A. Perricone en Crisis Magazine)-Cuatro sencillos cambios en la forma de recibir la comunión harán mucho más por crear un renacimiento eucarístico que cualquier programa multimillonario.

Ominoso. Es la única palabra que puede describir adecuadamente el Estudio Pew Research 2020. Encuestó a los católicos sobre su creencia en la Presencia Real de Cristo en la Sagrada Eucaristía. Casi el 70% de los encuestados dijo que no creía en ella. Escalofriante, pero no sorprendente. Incluso una mirada casual a los feligreses que reciben la Sagrada Comunión en la mayoría de las parroquias católicas revela una despreocupación que es reveladora.

No es necesario ser fenomenólogo para apreciar la importancia de los actos simbólicos en la auto-revelación del hombre. La despreocupación ante la Sagrada Eucaristía es un signo condenatorio, no solo de la ausencia total de una piedad rudimentaria, sino de una creencia marchita en la propia doctrina. Lo uno se deriva de lo otro tan ciertamente como el día sigue a la noche. Si un católico demuestra tan poca atención a la Sagrada Eucaristía como a su pedido de Starbucks, algo va mal.

Los obispos estadounidenses parecen haberse dado cuenta de esta alarmante anomalía el año pasado. Es extraño que hayan detectado este colapso doctrinal tan recientemente, ya que ha sido evidente durante más de medio siglo. Es más bien como si a un hombre le mordiera un tiburón y solo gritara una hora después.

Claramente, este desmoronamiento del dogma central de la Iglesia católica tuvo sus obvios antecedentes, antecedentes apoyados por estrategias cuidadosamente planificadas y que fueron gestadas, todas ellas, entre los grandes de la teología durante décadas. Muchos, ahora olvidados, sentaron profundamente las bases de la denostada fe católica ahora tan omnipresente. Por nombrar solo algunos:

  • Edward Schillebeeckx, O.P., y su atenuación de la gracia a través de los sacramentos
  • Karl Rahner, y su «existencial sobrenatural»; por no hablar de su iconoclasta artículo «Cómo recibir y significar un sacramento»
  • Toda la obra de Concilium
  • La teología sacramental de la Sociedad Teológica de América, 1965-presente

Aunque esta lista no es exhaustiva (en realidad, es bastante esquelética), sí sugiere el formidable impulso que asentó los pilares sobre los que descansa la crisis actual.

Todo este enraizamiento teológico cerebral solo podía llamarse el mango de la lanza. La punta de la lanza tenía dos puntas: la liturgia y la catequesis. Sin ellas, la revolución para socavar la Sagrada Eucaristía habría nacido muerta. Estos dos vasos son los que llevan la fe a los fieles de a pie. La liturgia y la catequesis inculcan no solo la doctrina, sino la piedad y toda la identidad y el ímpetu católicos.

Las reflexiones esotéricas de falsos eruditos católicos habrían acumulado polvo en las estanterías de universidades y seminarios a menos que se tradujeran en praxis mediante los instrumentos de la liturgia y la catequesis. Esto es exactamente lo que se hizo con resultados impresionantes y arrolladores. En el caso de la catequesis, el antiguo Catecismo de Baltimore ancló firmemente la fe en las mentes de los jóvenes; su sucesor deja a los jóvenes católicos a la deriva en un mar de desechos pasados de moda de los años 60. Y todo esto ha ocurrido en los últimos sesenta años bajo la negligente mirada de pastores y obispos. ¿O es que acaso deberíamos asumir que tenían el ojo avizor?

La transformación de la teología eucarística ha sido tan profunda que los católicos bienintencionados ahora llaman con confianza a la misa «una comida» y a la Sagrada Eucaristía «pan de comunión». Desde esta lógica, resulta bastante hostil, por no decir inhumano, negar a cualquier hombre o mujer el acceso a la Sagrada Eucaristía. No pocos obispos reprenden a un sacerdote que incluso repite públicamente los requisitos tradicionales para la recepción de la Sagrada Comunión. Muy «poco acogedor», ya ven. Esta alarmante ruptura doctrinal se atrincheró tan profundamente que incluso dictó nuevas formas arquitectónicas para las iglesias, confirmando el principio de Marshall McLuhan: el medio es el mensaje.

Este útil telón de fondo nos lleva de nuevo a los obispos. La encuesta Pew ha sido un jarro de agua fría sobre sus cabezas, o sobre algunas de ellas. Hay que hacer algo al respecto. Lanzar un Renacimiento Eucarístico de tres años que culmine en un Congreso Eucarístico en 2024. Todos los católicos rezan para que tenga éxito.

Pero, para ello, conviene hacer algunas propuestas. A primera vista, pueden parecer radicales. De hecho, lo son; pero solo porque se sitúan tan crudamente frente al paisaje asolado de la práctica eucarística actual. Algunas de estas propuestas pueden parecer tan antediluvianas que resulten risibles. Pero esto demuestra aún más que la doctrina eucarística se ha degradado tanto que estas cosas parecen casi tabú, como palabrotas.

Primera propuesta. Los tabernáculos vuelven al centro de cada iglesiaEs interesante cómo los «liturgistas» ordenaron este desplazamiento del tabernáculo desde el centro de cada iglesia a un lado, si no fuera de la propia iglesia. Apelaron al Vaticano II, la herramienta preferida para imponer a la Iglesia novedades que reconfiguraron la fe. De hecho, el canon pertinente de 1983 (derivado de Sacrosanctum Concilium) contradecía esto: «El sagrario en el que se reserva la santísima Eucaristía ha de estar colocado en una parte de la iglesia u oratorio verdaderamente noble, destacada convenientemente adornada, y apropiada para la oración» (Canon 938,2)

Solo los malpensados interpretarían esta directiva como algo más que un mantenimiento del statu quo de las iglesias antes del Concilio. Y punto. Cualquier marginación del tabernáculo transmite el mensaje incuestionable de marginar a Cristo mismo. Ninguna disimulación teológico-litúrgica puede ocultarlo. Puede que los liturgistas no se atengan a las leyes ineludibles del símbolo natural, pero la gente corriente sí.

Segunda propuesta: Abolir la comunión en la mano. Esta soez práctica, de principios de los 60, suponía una ruptura indisimulada con una tradición milenaria que implantó profundamente una comprensión reflexiva de la Sagrada Eucaristía. Con facilidad, la práctica tradicional transmitía tanto a iletrados como a dotados la inefable sacralidad del sacramento del altar. Sin necesidad de palabras ni de largas explicaciones. De ahí la inmediatez del acto simbólico: informador, edificante y apasionante.

Solo la Iglesia explota el poder del símbolo con su repertorio de actos rituales, todo ello realizado sin teatralidad ni cursilería, pero encarnando todos los elementos del auténtico drama. Lo que surge es una boda única de la más alta capacidad del hombre para la poesía enhebrada con los trazos divinos de la Tercera Persona.

Los primeros años de la década de los 60, esa época desdichada que mereció con razón el epíteto que W.H. Auden dio a los años 30, «esa década baja y deshonesta», marcó el comienzo de la desaparición de la reverencial y crítica comunión en la lengua, que se remonta a una inquieta élite teológica europea empeñada en retocar la fe de la Iglesia. Hicieron apelaciones fatuas a la «sacralidad de todo el cuerpo» y a la innovación como una «práctica antigua». Esos argumentos fueron mendaces en su primera aparición, pero, a estas alturas, han caducado tanto que su mera mención debería causar vergüenza.

Su mortífera propagación alarmó tanto al papa Pablo VI que promulgó el Memoriale Domini en 1969. Aquí se enfrentó a la perjudicial práctica introducida ilícitamente, y dictaminó que debía cesar porque «después de estudiar más a fondo la verdad del misterio eucarístico, su eficacia y la presencia de Cristo en el mismo, bajo el impulso ya de la reverencia hacia este santísimo sacramento, ya de la humildad con que debe ser recibido, se introdujo la costumbre de que el ministro por sí mismo depositase en la lengua de los que recibían la comunión una partícula del pan consagrado».

Este método de distribución de la sagrada comunión debe conservarse, teniendo en cuenta la situación actual de la Iglesia en el mundo entero, no solo porque cuenta con muchos siglos de tradición a sus espaldas, sino sobre todo porque expresa la veneración de los fieles por la Eucaristía.

Tercera propuesta: Eliminar a los ministros extraordinarios de la Sagrada Eucaristía. Una vez más, para la mente católica común de hoy, una sugerencia como esta suena como la abolición de los Diez Mandamientos, solo demostrando cuán penetrante es la comprensión distorsionada de la Sagrada Eucaristía. El hecho de que pocos católicos se refieran a los Ministros Extraordinarios es una prueba más del férreo control de la incomprensión doctrinal. En el documento de 1997 promulgado por la Sagrada Congregación para la Liturgia y la Disciplina de los Sacramentos (junto con otros siete dicasterios) se deja claro el carácter extraordinario de permitir a los laicos distribuir la Sagrada Comunión, muy conscientes del fácil deslizamiento hacia el caos doctrinal: el Santo Padre señala que «en algunas situaciones locales se han buscado soluciones generosas e inteligentes (a la escasez de sacerdotes). La misma legislación del Código de Derecho Canónico ha proporcionado nuevas posibilidades, que, sin embargo, deben aplicarse correctamente, para no caer en la ambigüedad de considerar ordinarias y normales, soluciones que estaban pensadas para situaciones extraordinarias en las que faltaban o escaseaban los sacerdotes».

Estos dicasterios se adherían claramente a santo Tomás de Aquino en ST III, q.82, a.3, ¿Corresponde solo al sacerdote la administración de este sacramento?: «Corresponde al sacerdote la administración del cuerpo de Cristo por tres razones. Primera, porque, como acabamos de decir, consagra in persona Christi. Ahora bien, de la misma manera que fue el mismo Cristo quien consagró su cuerpo en la cena, así fue él mismo quien se lo dio a comer a los otros. Por lo que corresponde al sacerdote no solamente la consagración del cuerpo de Cristo, sino también su distribución. Segunda, porque el sacerdote es intermediario entre Dios y el pueblo. Por lo que, de la misma manera que le corresponde a él ofrecer a Dios los dones del pueblo, así a él le corresponde también entregar al pueblo los dones santos de Dios. Tercera, porque por respeto a este sacramento ninguna cosa lo toca que no sea consagrada, por lo tanto los corporales como el cáliz se consagran, lo mismo que las manos del sacerdote, para poder tocar este sacramento. Por eso, a nadie le está permitido tocarle, fuera de un caso de necesidad, como si, por ej., se cayese al suelo o cualquier otro caso semejante».

Cuarta propuesta: La recepción de la Sagrada Comunión debe ser siempre de rodillas. En los últimos años se ha desatado una guerra contra los pocos católicos que siguen la cristalina lógica interior de la doctrina católica ortodoxa, arrodillándose para recibir la Sagrada Comunión. En su furia por abolir el arrodillarse, los innovadores invocan la vacía excusa de la uniformidad y la «costumbre local». Incluso el católico más ingenuo lo ve como el burdo engaño que es. Uno se arrodilla para conseguir un almuerzo gratis, no para recibir el Pan de los Ángeles (perdón, ese tipo de lenguaje sacro eriza la piel de la vieja guardia). Es desconcertante que los mismos pastores que perpetraron esta disminución no tan velada de la doctrina eucarística deseen ahora promover la doctrina eucarística.

Intentar disfrazar por más tiempo las causas de la degradación de la creencia eucarística es monumentalmente falso, a la altura del Mago de Oz»ordenando a Dorothy: «¡No hagas caso a ese hombre detrás de la cortina!».

Nuestros buenos obispos no han tenido miedo de albergar gestos radicales en el pasado, incluso cuando han alterado a los fieles. ¿Por qué no uno más? ¿O cuatro más?

Excelencias, sacudan el statu quo. No teman escandalizar. Atrévanse.

Sean pioneros. Embárquense en un sorprendente renacimiento eucarístico.

Uno tradicional. Lo único que se pierde es una crisis.

Publicado por P. John A. Perricone en Crisis Magazine

Traducido por Verbum Caro para InfoVaticana

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