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POR JUAN MARTIN DEVOTO

El registro mudo conservado en celuloide desde 1917 es un verdadero testimonio histórico y muy poco conocido que aúna a tres destacados personajes argentinos que se distinguieron por separado en ámbitos muy disímiles.

Uno fue, en su época, el escritor argentino más traducido y a las lenguas más diversas, llegando a lectores de confines remotos con sus novelas; y al que por sus testimonios se lo ha calumniado y brutalmente “cancelado”.

Otro, pasó de ser un cantor de la música folklórica a ser conocido como el mejor exponente de nuestra música a través de sus discos, sus películas, sus presentaciones en radios o teatros y sus giras internacionales.

El tercero, por sus recorridas de kilómetros -con su chambergo, su poncho, su cigarrito y su mula- ganando almas, mientras también transitaba los pasillos de los más importantes políticos en pos de impulsar proyectos materiales en beneficio de aquellos pobladores que asistía predicando incansablemente.

Flor de durazno, pieza de teatro primero y novela más tarde, fue una temprana obra de Hugo Wast que fue llevada al cine bajo la dirección de Francisco Defilippis Novoa, siendo una de esas primeras películas argentinas que, felizmente, perviven.

El argumento incluye a un joven criollo habitante de un pueblo serrano cordobés cuya novia es malamente seducida por un hombre que tras embarazarla la abandona, a partir de lo cual se desarrolla el drama. Pero el detalle que acá nos importa es que el actor que encarna al desdichado mozo es, ni más ni menos que Carlos Gardel, que aparece con un peso de unos 120 kilos, que lo obligó más tarde a someterse a un riguroso régimen al encarar la carrera que lo llevaría a la fama mundial poco después.

Y, finalmente, el cura gaucho de la obra literaria y cinematográfica. El personaje en cuestión puede identificarse indiscutiblemente con ese santazo que fue José Gabriel Brochero que tras sus estudios brillantes como seminarista, se dedicó como sacerdote a predicar en la región de Traslasierra recorriendo kilómetros y kilómetros en su mula Malacara, emponchado sin detenerse por las inclemencias para llevar a Dios a cada rincón y a cada habitante. Pero también intercediendo por el progreso de esas tierras ante el mismo Presidente Yrigoyen, aunque sin lograr su cometido. Y así hasta su muerte que lo encontró ya ciego, sordo y enfermo de lepra por compartir el mate con los infectados a los que asistía.

En la obra de Hugo Wast (seudónimo de Gustavo Martínez Zuviría) lo ve encarnado en un cura de iguales características que apenas disimula con el nombre de Filemón Rochero.

Curioso registro el que reunió a tres argentinos que llegaron a ser conocidos en el mundo entero más allá de opiniones que, en determinado caso, no han podido opacar su trascendencia.

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