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POR ANTONIO CAPONNETTO
En el pasado mes de mayo se cumplieron 150 años del nacimiento de Don Ramiro de Maeztu, varón ejemplar si los hubo, de aquello que insistimos en llamar Madre Patria o Patria Originante. Prevaleció el olvido hiriente, la desaprensión imperdonable, la ignorancia culposa de su figura. Por eso nos ha confortado tanto recibir el obsequio de nuestro joven y emprendedor amigo, Francisco de Asís Gamazo, miembro destacado de la Asociación Cultural Luz de Trento y de la Asociación Jóvenes por España. El obsequio mentado es un libro reciente y desconocido del mismísimo Maeztu, que lleva el desafiante y promisorio título de ¡Santiago y cierra España!. Dios premie a quienes lo hicieron posible. De un modo particular a José Javier Esparza, quien prologa las páginas.
Para hablar de Maeztu hay que empezar por el principio; y ese incipit, para un católico, no puede ser sino su muerte mártir, que lo condujo derechamente al Divino y Eterno Comienzo.
Si tenemos legítimamente por veraces las palabras finales que se le atribuyen a nuestro arquetipo, antes de recibir los perdigones homicidas de los rojos, algún espíritu superficial podría sostener que las susodichas palabras no se han cumplido. En efecto, he aquí el postrero alegato: “Vosotros no sabéis porqué me matáis; yo en cambio sí sé porque muero: para que vuestros hijos sean mejores que vosotros”. Los hijos de aquellos criminales hoy son poder en España, y bajo su tiranía oprobiosa, España se ha traicionado a sí misma sin honor ni respeto. Pero sería impropio e injusto quedarse con esta única filiación presente de aquellos progenitores victimarios. Hay otros críos leales del león hispánico, nos recordaría Rubén Darío. Por eso los segadores no han vencido ni vencerán del todo. Ni menos al final de la Final Contienda.
MIRADA BIOGRÁFICA
Para entender a Maeztu se lo puede abordar biográficamente. No como cronología –allí están para quienes se interesen, las difundidas “Tablas Cronológicas” de Dionisio Gamallo Fierros, o los apuntes siempre cálidos de su hermana María- sino como itinerario espiritual, como camino de perfección, diríamos más ascéticamente. En este sentido, la vida de Maeztu es un dechado nítido de que para el cristiano también la propia y personal historia es más regreso que progreso; o mejor aún, que el progreso consiste en regresar, en volver por el Germen Inaugural, en culminar la parábola y retornar a la Casa del Padre.
Es que Maeztu, como todos, fue fruto y consecuencia de su ambiente y de su tiempo: una nación que se quebraba y reducía territorialmente, y el furor iconoclasta y nihilista con que aquella generación vivió ese tránsito complejo al siglo XX. Si su hogar lo marcó con una crianza en la que se entremezclaron el españolismo decimonónico y el talante aristocrático y religioso británico, recibido a través de su madre, sus numerosos viajes y contactos por Europa y por América, lo rodearon de influencias que no siempre supo ordenar.
La izquierda suele reivindicar su período 1897-1904, o el fabianismo y el guildismo de los años 1905 a 1916, o las inclinaciones kantianas en sus visitas juveniles a Alemania, pero no hay con qué sostener definitivamente esta hipótesis. Da pena, por ejemplo, ver los esfuerzos de un Edward Inman Fox en tal dirección. Porque Don Ramiro, aún entonces, veía más de lo que miraba, dejaba entreleer más de lo que escribía y callaba lo mejor –rumiándolo en silencio- para otorgárnoslo a su hora. Entregó temporariamente al error sus corazonadas más que su entendimiento; y la inteligencia lo salvó del naufragio devolviéndole el ritmo exacto a sus corazonadas.
Por eso él no gustaba hablar de conversión -y la palabra, en rigor, no le cabe- pero nos dejó narrados en varios pasajes, principalmente en los de su Autobiografía, el encendimiento de fervores que lo recondujo a Jesucristo, en plenitud de entrega y de servicio. Por sensibilidad genuina ante los problemas sociales (culposamente ausente hoy en quienes gobiernan) abrevó en la Doctrina Social de la Iglesia; por lealtad a la Iglesia se enraizó aún más en las esencias de la patria; y por ese amor lacerante a la patria se consagró entero al amor de Dios. Peregrinar de virtudes, su camino, parece ir de la caritas a la pietas, y desde aquí a la Fe, en un trazo vacilante a veces, pero con la belleza de las líneas rectas que parecen buscar el infinito.
MIRADA BIBLIOGRÁFICA
En segundo lugar, a Maeztu, se lo puede encarar bibliográficamente. No como catalogación de títulos, por cierto, sino como radiografía de una docencia que ganó en fecundidad y en discípulos en la medida que se hizo menos novedosa; esto es, menos subjetiva y más expresión de verdades perennes. Y que ganó en resonancia y reverberación cuanto mejor se hizo eco o repique de la música antigua y sacra de la Sabiduría. Esa que él entonó con carácter notable, con actitud hímnica; admirable concordia entre lo lírico y lo épico. La gran herencia maeztusiana es el símbolo convocante de la Tradición. El estilo es el hombre; ya se sabe. Él y la Tradición cruzaron caminos convergentes por el puente del estilo. Desde entonces, decir maeztusiano, como decir quijotesco, es una categoría que define y califica.
Pero este acercamiento bibliográfico que mentábamos, es una tarea ímproba, tanto por la fecundidad de lo que ha producido como por lo que sobre su obra convocante se sigue publicando. Desde su primer artículo en El Porvenir Vascongado, en 1896, hasta el último dirigido a La Prensa de Buenos Aires, en el año de su muerte, don Ramiro no dejó de escribir. Cuando Vicente Marrero –sin duda su mejor biógrafo- se hizo cargo de dirigir la edición de sus obras completas en Editora Nacional primero, y en Rialp después, el plan comprendía treinta volúmenes, sin dejar de ser antología. La exhumación total de sus páginas aún no ha concluido, y no le han faltado en justicia quienes se ocuparan de ellas. Como estos camaradas españoles de Luz de Trento, que mentábamos al principiar la nota.
Es que Maeztu escribía como un hábito incesante, como una disciplina espiritual severamente reglada; pero escribía también como una prolongación de su buen combate y casi como una lid intensa sin tregua alguna posible. Su prolificidad era su modo de acometida y su carga a fondo, y al igual que Job, podría haber repetido cada mañana: “¡Quién me diera que mis palabras se escribiesen! ¡Quién me diera que fuesen consignadas en un libro!” (Job, 19-23).
De la vigencia de sus letras es una nueva y patente prueba la obra ya citada ¡Santiago y cierra España!. Allí, verbigracia, en el capítulo “El fracaso de la libertad”, se afirman ideas que parecen escritas para este aciago aquí y ahora del ideologismo liberal opresivo. “La libertad –nos dice- no es en sí misma principio positivo de organización social. Hablar de una sociedad cuyos miembros tengan la libertad de hacer lo que quieran es una contradicción en los términos mismos. La libertad en este sentido no constituiría sociedad alguna […]. Es una extraña superstición hacer creer a tantas gentes que la libertad les da derecho legítimo a negarse a desempeñar función alguna necesaria a la sociedad a la que pertenecen”. Pues en esta superstición se nutre la “peste perniciosíma del liberalismo”, como lo retrató Pío IX.
Alguien podría argumentar que los escritos de Maeztu no son más que una sucesión de notas periodísticas y por ello mismo marcados con el sello de lo contingente o efímero. Él mismo pareció responder esta objeción, cuando hacia 1931, con ocasión de recibir el Premio Luca de Tena, declaró en un reportaje que coincidía con los germanos en la distinción entre “también periodistas” y “sólo periodistas”, situándose con sencillez en este último rubro. Creemos que es exactamente al revés: sus escritos periodísticos no son sólo éso. Plausibles u objetables esa es su característica común. Pero además, Don Ramiro, no consideró igualmente importantes todas sus hojas. Deseó sin poses ni falsas modestias, sino con el dolor sincero del arrepentimiento, que una parte de ellas fuesen olvidadas y quemadas; y creyó genuinamente que su mensaje podría reseñarse en pocos pero capitales párrafos. No era un desplante esteticista ni un juego borgiano. Era el fruto de su metanoia, en el sentido más empinadamente teológico del término.
LEGADO DE UN CONVERSO
¿Cuál su legado, su cesión o encomienda, a siglo y medio de su natalicio? Sería aventurada una síntesis –al menos hecha por nosotros- pero se nos permitirá acercar una respuesta posible. El gran legado de Ramiro de Maeztu es la Hispanidad.
No siendo su pluma, haría falta para explicárnosla, la de Zacarías de Vizcarra, Eugenio Montes, Agustín de Foxa o la de nuestro Braulio Anzoátegui. Pero al no ser posible el milagro de que aunadas las suyas sustituyan a este calamo currente, digámoslo con la imperfección del caso. La Hispanidad que amó y defendió Maeztu, y por la cual vertió su sangre, no es una categoría étnica ni geográfica; no es siquiera enteramente una cuestión política, aún conteniendo como contiene el justiciero y necesario elogio de la monarquía. Poco tiene que ver tampoco su planteo de fondo con cuestiones geoestratégicas o de posicionamiento hemisférico. No es la España moderna la que lo desvela, crecida al calor de la Revolución Mundial Anticristiana, con todas sus etapas antañonas y actuales, pero todas inicuas. Ni es el borbonato de ayer remozado hoy, pero siempre ahíto de felonía y de ultraje, de masonismo y de apostasía, de “taberna al final de una noche crapulosa”. Al contrario, contra todo esto y tanto más lidió heroicamente Don Ramiro.
Su Hispanidad, que quiere ser la nuestra, es la Christianitas Hispánica, la corporización en tierras ibéricas del “¡Id y predicad!”, del “¡Bautizad y convertid!”; es la consumación del mandato y de la misión confiados por Nuestro Señor a Santiago Apóstol; es uno de los nombres de Cristo, diría Fray Luis de León, hablando analógicamente. Porque las tres cosas que más amaba Jesús las repartió en vida y en agonía a quienes alta y superior confianza les tenía. A Pedro le dejó Su Iglesia, a Juan le dejó Su Madre y a Santiago le dejó Su España. Un nombre que debe proferirse y pronunciarse aunque sea en el exilio de los nombres al que nos tiene sometido el Innombrable.
LA HISPANIDAD
La Hispanidad, entonces -y entiéndase que estamos abreviando- es una cuestión teológica, no ideológica; de índole mistérica y no problemática, de condición y no de situación, misional y no coyuntural, ontológica, no fenomenológica y, por lo tanto, plenamente inteligible sub specie aeternitatis. Negar la Hispanidad, mediatizarla o subalternizarla, abdicar de ella, abjurar de nuestra savia es, en ultimísima instancia, renegar de Cristo y protestar de espaldas a Él. Asumir en cambio la Hispanidad como proyecto posible, regenerador y unitivo, ante las amenazas de enemigos reales y poderosos, es ser. Por eso gustaba repetir Maeztu aquello de que ser es defenderse. Ser es afianzar lo propio frente a las extranjería del alma y la barbarie del espíritu.
Por no entender cabalmente este concepto clave del pensamiento maeztusiano, es que parecen querer oscurecer el horizonte actual de nuestra causa por lo menos dos grupos estrafalarios de ideólogos. Uno se jacta de apatridismo, amañando citas de los Padres y de Santo Tomás de Aquino, para justificar lo injustificable. Son unos pusilánimes. Forman ese partido de los intelectuales o devotos, que desenmascaraba Peguy; y que se caracterizan por creer que son de Dios porque no se atreven a batallar en el mundo. No aman a nadie, pero se consideran monopolizadores del amor a Dios. El otro bando lo constituyen ciertos enajenados mitómanos que, en el afán indiscriminado de condenar la totalidad del proceso independentista americano, sin separar el trigo de la cizaña, lo lícito de lo espurio, incurren en la hybris del malvado Tersites, que osó insolentarse contra los héroes. Son, redondamente, una reata de mentirosos.
De allí que resulte tan importante conocer el ideario de Don Ramiro sobre la Hispanidad y sus frutos en América. Ese “ser es defenderse”, que él nos pidiera, lo veía realizable en la unión del logos con el coraje. Por eso despreciaba a los intelectuales sin valor y a los valientes sin intelecto. Por eso hizo de su vida de soldado una prefiguración de su lucha metafísica, y de ésta un acuartelamiento en la Verdad. Y por eso, tal vez, cuando lo asesinaron, se le podría haber aplicado el juicio de Ortega ante el asesinato de otro Ramiro: Ledesma Ramos; y era tal juicio decir que “habían matado a un entendimiento”. Podría acotarse asimismo que mataron a un arrojo, pues ambas cualidades lo definían. Razón y Pasión por Dios y por España.
Ahora sí cobra mayor sentido que retomenos el comienzo de esta nota. Sus hidalgas palabras finales no han dejado de cumplirse, ni él ha dejado de pronunciarlas. Cuando los tiros rencorosos de los comunistas acabaron con su vida, por las calles y los caminos y los paisajes de España prometía clarear la Hispanidad, se juraba devolver la risa de la primavera, y caer en donde Dios lo ordenara, con la camisa azul, la boina roja o la guerrera caquiverdosa de los novios de la muerte. Eran “los hijos” que habían aprendido a ser mejores.
“España es una encina medio sofocada por la yedra”, comienza su célebre Defensa de la Hispanidad. Hoy -nos parece que así lo diría- la yedra ha sofocado a la encina y casi no se la puede reconocer ni ver a España. Cuando el Señor de los Ejércitos disponga podadores que limpiando la fronda horrible permitan ver de nuevo –aquí y allá- el rostro de la Hispanidad; cuando los nuevos y fecundos hijos recuperen con sangre y sones de Cruzada la filiación traicionada, se cumplirán una vez más, redondamente, sus palabras echadas al rostro vil de sus verdugos; y podremos evocarlo victorioso con los versos de Pemán:
“Ramiro de Maeztu,
Señor y Capitán de la Cruzada:
¿dónde estabas ayer, mi dulce amigo,
que no pude encontrarte?
¿Dónde estabas?
¡Para haberte traído de la mano,
a las doce del día, bajo el cielo
de viento y nubes altas,
a ver, para reposo de tu eterna inquietud
tu Verdad hecha ya vida
en la Plaza Mayor de las Españas!”.
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