, pp. 97 ss.
[11] Cfr. Ef 3, 19. Cfr. también Suma Teol. I-II, 66, 6, ad 1.
[12] Cfr. Suma Teol. II-II, 45, 1.
[13] Cfr. Suma Teol. II-II, 8, 6; 9, 2, ad 3.
[14] Cfr. Suma Teol. I-II, 111, 4, c.: “…la gracia gratis dada implica todas aquellas cosas que el hombre necesita para instruir a otro en las cosas divinas que existen por encima de la razón”.
[15] Suma Teol. I, 1, 3, c.
[16] Cfr. Suma Teol. I, 1; II-II, 2, 10.
[17] Cfr. Bartolomé de Capua, Proceso napolitano de canonización n. 79: Fontes vitae S. Thomae, Documenta, ed. M. H. Laurent O.P., Saint-Maximin 1937, p. 377. Cfr. también Suma Teol. II-II, 175, 3.
[18] [Nota del Centro Pieper: para profundizar en esta gran figura, recomendamos las conferencias “San Agustín de Hipona, Filósofo del Verbo” del Prof. Jordán Bruno Genta (ver aquí: https://www.youtube.com/watch?v=syjQjv6nums), “Ciencia y Sabiduría en San Agustín de Hipona” del Dr. Carlos Daniel Lasa (ver aquí: https://www.youtube.com/watch?v=5Z7gWae3Wb0) y “San Agustín de Hipona, la Ciudad de Dios y la Ciudad del Hombre” del Dr. Héctor Delbosco (ver aquí: https://www.youtube.com/watch?v=sxEuNk9Z6vw)].
[19] [Nota del Centro Pieper: para profundizar en esta gran figura, recomendamos la conferencia “Aristóteles y la Ciencia” del Lic. Gerardo Medina (ver aquí: https://www.youtube.com/watch?v=1H0huFpqStQ)].
[20] Cfr. Suma Teol. III, 4, 4, ad 2.
[21] Cfr. Bartolomé de Capua, op. cit. p. 379.
[22] Suma Teol. I, 89, 8, c. Cfr. II-II, 83, 4, ad 2; In IV Sent. d. 15, q.4, a.5, qla.l, ad 3; Suppl. 72, 1; De Verit. 8, 4, ad 12.
[23] Cfr. J. Berthier O.P., S. Thomas Aquinas “Doctor Communis” Ecclesiae, tI, Roma, 1914, p. 45. También Juan XXII dijo: “Tot fecerat miracula quot scripserat articulos”: ibid. p. 50.
[24] Bula Mirabilis Deus, 11 de abril de 1567.
[25] Cfr. Const. Sicut Angeli, 22 de noviembre de 1592.
[26] Motu Propio Doctoris Angelici, 29 de junio de 1914.
[27] Ibid.
[28] Cfr. AAS. 6 (1914) pp. 383 ss.
[29] CIC. 1366, par. 2.
[30] Cfr. Pío XII, Alocución del 17 de octubre de 1953. También J. Ramírez O.P., Opera Omnia T.I, De ipsa Philosophia, Ed. C.S.I.C., Madrid 1970, p. 850.
[31] Enc. Aeterni Patris, 4 de agosto de 1879.
[32] Cfr. Decr. Optatam totius n.16; Decl. Gravissimum educationis n.10.
[33] Cfr. G. M. Manser O.P., La esencia del tomismo, Madrid, 1947, p. 86.
[34] Epist. al Rvmo, P. L. Theissling O.P., del 29 de octubre de 1916: A.A.S. 8 (1916) p. 397.
[35] Cfr. A.A.S. 15 (1923) p. 324.
[36] Cfr. In Joannem 1, 9.
[37] Cfr. Conc. Vat. I, Const. Gaudium et spes, passim.
[38] Cfr. Ap. 3, 1.15; 9, 20.
[39] Cfr. Gen. 2, 16-17; 3, 2-6.
[40] Thomas J. J. Altizer en Palabra e historia: Teología radical y la muerte de Dios de Th. J. J. Altizer y W. Hamilton, Barcelona-Mexico, 1967, p. 160.
[41] Cfr. Homilía del 29 de junio de 1972; cfr. también Catequesis del 15 de noviembre de 1972.
[42] Cfr. Suma Teol. I, 2, 1, ad 1.
[43] In Symbol. Apostol. Exp., ed. Marietti, Roma, 1954, n. 876.
[44] Cfr. Suma Teol. I-II, 113, 5; III, 85, 4.
Fuente: «Mikael. Revista del Seminario de Paraná», República Argentina,
Año 2, Número 5, Segundo Cuatrimestre de 1974, págs. 18-41.

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